En la costa

Eran las ocho de la noche. El viento, que desde hacia algún tiempo ya había empezado a soplar del sudeste, batía la costa con prodigiosa violencia. Un navío no habría podido doblar la punta extrema de América sin riesgo de naufragar.

El buque, cuya presencia había sido revelada por el estampido, corría aquel peligro. No cabía duda de que al no poder navegar con el suficiente trapo para mantenerse a la capa, era irremisiblemente arrastrado contra los arrecifes.

Media hora más tarde, en la cumbre del islote, el Kaw-djer ya no estaba solo. Al oír el estampido, el indio y su hijo habían subido a reunirse con él, agarrándose a las rocas del cabo y a las matas crecidas en las hendiduras.

Retumbó un segundo cañonazo. En aquellos parajes desiertos, con aquel temporal, ¿qué auxilio esperaría el desventurado navío?

-Viene por el oeste -dijo Karroly, al darse cuenta de que el estampido le llegaba de ese lado.

-Navega amurado a estribor -asintió el Kaw-djer-, pues desde el primer cañonazo se ha ido acercando al cabo.

-No podrá evitarlo -afirmó Karroly.

-No -respondió el Kaw-djer-, el mar está demasiado embravecido… ¿Por qué no da una bordada mar adentro?

-Quizás no puede.

-Es posible, pero también es posible que no haya visto la tierra… Hay que señalarla… ¡Un fuego, encendamos un fuego! -exclamó el Kaw-djer.

Se apresuraron febrilmente a reunir brazadas de ramas secas arrancadas de los arbustos que erizaban las laderas del cabo, así como las hierbas largas y los varecs amontonados por el viento en cavidades, acumulando el combustible en la cima de aquella enorme grupa.

El Kaw-djer sacó fuego del pedernal. El fuego se comunicó a la yesca, después a las ramitas, luego, activado por el viento, no tardó en propagarse a toda la hoguera. En menos de un minuto, sobre la meseta se alzó una columna de llamas, se retorció proyectando una luz muy intensa, a la vez el humo giraba violentamente en espesos torbellinos hacia el norte. Al rugido de la tempestad se juntaban las crepitaciones de la madera, cuyos nudos, estallaban como cartuchos.

El Cabo de Hornos está perfectamente adecuado para que en él levanten un faro, que iluminaría ese límite común a dos océanos. Lo exige la seguridad de la navegación y de seguro que disminuiría la cantidad de siniestros, tan frecuentes en aquellos parajes.

A falta de faro, no cabía duda de que la hoguera encendida por la mano del Kaw-djer había sido vista. Así el capitán del navío no podía ignorar, lo menos, que se encontraba muy cerca del cabo. Informado sobre su posición exacta por aquel fuego, le sería posible ponerse a salvo lanzándose por los pasos a sotavento de la isla Hornos.

¡Pero qué espantosos peligros implicaba esa maniobra en tan profunda oscuridad! Si no había a bordo ningún práctico de aquellos parajes, ¡qué pocas probabilidades tenía de navegar entre los arrecifes!

Sin embargo, el fuego seguía arrojando su luz en la noche. Halg y Karroly no dejaban de cebar la hoguera. No faltaba combustible y, si era preciso duraría hasta la mañana.

El Kaw-djer, de pie delante de la hoguera, intentaba en vano determinar la posición del navío. De pronto, en una breve desgarradura de las nubes, la luna iluminó el espacio. Por un instante, pudo divisar un gran velero de cuatro palos cuyo casco negro se recortaba sobre la espuma del mar. Efectivamente, el buque singlaba al este y luchaba con grandes dificultades contra el viento y contra el mar.

En aquel mismo instante, en medio de uno de esos silencios que separan las ráfagas, se oyeron unos siniestros crujidos. Los dos palos posteriores acababan de romperse a ras de sus fogonaduras.

-¡Está perdido! -gritó Karroly.

-¡A bordo! -ordenó el Kaw-djer.

Los tres, corriendo cuesta abajo por los taludes del cabo no sin peligro, llegaron en pocos minutos a la playa. Con el perro pisándoles los talones, embarcaron en la chalupa, que salió de la caleta. Manejando Halg el timón y el Kaw-djer y Karroly los remos, pues no hubiera sido posible izar el más mínimo pedazo de vela. Aunque los remos eran movidos por brazos vigorosos, la Wel-Kiej tuvo grandes dificultades para apartarse de los arrecifes contra los que el oleaje rompía con furor. El mar estaba embravecido. La chalupa, sacudida hasta casi descuadernarse, saltaba dando tumbos de un flanco al otro, se enarbolaba a veces, como dicen los marinos, toda la roda fuera del agua, y después volvía a caer pesadamente. Grandes golpes de mar se embarcaban, se estrellaban cayendo como duchas sobre la cubierta y rodaban hasta la popa. Sobrecargada por el peso del agua corría peligro de zozobrar. Entonces fue necesario que Halg abandonase el timón para manejar el achicador.

A pesar de todo, la Wel-Kiej iba acercándose al navío del que podían divisar ya las luces de su situación. Percibían su mole cabeceando cual una boya gigantesca más negra que el mar, más negra que el cielo. Los dos mástiles rotos flotaban detrás, sujetos únicamente por los obenques, mientras que, rasgando las brumas, el trinquete y el palo mayor, describían arcos semicirculares.

-¿Pero qué hace el capitán -gritó Kaw-djer - y por qué no se habrá librado aún de esa arboladura? No será posible arrastrar semejante cola a través de los canalizos.

Efectivamente, urgía cortar los aparejos que retenían los palos caídos en el mar. Pero no había duda de que en el navío reinaba un total desorden. Quizá ni siquiera tenía ya capitán.

Pues cabía pensarlo al comprobar en circunstancias tan críticas la total ausencia de maniobras.

Sin embargo, la tripulación no podía ya ignorar que el navío se aconchaba debajo de la costa con la que no tardaría en estrellarse. La hoguera encendida en la cumbre del Cabo de Hornos lanzaba aun, cuando el soplo de la tormenta activaba el fuego, llamas que se enmarañaban como correas desmesuradas.

-¡Pero es que ya no hay nadie a bordo! -dijo el indio, respondiendo a la observación del Kaw-djer.

De hecho, era posible que la tripulación hubiera abandonado el buque y en aquel momento estuviera esforzándose en ganar la costa con los botes. A menos que sólo fuera ya un inmenso ataúd transportando agonizantes y muertos, cuyos cuerpos pronto serían destrozados por las aristas de los arrecifes pues durante los recalmones no se oía ni un grito, ni una llamada.

La Wel-Kiej llegó por fin a través del navío, en el preciso momento en que daba una guiñada a babor que estuvo a punto de echarla a pique. Un afortunado giro dado al timón le permitió rozar el casco a lo largo del cual pendían los aparejos. Con mucha destreza pudo el indio atrapar un trozo de guindaleza que, en un santiamén, fue amarrado a la proa de la chalupa.

Después su hijo y él, y el Kaw-djer detrás cogiendo en sus brazos al perro Zol, atravesaron la batayola y cayeron sobre el puente.

No, el navío no había sido abandonado. Muy al contrario, estaba completamente ocupado

por una muchedumbre trastornada de hombres, mujeres y niños, la mayoría estaban tendidos contra las camaretas en las crujías y se hubiera podido contar algunos centenares de desgraciados en el paroxismo del pánico, que ni siquiera hubiesen podido permanecer en pie de tan inaguantables que eran los bandazos.

En medio de la oscuridad, nadie había visto a los hombres y al muchacho que acababan de saltar a bordo.

El Kaw-djer se precipitó hacia popa, esperando encontrar al timonel en su puesto… El timón estab a abandonado. El navío, a capa cerrada, iba a donde le llevaban las olas y el viento.

¿Donde estaban el capitán, los oficiales? En desprecio del deber, ¿habían acaso abandonado cobardemente el barco?

El Kaw-djer asió a un marinero por el brazo.

-¿Y tu comandante? -preguntó en inglés.

Aquel hombre pareció ni darse cuenta de que era interpelado por un extraño y se limitó a encogerse de hombros.

-¿Y tu comandante? -insistió el Kaw-djer.

-Despedido por la borda con unos cuantos más -dijo el marinero con un tono de sorprendente indiferencia.

Así pues, el buque ya no tenía capitán y le faltaba parte de su tripulación.

-¿Y el segundo de a bordo? -preguntó el Kaw-djer.

Nuevo encogimiento de hombros del marinero, evidentemente sumido en profundo estupor.

-¿El segundo…? -respondió-. Las dos piernas rotas, la cabeza aplastada, desplomado en el entrepuente.

-Pero, ¿y el teniente?, ¿y el maestre…? ¿Dónde están?

Con un gesto, el marinero dio a entender que no sabía nada.

-Bueno, ¿quién manda a bordo? -exclamó el Kaw-djer.

-¡Usted! -dijo Karroly.

-A la caña, pues -ordenó el Kaw-djer-, ¡y deja arribar de lleno!

Karroly y él regresaron a toda prisa a popa e hicieron fuerza sobre la rueda, para abatir el rumbo del buque. Este, obedeciendo penosamente al timón, viró lentamente hacia babor.

-¡Braceo en cruz, toda! -ordenó el Kaw-djer.

Colocado ya en la dirección del viento, el navío había cogido alguna velocidad. Quizá se conseguiría pasar al oeste de la isla de Hornos.

¿Hacia dónde se dirigía aquel navío…? Ya se sabría más tarde. En cuanto a su nombre y el de su puerto de amarre - Jonathan, San Francisco- fue posible leerlos en la rueda, a la luz de una linterna.

Las violentas guiñadas dificultaban mucho la maniobra del timón, cuya acción era, por otra parte, poco eficaz, por la escasa velocidad propia del buque. Sin embargo, el Kawdjer y Karroly intentaban mantenerlo con rumbo al paso, orientándose gracias a los últimos fulgores que el fuego encendido en la cima del Cabo de Hornos continuaría lanzando todavía durante algunos minutos.

Algunos minutos; no necesitaban más para alcanzar la entrada del canal que se abría a estribor entre las islas Hermite y Hornos. Si el buque conseguía salvar los escollos que emergían en la parte media del canal, ganaría quizá un fondeadero resguardado del viento y del mar. Allí se podría esperar a salvo hasta el amanecer.

En primer lugar Karroly, ayudado por algunos marineros cuya turbación era tan grande que no se dieron siquiera cuenta de que era un indio quien les daba las órdenes, se apresuró a cortar los obenques y burdas de babor que retenían los dos palos a la rastra. Sus violentos choques contra el casco hubieran acabado por desfondarlo. Cortados a hachazos los aparejos, la arboladura se fue a la deriva y no hubo que cuidarse más de ella.

En cuanto a la Wel-Kiej, su boza la volvió a atraer hacia popa, manteniéndola así a salvo de cualquier colisión.

El furor de la tempestad iba en aumento. Los enormes golpes de mar que embarcaban por encima de los empalletados incrementaban el desquiciamiento de los pasajeros. Mucho mejor hubiera sido que toda aquella gente estuviese refugiada en las camaretas o en el entrepuente; pero ¿cómo hacerse oír y entender por todos aquellos desgraciados? Ni pensarlo.

Por fin, no sin espantosas guiñadas que exponían una y otra vez sus flancos al asalto de las olas, el buque dobló el cabo, casi rozando los arrecifes que lo erizaban al oeste y, con el impulso de un pedazo de vela izado a proa a guisa de foque, pasó a sotavento de la isla de Hornos, cuyas alturas le protegieron en parte contra los embates de la borrasca.

Durante esa relativa calma momentánea, un hombre subió a la toldilla y se acercó a la caña maniobrada por el Kaw-djer y Karroly.

-¿Quiénes son ustedes? -preguntó.

-Pilotos -respondió el Kaw-djer-. ¿Y usted?

-Maestre de tripulación.

-¿Y sus oficiales?

-Muertos.

-¿Todos?

-Todos.

-¿Por qué no ocupaba usted su puesto?

-La caída de los palos me ha derribado, dejándome sin sentido. Acabo de recobrar el conocimiento.

-Está bien. Descanse. Mi compañero y yo somos suficientes para hacer frente a todo. Pero, en cuanto pueda, reúna a sus hombres. Aquí hay que poner orden.

Sin embargo, no había desaparecido el peligro, ni mucho menos. Cuando el navío llegase a la punta septentrional de la isla, sería cogido de través y nuevamente estaría expuesto a toda la furia de las olas y del viento que se metían por el brazo de mar entre la isla Hornos y la isla Herschel. Por otra parte, no había forma de evitar este paso. Aparte de que la costa del cabo no ofrece ningún refugio en el que el Jonathan pudiese fondear, el viento que helaba cada vez mas hacia el sur no tardaría en hacer insoportable aquélla parte del archipiélago.

Al Kaw-djer no le quedaba más que una esperanza: ganar el oeste y alcanzar la costa meridional de la isla Hermite. Esa costa, bastante limpia, de unas dos millas de longitud, no carece de refugios. No había que descartar la posibilidad de que el Jonathan encontrase un abrigo doblando alguna de las puntas. Con el mar de nuevo en calma, Karroly intentaría, tomando un viento favorable, ganar el canal de Beagle y conseguir que el navío, aunque estuviese prácticamente desmantelado, arribase a Punta Arenas por el estrecho de Magallanes.

Pero ¡cuántos peligros ofrecía la navegación hasta la isla Hermite! ¿Cómo zafarse de los múltiples arrecifes de los que están plagadas aquellas aguas? Y con el velamen reducido a un trozo de foque, ¿cómo conservar la ruta en aquellas profundas tinieblas… ?

Después de una terrible hora, se consiguió rebasar las últimas rocas de la isla Hornos y el navío volvió a sufrir los violentos embates del mar.

El contramaestre, con la ayuda de una docena de marineros, fijó entonces un contrafoque en el trinquete. Necesitaron más de medía hora para conseguirlo. A costa de mil dificultades la vela fue por fin atesada, amurada y cazada por medio de los aparejos, no sin que los hombres tuviesen que emplear todas sus energías.

Cierto es que, para un navío de ese tonelaje, la acción de aquel trozo de tela apenas sería perceptible. Sin embargo, la acusó y era tal la fuerza del viento que fueron salvadas en menos de una hora las siete u ocho millas que separan la isla Hornos de la isla Hermite.

Cuando, poco antes de las once, el Kaw-djer y Karroly empezaban a creer en el éxito de su tentativa un espantoso estrépito dominó por un instante los rugidos de la borrasca.

A unos diez pies por encima del puente, acababa de romperse el trinquete. Arrastrando en su caída una parte del palo mayor, cayó rompiendo las batayolas de babor y desapareció.

Aquel accidente produjo varias víctimas, porque se oyeron gritos desgarradores. Al mismo tiempo, el Jonathan embarcó una ola gigantesca y dio tal bandazo que amenazó con zozobrar.

Se enderezó, sin embargo, pero un torrente corrió de babor a estribor, de popa a proa, barriendo todo a su paso. Por fortuna, los aparejos se habían roto y los trozos de la arboladura, arrastrados por el oleaje, ya no amenazaban el casco.

Convertido pues en un casco inerte a la deriva, el Jonathan ya no obedecía al timón.

-¡Estamos perdidos! -gritó una voz.

-¡Y sin lanchas! -gimió otra.

-¡Queda la chalupa del piloto! -aulló una tercera.

La muchedumbre se precipitó hacia popa, donde la Wel-Kiej seguía a la rastra.

-¡Alto! -ordenó el Kaw-djer, con una voz tan imperiosa que fue obedecido en el acto.

En pocos segundos, el contramaestre estableció un cordón de marineros que cortó el paso a los enloquecidos pasajeros. Sólo cabía esperar el desenlace.

Una hora después, hacia el norte, Karroly entrevió una enorme mole. ¿Por qué milagro el Jonathan había seguido el canal que separa la isla Herschel de la isla Hermite sin sufrir ningún desperfecto? Lo cierto es que lo había franqueado, puesto que ahora se presentaban frente a él las cumbres de la isla Wollaston. Pero se sentían entonces los efectos de la marea ascendente y casi inmediatamente la isla Wollaston quedó a estribor.

¿Cuál de los dos sería más fuerte, el viento o la corriente? Empujado por el primero,

¿pasaría el Jonathan al este de la isla Hoste, o bien la contornearía por el sur arrastrado por la segunda? Ni una cosa ni la otra. Poco antes de la una de la madrugada un formidable encontronazo hizo estremecer todo su armazón y se inmovilizó, dando un fuerte bandazo a babor.

El navío americano acababa de encallar en la costa oriental de ese extremo de la isla Hoste que lleva por nombre Falso Cabo de Hornos.

Primera parte - Capítulo V

Los náufragos

Quince días antes de esa noche del 15 al 16 de marzo, el clipper americano Jonathan había zarpado de San Francisco en California rumbo al África Austral. Bastan cinco semanas para que un navío ligerísimo realice, si el tiempo le es favorable, esa travesía.

Aquel velero de tres mil quinientas toneladas de arqueo estaba aparejado con cuatro palos, el trinquete y el palo mayor con velas cuadradas, los otros dos con velas áuricas y latinas: cangrejas y botalón. Su comandante, el capitán Leccar, excelente marino en la plenitud de la vida, tenía bajo sus órdenes al segundo Musgrave, al teniente Maddison, al contramaestre Hartlepool y a una tripulación de veintisiete hombres, todos americanos.

El Jonathan no había sido fletado para un transporte de mercancías. Lo que contenía en sus flancos era un cargamento humano. Más de mil emigrantes, reunidos por una Sociedad de colonización, se habían embarcado hacia la bahía de Lagoa, donde el Gobierno portugués les había otorgado una concesión.

La carga del clipper, aparte de los víveres necesarios para el viaje, comprendía todo cuanto iba a resultar indispensable para una colonia en sus inicios. La alimentación de aquellos centenares de emigrantes, en harina, conservas y bebidas alcohólicas, estaba garantizada por varios meses. El Jonathan transportaba también material para la primera instalación: tiendas, habitaciones desmontables, utensilios necesarios para las necesidades de las familias. Con el fin de favorecer la explotación inmediata de las tierras concedidas, la Sociedad se había preocupado de proporcionar a los colonos herramientas agrícolas, plantones de diversas especies, grano de cereales y legumbres, cierta cantidad de cabezas de ganado de raza bovina porcina y ovina, y todos los huéspedes habituales del corral. No faltando tampoco las armas ni las municiones, la suerte de la colonia quedaba asegurada durante un período de tiempo suficiente. Por otra parte, no se trataba de abandonarla a sí

misma. De regreso a San Francisco, el Jonathan recogería un segundo cargamento que completaría el primero y, si la empresa parecía tener éxito, transportaría más personal de colonos a la bahía de Lagoa. No faltan pobres gentes para quienes la existencia es demasiado penosa, incluso imposible, en la madre patria y todos sus esfuerzos tienden a crearse una mejor en tierra extranjera.

Parecía que desde el comienzo de este viaje los elementos se hubieran aliado en contra del éxito de su empresa. El Jonathan, tras una travesía muy dura, sólo había llegado a la altura del Cabo de Hornos cuando fue asaltado por una de las más furiosas tempestades que aquellos parajes hayan presenciado.

El capitán Leccar, que a falta de observación solar no podía conocer su posición exacta, creía hallarse a mayor distancia de la tierra. Esta fue la razón por la cual dio el derrotero de amuras a estribor, esperando pasar de una sola bordada al Atlántico, donde con toda seguridad encontraría un tiempo más favorable.

Apenas ejecutadas sus órdenes, un furioso golpe de mar, encapillándose por el cachete de estribor, se lo llevó junto con otros pasajeros y marinos. En vano intentaron socorrer a aquellos desgraciados que en un segundo ya habían desaparecido.

Después de esta catástrofe fue cuándo el Jonathan empezó a disparar el cañón de alarma, cuyo primer cañonazo fue oído por el Kaw-djer y sus compañeros. .

Por este motivo el capitán Leccar no había podido ver el fuego encendido en la cima del cabo, que le hubiera informado sobre su error, permitiéndole quizá corregirlo. En su lugar, el segundo Musgrave intentó virar de bordo, a fin de escapar. Era ésa una empresa prácticamente irrealizable debido al estado del mar y al reducido velamen que se necesitaba por la violencia del viento.

Después de muchos esfuerzos infructuosos iba, sin embargo, a llevarla a cabo, cuando la caída de la arboladura de popa lo precipitó al mar junto con el teniente Maddison. En el mismo instante, una polea, violentamente balanceada por el oleaje, golpeó al contramaestre en la cabeza y lo arrojó sin sentido en la cubierta.

Ya conocemos lo demás.

Ahora se había terminado el viaje. El Jonathan, fuertemente encajado entre las puntas de los arrecifes, yacía, inmóvil para siempre, en la costa de la isla Hoste. ¿A qué distancia se encontraba de la tierra? De día se sabría. Lo cierto era que no se corría ningún peligro inmediato. El navío, llevado por su propio empuje, se había adentrado mucho entre los escollos y aquellos que su impulso le había permitido franquear le protegían del mar que no llegaba hasta él mas que en forma de inofensiva espuma. Por consiguiente, al menos esa noche, no corría peligro de ser destrozado. Por otra parte, no podía tampoco plantearse el problema de que se fuera a pique, pues su peso seguramente no podría hundir la cala que le servía de punto de apoyo.

Con ayuda del contramaestre Hartlepool, el Kaw-djer consiguió hacer comprender la nueva situación a aquel rebaño enloquecido que invadía el puente. En el momento de la varada, algunos emigrantes, unos voluntariamente y otros expulsados por el choque, habían pasado por la borda. Habían caído sobre los arrecifes donde la resaca los revolcaba, mutilados y sin vida. Pero la inmovilidad del navío empezaba a tranquilizar a los demás.

Poco a poco, hombres, mujeres y niños fueron a protegerse de los torrentes de lluvia que las nubes dejaban caer en cataratas, debajo de las camaretas o en el entrepuente. El Kawdjer por su parte siguió velando por la seguridad de todos, en compañía de Halg, de Karroly y del contramaestre.

Instalados ya en el interior del navío, donde reinaba un relativo silencio, la mayoría de los emigrantes no tardaron en dormirse. Pasando de un extremo al otro, aquellas pobres gentes habían recobrado la confianza y dócilmente habían obedecido en cuanto sintieron que les dominaba otra energía y otra inteligencia. Y como si fuera la cosa más natural del mundo, se entregaban totalmente al Kaw-djer, dejándole la responsabilidad de tomar las decisiones por ellos y de asegurar su seguridad. No se les había preparado para correr tales peligros.

Animosos ante las miserias habituales de la existencia por su paciente resignación, se sentían sin fuerzas en circunstancias tan excepcionales, e, inconscientemente, deseaban que alguien se encargase de distribuir a cada uno su tarea.

Entre aquellos emigrantes estaban representados, más o menos ampliamente, franceses, italianos, rusos, irlandeses, ingleses, alemanes e incluso japoneses, pero, sin embargo, la mayoría procedía de los Estados de Norteamérica. Esa misma diversidad de razas se encontraba dentro de las profesiones. Si bien la inmensa mayoría formaba parte de la clase agrícola, algunos pertenecían a la clase obrera propiamente dicha e incluso unos cuantos, antes de expatriarse, habían ejercido profesiones liberales. Solteros en su mayoría, sólo unos cien o ciento cincuenta estaban casados y arrastraban consigo un auténtico tropel de niños. Pero todos tenían en común un mismo rasgo: el ser unas ruinas de la sociedad.

Víctimas unos de un azar desfavorable en su nacimiento, otros de una falta de equilibrio moral, éstos de una insuficiente inteligencia o fuerza, aquéllos de desgracias inmerecidas, todos habían tenido que reconocer que eran unos inadaptados a su medio social y decidirse por ir a probar fortuna bajo otros cielos.

Todas las situaciones sociales, a excepción de la riqueza, estaban representadas en aquella población híbrida, que era un microcosmos, una imagen a escala reducida de la especie humana. Y por otra parte, también la extrema miseria había sido desterrada, puesto que la Sociedad de colonización había exigido de sus adherentes la posesión de un capital mínimo de quinientos francos, capital que, según las posibilidades individuales, había sido elevado por unos cuantos a una cifra veinte o treinta veces superior. En suma, se trataba de una muchedumbre ni mejor ni peor que cualquier otra; con sus desigualdades, sus virtudes y sus taras, era la muchedumbre, masa confusa de deseos y de sentimientos contradictorios, la muchedumbre anónima de donde arranca a veces una voluntad única y total, como en la masa amorfa del mar se forma y se aísla una corriente.

¿Qué iba a ser de aquella muchedumbre que el azar arrojaba a una costa inhóspita? ¿Cómo resolvería el eterno problema de la vida?

Segunda parte - Capítulo I

Share on Twitter Share on Facebook