La Patria Hosteliana

Al día siguiente, Patterson continuó reparando su empalizada. De todos modos, adivinaba los comentarios que su insólita ocupación debía provocar. Ahora que ya había sido pagado en parte, tenía gran interés en evitar aquellos comentarios. Por ello, aprovechó la ocasión para dar una excusa.

Él mismo hizo surgir aquella ocasión al ir a ver a Hartlepool de buena mañana pidiéndole con atrevimiento que en lo sucesivo se le hiciera montar guardia exclusivamente en su cercado. Propietario ribereño, era más lógico que estuviera de guardia en su casa y que nadie fuera allí a sustituirle, mientras a él lo enviaban a otro lugar.

Hartlepool, que no experimentaba una viva simpatía por aquel personaje, no tenía sin embargo ningún reproche preciso que formular contra él. Incluso Patterson merecía la estima a ciertas miradas. Era un hombre apacible y un trabajador infatigable. Por lo demás, no tenía ningún inconveniente para no acoger favorablemente aquella petición.

-Ha escogido usted un mal momento para hacer sus reparaciones -observó, no obstante, Hartlepool.

El irlandés le respondió tranquilamente que no habría podido encontrar uno más propicio.

Como la primera ocasión que se le ofrecía a su conducta era una explicación de que muy pronto las obras públicas se habían detenido, entonces para ocuparse de sus intereses personales no perdería el tiempo. La explicación resultava lo más natural y cuadraba con las laboriosas costumbres de Patterson. Hartlepool quedó satisfecho.

-En cuanto a lo demás, de acuerdo -respondió sin insistir.

Concedió tan poca importancia a aquella decisión que incluso no juzgó ni siquiera informar al Kaw-djer.

Afortunadamente para el fututo de la colonia hosteliana, en aquellos mismos momentos otro se encargaba de hacer nacer las sospechas de su Gobernador.

El día anterior, en el momento en que Patterson llegó a su puesto de guardia, no se encontraba tal y como él creía equivocadamente solo. A menos de unos metros, Dick estaba estirado en la hierba. Se encontraba allí ni mucho menos para espiar al irlandés.

Todo habla sido cuestión de azar. Patterson no preocupaba lo más mínimo a Dick. Cuando éste fue a situarse a unos pasos de aquél, no le dirigió más que una mirada distraída y en seguida se absorbió en su ocupación que consistió en vigilar naturalmente, no a titulo oficial, pues a su edad le dispensaba de la guardia los hechos y gestos de los patagones, aquellos feroces enemigos que hacían trabaiar enormemente su joven imaginación. Si el irlandés se hubiera aplicado menos en distinguir a Sirdey en la lejanía, habría podido ver al niño, pues éste no estaba escondido y la maleza sólo lo disimulaba a medias.

Por el contrario, Dick, tal como dijo, vio perfectamente a Patterson, pero sin fijarse más en él de lo que se habría fijado en otro centinela hosteliano. Por lo demás, pronto olvidó su presencia, pues acababa de hacer un descubrimiento extraordinario que absorbía toda su atención.

¿Qué había visto allá abajo, muy lejos, en el lado de los patagones, escondido detrás de uno de los innumerables bosquecillos que salpicaban las pendientes de las montañas? ¿Un hombre? No, un hombre no, un rostro. Ni siquiera esto, sino solamente una frente y dos ojos puestos en dirección a Liberia. ¿Pertenecían aquella frente y aquellos ojos a uno de los indios que allá se veían ir y venir en numerosos grupos? respondió negativamente sin vacilar. Y no obstante tenía la certeza de que aquella frente y aquellos ojos no eran los de un indio, sino que incluso podía poner un nombre a aquella fracción de rostro, un nombre que era el auténtico, el nombre de Sirdey.

-¡Demonios!, lo conocía bien y lo habría reconocido entre un millar a aquel Sirdey que estuvo con los demás en la gruta el día en que el pobre Sand estuvo a punto de morir.

¿Qué venía a hacer aquel ser abominable? Instintivamente, Dick se escondió detrás de las matas de hierbas. Sin saber bien por qué, ahora no quería ser visto.

Las horas pasaron; el largo crepúsculo de las nubes se convertía poco a poco en una noche profunda. Dick permaneció obstinadamente agazapado en su escondite, con ojos y oídos al acecho. Pero el tiempo transcurrió sin que percibiera luz alguna, ni oyera ruido alguno. Sin embargo, en un determinado momento creyó distinguir en la oscuridad una sombra que se movía, arrastrándose por el suelo, y que se acercó a Patterson; creyó oír voces, unas voces susurrantes, un tintineo metálico como el que producirían monedas de oro al chocar entre sí… Pero todo aquello no era más que una impresión, una sensación vaga e imprecisa.

Con el relevo, el irlandés se alejó. Dick no dejó su puesto y hasta el alba mantuvo oídos y ojos abiertos a las sorpresas de las tinieblas. Inútil perseverancia. La noche transcurrió tranquilamente. Cuando salió el sol, nada insólito había sucedido.

La primera ocupación de Dick consistió entonces en ir a ver al Kaw-djer. En todo caso, como no sabía con exactitud si pasar la noche a cielo raso era algo lícito o no, tanteó el terreno con prudencia, antes de ponerle al corriente. Lo primero que anunció fue:

-Gobernador, tengo algo que decirle…

Luego, después de un prudente intervalo, añadió precipitadamente:

-Pero no me irá a regañar…

-Eso depende -respondió el Kaw-djer sonriendo-. ¿Por qué no te voy a regañar si has hecho algo malo?

A una pregunta, Dick respondió con otra pregunta. Era un político fino aquel maestro Dick.

-¿Es algo malo pasar toda la noche en el espaldón del sur, gobernador?

-También eso depende -dijo el Kaw-djer-. Según lo que estuvieras haciendo en el espaldón del sur.

-Observaba a los patagones, gobernador.

-¿Toda la noche?

-Toda la noche, gobernador.

-¿Para hacer qué?

-Para vigilarles, gobernador.

-¿Y para qué vigilas tú a los patagones? Ya hay hombres que montan guardia para eso.

-Porque entre ellos vi a alguien que conocía, gobernador.

-¡Que tú conocías a alguien entre los patagones…! -exclamó el Kaw-djer con gran estupor.

-Sí, gobernador.

-¿Quién?

-Sirdey, gobernador.

¡Sirdey…! En el acto el Kaw-djer pensó en lo que le había dicho Athlinata. ¿Sería Sirdey el hombre blanco en cuyas promesas tanto confiaba el indio?

-¿Estás seguro? -le preguntó con vivacidad.

-Completamente, gobernador -afirmó Dick-. Pero de lo demás no estoy seguro…, simplemente, lo creo, gobernador.

-¿Lo demás? ¿Que hay más?

-Cuando anocheció, gobernador, creí ver a alguien que se acercaba al espaldón…

-¿Sirdey? .

-No lo sé, gobernador… Alguien… Luego, me pareció que hablaban y que movían algo…

como si se tratara de dólares… Pero no estoy seguro…

-¿Quién estaba de guardia en aquel sitio?

-Patterson, gobernador.

Aquel nombre era de los que peor sonaban a los oídos del Kaw-djer, a quien aquellas extrañas noticias sumergían en profundas reflexiones. ¿Lo que había visto y oído Dick, o mejor, lo que había creído ver y oír, tendría alguna relación con el trabajo emprendido por Patterson? Por otro lado, ¿podría aquello explicar la inactividad de los asediantes, inactividad de la que los asediados empezaban a estar muy sorprendidos? ¿Contarían los patagones con otros medios que la fuerza para hacerse dueños de Liberia, persiguiendo en la sombra la ejecución de algún tenebroso plan?

Tantas preguntas y ninguna respuesta. En todo caso, las informaciones eran demasiado vagas y demasiado inciertas para que resultara posible tomar una resolución en cualquier sentido. Había que esperar y, sobre todo, vigilar a Patterson, ya que su actitud, quizás injustamente, parecía equívoca y se prestaba a sospechas.

-No tengo por qué regañarte -dijo el Kaw-djer a Dick que esperaba el fallo-. Has hecho muy bien. Pero necesito tu palabra de que no repetirás a nadie lo que me has contado.

Dick extendió solemnemente la mano.

-Lo juro, gobernador.

El Kaw-djer sonrió.

-Está bien -dijo-. Ahora vete a acostar para recuperar el tiempo perdido. Pero no lo olvides. A nadie, me oyes. Ni a Hartlepool, ni al señor Rhodes… He dicho: a nadie.

-Pero si lo he jurado, gobernador -hizo notar Dick con importancia.

Deseoso de obtener algunas informaciones complementarias sin revelar nada de lo que se había enterado, el Kaw-djer se fue en busca de Hartlepool.

-¿Nada nuevo? -le preguntó al abordarle.

-Nada, señor -respondió Hartlepool.

-¿Se ha montado la guardia con regularidad…? Ya sabe que es lo más importante. Usted mismo tiene que hacer rondas y asegurarse personalmente de que todos cumplan con su deber.

-Ya lo hago, señor -afirmó Hartlepool-. Todo va bien.

-¿Nadie se queja de este fatigoso servicio?

-No, señor. Todo el mundo pone mucho interés.

-¿Incluso Kennedy?

-El… es uno de los mejores. Una vista excelente. ¡Y una atención…! Por muy don nadie que sea, el marinero se encuentra siempre donde se le necesita, señor.

-¿Patterson tampoco?

-Tampoco. No hay nada que decir… ¡Ah! A propósito de Patterson, no se extrañe si no le vuelve a ver. De ahora en adelante montará guardia en sus tierras, puesto que están a orillas del río.

-¿Y eso por qué?

-Acaba de pedírmelo. No he creído deber negárselo.

-Ha hecho bien, Hartlepool -aprobó el Kaw-djer alejándose-. Continúe vigilando. Pero si de aquí a algunos días los patagones siguen haciéndose los muertos, seremos nosotros quienes les iremos a buscar.

Decididamente, las cosas se complicaban. Patterson tenía un fin al presentarle a Hartlepool una petición en la cual éste, sin estar prevenido, no podía encontrar ningún carácter sospechoso. Para el Kaw-djer, las cosas eran distintas. La reaparición de Sirdey, los probables conciliábulos entre los dos hombres, la reedificación de la empalizada y finalmente aquella petición de Patterson, que mostraba su deseo de no abandonar su cercado y de alejar a los demás de él, todos aquellos hechos convertían y tendían a probar… Pero en suma, no demostraban nada. Todo aquello no era suficiente para incriminar al irlandés. Sólo se podía aumentar la prudencia y estar sobre aviso con mayor atención que nunca.

Ignorando las sospechas que pesaban sobre él, Patterson continuaba tranquilamente la obra que había comenzado. Las estacas se enderezaban, uniéndose las unas con las otras.

Finalmente, las últimas fueron colocadas en la misma agua del río, haciendo e! cercado impenetrable a las miradas.

Aquel trabajo fue terminado en el día por él fijado, el cuarto, después de su segunda entrevista con Sirdey. Como leal comerciante, tenia los encargos en su fecha. Los compradores no tenían más que pasar a recoger.

El sol se puso. Llegó la noche. Era una noche sin luna, en la que la oscuridad sería total.

Patterson, fiel a la cita, esperaba detrás de las empalizada de su cercado.

Pero no se puede pensar en todo. Aquella cerca tan cerrada que le resguardaba de la mirada de los otros, también resguardaba a los otros de la suya. Si nadie podía ver lo que ocurría en su cercado, tampoco él podía ver lo que ocurría en el exterior. Muy atento en vigilar la orilla opuesta del río, no vio que una numerosa tropa le estaba cercando silenciosamente ni que unos hombres tomaban posición en los dos extremos de la empalizada.

El final de los trabajos de Patterson había sido para el Kaw-djer la señal de peligro.

Admitiendo que el irlandés proyectara una traición, no tardaría en sonar la hora de acción.

Era cerca de medianoche cuando los diez primeros patagones llegaron al cercado, después de haber atravesado el río a nado. Nadie podía verles, o al menos eso era lo que creían.

Detrás de ellas seguían cuarenta guerreros y detrás de aquellos cuarenta guerreros, la horda entera. Poco importaba que fuera descubierta antes de que todos hubieran llegado a la orilla, con tal de que en aquel momento hubieran podido pasar a nado hombres suficientes para proporcionar a sus hermanos el tiempo de pasar a su vez. Si los primeros tenían que morir, la cosecha sería para los demás.

Uno de los indios tendió a Patterson un puñado de oro que a éste le pareció muy ligero.

-No está todo -dijo al azar.

El patagón no hizo ademán de comprenderle.

Patterson se esforzó en explicarle con gestos que no estaba de acuerdo y, a título de argumento demostrativo, se puso a contar la suma, haciendo deslizar una a una de la mano derecha a la izquierda las monedas, que seguía con la mirada y con la cabeza baja.

De pronto, un violento golpe en la nuca lo dejó acogotado. Cayó al suelo. Fue echado en un rincón amordazado y atado sin mayores miramientos. ¿Estaba muerto? Poco les importaba a los indios. Si aún vivía, ya se ocuparían más adelante de él y eso era todo. Por el momento no tenían tiempo para asegurarse. Si era necesario, más tarde acabarían con el traidor para después despojar su cadáver del precio de la traición.

Los patagones se acercaron a la orilla arrastrándose. Alzando sus armas por encima del agua, iban llegando otros fantasmas unos detrás de otros y llenaban el cercado. Su número pronto excedió los doscientos.

De repente estalló un violento tiroteo procedente de los dos extremos de la empalizada.

Los hostelianos se habían metido en el agua hasta medio cuerpo y cogían al enemigo por la espalda. Al principio, los indios, completamente sorprendidos, permanecieron inmóviles. Luego, abriendo las balas en su masa surcos sangrientos, corrieron hacia la empalizada. Pero en seguida su cresta fue coronada del mismo modo por fusiles que a su vez vomitaron la muerte. Entonces, espantados, enloquecidos, perdidos, se pusieron a dar vueltas estúpidamentte en el cercado, caza que se ofrecía al plomo del cazador. En algunos minutos perdieron la mitad de su efectivo. Finalmente, recuperando un poco la sangre fría, los supervivientes se precipitaron al río, a pesar de los disparos convergentes que defendían el acceso, y nadaron hacia la otra orilla con todo el vigor de sus brazos.

Otras detonaciones habían respondido a lo lejos a aquellos disparos de fusil, eco de un segundo combate cuyo teatro era la carretera.

Suponiendo que los patagones concentrarían todo su esfuerzo en el punto donde ellos creían poder penetrar sin tener que disparar ni un tiro y que, por consiguiente, no dejarían más que fuerzas insignificantes a la guardia de su campamento, el Kaw-djer fijó su plan en consecuencia. Mientras el mayor número de hombres de que podía disponer estaba reunido bajo sus órdenes directas alrededor del cercado de Patterson, donde él preveía que se desarrollaría la acción principal, y acechaban a los indios que iban a caer en una trampa, otra expedición se disponía a franquear el espaldón del sur bajo las órdenes de Hartlepool para operar una diversión en el campamento de los patagones.

Era esta segunda tropa la que ahora indicaba su presencia. Sin duda, se estaba enfrentando con los pocos guerreros dejados al cuidado de los caballos. Aquel tiroteo no duró por lo demás más que pocos instantes. Los dos combates habían sido tan breves el uno como el otro.

Desaparecidos los patagones, el Kaw-djer se dirigió hacia el sur. Se encontró con la tropa mandada por Hartlepool cuando estaba franqueando el espaldón para regresar a la ciudad.

La expedición había resultado maravillosamente bien. Hartlepool no había perdido ni un

solo hombre. Las pérdidas del enemigo habían sido igualmente nulas. Pero habían logrado resultados mucho más útiles, pues habían capturado cerca de trescientos caballos que se llevaban consigo.

Los patagones habían recibido una lección demasiado severa para que en el orden de los acontecimientos probables se pudiera temer un retorno ofensivo por su parte. De todos modos, la guardia fue organizada como las tardes anteriores. Fue solamente después de haber garantizado la seguridad general, que el Kaw-djer regresó al cercado de Patterson.

A la pálida luz de las estrellas, vio el suelo alfombrado de cadáveres. También de heridos, pues los quejidos se levantaban en la noche. Se ocuparon de socorrerlos.

¿Pero dónde estaba Patterson? Finalmente lo descubrieron amordazado y atado, desvanecido bajo un montón de cuerpos. ¿No sería acaso más que una víctima? El Kawdjer ya se reprochaba haberlo juzgado injustamente, cuando, en el momento en que ponían en pie al irlandés, unas monedas de oro se deslizaron de su cinturón y cayeron al suelo.

El Kaw-djer, asqueado, volvió la mirada.

Para sorpresa general, Patterson fue transportado a la prisión, donde acudió el médico de Liberia para cuidarle. Este no tardó en ir a dar cuentas de su misión al gobernador. El irlandés no estaba en peligro y se encontraría completamente repuesto en breve plazo.

La noticia satisfizo poco al Kaw-djer. Habría preferido con mucho, que aquel lamentable suceso se hubiera resuelto con la muerte del culpable. Por el contrario, estando vivo éste, el suceso tendría necesariamente continuación. En efecto, no era cuestión de resolverlo con una medida de clemencia, como la que había beneficiado a Kennedy. Aquella vez, interesaba a toda la población y nadie habría comprendido la indulgencia para con aquel miserable que había sacrificado fríamente a un número tan grande de hombres por su insaciable codicia. Habría, pues, que proceder a un juicio y castigar, hacer un acto de juez y de jefe. A pesar de la evolución de sus ideas, ésas eran tareas que repugnaban terriblemente al Kaw-djer.

La noche transcurrió sin más incidentes. Sin embargo, resulta superfluo decir que nadie durmió mucho aquella noche en Liberia. La gente hablaba febrilmente en las casas y en las calles de los graves acontecimientos que acababan de suceder, congratulándose por la forma en que se habían desarrollado. Todos los honores eran para el Kaw-djer, que tan exactamente había adivinado el plan de los enemigos.

Se estaba llegando al solsticio de verano. La noche cerrada apenas si duraba cuatro horas.

Desde las dos de la mañana, el cielo se iluminó con los primeros resplandores del alba. De un mismo impulso, los hostelianos se dirigieron entonces al espaldón del sur, desde donde vislumbraron la larga línea del campamento enemigo.

Una hora más tarde salían hurras de todos los pechos. No cabía duda alguna, los patagones hacían. sus preparativos para la marcha. No se sorprendieron, pues la matanza de la noche precedente les debía haber probado que no tenían nada que hacer en la isla Hoste. Con orgullosa alegría, los hostelianos contaban hasta la saciedad el balance de las pérdidas del enemigo. Más de cuatrocientos veinte caballos de los cuales habían cogido a trescientos y matado al resto durante la invasión o en la escaramuza del Bourg Neuf. Apenas si aquellos intrépidos jinetes contaban ahora con trescientos. Más de doscientos hombres, es decir, un

centenar de prisioneros en la granja Riviére y un mayor número de muertos y heridos en los encuentros sucesivos y sobre todo en la hecatombe cuyo teatro había sido el cercado de Patterson. Reducidos a casi un tercio de su efectivo, y cerca de la mitad de los supervivientes transformados en hombres a pie, era natural que los indios no tuvieran deseos de eternizarse en una región lejana donde habían recibido tan dura acogida.

Hacia las ocho, un gran movimiento recorrió la horda y la brisa llevó hasta Liberia un espantoso vocerío. Todos los guerreros se apretujaban en un mismo punto, como si quisieran asistir a un espectáculo que los hostelianos no podían ver. En efecto, la distancia no permitía distinguir los detalles. Sólo percibían la agitación general de la horda y todos sus gritos individuales se fundían en un inmenso clamor.

¿Qué hacían? ¿En qué violenta discusión se habían enzarzado?

Aquello duró mucho tiempo. Al menos una hora. Luego la columna pareció organizarse.

Se dividió en tres grupos, los guerreros desmontados en el centro, precedidos y seguidos por un escuadrón de jinetes. Uno de los jinetes de la primera línea llevaba por encima de las cabezas algo cuya naturaleza no se podía reconocer. Era una cosa redonda… Se diría que era una bola clavada en un palo…

La horda se puso en marcha hacia las diez. Adaptándose al paso de los peatones, desfiló lentamente bajo los ojos de los liberianos. Ahora el silencio era profundo de un extremo al otro. Ni vociferaciones por parte de los vencidos, ni hurras entre los vencedores.

En el momento en que la retaguardia de los patagones se ponía en marcha corrió una orden entre los hostelianos. El Kaw-djer pedía a todos los colonos que supieran montar a caballo que se dieran a conocer inmediatamente. ¿Quién hubiera podido creer jamás que Liberia poseyera un número tan grande de hábiles jinetes? Casi todo el mundo se presentaba, ardiendo en deseos de desempeñar un papel en él último acto del drama. Se tuvo que proceder a una selección. En menos de una hora se reunió un reducido ejército de trescientos hombres. Comprendía cien hombres a pie y doscientos hombres a caballo. Con el Kaw-djer a la cabeza, los trescientos hombres se pusieron en marcha, ganaron terreno y desaparecieron en dirección al norte detrás de la horda en retirada. Transportaban en camillas a algunos heridos recogidos en el cercado de Patterson, la mayor parte de los cuales no llegarían vivos al litoral americano.

Hicieron la primera parada en la granja de los Riviére. Tres cuartos de hora antes, los patagones habían pasado a lo largo de la empalizada

Sin intentar, aquella vez, franquearla, la guarnición, resguardada detrás de las estacas de la cerca, los había visto desfilar y aunque no estuvieran al corriente de los acontecimientos de la noche anterior, a ninguno de los que la componían se le había ocurrido disparar contra los indios. Avanzaban con un aire tan deprimido y cansado que nadie dudó de su derrota. Nada en ellos les hacía temibles. Ya no eran enemigos, sino solamente hombres desgraciados que no inspiraban más que piedad.

Uno de los jinetes de la cabeza llevaba todavía en el extremo de un palo aquella cosa redonda que habían visto desde el espaldón. Pero, al igual que los liberianos en el momento de la partida, tampoco la guarnición de la granja Riviére había podido reconocer la naturaleza de aquel singular objeto.

A las órdenes del Kaw-djer, libraron a los prisioneros patagones de sus ataduras y abrieron las puertas delante de ellos de par en par. Las indios no se movieron. Evidentemente, no creían que aquello fuera la libertad y juzgando a los demás por sí mismos, temían caer en una trampa.

El Kaw-djer se aproximó a aquel Athlinata, con el que ya había intercambiado algunas palabras.

-¿A qué esperáis? -preguntó.

-A conocer la suerte que se nos reserva -respondió Athlinata.

-No tenéis nada que temer -afirmó el Kaw-djer-. Sois libres.

-¡Libres…! -repitió el indio sorprendido.

-Sí, los guerreros patagones han perdido la batalla y regresan a su país. Id con ellos. Sois libres. Diréis a vuestros hermanos que los hombres blancos no tienen esclavos y que saben perdonar. ¡Quizás este ejemplo los haga más humanos!

El patagón miró al Kaw-djer con aire indeciso, luego, seguido por sus compañeros se puso en marcha lentamente. La tropa desarmada pasó entre la doble hilera de la silenciosa guarnición, salió del recinto y tomó la derecha hacia el norte. Cien metros más atrás, el Kaw-djer y sus trescientos hombres los escoltaban, interceptando la carretera del sur.

Cerca del atardecer, vieron acampar para la noche al grueso de los invasores. Durante su retirada nadie les había molestado, no se había disparado un solo tiro. Pero aquella prueba de misericordia por parte de sus adversarios no les había tranquilizado y manifestaron una viva inquietud al ver acercarse una masa tan importante de jinetes y hombres a pie. Con el fin de inspirarles confianza, los hostelianos se detuvieron a dos kilómetros, mientras que los prisioneros liberados, llevándose consigo a los heridos, continuaron su marcha y fueron a reunirse con sus compatriotas.

¿Cuáles debieron ser los pensamientos de aquellos indios salvajes, cuando regresaron libremente los que ellos pensaban reducidos a la esclavitud? ¿Fue Athlinata un fiel mandatario y conocieron las palabras que él tenía la misión de repetirles? ¿Compararían sus hermanos, tal y como esperaba el liberador, su conducta habitual con la de los blancos a quienes habían querido destruir y que les trataban con tanta clemencia?

El Kaw-djer lo ignoraría siempre, pero aunque su generosidad fuera inútil, no era hombre que lo fuera a lamentar. Es a fuerza de repartir buen grano que la simiente acaba por caer en tierra fértil.

La marcha continuó hacia el norte sin incidentes durante tres días más. A veces aparecían colonos en las pendientes que seguían con la mirada, mientras se mantenían a la vista, a la horda y a la tropa pegada a sus pasos. En la tarde del cuarto día llegaron por fin al punto mismo donde los patagones habían desembarcado. Al día siguiente, al amanecer, empujaron al agua las piraguas que habían escondido en las rocas del litoral. Unas, cargadas solamente de hombres, hicieron rumbo al oeste con el fin de contornear la Tierra del Fuego, otras, franqueando el canal de Beagle, fueron directamente a abordar en la gran isla que los jinetes atravesarían. Pero dejaban algo detrás de ellos. En el extremo de un largo palo clavado en la arena de la orilla, abandonaron aquella cosa redonda que habían

llevado desde Liberia con tan extraña obstinación.

Cuando la última piragua estuvo fuera de alcance, los hostelianos se acercaron a la orilla del mar y entonces vieron con horror que la cosa redonda era una cabeza humana. Cuando se acercaron unos pasos, reconocieron la cabeza de Sirdey.

Aquel descubrimiento les llenó de estupefacción. No se explicaban cómo Sirdey, que había desaparecido desde hacía muchos meses, podía encontrarse con los patagones. Sólo el Kaw-djer no se sorprendió. Conocía, al menos en parte, el papel desempeñado por el antiguo cocinero del Jonathan y el drama se le presentaba con claridad. Sirdey era el hombre blanco en quien los indios habían depositado tanta confianza. Se habían vengado así de su decepción.

Al día siguiente por la mañana, el Kaw-djer se puso en camino hacia Liberia. La tarde del 30 de diciembre entraba en la ciudad con su tropa extenuada.

La isla Hoste había conocido la guerra. Gracias a él, salía indemne de la prueba, con los invasores expulsados hasta el límite de su territorio. Pero todavía no se había fijado el punto final de aquella terrible aventura. Quedaba por cumplir un cruel deber.

En la prisión donde estaba detenido, Patterson había experimentado una sucesión de diversos sentimientos. El primero de todos fue la sorpresa de verse bajo cerrojo. ¿Qué le había sucedido? Luego, recobrando la memoria poco a poco, se acordó de Sirdey, de los patagones y de su abominable traición.

¿Qué había ocurrido después? Si los patagones hubieran resultado vencedores, sin duda habrían acabado lo que habían comenzado y en aquel momento él estaría muerto. Puesto que se despertaba en la prisión, debía concluir que éstos habían sido rechazados.

Si era efectivamente así, puesto que le habían encarcelado, ¿era conocida entonces su traición? En ese caso, ¿qué es lo que no había de temer? Patterson se puso a temblar…

De todos modos, al reflexionar se tranquilizó. Que se sospechara de él, ¡de acuerdo!, pero no podían saber nada con seguridad. Nadie le había visto, nadie le había cogido con las manos en la masa; eso seguro. Saldría indemne de una aventura que no dejaría de saldarse con un serio provecho para él.

Patterson buscó su oro pero no lo encontró. ¡No obstante no lo había soñado! Aquel dinero se lo habían dado. ¿Cuánto? No lo sabía exactamente. Ciertamente no las mil doscientas piastras estipuladas, porque aquellos bribones le habían robado, pero al menos sí, novecientas o incluso mil. ¿Quién le había quitado su oro? ¿Los patagones? Quizá. Pero más probablemente los que le habían aprisionado.

El corazón de Patterson se hinchó entonces de cólera y de odio. Detestó con igual furor a indios y colonos, rojos y blancos, todos igual de ladrones y cobardes.

Desde entonces, no tuvo un momento de reposo. Angustiado, no viviendo más que para odiar, dudando entre cien hipótesis, esperó con una impaciencia febril a que le fuera revelada la verdad. Pero los que le tenían encerrado no se preocupaban en absoluto de su rabia impotente. Se sucedieron los días sin que cambiara su situación. Parecían haberle olvidado.

Finalmente el 31 de diciembre, más de una semana después de su encarcelamiento, salió

de la prisión, bajo la vigilancia de cuatro hombres armados. ¡Por fin iba a saber algo…! Al llegar a la plaza de la Gobernación, Patterson se detuvo sobrecogido.

En efecto, el espectáculo imponía; el Kaw-djer había querido rodear de solemnidad el juicio que iba a tener lugar contra el traidor. Las circunstancias acababan de demostrarle la fuerza que da a una colectividad la comunidad de sentimientos y de intereses. ¿Habrían rechazado a los patagones con tanta facilidad, si cada uno, en lugar de doblegarse a las leyes generales, hubiera tirado por su lado y no hubiera hecho más que lo que se le antojara? Intentaba conceder un nuevo impulso a aquel sentimiento naciente de solidaridad, condenando con aparato un crimen cometido contra todos. Se había adosado a la Gobernación una elevada estrada sobre la que se situaron, además del Kaw-djer, los tres miembros del Consejo y el juez titular Ferdinand Beauval. Al pie del tribunal, se había reservado un sitio para el acusado. Detrás se apretujaba toda la población de Liberia contenida por unas barreras.

Cuando apareció Patterson, un inmenso grito de reprobación surgió de centenares de pechos. Un gesto del Kaw-djer impuso silencio. Comenzó el interrogatorio al acusado.

El irlandés se obstinó en negar sistemáticamente. Era demasiado fácil acusarle de mentira.

El Kaw-djer fue enumerando los cargos que pesaban sobre él, uno detrás de otro. Primero, la presencia de Sirdey entre los patagones. En efecto, Sirdey había sido visto y su presencia no era equívoca, puesto que los indios, furiosos por su fracaso, habían enarbolado su cabeza como un trofeo de venganza.

Patterson se estremeció al oír la noticia de la muerte de su cómplice. Aquella muerte era para él un fúnebre presagio.

El Kaw-djer prosiguió con la acusación.

Y no sólo se trataba de que Sirdey estuviera entre los patagones, sino de que se había puesto en contacto con Patterson y que después de un acuerdo concluido entre ellos, éste había vuelto a tomar posesión de su terreno, levantando el cercado y pidiendo finalmente que se le hiciera montar guardia sólo allí. La prueba de aquella criminal entente, la habían proporcionado los mismos patagones al tomar tierra en el cercado y otra prueba aún más contundente era el oro que le habían encontrado a Patterson. ¿Podía explicar la procedencia de aquel oro encontrado en su posesión, él, que según su propia confesión, había perdido hacia un año todo lo que poseía?

Patterson bajó la cabeza. Se sentía perdido.

Terminado el interrogatorio, el Tribunal deliberó y luego el Kaw-djer pronunció la sentencia. Se confiscarían los bienes del culpable. El estado se quedaba con su terreno, al igual que con la suma con la que se había pagado su crimen. Además, Patterson era condenado al exilio perpetuo quedándole para siempre prohibido el territorio de la isla Hoste.

La sentencia se ejecutó inmediatamente. El irlandés fue conducido a la ensenada a bordo de un navío que iba a partir. Permanecería prisionero hasta el momento de la partida, con los pies atados , con hierros que no se le quitarían hasta que estuviera fuera de las aguas hostelianas.

Mientras la muchedumbre se dispersaba, el Kawdjer se retiró a la Gobernación.

Necesitaba estar solo para apaciguar su alma turbada. ¿Quién le habría dicho antaño que él, el feroz igualitario, llegaría a erigirse en juez de otros hombres, él, amante apasionado de la libertad, a parcelar la tierra, aquella propiedad común de la humanidad, con una división más, a decretarse jefe de una fracción del vasto mundo, y a arrogarse el derecho de impedir el acceso a ella a uno de sus semejantes? Sin embargo, él había hecho todo aquello y, aunque trastornado, no lo lamentaba. Había sido positivo, estaba seguro. La condena al traidor acababa el milagro comenzado con la lucha contra los patagones. La aventura había costado reducir el Bourg Neuf a cenizas, pero era un buen precio por la transformación realizada. El peligro que todos habían corrido, los esfuerzos realizados en común, habían creado un lazo entre los emigrantes, cuya fuerza ni ellos mismos sospechaban. Antes de aquella sucesión de acontecimientos, la isla Hoste no era más que una colonia donde se encontraban fortuitamente reunidos hombres de veinte nacionalidades diferentes. Ahora, los colonos dejaban su sitio a los hostelianos. En lo sucesivo, la isla Hoste era la patria.

Tercera parte - Capítulo X

Cinco años después

Cinco años después de los acontecimientos que acaban de ser relatados, la navegación en los parajes de la isla Hoste ya no presentaba ni las dificultades ni los peligros de antaño.

En la extremidad de la península Hardy, una luz lanzaba constantemente múltiples destellos, pero no una luz de pescadores como las de los campamentos de la tierra fueguina, sino un auténtico faro que iluminaba los pasos y permitía evitar los arrecifes durante las oscuras noches de invierno.

Por el contrario, aún no se había iniciado ninguna obra para aquel que el Kaw-djer proyectaba edificar en el cabo de Hornos. Desde hacía seis años perseguía en vano la solución de aquel asunto con incansable perseverancia, sin conseguir llevarlo a buen término. Según las cartas intercambiadas entre los dos Gobiernos, parecía que Chile no había podido resignarse al abandono del islote del cabo de Hornos y que aquella condición esencial impuesta por el Kaw-djer, había sido un obstáculo insuperable.

A éste le sorprendía mucho que la República chilena concediera tanta importancia a una roca estéril desprovista del menor valor. Y aún se habría sorprendido más si hubiera conocido la verdad, si hubiera sabido que la desmesurada prolongación de las negociaciones era debida, no a consideraciones patrióticas que aunque fueran erroneas podían ser defendibles, sino simplemente a la legendaria indolencia de las oficinas.

En aquella circunstancia, las oficinas chilenas se comportaban como todas las oficinas del mundo. La diplomacia tiene por costumbre secular ir arrastrando las cosas, primero, porque por lo general al hombre le preocupan muy poco los asuntos que no son los suyos propios y, además, porque tiene una tendencia natural a dar importancia como pueda a la función de la que está investido. Pues ¿de qué dependería la importancia de una decisión, si no fuera por la duración de las negociaciones que la han precedido, por el montón de papeluchos ennegrecidos por su causa, y por el sudor de tinta que ha hecho verter? El Kaw-djer, que él sólo constituía el Gobierno hosteliano y que, por consiguiente carecía de oficinas, no podía evidentemente atribuir a semejante motivo, no obstante el verdadero, aquella discusión interminable.

De todos modos, el faro de la península Hardy no era la única luz que iluminaba los mares. En el Bourg Neuf, levantado de las ruinas y con una importancia triplicada, se encendía cada tarde una luz de puerto que guiaba los navíos hasta el morro del rompeolas.

Aquel espigón, completamente terminado, había transformado la cala en un puerto vasto y seguro. A su abrigo, los buques podían cargar o descargar en agua tranquila su cargamento en el muelle que también había sido terminado. Por ello el Bourg Neuf era uno de los puertos más frecuentados. Poco a poco se habían ido estableciendo relaciones comerciales con Chile, Argentina y hasta con el Viejo Continente. Incluso se había creado un servicio mensual regular que unía la isla Hoste con Valparaíso y Buenos Aires.

Liberia se había desarrollado enormemente a la orilla derecha del río. En un futuro no muy lejano se convertiría en una ciudad de auténtica importancia. A ambos lados de sus calles simétricas que se cruzaban en ángulo recto según la moda americana, se alineaban numerosas casas de piedra con patios delanteros y jardines en la parte de atrás. Bellos árboles, en su mayoría hayas antárticas de hoja perenne, daban sombra a algunas plazas.

Liberia tenía dos imprentas y contaba también con un número reducido de verdaderos monumentos. Poseía entre otros, un edificio de correos, una iglesia, dos escuelas y un tribunal menos modesto que la sala designada con aquel nombre y que años antes Lewis Dorick intentara destruir. Pero de todos estos monumentos el más bello era la Gobernación. La casa improvisada que antes se designara con este nombre se había echado abajo y sustituido por un edificio considerable, donde continuaba residiendo el Kaw-djer y en el cual estaban centralizados todos los servicios públicos.

No lejos de la Gobernación se levantaba un cuartel, donde estaban almacenados más de mil fusiles y tres piezas de cañón. Allí, acudían por turnos todos los ciudadanos en mayoría de edad a pasar un mes de vez en cuando. La lección de los patagones no había sido en vano. Un ejército, que habría contado con todos los hostelianos en distintos rangos, estaba preparado para defender la patria.

Liberia tenía también un teatro que, aunque muy rudimentario a decir verdad, era de proporciones suficientemente amplias y, además, alumbrado con electricidad.

El sueño del Kaw-djer se había realizado. De una fábrica hidroeléctrica instalada a tres kilómetros río arriba, llegaban a la ciudad la fuerza y la luz en profusión.

La sala del teatro resultaba de gran utilidad, sobre todo durante los largos días de invierno.

Se utilizaba para reuniones y el Kaw-djer o Ferdinand Beauval, que ya había sentado cabeza y se había convertido en un personaje, pronunciaban allí conferencias. También se tocaban conciertos bajo la batuta de un director como los que no se suelen encontrar con frecuencia.

Aquel director, un viejo conocido del lector, no era otro que Sand. A fuerza de perseverancia y tenacidad, había logrado reclutar entre los hostelianos los elementos de una orquesta sinfónica que dirigía con magistral batuta. En los días de concierto, lo transportaban a su atril y cuando dominaba al batallón de músicos, su rostro se transfiguraba y la embriaguez sagrada del arte hacía de él el más feliz de los hombres.

Obras clásicas y modernas alimentaban sus conciertos, donde figuraban de vez en cuando obras del mismo Sand, que no eran ni las menos notables, ni las menos aplaudidas.

Entonces Sand tenía dieciocho años. Desde el terrible drama que le había costado la inutilidad de sus piernas, haciendo imposible para él otra felicidad que no fuera la del arte, se había dedicado por entero a la música. El atento estudio de los maestros le había permitido aprender la técnica de aquel difícil arte y sus dones naturales, apoyados en aquella sólida base, empezaban a merecer el nombre de geniales. No se estancaría allí.

Llegaría un día cercano en que los cantos de aquel inspirado inválido, perdido en los confines del mundo, esos cantos tan famosos hoy día aunque nadie pueda nombrar a su autor, estarían en todas las bocas y conquistarían la tierra.

Hacía algo más de nueve años que el Jonathan se había perdido en los arrecifes de la península Hardy. Ese era el resultado obtenido en pocos años, gracias a la energía, a la inteligencia y al espíritu práctico del hombre que había cargado con el destino de los hostelianos, cuando la anarquía llevaba la isla a la ruina. Se seguía sin saber nada de aquel hombre, pero nadie pensaba ya en pedirle cuentas de su pasado. La curiosidad pública, en caso de que hubiera existido alguna vez, se había mitigado por la costumbre, y la gente se decía con razón que para no ignorar lo que resulta esencial conocer, bastaba con recordar los innumerables servicios cumplidos.

Las agobiantes preocupaciones de aquellos nueve años de poder pesaban gravemente sobre el Kaw-djer. Si bien conservaba intacto su vigor hercúleo, si la fatiga de la edad no había encorvado su estatura casi gigantesca, su barba y sus cabellos tenían ahora la blancura de la nieve y profundas arrugas surcaban su rostro siempre majestuoso y ya venerable.

Tenía una autoridad ilimitada. Los miembros que componían el Consejo, cuya formación él mismo había provocado, Harry Rhodes, Hartlepool y Germain Riviéré, reelegidos regularmente en cada elección, no se reunían más que por cuestión de formas. Daban a su jefe y amigo carta blanca y se limitaban a dar respetuosamente su opinión cuando se les pedía.

Además, al Kaw-djer no le faltaban ejemplos que le guiaran en la obra emprendida. En la vecindad inmediata de la isla Hoste se habían aplicado concurrentemente dos métodos de colonización opuestos. Podía compararlos y apreciar sus resultados.

Desde que la Tierra de Magallanes y la Patagonia habían sido repartidos entre Chile y Argentina, aquellos dos Estados habían procedido de muy distinta forma en la valorización de sus nuevas posesiones. Por no conocer bien aquellas regiones, Argentina hacía concesiones que comprendían hasta diez o doce leguas cuadradas, lo que significaba decretar que se podía dejarlas yermas. Cuando se trataba de aquellos bosques que contaban con hasta cuatro mil árboles por hectárea, se habrían necesitado tres mil años para explotarlos. Lo mismo ocurría con los cultivos y pastos, concedidos en extensiones demasiado amplias y que habrían necesitado un personal, un material agrícola y, por consiguiente, un capital demasiado considerable.

Y eso no es todo. Los colonos argentinos se veían obligados a relaciones lentas, difíciles y costosas con Buenos Aires. Cuando llegaba un navío a la Tierra de Magallanes se debía mandar el conocimiento a la aduana de aquella ciudad, es decir, a mil quinientas millas de distancia, y al menos pasaban seis meses antes de que pudiera ser devuelto, una vez pagados los derechos de aduana; ¡derechos que se debían pagar según el cambio del día a

la Bolsa de la capital! Pero ¿qué medio había para conocer la cotización del cambio en la Tierra del Fuego, un país donde hablar de Buenos Aires era como hablar de la China o del Japón?

Por el contrario, fuera de aquella intrépida tentativa de la isla Hoste, ¿qué ha hecho Chile para favorecer el comercio, para atraer a los emigrantes? Ha declarado puerto franco a Punta Arenas, de tal forma que los navíos llevan allí lo necesario y lo superfluo, encontrándose de todo en abundancia en excelentes condiciones de precio y calidad. Por ello, los productos de la Tierra de Magallanes argentina afluyen también a las casas inglesas o chilenas cuya sede está en Punta Arenas y que en los canales han establecido sucursales en vía de prosperidad.

El Kaw-djer conocía desde hacía tiempo el proceder del Gobierno chileno y en sus excursiones a través de los territorios de la Tierra de Magallanes había podido comprobar que todos sus productos tomaban el camino hacia Punta Arenas. Siguiendo el ejemplo de la colonia chilena, el Bourg Neuf fue declarado puerto franco y aquella medida fue la primera causa del rápido enriquecimiento de la isla Hoste.

¿Podría creerse que la República Argentina, que fundó Ushuaia en la Tierra del Fuego, en el otro lado del canal de Beagle, no aprovechó aquel doble ejemplo? Aquella colonia, comparada con Liberia o con Punta Arenas, se ha quedado atrás hasta nuestros días, a causa de las trabas que el Gobierno le pone al comercio, por la carestía de los derechos de aduana, por las excesivas formalidades a las que se subordina la explotación de las riquezas naturales y por la impunidad de la que a la fuerza, gozan los contrabandistas, pues la administración local se encuentra materialmente imposibilitada para vigilar setecientos kilómetros de costa sometidos a su jurisdicción.

Los acontecimientos cuyo teatro había sido la isla Hoste, la independencia que le había concedido Chile, su prosperidad que cada día iba en aumento bajo la firme administración del Kaw-djer, atrajeron la atención del mundo industrial y comercial. Acudieron nuevos colonos a los que se les concedieron liberalmente tierras con condiciones ventajosas. No se tardó en saber que sus bosques, ricos en madera de calidad superior a la de los bosques de Europa, rendían hasta un quince y un veinte por ciento, lo que condujo al establecimiento de muchas serrerías. Al mismo tiempo, se encontraban compradores de terreno a mil piastras la legua en superficie para rendimientos agrícolas y el número de cabezas de finado alcanzó pronto varios millares en los pastos de la isla.

La población había aumentado rápidamente. A los mil doscientos náufragos del Jonathan se habían agregado el triple o cuádruple de emigrantes del oeste de Estados Unidos, de Chile y de Argentina. Nueve años después de la proclamación de la independencia, ocho años después del golpe de Estado del Kaw-djer, cinco años después de la invasión de la horda patagona, Liberia contaba con más de dos mil quinientas almas y la isla Hoste con más de cinco mil.

No hay que decir que habían tenido lugar muchos matrimonios desde que Halg se había casado con Graziella. Entre otros conviene citar el de Edward y Clary Rhodes. El joven se había casado con la hija de Germain Riviére y la joven con el Dr. Samuel Arvidson. Otras uniones habían creado lazos entre las familias.

Ahora, con el buen tiempo, el puerto acogía a numerosos navíos. El cabotaje hacía

excelentes negocios entre Liberia y las diferentes sucursales fundadas en otros puntos de la isla, ya en los alrededores de la Punta Roons, ya en las orillas septentrionales que baña el canal de Beagle. En su mayoría eran buques del archipiélago de las Falkland cuyo tráfico adoptaba cada año una nueva dimensión.

Y no sólo aquellos buques de las islas inglesas del Atlántico efectuaban la importación y la exportación, sino que llegaban veleros y steamers desde Valparaíso, Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro, y se podían ver pabellones daneses, noruegos y americanos en todos los pasos vecinos, en la bahía de Nassau, en Darwin Sound y en las aguas del canal de Beagle.

Una gran parte del comercio se alimentaba de la explotación de la pesca que siempre ha dado excelentes resultados en los parajes magallánicos. No hay que decir que aquella industria había tenido que ser severamente reglamentada con decretos del Kawdjer. En efecto, no se podía provocar en corto plazo con una destrucción abusiva la desaparición y el aniquilamiento de aquellos animales marinos que suelen frecuentar aquellos mares. En diversos puntos del litoral se habían fundado colonias de loberos1, gentes de todos los orígenes y de toda especie, parias, a los que Hartlepool mantuvo a raya al principio con mucha dificultad. Pero, poco a poco, los aventureros se humanizaron, se civilizaron bajo la influencia de aquella nueva vida. Una existencia sedentaria suavizó progresivamente las costumbres de aquellos vagabundos sin hogar ni patria. Además, eran más felices, pues ejerciendo su rudo oficio tenían que sufrir menos miserias. En efecto, hacían su trabajo en mejores condiciones que antaño. Ya no se trataba de expediciones emprendidas a escote que les conducían a cualquier isla desierta donde, muy frecuentemente, morían de hambre o de frío. Ahora tenían la seguridad de vender los productos de su pesca, sin tener que esperar durante largos meses el regreso de un navío que no siempre vuelve. No se había modificado la forma de matar a los inofensivos anfibios. Nada más simple: salir a dar una paliza2, como decían los mismos loberos, salir a dar bastonazos, ese era el método utilizado, pues no resulta posible emplear otra arma contra aquellos pobres animales.

A la explotación de pesca alimentada por la manada de lobos marinos, hay que añadir las campa ñas de los balleneros que son las más lucrativas en estos parajes. Los pasos del archipiélago pueden proporcionar anualmente un millar de ballenas. Por ello, los buques armados para aquella pesca, seguros ahora de encontrar en Liberia las ventajas que les ofrecía Punta Arenas, frecuentaban asiduamente, durante el buen tiempo, los pasos vecinos de la isla Hoste. Finalmente, la explotación de arenales, que cubren millares de conchas de toda especie, había hecho nacer otra rama de comercio. Entre esas conchas habría que mencionar las weyras, moluscos de excelente calidad, que se encontraban en tal abundancia como no se podría uno imaginar. Los navíos los exportaban en cargamentos llenos que vendían hasta a cinco piastras el kilo en las ciudades de Sudamérica. Además de moluscos, también había crustáceos. Las calas de la isla Hoste son particularmente buscadas a causa de un cangrejo gigantesco habituado a las algas submarinas, el centollo, siendo suficientes dos para el alimento cotidiano de un hombre de gran apetito.

Pero esos cangrejos no son los únicos representantes del género. En la costa se encuentran en igual abundancia bogavantes, langostas y mejillones. Todas aquellas riquezas eran explotadas al máximo. Se había realizado uno de los proyectos concebidos por el Kawdjer: Halg dirigía en el Bourg Neuf una próspera fábrica, desde donde se expedían

crustáceos a todo el mundo en forma de conservas. Halg, que por entonces tenía casi veintiocho años, reunía todas las condiciones de felicidad. No le faltaba nada: una amante esposa, tres hermosos hijos, dos niñas y un niño, perfecta salud y una fortuna en rápido ascenso. Era feliz y el Kaw-djer podía congratularse al ver los resultados de su obra.

En cuanto a Karroly, no sólo no se había asociado a su hijo en la dirección de la fábrica del Bourg Neuf, sino que incluso había renunciado a la pesca. Dada la importancia marítima del puerto de la isla Hoste, situada entre el Darwin Sound y la bahía de Nassau, llegaban allí numerosos navíos, que incluso lo preferían a Punta Arenas. Encontraban allí un excelente puerto de arribada, más seguro que el de colonia chilena, frecuentada fundamentalmente por steamers que pasan de un océano a otro siguiendo el estrecho de Magallanes. Por esta razón, Karroly había decidido dedicarse de nuevo a su antiguo oficio.

Convertido en capitán de puerto y jefe de los prácticos de la isla Hoste, estaba muy requerido por los buques con destino a Punta Arenas o a las sucursales establecidas en los canales del archipiélago, y por tanto no le faltaban ocupaciones.

Ahora tenía a su servicio un balandro de cincuenta toneladas, construido a prueba de las más violentas marejadas. Iba al encuentro de los navíos con aquel sólido barco maniobrado por un equipo de cinco hombres y no con la chalupa. La Wel-Kiej seguía existiendo, pero apenas se utilizaba ya. Por lo general, permanecía en el puerto, aquella vieja y fiel sirviente que había ganado bien su reposo.

Como los buenos obreros que se apresuran en emprender un nuevo trabajo tan pronto como han terminado el anterior, el Kaw-djer, cuando llegó el momento de dejar a Halg, convertido en hombre a su vez y pudiendo desenvolverse solo en la vida, se impuso los deberes de una segunda adopción. Dick no había sustituido a Halg, sino que se le había añadido en un corazón engrandecido. Dick tenía entonces casi diecinueve años y desde hacía más de seis era el alumno del Kaw-djer. El joven había mantenido las promesas del niño. Había asimilado sin esfuerzo la ciencia del maestro y comenzaba a merecer por sí mismo el nombre de sabio. Pronto el profesor, que admiraba la vivacidad y profundidad de aquella inteligencia, no tendría más que enseñar al alumno.

El nombre de alumno ya no se adecuaba a Dick. Precozmente maduro por la ruda escuela de sus primeros años y por los terribles dramas en los que se había visto mezclado, era a pesar de su joven edad, más que un alumno, el discípulo y amigo del Kaw-djer que tenía en él una confianza absoluta y que se complacía en considerarle como su sucesor absoluto.

No hay duda de que Germain Riviére y Hartlepool era buena gente, pero el primero jamás habría consentido en abandonar su explotación forestal que proporcionaba maravillosos resultados para consagrarse exclusivamente a los asuntos públicos y Hartlepool, admirable y fiel ejecutor de órdenes, se mantenía siempre en un segundo plano. Además ambos carecían bastante de ideas generales y cultura intelectual para gobernar a un pueblo que tenía otros intereses que los únicamente materiales. Quizás Harry Rhodes habría estado mejor cualificado. Pero Harry Rhodes se habría negado, pues envejecía y carecía por consiguiente de la energía necesaria.

Por el contrario, Dick reunía todas las cualidades de un jefe. Tenía una naturaleza de primer orden. Por su saber, inteligencia y carácter tenía madera de hombre de Estado y sólo había que lamentar que tan brillantes facultades fueran destinadas a ser utilizadas en un marco tan restringido. Pero jamás una obra es insignificante cuando es perfecta y el

Kaw-djer consideraba con razón que si Dick podía asegurar la felicidad de aquellos millares de seres de los que estaba rodeado, habría realizado una tarea que no sería menos bella que cualquier otra.

Desde un punto de vista político, la situación era también de las más favorables. Las relaciones entre la isla Hoste y el Gobierno chileno eran excelentes por una y otra parte.

Chile no podía más que congratularse cada año que pasaba por su determinación. Obtenía provechos morales y materiales de los que carecía la República Argentina en tanto que ésta no modificara sus métodos administrativos y sus principios económicos.

Al principio, al ver a la cabeza de la isla Hoste a aquel misterioso personaje cuya presencia en el archipiélago magallánico le había parecido con razón sospechosa, el Gobierno chileno no había podido disimular su descontento y sus inquietudes.

Descontento forzosamente platónico. En aquella isla independiente donde se había refugiado, ya no resultaba posible ir en búsqueda del Kaw-djer, ni verificar su origen ni pedirle cuentas acerca de pasado. ¿Qué hubiera sido un hombre incapaz de soportar el yugo de cualquier autoridad, que no se hubiera rebelado contra todas las leyes sociales, que quizás hubiera sido expulsado de los países sometidos bajo cualquier régimen a leyes necesarias? Ciertamente su actitud autoriza todas aquellas hipótesis, y si se hubiera quedado en la Isla Nueva, no habría escapado a las indagaciones de la policía chilena.

Pero cuando después de los disturbios provocados por la inicial anarquía surgió una perfecta tranquilidad debida a la fiel administración del Kaw-djer, y vieron nacer y engrandecerse el comercio y aumentar con creces la prosperidad, no tuvieron más que dejarle hacer a fin de cuentas. Jamás se levantó ninguna nube entre el gobernador de la isla Hoste y el gobernador de Punta Arenas.

Cinco años transcurrieron así, durante los cuáles los progresos de la isla Hoste no dejaron de avanzar. Se habían fundado tres aldeas que rivalizaban con Liberia, aunque era una rivalidad generosa pero fecunda; una en la península Dumas, otra en la península Pasteur y la tercera en la punta del extremo occidental de la isla, en el Darwin Sound, frente a la isla Gordon. Dependían de la capital y el Kaw-djer las visitaba, ya fuera por mar, ya por las carreteras trazadas a través de los bosques y las llanuras del interior.

Muchas familias de pecherés se habían establecido también en las costas y habían fundado algunas aldeas fueguinas, al ejemplo de los primeros que habían consentido en romper con sus costumbres seculares de vagabundeo para instalarse en las proximidades del Bourg Neuf.

Fue en esa época, en el mes de diciembre del año 1890 cuando Liberia recibió por vez primera la visita del gobernador de Punta Arenas, el señor Aguire. Este no pudo por menos que admirar aquella nación tan próspera, las sabias medidas adoptadas para aumentar los recursos, la perfecta homogeneidad de una población de orígenes distintos, el orden, el bienestar, la felicidad que reinaba en todas las familias. Como se puede comprender, observó de cerca al hombre que había realizado cosas tan bellas y a quien bastaba con conocer bajo el título de Kaw-djer.

No le escamoteó los cumplidos.

-Esta colonia hosteliana es obra suya, señor gobernador -dijo-, y Chile no puede por menos que felicitarse de haberle proporcionado la ocasión para realizarla.

-Un tratado -se contentó con responder el Kaw-djer- sometió al dominio chileno esta isla que no pertenecía más que a sí misma. Justo era que Chile le restituyera su independencia.

El señor Aguire percibió lo reticente de aquella respuesta. El Kaw-djer no consideraba que aquel acto de restitución debiera valer un testimonio de agradecimiento para con el Gobierno chileno.

-En todo caso -continuó el Sr. Aguire ya sobre aviso-, no creo que los náufragos del Jonathan puedan lamentar su concesión africana de la bahía de Lagoa…

-En efecto, señor gobernador, porque allí habrían estado bajo el dominio portugués, mientras que aquí no dependen de nadie…

-Así, todo va perfecto.

-Perfecto -afirmó el Kaw-djer.

-Esperamos -añadió complacientemente el señor Aguire- qué prosigan las buenas relaciones entre Chile y la isla Hoste.

-También nosotros lo esperamos -respondió el Kaw-djer-, y quizás la República chilena al comprobar los resultados del sistema aplicado en la isla Hoste, se decida a extenderlo a otras islas del archipiélago magallánico.

El señor Aguire respondió simplemente con una sonrisa que podía significar lo que uno quisiera entender.

Deseoso de llevar la conversación fuera de aquel peligroso terreno, Harry Rhodes, que estaba presente en la entrevista con sus dos colegas del Consejo abordó otro tema

-Nuestra isla Hoste -dijo-, comparada con las posesiones argentinas de la Tierra del Fuego, puede proporcionar materia para interesantes reflexiones. Como puede usted ver, señor, por un lado la. prosperidad, y por otro, la decadencia. Los colonos argentinos retroceden ante las exigencias del Gobierno de Buenos Aires y los navíos hacen lo mismo, ante los requisitos que impone. A pesar de las reclamaciones de su gobernador, la Tierra del Fuego no hace progreso alguno.

-Estoy de acuerdo -respondió el señor Aguire-. Por ello el Gobierno chileno ha actuado de muy distinta forma con Punta Arenas. Sin llegar a conceder total independencia a la colonia, le ha resultado posible concederle un buen número de privilegios que aseguran su futuro.

-Señor gobernador -intervino el Kaw-djer-, no obstante, yo he pedido a Chile que consienta en abandonar una de las islas pequeñas del archipiélago, una simple roca estéril, un islote sin valor.

-¿Cuál? -preguntó el señor Aguire.

-El islote del cabo de Hornos.

-¿Y qué diablos quiere usted hacer allí? -exclamó el señor Aguire, estupefacto.

-Levantar allí un faro, absolutamente necesario para esta última punta del continente americano. Si esos parajes estuvieran iluminados, sería una gran ventaja para los navíos, no solamente para los que vienen a la isla Hoste, sino para los que intentan atravesar el

cabo entre el Atlántico y el Pacífico.

Harry Rhodes, Hartlepool, y Germain Riviére, que estaban al corriente de los proyectos del Kawdjer, apoyaron su observación, haciendo notar la auténtica importancia de aquello, a lo que el señor Aguire no tenía, por lo demás, ningún deseo de responder.

-Así -preguntó-, ¿el Gobierno de la isla Hoste estaría dispuesto a construir ese faro?

-Sí -dijo el Kaw-djer.

-¿Corriendo con sus gastos?

-Sí, pero con la condición formal de que Chile le concediera en entera propiedad la isla de Hornos. Hace más de seis años que hice esta proposición a su Gobierno, sin llegar a ningún resultado.

-¿Qué le han contestado? -preguntó el señor Aguire.

-Palabras, sólo palabras. No dicen que no, pero tampoco dicen que sí. Dan largas. La discusión así entablada puede durar siglos. Y mientras tanto, los navíos continúan perdiéndose en ese siniestro islote sin que nada se lo señale en la oscuridad.

El señor Aguire expresó una gran sorpresa. Pero quizás no la experimentaba en el fondo de su corazón, pues estaba mejor instruido que el Kaw-djer en los métodos gratos a las Administraciones del mundo entero. Todo lo que pudo hacer fue prometer que utilizaría el crédito del que gozaba, para apoyar aquella proposición ante el Gobierno de Santiago, a donde se dirigía después de abandonar la isla Hoste.

Hay que creer que mantuvo su palabra y que su apoyo resultó eficaz, pues en menos de un mes estuvo resuelta aquella cuestión que se iba arrastrando desde hacía tantos años, y se informó oficialmente al Kaw-djer de que sus proposiciones habían sido aceptadas. El 25

de diciembre se firmó un acta de cesión entre Chile y la isla Hoste, según la cual el Estado hosteliano se convertía en propietario de la isla de Hornos, a condición de que levantara y mantuviera un faro en el punto culminante del cabo.

El Kaw-djer comenzó inmediatamente las obras, cuyos preparativos ya estaban hechos desde hacía tiempo. Según las más pesimistas previsiones, bastarían dos años para llevarlas a cabo y para garantizar la seguridad de la navegación en las inmediaciones de aquel temible cabo.

Para el Kaw-djer, aquella empresa sería la coronación de su obra. La isla Hoste organizada y en paz, el bienestar de todos en lugar, de la miseria de antaño, la enseñanza profusamente extendida y finalmente millares de vidas salvadas en el terrible punto de encuentro de los dos océanos más vastos del globo; ésa habría sido su tarea en esta tierra.

Era hermosa. Ya acabada, le confería el derecho de pensar en sí mismo y de renunciar a las funciones que repugnaban a todo su ser hasta sus últimas fibras.

Si el Kaw-djer gobernaba, si prácticamente era el más absoluto de los déspotas, no era en efecto un déspota feliz. La larga utilización del poder no le había despertado la pasión por él y sólo lo ejercía a pesar suyo. Personalmente refractario a toda autoridad, siempre le había resultado cruel imponer a otro la suya. Seguía siendo el mismo hombre enérgico, frío y triste que se había visto aparecer como salvador aquel lejano día en que el pueblo

hosteliano estuvo a punto de morir. Aquel día salvó a los demás, pero se perdió a sí mismo. Obligado a renegar de su quimera, teniendo que inclinarse ante los hechos, había realizado con coraje el sacrificio, pero en su corazón el sueño abjurado protestaba. Cuando nuestros pensamientos, bajo la engañosa apariencia de la lógica, no son otra cosa que la expansión de nuestros instintos naturales, entonces poseen vida propia, independiente de nuestra razón y nuestra voluntad. Luchan oscuramente, a veces contra la evidencia, como los seres que no quisieran morir. Necesitamos entonces que nos den hasta la saciedad la prueba de nuestro error para convencernos, y todo se utiliza como pretexto para volver a lo que fue nuestra fe.

El Kaw-djer había inmolado la suya por aquella; necesidad de abnegación, por aquella sed de sacrificio, por aquella piedad por sus hermanos desgraciados que, por encima mismo de su pasión de libertad, formaba el fondo de su magnífica naturaleza. Pero ahora que ya no estaba en juego la abnegación, ahora que ya no era cuestión de sacrificio v que los hostelianos no inspiraban nada que se pareciera a la piedad, la antigua creencia volvía a adquirir poco a poco su apariencia de verdad y el déspota volvía a convertirse gradualmente en el apasionado libertario de antaño.

Harry Rhodes había comprobado aquella transformación con creciente nitidez, a medida que se consolidaba la prosperidad de la isla Hoste. Aún resultó más evidente, cuando, comenzado el faro del cabo de Hornos, el Kaw-djer pudo considerar como casi terminado el deber que se había impuesto. Finalmente expresó con claridad su pensamiento a este respecto. Habiendo ensalzado Harry Rhodes, al azar de una conversación en la que evocaban los días pasados, los favores que le debían, el Kaw-djer respondió con una declaración que no se prestaba a ningún equívoco.

-Acepté la tarea de organizar la colonia -dijo-. Me aplico en cumplirla. Terminada la obra, cesará mi gobierno. Así espero demostrarles que al menos existe un lugar en la tierra, donde el hombre no tiene necesidad de un patrón.

-Un jefe no es un patrón, amigo mío -replicó con emoción Harry Rhodes-, y usted mismo lo demuestra. Pero no existe sociedad posible sin una autoridad superior, sea cual sea el nombre que se le ponga.

-No es ésa mi opinión -respondió el Kawdjer-. Yo creo que la autoridad debe finalizar desde el momento en que no sea imperiosamente necesaria.

Así pues, el Kaw-djer acariciaba aún sus antiguas utopías y a pesar de la experiencia realizada, aún se ilusionaba con la naturaleza de los hombres, hasta el punto de creerles capaces de arreglar sin ayuda de ley alguna las innumerables dificultades que nacen del conflicto de los intereses individuales. Harry Rhodes comprobaba con melancolía el sordo trabajo que tenía lugar en la conciencia de su amigo y auguraba las peores consecuencias.

Llegaba a desear que un incidente, que sembrara pasajeramente el disturbio en la apacible existencia de los hostelianos, proporcionara a su jefe una nueva demostración de su error.

Desgraciadamente su deseo se iba a ver realizado. Aquel incidente iba a nacer antes de lo que él pensaba.

En los primeros días del mes de marzo de 1891 corrió el rumor por todas partes de que se había descubierto un yacimiento aurífero de una gran riqueza. En sí, aquello no tenía nada de trágico. Por el contrario, todo el mundo se alegró y los más prudentes, incluido Harry

Rhodes, participaron en la embriaguez general. Fue un día de fiesta para la población de Liberia.

Sólo el Kaw-djer fue más clarividente. Solamente él previó en un instante las consecuencias de aquel descubrimiento y comprendió la fuerza latente de destrucción que en él había. Sólo él, mientras todos a su alrededor se felicitaban, permaneció sombrío, agobiado ya por las tristezas que reservaba el futuro.

1. Se refiere a cazadores de lobos marinos.

2. En español en el original.

Tercera parte - Capítulo XI

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