Una jornada triste

No sólo el extravío de los hostelianos había suprimido casi totalmente la producción de la isla, sino que una población quintuplicada debía vivir de los stocks casi agotados. Durante el invierno de 1893, la miseria fue atroz. El Kaw-djer realizó una formidable tarea en los cinco meses que duró. Día a día tuvo que resolver las dificultades que iban surgiendo sin cesar: socorrer a los hambrientos, cuidar a los innumerables enfermos; en una palabra, estar en todos los sitios a la vez. Al comprobar aquella energía indomable y aquella inalterable abnegación, los liberianos se quedaron asombrados de admiración y hundidos por los remordimientos. ¡Así se vengaba aquel que había renunciado, como sabían ahora, a una maravillosa existencia para compartir su vida de miserias, y de quien no obstante

habían renegado tan cobardemente!

A pesar de todos los esfuerzos del Kaw-djer, a duras penas se pudo procurar lo estrictamente necesario para Liberia. ¿Qué debía ocurrir en el campo? Y sobre todo, ¿qué debía ocurrir en los placeres donde se habían amontonado millares de hombres que, con toda probabilidad, no habían adoptado ninguna medida para combatir un clima cuyos rigores ignoraban?

Era demasiado tarde para reparar sus imprevisiones. Estaban bloqueados por la nieve y no podían contar ya con los recursos de los alrededores más cercanos. Tantas bocas hambrientas habrían agotado aquellos recursos en pocos días.

Tal y como más tarde se supo, algunos lograron sin embargo vencer todos los obstáculos y en ocasiones se adentraron muy lejos a través de la isla. Hubo sangrientas batallas entre éstos y los granjeros. La ferocidad humana superaba a la de la naturaleza. El invierno había disminuido pero no restañado el chorro de sangre que enrojecía la tierra.

De todos modos, fueron pocos los que en aquellas audaces incursiones desafiaron a la vez la hostilidad de los hombres y de las cosas. ¿Cómo vivieron los demás? Lo único que se pudo saber es que muchos murieron de hambre y frío. En cuanto a la forma en que sus compañeros más afortunados habían asegurado su existencia, aquello fue siempre un misterio.

Pero el Kaw-djer no necesitaba conocer con detalle las cosas para imaginar de qué torturas eran víctimas aquellos miserables. Adivinaba su desesperación y comprendía que aquella desesperación se convertiría en furor con los primeros rayos de la primavera. Entonces, el peligro sería realmente amenazador: Cuando las carreteras se despejaran con la fundición de la nieve, aquel populacho hambriento se expandiría por todas partes y saquearía la isla.

En efecto, dos días después del deshielo, se supo que la concesión de la Franco-English Gold Mining Company, que dirigían el francés Maurice Reynaud y el inglés Alexander Smith, había sido atacada por una banda de hombres enloquecidos. Pero tal y como dijeron al Kaw-djer, los dos jóvenes supieron defenderse ellos mismos. Reuniendo a sus obreros cuyo número ya ascendía a muchos centenares, rechazaron a los agresores que les ocasionaron serias pérdidas.

Algunos días después se recibió la noticia de una serie de crímenes cometidos en la región del norte. Habían sido saqueadas varias granjas y expulsados de ellas sus propietarios, e incluso en algunas ocasiones muertos simple y llanamente. Si se dejaba hacer a aquellos bandidos, en menos de un mes habrían devastado la isla entera. Llegaba la hora de actuar.

La situación era infinitamente mejor que la del año anterior. Si la primavera había determinado violentas agitaciones en la multitud esparcida de aventureros, no había tenido influencia alguna en la conducta de los hostelianos. Aquella vez, la lección había sido suficiente. A excepción del centenar de locos que se habían obstinado en permanecer en los placeres y que sin duda en aquel momento ya debían estar muertos, la población de Liberia no se había visto disminuida ni de una sola persona. A nadie se le había ocurrido iniciar una tercera campaña de prospección. Para unos pocos colonos favorecidos por un afortunado azar, la mayoría habían vuelto arruinados, comprometida su salud y con el futuro perdido para siempre. Además, la mayor parte de las modestas fortunas recogidas en los placeres se había disipado, como ocurre fatalmente, en las tabernas, en los garitos

donde las detonaciones de los revólveres se mezclaban con el vocerío de los jugadores.

Todos se daban cuenta de su locura y nadie tenía deseos de reanudar la experiencia.

Así pues el Kaw-djer disponía de toda la milicia completa. Mil hombres incorporados al regimiento, disciplinados, obedeciendo a jefes reconocidos, constituyen una fuerza a tener en cuenta, y aunque los adversarios fueran veinte veces más numerosos, no dudaba de hacerles entrar en razón. Algunos días de paciencia para dejar tiempo a que se secaran un poco las carreteras empapadas por la fundición de la nieve, y los colonos recorrerían la isla, la limpiarían de extremo a extremo de los aventureros que la infectaban…

Pero éstos se le adelantaron. Fueron ellos quienes provocaron la tragedia rápida y terrible que decidió la suerte de la isla.

El 3 de noviembre, cuando los caminos aún seguían transformados en ciénagas, los hostelianos del campo, acudiendo a galope con sus caballos, advirtieron al Kaw-djer que una columna formada por un millar de buscadores de oro marchaba contra la ciudad.

Ignoraban las intenciones de aquéllos hombres, pero a juzgar por su actitud y sus gritos amenazadores, no debían ser pacíficas.

El Kaw-djer tomó las medidas convenientes. La milicia fue reunida bajo sus órdenes delante de la Gobernación e interceptó las calles que desembocaban en la plaza. Luego esperaron los acontecimientos.

La columna anunciada llegó hacia el final del día a Liberia, donde el eco de sus cantos y sus gritos le había precedido. Los prospectores que creían sorprender, tuvieron por el contrario la sorpresa de encontrarse con la milicia hosteliana alineada en posición de combate y su impulso fue frenado en seco. Se detuvieron desconcertados. En lugar de actuar, de improviso, tal como habían proyectado, ¡se vieron obligados a parlamentar!

Al principio discutieron entre ellos con gran acompañamiento de gestos y gritos, luego, los que se encontraban a la cabeza hicieron saber a Hartlepool que deseaban hablar con el Gobernador. Transmitida su petición de boca en boca, ésta obtuvo un acogimiento favorable. El Kaw-djer consentía en recibir a diez delegados.

Hubo que designar a aquellos diez delegados, lo que motivó un recrudecimiento de discusiones y de clamores. Finalmente se presentaron ante el frente de la milicia, que abrió sus filas para dejarles pasar. A una breve orden de Hartlepool, el movimiento fue ejecutado con una notable perfección. Viejos soldados no habrían sabido hacerlo mejor.

Los delegados de los prospectores se quedaron impresionados. Se impresionaron más aún, cuando a una nueva orden de su jefe, la milicia, maniobrando con igual seguridad, volvió a cerrar sus filas detrás de ellos.

El Kaw-djer se encontraba de pie en el centro de la plaza, en el espacio que quedaba libre detrás de las tropas. Los delegados pudieron ser contemplados a gusto mientras se dirigían hacia él. Vistos de cerca, sus aspectos no eran nada tranquilizadores. Altos y con anchos hombros parecían robustos, aunque las privaciones del invierno les hubieran enflaquecido.

La mayor parte de ellos, vestidos de cuero cuyo color primitivo uniformaba una espesa capa de suciedad, tenían hirsutas cabelleras y tupidas barbas que hacían semejar sus rostros a hocicos de fieras. En el fondo de sus hundidas órbitas relucían ojos de lobo y al andar apretaban los puños.

El Kaw-djer permaneció inmóvil, sin dar un paso hacia ellos y, cuando estuvieron cerca de él, esperó tranquilamente a que le hicieran conocer la finalidad de su acción.

Pero los delegados de los prospectores no se apresuraban en hablar. Al llegar junto al Kaw-djer se habían descubierto instintivamente y, alineados en semicírculo a su alrededor, se balanceaban torpemente sobre sus piernas. Su feroz apariencia era engañosa. Por el contrario, se parecían bastante a niños pequeños, sin saber cómo comportarse, al verse aislados de sus compañeros, en la soledad de aquella plaza, delante de aquel hombre de actitud grave y fría que les pasaba la cabeza y cuya majestad les imponía.

Finalmente se atenuó su turbación, volvieron a encontrar la lengua y uno de ellos pidió la palabra.

-Gobernador -dijo-, venimos en nombre de nuestros compañeros…

El orador, intimidado, se quedó cortado. El Kaw-djer no hizo nada para ayudarle a reanudar el hilo de su discurso. El prospector volvió a empezar:

-Nuestros compañeros nos han enviado…

Nueva detención del orador e idéntico mutismo por parte del Kaw-djer.

-¡Bueno!, vaya, ¡que somos sus delegados! -explicó otro aventurero, impaciente por aquellas vacilaciones.

-Ya lo sé -dijo el Kaw-djer con frialdad-. ¿Y qué más?

Los delegados estaban desconcertados. ¡Ellos que pensaban que iban a hacer temblar… !

¡Y cómo era así les temían… ! Hubo otro silencio. Luego un tercer prospector que se destacaba por la amplitud de su descuidada barba, hizo acopio de todo su valor y entró de lleno en la cuestión.

-¿Y qué más…? Lo que hay es que tenemos de qué quejarnos. Eso es lo que hay más.

-¿De qué?

-De todo. No podemos salir adelante, mientras aquí se nos demuestre tan mala voluntad.

A pesar de lo seria que era la situación, el Kawdjer no pudo reprimir divertirse en su interior por la graciosa ironía de semejante recriminación en boca de uno de los invasores de la isla Hoste.

-¿Eso es todo? -preguntó.

-No -respondió el tercer prospector, que decididamente era quien menos pelos tenía en la lengua-. Nosotros también querríamos que las concesiones fueran para quienes las quisieran. Hay que luchar para obtenerlas. Los caballeros -el aventurero, un americano del oeste empleaba aquel término con la mayor seriedad del mundo- preferirían concesiones como se hacen en todos sitios… Sería más… oficial -añadió después de un instante de reflexión con divertida convicción.

-¿Eso es todo? -repitió el Kaw-djer.

-¡A saber…! -respondió el prospector de las grandes barbas-. Pero antes de pasar a otra cuestión, los caballeros querrían una respuesta referente a las concesiones.

-No -dijo el Kaw-djer.

-¿No…?

-La respuesta es: «No» -precisó el Kaw-djer.

Los delegados alzaron la cabeza al mismo tiempo. Sus ojos comenzaron a echar chispas.

-¿Por qué? -preguntó uno de los que todavía no habían hablado-. Los caballeros quieren una razón.

El Kaw-djer guardó silencio. ¡Encima se atrevían a pedirle razones! ¿No las conocían?

¿No fijaba la ley, que nadie había respetado, un precio para el libramiento de concesiones?

Incluso más, ¿no reservaba aquella ley de todos conocida las concesiones a los hostelianos, y no prohibía a aquellas gentes que audazmente la habían desafiado la entrada en el territorio hosteliano?

-¿Por qué? -repitió el prospector, al comprobar que su pregunta no producía efecto.

Luego, como aquella segunda interrogación no tenía más éxito que la primera, se respondió a sí mismo.

-¿La ley…? -dijo-. ¡Claro!, conocemos la ley… Pero con naturalizarnos… La tierra es de todo el mundo ¡y creo que nosotros somos hombres como los demás!

El Kaw-djer no se habría expresado en otros tiempos de distinta forma. Pero ahora sus ideas habían cambiado mucho y ya no comprendía aquel lenguaje. No, la tierra no es de todo el mundo. Pertenece a quienes la roturan, la cultivan, a quienes su tenaz trabajo transforma en madre alimenticia y obliga al suelo a tejer el tapiz dorado de las cosechas.

-Y además -continuó el prospector barbudo-, si se habla de ley, lo primero que habría que hacer es respetar esta ley. Cuando los que la fabrican se burlan de ella ¿qué van a hacer los otros, pregunto?

-Es el 3 de noviembre. ¿Por qué no ha habido elecciones el día primero si ya ha pasado el tiempo que le correspondía a la Gobernación?

Aquella inesperada observación sorprendió al Kaw-djer. ¿Quién habría podido informar tan bien a aquel minero? Sin duda, Kennedy, a quien no se había vuelto a ver por Liberia.

Por lo demás, la advertencia era justa. En efecto, había finalizado el período que había fijado cuando se sometió voluntariamente a los sufragios de los electores. Y, según los términos de la ley que antaño él mismo había promulgado, se habría debido proceder dos días antes a una nueva elección. Si se había dispensado de hacerlo, es porque no había juzgado oportuno complicar aún más una situación ya tan trastornada, sólo para respetar un simple formalismo, ya que la renovación de su gobierno era absolutamente segura.

Pero ¿en qué afectaba aquello a una gente que no era elegible ni electora?

No obstante, el buscador de oro, enardecido por la calma del Kaw-djer, continuó en un tono más tranquilo:

-Los caballeros reclaman esa elección y quieren que cuenten sus votos. Sus votos valen como los de los demás ¿no es verdad? ¿Por qué iban cinco mil a imponer la ley a veinte mil? Eso no es justo…

El aventurero hizo una pausa y esperó inútilmente la respuesta del Kaw-djer. Embarazado

por aquel persistente silencio, y deseoso de hacer comprender que su misión había terminado, concluyó:

-¡Y ya está!

-¿Eso es todo? -preguntó por tercera vez el Kaw-djer.

-Sí… -respondió el delegado-. Es todo, sin ser todo… Bueno, es todo por el momento.

El Kaw-djer, mirando cara a cara a los diez hombres que le observaban con atención, declaró en tono frío:

-Esta es mi respuesta: «Estáis aquí a pesar nuestro. Os doy veinticuatro horas para someteros incondicionalmente. Pasado el plazo, aviaré.»

Hizo una señal. Acudieron Hartlepool y unos veinte hombres.

-Hartlepool -dijo-, haga el favor de volver a conducir a estos señores fuera de las filas.

Los delegados estaban estupefactos. Por muy seguros que estuvieran de sus fuerzas, aquella calma glacial les desconcertaba. Dócilmente se alejaron escoltados por los hostelianos.

El tono cambió cuando se reunieron con aquellos que designaban con el nombre genérico de «caballeros». Mientras rendían cuentas de su misión, su cólera, hasta el momento dominada, estalló libremente y encontraron suficiente cantidad de palabras irritadas y de sonoros juramentos para expresar su indignación.

Aquella especial elocuencia tuvo eco en la multitud y pronto un concierto de voceríos hizo saber al Kaw-djer que su respuesta ya era conocida. Tardó mucho en calmarse aquella agitación. La noche la disminuyó sin apaciguarla por entero. Hasta la mañana, la oscuridad estuvo llena de gritos furiosos. Si no se podía ver a los mineros, sí se les podía oír. Evidentemente se obstinaban en su empresa y acamparon al aire libre.

La milicia hizo lo mismo que ellos. Sin dejar las armas vigiló durante toda la noche, haciendo relevos de guardias.

En efecto, la columna no se había retirado. Al alba, las calles aparecieron negras de gente.

Un buen número de prospectores, cansados por aquella noche de espera, se habían acostado en el suelo. Pero al primer rayo del día, todos se pusieron en pie y el jaleo de la vigilia cobró aún mayor vigor.

En las calles que ocupaban la calzada, las casas habían sido cerradas cuidadosamente.

Nadie se arriesgaba al exterior. Si un hosteliano más curioso arriesgaba una ojeada por el resquicio de los postigos desde un primer piso, de inmediato un huracán de abucheos le obligaba a cerrarla apresuradamente.

El comienzo de la mañana fue relativamente calmado. Los aventureros no parecían ponerse de acuerdo en lo que les convenía hacer y discutían con animación. A medida que transcurría el tiempo, iba aumentando su número. Por lo que se podía juzgar, ahora se elevaba a cuatro o cinco mil. Unos emisarios, enviados durante la noche, habían tocado a llamada y se habían traído consigo refuerzos. Los prospectores de la región del Golden Creek habían tenido tiempo de llegar, pero no así los que trabajaban en las montañas del centro o de la punta del noroeste y cuyo viaje, admitiendo que vinieran, exigiría uno o más

días según su alejamiento.

Sus compañeros, que ya habían invadido la ciudad, habrían actuado sabiamente esperándoles. Cuando fueran diez o quince mil, la situación ya muv grave en Liberia, resultaría casi desesperada.

Pero aquellos hombres sin conciencia, incapaces de resistir a la violencia de sus pasiones, jamás habrían tenido la paciencia de esperar. Cuanto más avanzaba la mañana, más aumentaba su agitación. La multitud se irritaba a ojos vistas bajo el latigazo de la fatiga y los excitados discursos repetidos por los oradores al aire libre Hacia las once, la muchedumbre fue lanzada de un impulso general. sobre la milicia hosteliana. Inmediatamente ésta apareció erizada de bayonetas. Los asaltantes retrocedieron precipitadamente, esforzándose por vencer el empujón de quienes se encontraban a la cola. Con el fin de evitar desgracias involuntarias, el Kaw-djer hizo retroceder a su tropa que se replegó ordenadamente y fue a tomar posición delante de la Gobernación. Así fueron despejadas las calles que desembocaban en la plaza. Los mineros, equivocándose sobre el sentido de aquel movimiento, lanzaron un ensordecedor clamor de victoria.

El espacio que había quedado libre por la retirada de la milicia hosteliana, se llenó en un instante de una hormigueante muchedumbre. Aquella muchedumbre no tardó en reconocer su error. No, aún no había vencido. La milicia, intacta, les seguía interceptando el paso. Si los mil hombres de la que estaba formada, amoldando su actitud a la de su jefe, permanecían impasibles sin dejar las armas, no por ello dejaban de disponer de fuego. Sus mil fusiles, carabinas americanas que muchos de los prospectores conocían bien, a los que un depósito aseguraba una reserva de siete cartuchos, eran capaces de disparar en menos de un minuto sus siete mil tiros que, en ese caso, serían disparados a quemarropa. Aquello daba qué pensar a los más valientes.

Pero los aventureros no se encontraban ya en un estado de espíritu que permitiera la reflexión. Se excitaban; se enardecían unos contra otros. Dándoles confianza su gran número, dejaron de temer a aquella tropa cuya inmovilidad les pareció debilidad. Llegó el momento en que lo que les quedaba de razón fue definitivamente abolido.

El espectáculo era trágico. En la periferia de la plaza, una muchedumbre aulladora y desaliñada, gritando desde millares de bocas expresaba palabras que nadie podía oír, y que tendían sus millares de puños con gestos de amenaza. A treinta metros de ésta, haciéndole frente, la milicia hosteliana alineada en completo orden a lo largo de la fachada de la Gobernación con sus hombres conservando la inmovilidad de una estatua. Detrás de la milicia, el Kaw-djer, solo, de pie en el último escalón que daba acceso a la Gobernación, contemplando con aire preocupado aquel agitado cuadro y buscando un medio de poner fin pacíficamente a una situación cuya gravedad comprendía perfectamente.

Era la una del mediodía, cuando comenzaron a partir de la muchedumbre febriles injurias directas. Los hostelianos, contenidos por su jefe, no respondieron.

En la primera fila de los que insultaban, podían ver a una figura conocida. Los rebeldes habían empujado a Kennedy delante, cuyos insidiosos consejos habían contribuido a meterles en aquella aventura. Por él conocían la ley relativa a las elecciones y era él quien les había sugerido reclamar la calidad de ciudadanos y de electores, asegurándoles que el

Kaw-djer, abandonado por todos, no tendría la fuerza de resistírseles. La realidad se mostraba de modo distinto. Se tropezaban con mil fusiles y les parecía justo que aquel que les había conducido hasta allí, fuera expuesto a los tiros.

El antiguo marinero, que había querido vengarse, era el mal comerciante de aquel negocio.

Había desaparecido su jactancia de nabbab. Pálido y tembloroso, no le llegaba la camisa al cuerpo, como se suele decir familiarmente.

Muy pronto, las injurias no bastaron para satisfacer la creciente cólera de la muchedumbre, que cada vez más perdía la cabeza, y se tuvo que pasar a la acción.

Avalanchas de piedras comenzaron a abatirse sobre la milicia impasible. Decididamente las cosas tornaban un mal cariz.

Durante una hora fue cayendo aquella lluvia asesina. Fueron heridos muchos hombres y dos de ellos tuvieron que abandonar las filas. Una piedra alcanzó la frente del mismo Kaw-djer. Se balanceó; pero enderezándose con un enérgico esfuerzo, secó tranquilamente la sangre que enrojecía su rostro y volvió a adoptar su actitud de observador.

Después de una hora de aquel ejercicio que no podía conducir a nada, los asaltantes parecieron cansarse. Los proyectiles se hicieron menos numerosos y parecía que iban a dejar de llover, cuando de pronto surgió un enorme clamor de la muchedumbre. ¿Qué había ocurrido? El Kaw-djer, alzándose sobre la punta de sus pies, se esforzó en vano por ver las calles vecinas. No lo logró. A lo lejos, las agitaciones de la muchedumbre parecían más violentas y eso era todo, sin que resultara posible discernir la causa.

No debían tardar en conocerla. Algunos minutos más tarde, tres hercúleos prospectores, abriéndose paso a codazos, iban a situarse delante de sus compañeros, como si quisieran demostrar que se reían de las balas. En efecto, ya no las temían, pues delante suyo y a modo de escudos, llevaban a unos rehenes que les protegían contra ellas.

Los asaltantes habían tenido una idea diabólica. Habiendo derribado la puerta de una casa, se habían apoderado de sus habitantes, dos jóvenes mujeres, dos hermanas que vivían allí solas con un niño pequeño, pues el marido de una de ellas había muerto en el transcurso del invierno precedente. Dos mineros habían cogido a las mujeres, otro al niño y, ahora, cada uno con su fardo, desafiaban al Kaw-djer y a su milicia. ¿Quién se atrevería a disparar, cuando los primeros disparos serían para aquellas inocentes criaturas?

Las dos mujeres, aterrorizadas, se abandonaban sin resistencia. En cuanto al bebé, que una especie de bruto gigantesco llevaba con los brazos extendidos como para ofrecerlo en holocausto, se reía.

Aquello superaba en horror todo lo que el Kawdjer hubiera sido capaz de imaginar. La atroz aventura hizo temblar a aquel hombre tan fuerte. Tuvo miedo. Palideció.

Y no obstante era el momento de decidir rápidamente. Había que tomar con urgencia una resolución. Los mineros ya habían dado un paso adelante lanzando furiosas vociferaciones.

Su enloquecimiento era tal que habría sido imposible esperar un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, en el que la superioridad de su número habría asegurado la victoria. Estaban a veinte metros de la milicia pétreamente inmóvil, cuando estallaron las detonaciones. Los revólveres hacían hablar a la pólvora. Cayó un hosteliano.

Ya no era admisible la vacilación. En menos de un minuto serían desbordados y toda la población de Liberia, hombres, mujeres y niños, serían masacrados sin remedio.

-¡Apunten…! -ordenó el Kaw-djer, que palideció aún más.

La milicia obedeció con la precisión de un ejercicio de entrenamiento. Todas las culatas se apoyaron en los hombros y los cañones se dirigieron amenazadores hacia la muchedumbre.

Pero ésta estaba demasiado enloquecida para que el temor pudiera detenerla. Resonaron nuevos disparos de revólver. Fueron alcanzados otros tres milicianos.

La muchedumbre, embriagada, desencadenada, no estaba más que a diez pasos.

-¡Fuego! -ordenó el Kaw-djer, con voz ronca.

Con su heroica calma en medio de aquella larga tormenta, sus hombres acababan de pagarle de una vez todo lo que había hecho por ellos. Estaban igualados. Pero si del reconocimiento y del afecto que les inspiraba habían sacado la fuerza de conducirse como soldados, después de todo no lo eran realmente. Desde que apretaron el gatillo, la locura se apoderó a su vez de ellos. No dispararon un tiro, los dispararon todos. Fue como el fragor de un trueno. En tres segundos las carabinas dispararon sus siete mil balas. Luego se impuso un inmenso silencio…

Los hombres de la milicia miraban atontados. A lo lejos desaparecían fugitivos. Ya no había nadie delante suyo. La plaza era un desierto.

¿Un desierto…? ¡Sí, salvo aquel amontonamiento, aquella montaña de cadáveres de la que chorreaba un torrente de sangre! ¿Cuántos había…? ¿Mil…? ¿Mil quinientos…? ¿Más…?

No lo sabían.

Las dos jóvenes mujeres habían caído al pie de aquel horrible montón junto a Kennedy, muerto. Una, con una bala en el hombro, estaba muerta o desvanecida. La otra se levantó ilesa y corrió enloquecida, llena de espanto. El niño también estaba allí, entre los muertos, en la sangre. Pero -¡era un milagro!- no tenía nada y, muy divertido por aquel juego desconocido, continuaba riendo a sus anchas.

El Kaw-djer, presa de un espantoso dolor, había ocultado su rostro entre sus manos para huir de aquel horrible espectáculo. Permaneció un instante postrado, luego lentamente enderezó la cabeza.

Con un mismo movimiento los hostelianos se giraron hacia él y le miraron en silencio.

Este no les dirigió la mirada. Contemplaba inmóvil la siniestra carnicería y por su cara devastada, diez años envejecida, rodaban gota a gota gruesas lágrimas.

El Kaw-djer lloraba desesperadamente.

Tercera parte - Capítulo XIV

La abdicación

El Kaw-djer lloraba…

¡Qué desgarradoras resultaban las lágrimas de semejante hombre! ¡Con qué elocuencia gritaban su dolor!

Había dado la orden: «¡Fuego…!» ¡Él! ¡Las balas habían trazado los rojos surcos por sus órdenes! ¡Sí, los hombres le habían obligado a aquello y, por su culpa, de ahora en adelante sería igual a los más aborrecibles tiranos que con tal feroz odio había odiado, puesto que como ellos se hundía en el asesinato, en la sangre!

Y todavía había que derramar más. La obra sólo había sido bosquejada. Faltaba perfeccionarla. A pesar de toda apariencia contraria, ahí se encontraba el auténtico deber.

El Kaw-djer miró aquel deber cara a cara y con valor. Su abatimiento fue corto y pronto reconquistó su energía. Dejando al cuidado de viejos y mujeres la sepultura de los muertos y de sacar de allí a los heridos, se lanzó en seguida en persecución de los fugitivos. Estos, aterrados, no pensaban ya en oponer la menor resistencia. Estuvieron día y noche cazándolos como ganado.

En muchas ocasiones, las fuerzas hostelianas se tropezaron con bandas que llegaban demasiado tarde para prestar socorro. Estas fueron dispersadas sin dificultad una tras otra y expulsadas sucesivamente hacia el norte.

La isla fue recorrida en todas direcciones. Encontraban el suelo sembrado de los restos de aquellos prospectores a quienes el hambre había empujado fuera de sus madrigueras y que habían muerto en la nieve en el transcurso del invierno anterior. El frío había conservado durante mucho tiempo sus despojos. Con el deshielo se licuaban y aquel lodo humano se mezclaba con el de la tierra. En tres semanas rechazaron a unos dieciocho mil aventureros hasta la península Dumas cuyo istmo fue ocupado por el Kaw-djer.

Se habían unido a la milicia trescientos hombres proporcionados por la Franco-English Gold Mining Company, los cuales aportaron una ayuda eficaz a los defensores del orden.

A pesar de aquel refuerzo, la situación continuaba siendo inquietante, Si bien la noticia de la carnicería de sus compañeros había desmoralizado a los prospectores en seguida, y después habían sido fácilmente vencidos, podía ocurrir que las cosas cambiaran ahora que estaban todos juntos y que les era posible ponerse de acuerdo. Además, su superioridad numérica era tan grande que había motivo para temer un retorno ofensivo por su parte.

La intervención de la Sociedad franco-inglesa se adelantó a ese peligro. Sus dos directores, Maurice Reynaud y Alexander Smith, deseosos de asegurarse la mano de obra que les era necesaria, propusieron al Kaw-djer proceder a una selección entre los aventureros y elegir, después de una severa indagación, a un millar de hombres a los que se autorizaría a permanecer en la isla Hoste. La Gold Mining Company emplearía a aquellos hombres bajo su responsabilidad, quedando muy claro que al primer altercado serían expulsados sin excusa.

El Kaw-djer acogió favorablemente aquellas proposiciones que le proporcionaban un medio de dividir las fuerzas del adversario. Maurice Reynaud y Alexander Smith, dando prueba de un valor mucho mayor sin duda que el de un domador que entra en la jaula de las fieras, se internaron sin vacilar en la península Dumas donde pululaba la muchedumbre de prospectores rebeldes. Se les vio llegar ocho días más tarde a la cabeza de mil hombres cuidadosamente escogidos de entre todos.

Aquella hazaña cambió el cariz de las cosas. Los hostelianos ganaban aquellos mil hombres que perdían los insurrectos, sin contar con que conservaban las ventajas de su

disciplina y de un armamento superior. El Kaw-djer franqueó a su vez el istmo cuya guardia confió a Hartlepool. En la península encontró menos resistencia de la que se temía. Los mineros no habían tenido tiempo aún de recobrar la posesión de sí mismos.

Lograron dividirlos y cada fracción se vio obligada a embarcarse en los navíos, enviados del Bourg Neuf, que con ese fin cruzaban en vista de la costa. En algunos días, la operación estuvo terminada. A excepción de aquellos por los que respondían Maurice Reynaud y Alexander Smith y que por lo demás se encontraban en un número demasiado reducido como para constituir un serio peligro, el suelo de la isla estaba purgado del último de los aventureros que la habían infectado.

Sin embargo, ¡en qué lamentable estado la dejaban! La tierra no había sido cultivada y se había perdido la próxima recolección, al igual que la anterior. Habían muerto muchos animales abandonados a su suerte en los pastos. En suma, se había retrocedido muchos años atrás y, al igual que en los primeros tiempos de su independencia, el hambre amenazaba a los colonos de la isla Hoste.

El Kaw-djer veía con claridad aquel peligro, pero éste no superaba su valor. Lo importante era no perder el tiempo. Lo comprendió y, por muy doloroso que aquel papel le pareciera, actuó con ese fin como dictador.

Como antaño, primero se tuvo que agrupar todos los recursos de la isla, con el fin de repartirlos según las necesidades de cada familia. Aquello no se hizo sin provocar murmuraciones. Pero se imponía aquella medida y se hizo caso omiso, a las protestas de los recalcitrantes.

Además, aquella medida iba a tener una efímera duración. Mientras se procedía a la recolección de reservas, se habían efectuado compras en América del Sur, tanto por cuenta del estado como de particulares. Un mes más tarde se desembarcaban en el Bourg Neuf los primeros cargamentos y la situación comenzó desde entonces a mejorar rápidamente.

Gracias a aquel beneficioso despotismo, Liberia y su suburbio no tardaron en recobrar su animación de antaño. En el curso del verano, el puerto recibió también a más navíos que nunca. Por un afortunado azar, la pesca de ballenas se anunció aquél año particularmente fructuosa. Afluyeron al Bourg Neuf buques americanos y noruegos, y la preparación de aceite ocupó a un centenar de hostelianos con salarios muy remuneradores. Al mismo tiempo, las serrerías y las fábricas de conservas recibieron un nuevo impulso y se dobló el número de loberos dedicados a la caza de lobos marinos. Muchos centenares de pecherés, no pudiendo amoldar sus costumbres nómadas a la severidad de la administración argentina, abandonaron la Tierra del Fuego, atravesaron el canal de Beagle y transportaron sus campamentos al litoral de la isla Hoste donde se instalaron definitivamente.

Hacia el 15 de diciembre, las llagas de la colonia estaban, si no curadas del todo, al menos aliviadas. Ciertamente había sufrido grandes daños que no serían reparados antes de muchos años, pero ya no quedaba ningún rastro exterior. El pueblo había retornado a sus ocupaciones habituales y la vida normal había reanudado su curso.

El Estado hosteliano adquirió en aquella época un steamer de seiscientas toneladas que recibió el nombre de Yacana. Aquel steamer permitiría el establecimiento de un servicio regular con las aldeas del litoral y los diversos establecimientos y sucursales del archipiélago. Serviría además para asegurar las comunicaciones con el cabo de Hornos,

cuyo faro acababa de ser terminado.

El Kaw-djer recibió la noticia en los últimos días del año 1893. Todo estaba terminado: el alojamiento de los guardias, el depósito de reserva, el pilón de metal de unos veinte metros de alto, la construcción y el montaje de las dinamos a las que un ingenioso dispositivo inventado por Dick transmitía la energía de oleadas y mareas. Se aseguraría así el funcionamiento de aquellas máquinas, sin combustible de ningún tipo. Para que el funcionamiento fuera eterno, bastaría con proceder a las reparaciones necesarias y con estar bien provisto de piezas de recambio.

La inauguración, que el Kaw-djer resolvió rodear de cierta solemnidad, fue fijada para el 15 de enero de 1894. Aquel día, el Yacana llevaría a la isla Hornos a doscientos o trescientos hostelianos, ante los cuales surgiría el primer rayo del faro. Después de las tristezas que acababa de pasar, el Kaw-djer quería convertir en una fiesta aquella inauguración que haría realidad uno de sus sueños acariciado durante tanto tiempo.

Tal era el programa y nadie imaginaba que nada pudiera obstaculizar la ejecución cuando, de pronto, brutalmente, los acontecimientos la modificaron de forma extraña.

El 10 de enero, cinco días antes de la fecha elegida, un buque de guerra entró en el puerto del Bourg Neuf. En su mesana ondeaba el pabellón chileno. El Kaw-djer, que había visto aquel navío entrar en el puerto desde una de las ventanas de la Gobernación, lo siguió con la ayuda de unos anteojos en los distintos movimientos que realizó para atracar; luego, creyó distinguir en su borda como un barullo, pero la distancia le impedía reconocer su naturaleza.

Durante una hora estuvo absorbido en aquella contemplación, cuando fueron a prevenirle de que un hombre acababa de llegar jadeante del Bourg Neuf y pedía hablar con él en el acto, de parte de Karroly.

-¿Qué ocurre? -preguntó el Kaw-djer, cuando se hizo pasar a aquel hombre.

-Un buque chileno acaba de llegar al Bourg Neuf -dijo el hombre, sofocado por su precipitada carrera.

-Ya lo he visto. ¿Y qué más?

-Es un navío de guerra.

-Ya lo sé.

-Ha amarrado con dos anclas en medio del puerto y está desembarcando soldados con canoas.

-¡Soldados…! -exclamó el Kaw-djer.

-Sí, soldados chilenos… armados… Cien…, doscientos…, trescientos… Karroly no se ha detenido a contarlos… Ha preferido enviarme a mí para que le pusiera al corriente…

En efecto, el incidente era para tenerse en cuenta y justificaba con creces la emoción de Karroly. ¿Desde cuándo en tiempos de paz penetraban soldados armados en un territorio extranjero? El hecho de que aquellos soldados fueran chilenos, no tranquilizaba en absoluto al Kaw-djer. Con toda probabilidad no había nada que temer del país al que la isla Hoste debía su independencia. Pero el desembarco de aquellos soldados no era menos

anormal por eso y la prudencia hacía que se tomaran, por si acaso, las precauciones necesarias.

-¡Ya llegan…! -exclamó de pronto el hombre señalando con el dedo la dirección del Bourg Neuf por la ventana abierta.

En efecto, por la carretera avanzaba un grupo numeroso que el Kaw-djer calculó de una ojeada. El hosteliano había exagerado un poco. Se trataba realmente de una tropa de soldados, pues los fusiles relucían al sol, pero su número ascendía como máximo a unos ciento cincuenta.

El Kaw-djer, estupefacto, dio rápidamente una serie de órdenes claras y precisas. Partieron emisarios de todos lados. Hecho esto, esperó tranquilamente.

En un cuarto de hora, la tropa chilena a la que los asombrados hostelianos seguían con la mirada, llegó a la plaza y tomó posición delante de la Gobernación. Un oficial con uniforme de gala que debía ser de grado elevado a juzgar por los dorados de los que estaba recargado, se separó de ésta, golpeó con el pomo de su sable en la puerta que se abrió en seguida, y pidió hablar con el Gobernador.

Fue conducido a la habitación donde se encontraba el Kaw-djer y cuya puerta se cerró silenciosamente tras él. Un minuto más tarde, un sordo estruendo indicó que también se habían cerrado las puertas exteriores. Sin que él lo sospechara, el oficial chileno era virtualmente un prisionero.

Pero éste no parecía experimentar preocupación alguna por su situación personal. Se detuvo a algunos pasos de la puerta con la mano en su bicornio emplumado y los ojos fijos en el Kaw-djer quien de pie entre las dos ventanas permanecía completamente inmóvil.

Fue el Kaw-djer quien tomó primero la palabra.

-¿Me quiere explicar, señor -dijo en un tono conminatorio-, qué significa este desembarco de una fuerza armada en la isla Hoste? Que yo sepa no estamos en guerra con Chile.

El oficial chileno tendió al Kaw-djer un sobre grande.

-Señor gobernador -respondió-, permítame que primero le presente la carta por la cual mi Gobierno me acredita delante de usted.

El Kaw-djer rompió los precintos y leyó atentamente, sin que nada en la expresión de su rostro traicionara los sentimientos que su lectura pudiera hacerle experimentar.

-Señor -dijo con calma cuando terminó-, como usted sin duda debe saber, el Gobierno chileno le pone a usted en esta carta a mi disposición para restablecer el orden en la isla Hoste.

El oficial se inclinó silenciosamente como señal de asentimiento.

-El gobierno chileno, señor, está mal informado -continuó el Kaw-djer-. Es cierto que, como todos los países del mundo, la isla Hoste también ha conocido períodos turbulentos.

Pero sus habitantes han sabido restablecer ellos mismos el orden, que en la actualidad es perfecto.

El oficial, que parecía cohibido, no respondió.

-En esas condiciones -continuó el Kaw-djer-, aún quedando reconocido a la República chilena por sus buenas intenciones, creo mi deber declinar sus ofrecimientos y rogarle a usted que tenga a bien considerar su misión como terminada.

El oficial parecía cada vez más cohibido.

-Sus palabras, señor gobernador, serán fielmente transmitidas a mi Gobierno -dijo-, pero comprenderá usted que no puedo sustraerme, mientras no tenga su respuesta, al cumplimiento de las instrucciones que me han sido dadas.

-¿Instrucciones que consisten…?

-En establecer una guarnición en la isla Hoste que, bajo su alta autoridad y bajo mi mando directo deberá cooperar al restablecimiento y al mantenimiento del orden.

-¡Muy bien! -dijo el Kaw-djer-. Pero, ¿y si por azar yo me opusiera al establecimiento de esa guarnición…? ¿Han previsto el caso sus instrucciones?

-Sí, señor gobernador.

-Y en esa hipótesis, ¿cuáles son?

-Hacer caso omiso.

-¿Por la fuerza?

-En caso de necesidad, por la fuerza. Pero confío en que no me veré obligado a esos extremos.

-Está realmente muy claro -aprobó el Kawdjer sin agitarse-. A decir verdad, me esperaba un poco una cosa así… ¡No importa! La cuestión ha sido planteada con nitidez. De todos modos, deberá usted admitir que en un asunto tan grave yo no quiera actuar a la ligera y, por consiguiente, tolerará, espero, que me tome un tiempo para reflexionar.

-Esperaré, señor gobernador -respondió el oficial-, a que usted me haga conocer su decisión.

Después de saludar de nuevo militarmente, se giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.

Pero aquella puerta estaba cerrada y resistió a sus esfuerzos. Se volvió hacia el Kaw-djer.

-¿Significa que he caído en una emboscada? -preguntó en tono nervioso.

-Me permitirá usted que encuentre graciosa su pregunta -respondió irónicamente el Kawdjer-. ¿Cuál de nosotros es el culpable de una emboscada? ¿No será el que en plena paz ha invadido con las armas en la mano al país amigo?

El oficial enrojeció ligeramente.

-Ya conoce, señor gobernador -dijo con una vergüenza que se dejaba traslucir-, la razón de lo que usted llama una invasión. Ni mi gobierno ni yo mismo podemos ser responsables de la interpretación que usted hace de tan simple acontecimiento.

-¿Está usted seguro? -replicó el Kaw-djer con voz tranquila-. ¿Osaría usted darme su palabra de honor de que la República de Chile no persigue ningún otro fin que el fin oficial y confesado? Una guarnición oprime tan fácilmente como protege. Esa que usted

tiene por misión establecer aquí, ¿no podría ayudar poderosamente a Chile si algún día lamentara el tratado del 26 de octubre de 1881, gracias al cual debemos nuestra independencia?

El oficial enrojeció de nuevo y más visiblemente que la primera vez.

-No me corresponde -dijo- discutir las órdenes de mis jefes. Mi único deber consiste en ejecutarlas ciegamente.

-En efecto -reconoció el Kaw-djer-. Pero yo también tengo un deber que cumplir que se confunde con los intereses de un pueblo que está bajo mi custodia. Es completamente normal que piense en sopesar lo que esos intereses me ordenan hacer.

-¿Acaso me he opuesto a ello? -replicó el oficial-. Puede estar seguro, señor gobernador que esperaré su beneplácito todo el tiempo que haga falta.

-Eso no basta -dijo el Kaw-djer-. Tendrá que esperar aquí.

-¿Aquí…? ¿Me considera usted como un prisionero?

-Exacto -declaró el Kaw-djer.

El oficial chileno se encogió de hombros.

-Olvida usted -exclamó dando un paso hacia la ventana- que me bastaría con un llamamiento…

-¡Inténtelo…! -interrumpió el Kaw-djer, interceptándole el paso.

-¿Quién me lo impediría?

-Yo.

Los dos hombres se miraron cara a cara como luchadores dispuestos a llegar a las manos.

Después de un largo momento de espera, fue el oficial chileno quien retrocedió.

Comprendió que, a pesar de su relativa juventud, no podría vencer a aquel enorme viejo de hombros de atleta cuya majestuosa actitud le imponía a pesar suyo.

-Eso es -aprobó el Kaw-djer-. Volvamos cada uno a nuestro sitio y espere pacientemente mi respuesta.

Ambos estaban de pie. El oficial, a poca distancia de la puerta de entrada, se esforzaba por adoptar, a pesar de su inquietud, una actitud despreocupada. Enfrente suyo, el Kaw-djer, entre las dos ventanas, reflexionaba tan profundamente que olvidaba la presencia de su adversario. Estudiaba el problema que se le había planteado con calma y método.

Primero, el móvil de Chile. No resultaba difícil adivinar aquel móvil. Chile invocaba en vano la necesidad de poner fin a los disturbios. Aquello no era más que un pretexto. Una protección impuesta se parece demasiado a una anexión, para que fuera posible engañarse sobre ello. ¿Pero por qué Chile faltaba de aquel modo a la palabra dada? Evidentemente, por interés, pero ¿qué tipo de interés? La prosperidad de la isla Hoste no bastaba para explicar aquel viraje. A pesar de los progresos realizados por los hostelianos, nunca nada había autorizado a creer que la República chilena lamentara el abandono de aquella región que antes había carecido del menor valor. Por lo demás, Chile no había tenido motivos para quejarse de su gesto generoso. Se había beneficiado del desarrollo de aquel pueblo

que por la fuerza del destino era su principal proveedor. Pero había intervenido un factor nuevo. El descubrimiento de las minas de oro cambiaba completamente la situación.

Ahora que se había demostrado que la isla Hoste ocultaba un tesoro entre sus flancos, Chile pensaba en recibir su parte y deploraba su pasada imprevisión. Estaba claro.

Por lo demás, la cuestión fundamental no consistía en determinar la causa del viraje, fuere cual fuere. El ultimátum había sido expuesto con nitidez y lo importante era decidir la forma en que convenía responder.

¿Resistir…? ¿Por qué no? Los ciento cincuenta soldados alineados en la plaza no eran capaces de asustar al Kaw-djer ni tampoco el buque de guerra acoderado delante del Bourg Neuf. Incluso aumiendo que hubieran en aquel navío más soldados, evidentemente no podían ser tan numerosos como para que la victoria no pudiera inclinarse finalmente en favor de la milicia hosteliana. En cuanto al mismo navío, posiblemente era capaz de enviar hasta Liberia algunos obuses que causarían más ruido que daño. Pero ¿y después…? Las municiones acabarían por agotarse y tendrían que hacerse a la mar; admitiendo que los tres cañones hostelianos no hubieran logrado causarle ninguna seria avería.

No; en verdad, resistir no habría resultado presuntuoso. Pero resistir significaba batallas, significaba sangre. ¿Iba a hacer que aún corriera más por aquella tierra ya saturada desgraciadamente de ella? ¿Para defender qué? ¿La independencia de los hostelianos?

Pero ¿eran realmente libres los hostelianos, que tan dócilmente se habían doblado bajo la férula de un jefe? ¿Se trataría entonces de salvaguardar su propia autoridad? ¿Con qué fin?

¿Justificaban sus excepcionales méritos el sacrificio de tantas vidas por su causa? ¿Se había mostrado él diferente a todos los demás potentados que tienen al universo en tutela desde que ejercía el poder?

El Kaw-djer estaba en ese punto de sus reflexiones cuando el oficial chileno hizo un movimiento. Comenzaba a encontrar largo el tiempo. El Kawdjer se contentó con exhortarle con un gesto a que tuviera paciencia y prosiguió con su silenciosa meditación.

No, no había sido ni mejor ni peor que los jefes de todos los tiempos, y simplemente porque la función de jefe impone unas obligaciones a las que nadie puede jactarse de escapar. Que sus intenciones hubieran sido siempre rectas, sus miras desinteresadas, aquello no le había impedido en modo alguno cometer a su vez los mismos crímenes necesarios que reprochaba a tantos jefes. El libertario había dado órdenes, el igualitario había juzgado a sus semejantes, el pacífico había hecho la guerra, el filósofo altruista había diezmado a la muchedumbre y su horror por la sangre vertida no había conducido más que a derramar aún más.

Todos sus actos habían estado en contradicción con sus teorías, lo que le hacía ver claro su completo error de antaño. Primero, los hombres se habían destacado por su imperfección e incapacidad naturales y había tenido que llevarles de la mano como a niños pequeños.

Luego, para satisfacer ciertos apetitos que forman el fondo de ciertas naturalezas, habían causado una sucesión de dramas y demostrado la legitimidad de la fuerza. Finalmente, se le había dado una triple prueba de que la solidaridad de los grupos sociales no es menor que la de los individuos y que un pueblo no puede aislarse de otros pueblos. Por ello, aun cuando alguno de ellos llegara a elevarse al ideal inaccesible que el Kaw-djer hubiera considerado antes como una verdad objetiva, el pueblo debería seguir contando con el

resto de la tierra, cuyo progreso moral excede las fuerzas humanas y no puede ser más que el resultado de siglos de esfuerzos acumulados.

La invasión de los patagones había sido la primera de aquellas pruebas. Al igual que todos los jefes, ni más ni menos que ellos, el Kaw-djer había tenido que combatir y matar. En aquella ocasión, Patterson le había demostrado hasta qué grado de envilecimiento puede degradarse un ser humano y, aun mostrándose indulgente, había tenido que arrogarse el derecho de disponer de un rincón del planeta como propiedad personal. Había juzgado, condenado, desterrado con el mismo título de todos aquellos a los que había llamado tiranos.

El descubrimiento de las minas de oro le había proporcionado la segunda prueba. Aquellos miles de aventureros que se habían lanzado sobre la isla Hoste establecían de la forma más elocuente, la inevitable solidaridad de las naciones. Contra aquella afluencia no había encontrado un remedio que no fuera conocido. Ese remedio es siempre la fuerza, la violencia y la muerte. La sangre humana había corrido a raudales por sus órdenes.

Finalmente, el ultimátum del Gobierno chileno aportaba de modo perentorio la tercera prueba.

¿Iba a dar una vez más la señal de lucha, de una lucha quizá más sangrienta que las anteriores y aquello para que los hostelianos conservaran un jefe tan semejante, en resumidas cuentas, a todos los jefes de todos los países y de todos los tiempos? En su lugar otro habría hecho lo mismo, y fuese cual fuese su sucesor, ya fuera Chile o cualquier otro, nada le podía conducir a emplear medios peores que aquellos a los que la fatalidad de las cosas le había obligado.

Entonces ¿para qué luchar?

Y además, ¡qué cansado estaba! La hecatombe que él mismo había ordenado, aquella monstruosa carnicería, aquella espantosa matanza, era una obsesión que no le abandonaba.

Día a día su alta estatura se arqueaba bajo el abrumador peso del recuerdo y sus ojos perdían el brillo y su pensamiento la claridad. La fuerza abandonaba a aquel cuerpo de atleta y aquel corazón de héroe. Ya no podía más. Ya tenía suficiente.

¡Tal era el callejón a donde desembocaba! Con una mirada asombrada seguía el largo camino de su vida. Las ideas que habían servido de base de su ser moral y a las que había sacrificado todo, la cubrían con sus lamentables vestigios. Detrás de él sólo quedaba la nada. Su alma estaba devastada; era un desierto sembrado de ruinas donde nada permanecía en pie.

¿Qué hacer…? ¿Morir? Sí, eso habría sido lógico y, sin embargo, no podía decidirse. No es que tuviera miedo a la muerte. Para aquel espíritu lúcido y firme, ésta aparecía como una función natural, sin mayor importancia y en nada más temible que el nacimiento. Pero todas sus fibras protestaban contra un acto que habría abreviado voluntariamente su destino. Al igual que un obrero consciente no sabría resolverse a dejar inacabado un trabajo, para aquella poderosa personalidad era una necesidad llegar hasta el final de su vida; aquel abundante corazón necesitaba dar a otro, sin exceptuar nada, la suma entera de sacrificio y abnegación que se encontraba contenida en potencia, y no consideraba haber hecho demasiado mientras no lo hubiera hecho todo.

¿Era imposible conciliar aquellas contradicciones…?

Finalmente, el Kaw-djer pareció darse cuenta de la presencia del oficial chileno, que tascaba impacientemente el freno.

-Señor -dijo-, acaba usted de amenazarme con emplear la fuerza. ¿Se ha dado usted buena cuenta de la nuestra?

-¿La suya…? -repitió el oficial sorprendido.

-Juzgue usted mismo -dijo el Kaw-djer, haciendo a su interlocutor una señal de que se acercara a la ventana.

Bajo sus ojos se extendía la plaza. Frente a la Gobernación los ciento cincuenta soldados chilenos estaban correctamente alineados a las órdenes de sus jefes. De todos modos, su situación no dejaba de ser crítica, pues estaban rodeados por más de quinientos hostelianos, con los fusiles cargados y las bayonetas caladas.

-El ejército hosteliano cuenta ahora con quinientos fusiles -dijo el Kaw djer con frialdad-.

Mañana contará con mil. Pasado mañana con mil quinientos.

El oficial chileno estaba lívido. ¡En qué avispero se había metido! Su misión le parecía muy comprometida. No obstante, quiso poner buena cara al mal tiempo.

-El crucero… -dijo con voz poco firme.

-No le tememos -interrumpió el Kaw-djer-. No tememos ni siquiera a sus cañones, pues nosotros mismos estamos provistos de ellos.

-Chile… -intentó aún esbozar el oficial, que no quería reconocerse vencido.

-Sí -interrumpió de nuevo el Kaw-djer-, Chile tiene más navíos y más soldados. No hay duda. Pero haría un mal negocio empleándolos en contra nuestra. No reducirá fácilmente a la isla Hoste, poblada ahora por más de seis mil habitantes. ¡Sin contar con que los ciento cincuenta hombres que usted ha desembarcado nos servirán de estupendos rehenes!

El oficial guardó silencio. El Kaw-djer añadió con voz grave:

-Bueno, ¿sabe usted quién soy?

El chileno miró a su adversario que tan temible se mostraba. Sin duda éste leyó en la mirada de aquél una elocuente respuesta a la pregunta que le había formulado, pues aún se turbó más.

-¿Qué quiere usted decir con esa pregunta? -balbuceó-. Corrieron rumores hace doce o trece años cuando regresó el Ribarto y su comandante había creído reconocerle. Pero debían ser erróneos, puesto que usted ya los había desmentido antes.

-Aquellos rumores estaban fundados -dijo el Kaw-djer-. Si entonces preferí, si aún me sigue conviniendo olvidarme de quién soy, creo que usted obraría con prudencia recordándolo. Imagino que de ello deducirá que no me sería imposible encontrar ayudas lo suficientemente poderosas como para hacer reflexionar al Gobierno chileno.

El oficial no respondió. Parecía abrumado.

-¿Estima usted -continuó el Kaw-djer-, que me encuentro en situación de no ceder simple

y llanamente, sino de tratar de igual a igual?

El oficial chileno levantó la cabeza. ¿Tratar…? ¿Había oído bien…? ¿Podía girar de modo favorable la enojosa aventura en la que se había embarcado con tanta inconsciencia…?

-Falta saber si eso es posible -continuó el Kaw-djer-, y de qué poderes está usted investido.

-De los más amplios -afirmó con vivacidad el oficial chileno.

-¿Por escrito?

-Por escrito.

-En ese caso, haga el favor de comunicármelos -dijo el Kaw-djer con calma.

El oficial sacó de un bolsillo interior de su casaca un segundo pliego que entregó al Kawdjer.

-Aquí están -dijo.

Si el Kaw-djer hubiera cedido sin resistencia a la primera orden terminante, jamás habría conocido aquel documento que leyó con extrema atención.

-Está en perfecta regla -declaró-. Por consiguiente, su firma tendrá todo el valor compatible con los contratos humanos cuya fragilidad demuestra aquí su presencia.

El oficial se mordió los labios sin responder. El Kaw-djer hizo una pausa y luego continuó:

-Hablemos claro. El Gobierno chileno desea convertirse en soberano de la isla Hoste. Yo podría oponerme a ello; pero consiento. Sin embargo, pondré mis condiciones.

-Escucho -dijo el oficial.

-En primer lugar, el Gobierno chileno no establecerá en la isla Hoste otro impuesto que el concerniente a las minas de oro y deberá continuar igual incluso cuando se hayan agotado.

Por el contrario, en lo que respecta a las minas de oro, dispondrá de entera libertad y fijará en su provecho los censos que le convengan.

El oficial no daba crédito a sus oídos. ¡Así que le daban lo esencial, sin dificultades, sin discusión de ningún tipo! Entonces todo lo demás iría por sí solo.

No obstante, el Kaw-djer continuó:

-La soberanía de Chile deberá limitarse a la percepción de un impuesto sobre las minas.

La isla Hoste conservará en lo demás toda su autonomía y se quedará con su bandera.

Chile podrá mantener aquí a un residente, quedando claro que ese residente sólo tendrá un simple derecho de consejo y que el Gobierno efectivo será ejercido por un comité nombrado por elección y por un gobernador designado por mí.

-Sin duda, ¿ese gobernador será usted? -interrogó el oficial.

-No -protestó el Kaw-djer-. Yo necesito la libertad, total, íntegra, sin límites, y además ya estoy tan cansado de dar órdenes como me siento incapaz de recibirlas. Me retiro, pero me reservo el derecho de elegir a mi sucesor.

El oficial escuchaba sin interrumpir aquellas inesperadas declaraciones. ¿Era sincero aquel amargo desengaño?, ¿no iría el Kaw-djer a exigir nada para sí mismo?

-Mi sucesor se llama Dick -continuó aquél melancólicamente después de un corto silencio-, y carece de otro apellido. Es un hombre joven. Apenas si tiene veintidós años, pero soy yo quien le ha formado y respondo de él. Renunciaré al poder dejándolo entre sus manos, sólo entre sus manos… Esas son mis condiciones.

-Las acepto -dijo vivamente el oficial chileno, demasiado contento por haber triunfado en la cuestión principal.

-Muy bien -aprobó el Kaw-djer-. Voy a redactar nuestros convenios por escrito.

Se puso a hacerlo y luego el tratado fue firmado en triple copia por las partes contratantes.

-Uno de estos ejemplares es para su Gobierno -explicó el Kaw-djer-, otro para mi sucesor.

En cuanto al tercero lo guardaré yo, y si no se mantienen los compromisos que en él constan, esté seguro de que sabré actuar al respecto… Pero aún no hemos acabado -

añadió, presentando otro documento a su interlocutor-. Nos queda ocuparnos de mi situación personal. Eche una ojeada a este segundo tratado que la soluciona conforme a mi voluntad.

El oficial obedeció. A medida que iba leyendo, su rostro expresaba una creciente estupefacción.

-¡Vaya! -exclamó cuando hubo terminado su lectura-, ¿es en serio lo que usted propone aquí?

-Sí, tan serio -respondió el Kaw-djer- que es la condición sine qua non de mi consentimiento al resto de nuestro acuerdo. ¿Está usted dispuesto a aceptarlo?

-Ahora mismo -afirmó el oficial.

De nuevo fueron intercambiadas las firmas.

-Ya no tenemos nada más que decirnos -concluyó entonces el Kaw-djer-. Haga que sus hombres vuelvan a embarcar y que bajo ningún pretexto vuelvan a poner el pie en la isla Hoste. Mañana podrá ser inaugurado el nuevo régimen. Haré lo necesario para que no se presente ninguna dificultad. Hasta entonces, exijo el más absoluto secreto.

En cuanto estuvo solo, el Kaw-djer mandó buscar a Karroly. Mientras se ejecutaba aquella orden, escribió unas palabras que introdujo en un sobre, adjuntando un ejemplar del tratado concluido con el Gobierno chileno. Aquello, que sólo exigía algunos minutos, estaba terminado desde hacía rato cuando entró el indio.

-Carga estos objetos en la Wel-Kiej -dijo el Kaw-djer, tendiendo a Karroly una lista en la que figuraban, además de cierta cantidad de víveres, pólvora, balas y sacos de diversos tipos de simientes.

A pesar de sus costumbres de ciega abnegación, Karroly no pudo abstenerse de hacer algunas preguntas. ¿Se iba a ir el Kaw-djer de viaje? ¿Por qué no cogía entonces el balandro del puerto en lugar de la vieja chalupa? Pero a todas estas preguntas, el Kaw-dier respondió con una sola palabra:

-Obedece.

Después de irse Karroly, hizo llamar a Dick.

-Hijo mío -dijo, entregándole el sobre que acababa de cerrar-, te doy este documento. Te pertenece. Lo abrirás mañana cuando salga el sol.

-Así lo haré -prometió Dick simplemente.

No expresó la sorpresa que debía experimentar. Tan grande era el dominio que había adquirido sobre sí mismo que ninguna señal le traicionó. Era una orden lo que había recibido. Una orden se cumple y no se discute.

-¡Bien! -dijo el Kaw-djer-. Ahora, vete, hijo mío y actúa escrupulosamente según mis instrucciones.

Cuando estuvo solo, el Kaw-djer se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Estuvo mirando al exterior durante un largo rato, con el fin de grabar en su memoria lo que no debía volver a ver nunca más. Ante él se encontraba Liberia y más lejos el Bourg Neuf y más lejos aún, los mástiles de los navíos amarrados en el puerto. Caía la tarde, deteniendo el trabajo del día. Primero se animó la carretera del Bourg Neuf, luego brillaron las ventanas de las casas en la creciente oscuridad. Aquella ciudad, aquella laboriosa actividad, aquella calma, aquel orden, aquella felicidad, eran obra suya. Evocó todo el pasado a la vez y suspiró de cansancio y de orgullo.

Había llegado el momento de pensar en sí mismo. Iba a desaparecer sin titubeos de aquella multitud de la que había hecho un pueblo rico, feliz, poderoso. Jefe por jefe, aquel pueblo no apreciaría el cambio. Él, al menos, iría a morir como había vivido, en la libertad.

No iba a entristecer con ningún adiós aquella marcha que era una liberación. Antes de partir, no estrecharía entre sus brazos ni al fiel Karroly, ni a Harry Rhodes, su amigo, ni a Hartlepool, aquel leal y devoto servidor, ni a Halg, ni a Dick, sus hijos. ¿Para qué todo aquello? Por segunda vez, se evadía de la humanidad. Su amor se ensanchaba de nuevo, se hacía vasto como el mundo, impersonal como el de un dios y no necesitaba de aquellos gestos pueriles para satisfacerse. Desaparecería sin una palabra, sin señales.

La noche se hizo profunda. Como los párpados que cierra el sueño, las ventanas de las casas se fueron apagando una a una. Finalmente se quedó dormida la última. Todo estaba oscuro.

El Kaw-djer salió de la Gobernación y se dirigió hacia el Bourg Neuf. La carretera estaba desierta. Hasta el suburbio no se encontró con nadie.

La Wel-Kiej se balanceaba cerca del muelle. Se embarcó en ella y soltó las amarras. En medio del puerto distinguió la oscura masa del buque chileno, a bordo del cual un timonel marcaba medianoche en ese mismo instante. Volviendo la cabeza, el Kawdjer viró e izó la vela.

La Wel-Kiej adquirió velocidad, maniobró y salió de los espigones. Allí se aceleró su marcha bajo el impulso de una fresca brisa del noroeste. El Kaw-djer, pensativo, mantenía el timón, escuchando la canción del agua contra la borda.

Cuando quiso lanzar una mirada atrás, ya era demasiado tarde. La función ya se había

terminado y ya había caído el telón. Todo se desvanecía ya en el pasado.

Tercera parte - Capítulo XV

¡Solo!

Dick, atento a no adelantarse al momento fijado, abrió con el primer rayo de sol el sobre que le había dado el Kaw-djer. Leyó:

Hijo mío:

Estoy cansado de vivir y aspiro al reposo. Cuando leas estas palabras, ya habré abandonado la colonia sin ánimo de regreso. Pongo su suerte en tus manos. Eres aún muy joven para asumir esta tarea, pero sé que estarás a su altura.

Ejecuta lealmente el tratado que he firmado con Chile, pero exige rigurosamente otro tanto. Cuando los yacimientos auríferos se hayan agotado, no hay duda de que el Gobierno chileno renunciará por sí solo a una soberanía puramente nominal.

Este tratado les cuesta temporalmente a los hostelianos la isla Hornos, que pasa a ser propiedad personal mía. Volverá a ellos después de mí. Es allí donde me retiro. Es allí donde pienso vivir y morir.

Si Chile faltara a sus compromisos, recordarás el lugar de mi retirada. A excepción de ese caso, quiero que me borres de tu memoria. No es un ruego. Es una orden, la última.

Adiós. No tengas más que un solo objetivo: la Justicia; más que un solo odio: la Esclavitud; más que un solo amor: la Libertad.

En el mismo momento en que Dick, trastornado, leía aquel testamento del hombre a quien tanto debía, éste, con la mente abrumada por gravosos pensamientos, continuaba huyendo, como un punto imperceptible, por la vasta llanura del mar. Nada había cambiado a bordo de la Wel-Kiej, cuyo timón seguía manteniendo con mano firme.

Pero el alba empurpuró el cielo y un escalofrío de rayos de oro corrió por la superficie palpitante del mar. El Kaw-djer alzó la cabeza; sus ojos escudriñaron el horizonte del sur.

A lo lejos apareció la isla Hornos en la luz que se acrecentaba por momentos. El Kaw-djer miró apasionadamente aquel confuso vapor que marcaba el término del viaje, no el que estaba realizando en aquel momento, sino el largo viaje de la vida.

Hacia las diez de la mañana acabó de atracar en el fondo de una pequeña cala al abrigo de la resaca. Enseguida puso pie en tierra y procedió al desembarco de su cargamento. Le bastó media hora para terminar aquel trabajo.

Entonces, como hombre que se apresura por desembarazarse de una tarea dolorosa que ha resuelto llevar a cabo, hundió la chalupa con un furioso golpe de hacha. El agua entró burbujeante por la herida. La Wel-Kiej, como se hubiera tambaleado un hombre herido de muerte, se inclinó sobre babor, osciló y se fue a pique en el agua profunda… Con aire sombrío, el Kaw-djer miró como se la tragaba el agua. Algo se desangraba en él.

Experimentaba la vergüenza y remordimientos de un asesino por la destrucción de la fiel chalupa que durante tanto tiempo le había transportado. Con aquel asesinato había matado a un mismo tiempo el pasado. El último hilo que le unía con el resto del mundo estaba definitivamente cortado.

Empleó toda la jornada en subir hasta el faro todos los objetos que había traído consigo y en visitar sus dominios. El faro, las máquinas preparadas para funcionar, la vivienda amueblada, todo allí estaba completamente terminado. Por otro lado, desde un punto de vista material, le sería fácil vivir allí, gracias al almacén provisto con creces de víveres, a los pájaros marinos que mataría con su fusil, a los granos de los que estaba abastecido y que sembraría en los huecos del peñasco.

Terminada su instalación, salió un poco antes de que finalizara el día. A poca distancia de la puerta vio un montón de piedras, donde se habían acumulado los desechos de los cimientos.

Una de aquellas piedras atrajo más vivamente su atención. Había rodado hasta el borde del banco. Hubiera bastado con empujarla con el pie para que se la tragara el mar.

El Kaw-djer se acercó. Una llama de desprecio y de odio brillaba en su mirada…

No se había equivocado. Aquella piedra rayada con brillantes líneas, era un cuarzo aurífero. Quizá contenía toda una fortuna que los obreros no habían sabido reconocer.

Yacía allí, abandonada como un bloque sin valor.

¡Hasta allí le perseguía aquel maldito metal…! Volvió a ver los desastres que se habían abatido sobre la isla Hoste, el enloquecimiento de la colonia, la invasión de los aventureros que habían acudido de todos los rincones del mundo, el hambre… la miseria… la ruina…

Empujó con el pie la enorme pepita en el abismo, luego, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia la punta extrema del cabo.

Detrás suyo se alzaba el pilón metálico en cuya cima se encontraba la linterna y de donde por vez primera iba a surgir en aquel momento un poderoso rayo que mostraría la ruta correcta a los navíos.

Frente al mar, el Kaw-djer recorrió con la mirada el horizonte.

Otro atardecer, ya había estado en ese final de la tierra habitable. Aquel mismo atardecer, el cañón del Jonathan en peligro retumbaba lúgubremente en la tempestad. ¡Qué recuerdo…! ¡Hacía trece años de aquello!

Pero ahora la extensión estaba vacía. Por muy lejos que fuera su mirada, por doquier, por todos lados, no había nada en derredor suyo más que el mar. Y aun cuando hubiera franqueado la barrera del cielo que limitaba su vista, tampoco se le habría aparecido ninguna vida. Más allá, muy lejos, en el misterio de la Antártida, hay un mundo muerto, una región de hielo donde nada de lo que vive podría subsistir.

Había alcanzado el objetivo y así era el refugio. ¿Por qué siniestro camino había sido conducido a él? No obstante, no había sufrido los dolores habituales de los hombres. Él mismo era el autor y víctima de sus males. En lugar de llegar a aquél peñasco perdido en un desierto líquido, sólo habría dependido de él haber sido uno de esos seres felices a quienes se envidia, uno de esos seres poderosos ante los cuales se inclinan las cabezas. ¡Y

no obstante estaba allí…!

En efecto, en ninguna otra parte habría tenido la fuerza de soportar el fardo de su vida. Los dramas más desgarradores son los del pensamiento. Para quien los ha sufrido, para quien

los ha superado, agotado, desamparado, expulsado de las bases sobre las que ha construido, no hay más remedio que la muerte o el claustro. El Kaw-djer había elegido el claustro. Aquel peñasco era una celda de infranqueables muros de luz y de espacio.

Después de todo, su destino era tan válido como otro cualquiera. Nosotros morimos, pero nuestros actos no mueren, pues se perpetúan en sus consecuencias infinitas. Caminantes de un día, nuestros pasos dejan en la arena del camino eternas huellas. Nada sucede que no haya sido determinado por lo que le ha precedido y el futuro está hecho de desconocidos prolongamientos del pasado. Fuese cual fuese ese futuro, aun cuando el pueblo que él había creado debiera desaparecer después de una efímera existencia, aun cuando abolida la tierra se dispersara en el infinito cósmico, la obra del Kawdjer no moriría jamás.

Así pensaba el Kaw-djer, de pie como una altiva columna en la cima del arrecife, iluminado todo por los rayos del sol poniente, con sus cabellos de nieve y su larga barba blanca flotando en la brisa, contemplando la inmensa extensión ante la cual, lejos de todos, útil a todos, iba a vivir libre; solo, para siempre.

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