En la jaula en que subía, hacinado con otros cuatro, Esteban resolvió volver a corretear por los caminos, reanudando su vagar de hambriento. Lo mismo daba reventar de una vez que volver a bajar al fondo de aquel infierno, si de todos modos no había de ganar ni para pan. Catalina, que había entrado en otro departamento, no estaba como a la bajada, pegada a él y comunicándole el agradable calor de su cuerpo. Esteban prefería dejarse de tonterías y marcharse; porque con su superior instrucción no se sentía tan resignado como aquel rebaño humano, y acabaría por matar a algún jefe.
De pronto se quedó como ciego. La subida había sido tan rápida, que se vio deslumbrado por la claridad del sol, y sin poder abrir los párpados, habituados ya a la oscuridad. No por eso dejó de experimentar un gran consuelo al sentir la jaula descansando sobre sus goznes. Un obrero de los de arriba abrió las puertas, por donde se precipitaron los mineros.
-Oye, Mouque -le dijo Zacarías al oído-; hasta la noche, en el Volcán, ¿eh?
El Volcán era un café cantante de Montsou. Mouque guiñó el ojo izquierdo, sonriendo silenciosamente. Bajo de estatura y regordete como su padre y como su hermana, tenía la fisonomía desvergonzada de los granujas que viven al día sin preocuparse del mañana. Precisamente entonces salía también la Mouquette, a la cual dio un azotazo mayúsculo en prueba de ternura fraternal.
Esteban apenas reconocía aquellos lugares que había visto de noche. El vestíbulo era sucio y estaba ennegrecido: una claridad dudosa y polvorienta, por decirlo así, penetraba por las amplias ventanas. Solamente la máquina lucía allá abajo sus brillantes y cuidados cobres: los cables de acero, untados de aceite, corrían veloces, semejantes a cordones untados de tinta. El estrépito de las ruedas destrozaba los oídos sin cesar, mientras que de la hulla, paseada en las carretillas, se escapaba un polvillo de carbón, que lo ennegrecía todo: suelo, techo y paredes. Pero Chaval, que había ido a mirar la tablilla donde estaba apuntado el resumen de la extracción, volvió hecho una furia. Había visto que les rechazaban dos carretillas, una porque no llevaba la cantidad reglamentaria, y la otra porque no estaba bien limpia la hulla.
-Día completo -gritó-. Otros veinte sueldos menos. Pero, ¡es claro!, lleva uno a trabajar consigo gandules que no saben hacer nada, que se sirven de sus brazos como un cerdo puede servirse de su rabo.
Y una mirada oblicua dirigida a Esteban completó su pensamiento. Éste estuvo a punto de contestar a puñetazos. Luego se dijo que para qué, puesto que pensaba marcharse. Las palabras de Chaval acabaron de decidirle.
-Hombre, no se pueden hacer bien las cosas el primer día -dijo Maheu, para poner paz entre ellos-: mañana lo hará mejor.
No por eso dejaban todos de sentirse menos poseídos del deseo de reñir. Cuando entraron en la lampistería para dejar las linternas, Levaque la emprendió con el farolero, a quien acusaba de haber limpiado mal la suya. No se tranquilizaron un poco hasta llegar a la barraca, donde seguía ardiendo una lumbre magnífica. Sin duda acababan de cargar la estufa, porque estaba enrojecida, y aquella espaciosa estancia, sin ventanas, parecía de fuego por efecto del reflejo de la lumbre en las paredes. Todos empezaron a gruñir de gusto mientras se tostaban las espaldas, de donde se escapaba denso humo. Cuando no podían resistir más por detrás, se calentaban por delante.
La Mouquette, con la mayor tranquilidad del mundo, se bajaba el pantalón de trabajo para secarse bien. Los muchachos bromeaban con ella, y acabaron por prorrumpir en estrepitosa carcajada, al ver que de pronto les enseñaba el trasero, lo cual era en ella la señal extrema del desprecio.
-Me voy -dijo Chaval, que había guardado las herramientas en su armario, y que se había puesto los zuecos.
Nadie se movió. Solamente la Mouquette se apresuró a salir detrás de él, con el pretexto de que iban juntos hasta Montsou. Pero continuaron las chanzas, porque todos sabían ya que Chaval estaba harto de ella.
Catalina, preocupada, acababa de hablar en voz baja con su padre. Éste pareció sorprendido; pero dijo que sí con un movimiento de cabeza, y llamando a Esteban para entregarle el lío de su ropa:
-Escuche -le dijo-; si no tiene usted un céntimo, hasta que cobre la quincena va a tener tiempo de morirse de hambre. ¿Quiere que le busque casa y comida en cualquier parte, donde le fíen hasta que cobre?
El joven se quedó un momento turbado. Precisamente iba a pedir su jornal de aquel día, para marcharse. Pero tuvo vergüenza delante de la muchacha, y se contuvo, mirándola con fijeza. Acaso creyese que tenía miedo al trabajo.
-No le prometo nada -continuó Maheu -. Pero nada se pierde por buscar ¿no le parece?
Esteban asintió a la propuesta. Maheu no conseguiría lo que deseaba, y, además, aquello a nada le comprometía. Siempre tendría en su mano el marcharse, después de charlar un rato y comer un bocado. Luego sintió no haberse negado desde el principio, al ver que Catalina sonreía alegremente, con la satisfacción de haberle sido útil. ¿Para qué todo aquello?
Uno a uno los mineros, después de calentarse un poco y calzarse, iban abandonando la barraca. Los Maheu también cerraron su armario, y desfilaron seguidos de Levaque y del hijo de éste. Pero al atravesar el departamento de cernir, les detuvo una escena violenta.
Era el tal departamento un tinglado muy grande, sostenido por unas vigas ennegrecidas completamente por el polvo de carbón y resguardado a medias del aire por grandes persianas que se movían continuamente a impulsos del viento. Las carretillas llegaban directamente desde la oficina de recepción, y eran vaciadas por los trabajadores en los aparatos de cernir, especie de cribas enormes; y a un lado y otro de cada una de ellas, las operarias, subidas en banquetas y armadas de palas, recogían las piedras y echaban en las cribas el carbón bueno, que iba cayendo a los vagones de un ferrocarril que arrancaba desde allí mismo.
Entre los demás operarios estaba Filomena Levaque, delgaducha y pálida, con cara de tísica. Con la cabeza protegida por un trapo de tela azul, con los brazos negros hasta el codo, trabajaba junto a una vieja, una bruja: la madre de la mujer de Pierron, la Quemada, como se la llamaba en el barrio, horrible con aquellos ojos de murciélago y aquella boca apretada como la bolsa de un avaro. En aquel momento se peleaban las dos; la joven, acusando a la vieja de que le echaba piedras en su montón, y que no conseguía, por lo tanto, adelantar nada en la faena. Como les pagaban por montones, era un reñir incesante. Se arrancaban el pelo y a menudo las manos tiznadas se señalaban en las mejillas blancas.
-¡Arráncale el moño! -gritó desde arriba Zacarías, dirigiéndose a su querida. Todas las obreras se echaron a reír; pero la Quemada la emprendía contra la joven.
-Oye tú, gran canalla, más valdría que reconocieras los dos hijos que le has hecho. Si es que eso está permitido, tratándose de una mocosa de dieciocho años que no levanta una cuarta del suelo.
Maheu tuvo que intervenir para evitar que su hijo bajase a romperle el alma a aquella bruja, como él decía. En aquel momento acudió un capataz y todas continuaron trabajando. Desde arriba ya no se distinguían más que las redondeces de un batallón de mujeres agachadas, recogiendo piedras y echándolas a un lado.
En el exterior, el viento había calmado bruscamente, y le sustituía una humedad finísima que caía del cielo encapotado. Los carboneros encorvaron la espalda, cruzaron los brazos sobre el pecho, y echaron a andar tiritando de frío debajo de la telilla endeble de su traje. A la luz del día parecían una banda de negros revolcados en el cieno.
-¡Hola! Ahí va Bouteloup -dijo Zacarías con sorna.
Levaque, sin detenerse, cruzó cuatro palabras con su huésped, un muchacho alto, moreno, de unos treinta y cinco años de edad, con aire de hombre apacible y honrado.
-¿Está ya la sopa, Luis?
-Creo que sí.
-Entonces la mujer está hoy de buen humor.
-¡Toma, ya lo creo!
Otros mineros, de los que trabajaban de noche, salían de los barrios, e iban entrando en la mina que los Maheu acababan de dejar. Eran los que bajaban a las tres; más hombres que el pozo se tragaba, y que, dedicados a otras faenas, iban a sustituir a los cortadores de arcilla en las profundidades de la tierra. En la mina no se descansaba nunca: siempre estaba llena de insectos humanos, que horadaban la roca a seiscientos metros por debajo de aquellos campos plantados de remolacha.
Los muchachos iban delante. Juan confiaba a Braulio un plan complicado para conseguir que les fiasen cuatro cuartos de tabaco, mientras Lidia caminaba un poco detrás, a respetuosa distancia. Luego seguía Catalina con Esteban y Zacarías. Ninguno hablaba. Al llegar a una taberna que se llamaba La Ventajosa, los alcanzaron Maheu y Levaque, que iban bastante detrás.
-Ya hemos llegado -dijo el primero a Esteban-. ¿Quiere usted entrar?
Allí se separaron. Catalina se había detenido un momento, dirigiendo una última mirada al joven, con sus picarescos ojos verdes que brillaban más que de costumbre, por lo tiznada que llevaba la cara. Sonrió, y desapareció con los otros por el camino en cuesta que conducía al barrio de los obreros.
La taberna se hallaba entre la mina y el pueblo, en el cruce de dos caminos. Era una casita de ladrillos, compuesta de dos pisos, blanqueada con cal de arriba abajo, con las ventanas adornadas con una cenefa de pintura azul; y en un cartel cuadrado, que había encima de la puerta, se leía con caracteres pintados de amarillo: La Ventajosa. Casa de huéspedes de Rasseneur. En la parte de atrás había un juego de bolos cercado por una valla de tablas. Y la Compañía, que había hecho gestiones activas para comprar aquel pedazo de terreno enclavado en sus vastas posesiones, estaba desesperada de ver que no podía acabar con una taberna establecida en medio del campo a la salida misma de la Voreux.
-Entre -volvió a decir Maheu a Esteban.
La sala, que era pequeña, parecía grande por lo desamueblada y por la blancura de sus paredes. Todo el mobiliario se componía de tres mesas, una docena de sillas, y un mostrador de pino, que no era más grande que una mesa de cocina ordinaria.
Se veían allí una docena de jarros de cerveza, tres botellas de licor una garrafa y un recipiente de zinc con grifo dorado para la cerveza y nada más; ni una imagen, ni un cuadro. En la chimenea, muy limpia y reluciente, ardía una buena lumbre de carbón, y una capa de arena fina, extendida por el suelo, absorbía la continua humedad de aquella región, en donde el agua brotaba por todas partes.
-Un jarro de cerveza -pidió Maheu, dirigiéndose a una sirvienta rubia, de abultado rostro, en el cual había dejado la viruela su indeleble huella-. ¿Está ahí Rasseneur? -añadió luego el minero.
La criada sirvió lo que le pedían, contestando afirmativamente con la cabeza. Lentamente y de un solo trago, el minero se echó al coleto la mitad del contenido del jarro, para barrer el polvillo de carbón que le obstruía la garganta, y sin ofrecer nada a su compañero. No había en la tienda más que otro parroquiano, otro minero, mojado y sucio también, sentado delante de otra mesa y tomando cerveza, en silencio, y en ademán de Profunda meditación. Entró otro, le sirvieron del mismo modo, y se marchó a la calle sin pronunciar una sola palabra.
En aquel momento apareció en la habitación un hombre gordo, como de treinta y cinco años de edad, completamente afeitado, de cara grande y sonrisa bonachona. Era Rasseneur, antiguo minero, a quien la Compañía había despedido tres años antes a consecuencia de una huelga. Era un buen obrero, hablaba bien, figuraba a la cabeza de todas las comisiones que iban a presentar quejas, a formular reclamaciones, y había concluido por ser el jefe de todos los descontentos. Su mujer tenía por entonces una taberna, como muchas mujeres de mineros; y cuando le plantaron en la calle, se hizo tabernero a su vez; buscó y encontró dinero y abrió su tienda a la entrada de la Voreux, como en son de reto a la Compañía. Prosperaron sus negocios: el establecimiento estaba casi convertido en un casino, y se iba haciendo rico poco a poco.
-Éste es un muchacho que he encontrado esta mañana -le dijo Maheu enseguida -. ¿Tienes desocupada alguna de las dos habitaciones, y puedes fiarle por unos días hasta que cobre la quincena?
En el achatado rostro de Rasseneur se retrató una súbita desconfianza. Examinó atentamente a Esteban con la vista, y contestó, sin tomarse el trabajo de decir lo que sentía:
-No puede ser, porque las dos habitaciones están ocupadas.
El joven esperaba aquella negativa; pero, a pesar de todo, le molestó y, sin saber por qué, sintió tenerse que marchar. No importaba; se marcharía cuando le pagasen los treinta sueldos de aquel día. El minero que estaba bebiendo solo en la otra mesa, se fue a la calle. Uno a uno iban entrando, otros se limpiaban el gaznate con cerveza, y se marchaban por el mismo camino. Aquello era simplemente un ritual de limpieza, sin pasión y sin alegría; la silenciosa satisfacción de una necesidad.
-¿Conque no ocurre nada? -preguntó Rasseneur a Maheu, con una entonación particular, mientras el minero acababa de beberse la cerveza a pequeños tragos.
Maheu se volvió, y vio que no había nadie más que Esteban.
-Sí: ocurre que nos vuelven a fastidiar con la cuestión del revestimiento de madera.
Y contó lo ocurrido. La fisonomía del tabernero se puso colorada, como si se le subiera la sangre a la cabeza. Al fin no pudo contenerse.
-¡Ah, pues bueno! -exclamó-. Como se les ocurra bajar los precios, peor para ellos.
Le molestaba la presencia de Esteban. Sin embargo, siguió hablando, dirigiéndole de vez en cuando una mirada oblicua. Hablaba con reticencias, empleando palabras convencionales al ocuparse del director Hennebeau, de su mujer, de su sobrino Négrel, pero sin nombrarlos, y diciendo que las cosas no podían continuar así, y que el día menos pensado reventaría la mina. La miseria era insoportable ya. Citó las fábricas y las minas que se cerraban. los obreros que estaban sin trabajo. Desde hacía más de un mes estaba regalando seis libras de pan diariamente. Le habían dicho el día antes que el señor Deneulin, propietario de una mina cercana, no sabía cómo salir del paso. Además, acababa de recibir una carta de Lille, llena de detalles bien poco tranquilizadores.
-Me ha escrito… ya sabes… aquella persona que viste aquí una noche.
Pero en aquel momento fue interrumpido. Entraba su mujer, una jamona delgada y ardiente, de nariz larga y pómulos amoratados. Era en política mucho más radical que su marido.
-La carta de Pluchart, ¿eh? -dijo ella-. ¡Ah! Si fuera ése el amo, no tardarían las cosas en arreglarse bien.
Esteban ponía atención a lo que decían, y comprendiendo el significado de todo aquello se entusiasmaba con aquellas ideas de miseria y de venganza. Aquel nombre que acababa de oír le hizo estremecer, y, como a pesar suyo, dijo en alta voz:
-Yo conozco mucho a Pluchart. Todos lo miraron, y tuvo que añadir:
-Sí: soy maquinista, y ha sido contramaestre mío. Un hombre muy capaz; he hablado muchas veces con él.
Rasseneur le miró con fijeza. De pronto en su fisonomía se notó un cambio radical, una expresión de súbita simpatía. Al fin dijo a su mujer:
-Maheu me ha presentado al señor, que es trabajador de su cuadrilla, para ver si estaba desocupado alguno de los cuartos de arriba, y si podíamos fiarle hasta que cobre la quincena.
Entonces el trato quedó terminado en un momento. Había un cuarto, porque aquella mañana se había marchado un huésped. Y el tabernero muy excitado, se fue entusiasmando gradualmente, repitiendo que él no pedía a los patrones más que lo posible y lo razonable, y que no lo podía conseguir. Su mujer se encogía de hombros, diciendo que ella no cedía, y exigiría siempre lo que le correspondía por derecho.
-Buenas tardes -interrumpió Maheu-. Todo eso no nos quitará que tengamos que bajar a la mina, y mientras haya que bajar, habrá gente que reviente. Mira, mira, si no, qué sano estás tú, porque hace tres años que no bajas.
-Sí, me he mejorado mucho -contestó Rasseneur con complacencia.
Esteban salió hasta la puerta para dar las gracias al minero que se marchaba; pero éste meneaba la cabeza sin contestar palabra, y el joven se quedó mirándole mientras emprendía el camino en cuesta que conducía al barrio de los obreros. La señora Rasseneur, que tenía que servir a unos parroquianos, le rogó que esperase un momento, y que iría enseguida a enseñarle su cuarto, donde podría lavarse.
¿Debía quedarse en la mina? Cierta vacilación se había vuelto a apoderar de él; cierto malestar, que le hacía sentir el deseo de la libertad por los caminos, y el goce del sol del aire libre. Le parecía que llevaba viviendo allí largos años desde su llegada a la mina, en medio de una tempestad, hasta las horas pasadas en el fondo de la Voreux, trabajando como un esclavo, arrastrándose por aquellas oscuras galerías. Y le repugnaba volver a empezar, porque aquel trabajo era demasiado duro, porque su orgullo de hombre se sublevaba ante la idea de convertirse en un animal al cual se le tapan los ojos para aplastarlo.
Mientras Esteban pensaba en todo esto, sus ojos, que vagaban por el llano inmenso que tenía delante, empezaron a darse cuenta de lo que veían. Se quedó asombrado, porque no se había figurado un horizonte como aquél, al indicárselo el viejo Buenamuerte la noche antes, en medio de las profundas tinieblas. Delante de sí veía la Voreux, en un repliegue del terreno, con sus edificios de madera y de ladrillos, el departamento de cernir, con sus persianas, la entrada cubierta con un techo de pizarra, la sala de la máquina con su inmensa chimenea de un rojo pálido, todo ello amontonado, todo ello de aspecto malsano.
Pero en torno de aquellos edificios se extendían unos terrenos que él no había creído tan grandes, convertidos en un lago de tinta por el polvo del carbón, erizados de altos aparejos sosteniendo poleas que servían para la carga y descarga de los vagones de mineral, y ocupados a grandes trechos por enormes provisiones de madera, que parecían la cosecha recogida de bosques inmensos. A la derecha, la plataforma exterior de la mina le cerraba el horizonte. Luego, más allá, se extendían campos sin fin de trigo y de remolacha, arrasados en aquella época del año. Más lejos, al fondo de aquel panorama, salpicado aquí y allá de alguna verde pradera, veía unas manchas blancas, que eran pueblos, Marchiennes al norte, Montsou al sur, mientras el bosque de Vandame, al este, bordeaba el horizonte con la oscura línea de sus árboles sin hojas. Y bajo el lívido color del cielo, a la escasa claridad de aquella tarde de invierno parecía que toda la negrura de la Voreux, todo el polvo del carbón, habían caído sobre el llano, pudriendo los árboles, oscureciendo los caminos, sembrando negrura por todas partes.
Esteban miraba; y lo que más le sorprendía era un canal, el río Scarpe canalizado, que no había visto la noche antes.
Desde la Voreux a Marchiennes, aquel canal se extendía recto, como una cinta de plata mate de dos leguas de longitud. Cerca de la mina había un embarcadero, donde se amarraban algunas embarcaciones, que se cargaban directamente desde las carretillas, que llegaban hasta ella por medio de una vía especial. Luego el canal formaba ángulos y más ángulos, y toda la vida de aquella llanura inmensa parecía concentrada en aquella vía de agua geométricamente trazada, y que la atravesaba en todas direcciones, llevando la hulla que se arrancaba de las entrañas de la tierra.
Las miradas de Esteban subían desde el canal al barrio de los obreros, construido en una colina, y del cual sólo podía distinguir los tejados, alineados con gran regularidad a los lados de la carretera. Luego dirigía de nuevo la vista a la Voreux, y la detenía en la parte baja de la pendiente arcillosa, en dos enormes montones de ladrillos fabricados y cocidos allí mismo. Un ramal del ferrocarril de la Compañía pasaba por detrás de una empalizada para el servicio de la misma. Aquello no era ya, como la noche antes, lo desconocido de las tinieblas, los inexplicables estruendos misteriosos, el brillar de astros ignorados. Los altos hornos y los braseros de carbón se habían apagado al amanecer.
Lo único que no descansaba era el escape de la bomba de vapor, que seguía resoplando como cuando la vio por vez primera.
Esteban se decidió de pronto. Quizás había creído ver, allá en lo alto del camino que conducía al pueblecillo, los ojos claros de Catalina o acaso fuera un viento de rebelión, que se diría soplaba de la Voreux. No sabía lo que era; pero deseaba volver a bajar a la mina para sufrir y luchar, pensando con rabia en aquellas gentes de quienes hablara Buenamuerte, en aquel Dios misterioso, al cual daban toda su sangre, sin conocerle, diez mil hombres hambrientos.