Capítulo 4

 

La reunión se organizó en el salón de la Alegría, de que era empresaria la viuda Désir, y se convino en celebrarla el jueves, a las dos de la tarde. La viuda, indignada ante las infamias que se hacían con sus hijos, como ella llamaba a los obreros, lo estaba mucho más desde que veía que nadie visitaba su taberna. Jamás se habían visto huelguistas con menos sed: hasta los borrachos se encerraban en sus casas por miedo de faltar a la consigna de ser prudentes hasta la exageración. Así es que Montsou, tan alegre los días de fiesta, estaba triste y desierto desde que comenzara la huelga. Al pasar por la taberna de Casimiro y por el cafetín del Progreso, no se veían más que las pálidas caras de los dueños, interrogando el camino: los establecimientos de Montsou, desde el café Lenfant hasta el de Tison, sin exceptuar el de Piquette y el de la cabeza cortada, estaban lo mismo. Solamente en la taberna de San Eloy, frecuentada por capataces, se vendía algo: las cupletistas del Volcán, faltas de admiradores, no trabajaban porque no iba nadie a oírlas, a pesar de haber bajado el precio de la entrada de diez céntimos a cinco, en vista de lo mal que andaban los tiempos. El país entero parecía hallarse de duelo.

-¡Caramba! -exclamaba la viuda Désir, golpeándose con las manos ambas rodillas-. ¡La culpa la tienen los gendarmes! ¡Qué me lleven presa si quieren; pero necesito hacerles rabiar para vengarme!

Para ella, todas las autoridades, todos los superiores eran gendarmes; era una palabra de desprecio general, con la cual designaba a todos los enemigos del pueblo. Por lo tanto, aceptó gustosa lo que Esteban le proponía: su casa entera le pertenecía a los mineros: cedería gratuitamente el salón de baile, y puesto que la ley lo exigía, ella misma firmaría las invitaciones, aparte de que le tenía sin cuidado contrariar la ley, ya que los gendarmes, que la hacían respetar eran los causantes de todo. Al día siguiente, el joven la llevó para que las firmase unas cincuenta cartas que había hecho copiar a los vecinos que sabían escribir; y aquellas cartas fueron enviadas a los demás mineros, por conducto de hombres de entera confianza. Oficialmente, el objeto de la reunión era seguir discutiendo acerca de la huelga; pero, en realidad, se esperaba a Pluchart, contando con que pronunciaría un discurso para convencer a todos de que se alistaran en la Internacional.

El jueves por la mañana Esteban experimentó cierta inquietud, viendo que no llegaba Pluchart, el cual había prometido por telégrafo que estaría en el pueblo el miércoles por la noche. ¿Qué sucedería? Le desesperaba pensar que no podría hablar con él antes de la reunión. A las nueve se encaminó a Montsou, suponiendo que acaso el famoso maquinista habría llegado allí sin detenerse en la Voreux.

-No, no he visto a su amigo -respondió la viuda Désir-; pero todo está dispuesto; venga a verlo.

Le condujo al salón de baile. El decorado era el mismo que de costumbre: dos guirnaldas de flores contrahechas colgadas del techo, y enlazadas por una corona de flores también, y las estatuas representando santos adornaban las paredes. El tabladillo de los músicos había sido reemplazado por una mesa y tres sillas, y la sala estaba llena de filas de bancos colocados como las butacas de un teatro.

-¡Perfectamente! -exclamó Esteban.

-Ya sabe usted -replicó la viuda- que está en su casa. Hablen todo lo que quieran. Como vengan los gendarmes, para entrar tendrán que pasar por encima de mí.

El joven a pesar de su inquietud no pudo menos de sonreír al mirarla y ver a aquella mujer, en la que nunca se había fijado, tan robusta, y con un par de pechos tan monstruosos, que los brazos de un hombre apenas habrían podido abarcar uno de ellos; por lo cual se decía en el pueblo que de los seis amantes de la semana, entraban de servicio cada día dos, para repartirse el trabajo.

Pero Esteban se distrajo pronto viendo entrar a Rasseneur y a Souvarine, y cuando la viuda les dejó solos a los tres en la sala, el minero exclamó: -¡Hola! ¿Estáis ya aquí?

Souvarine, que había trabajado aquella noche en la Voreux, porque los maquinistas no estaban en huelga, acudía a la reunión por pura curiosidad.

En cuanto a Rasseneur, desde dos días antes parecía hallarse preocupado y sin ganas de broma. Su fisonomía había perdido la sonrisa que le era habitual.

-Todavía no ha venido Pluchart -le dijo el joven.

-No me extraña, porque no le espero.

-¿Cómo?

Entonces el tabernero se decidió, y mirando al otro cara a cara, le dijo con ademán resuelto:

-Pues si quieres saberlo, te diré que es porque yo también le he escrito rogándole que no viniese. Sí; opino que debemos arreglar nuestros asuntos sin acudir a personas extrañas.

Esteban, fuera de sí, temblando de cólera, mirando fijamente a su camarada, repetía tartamudeando: -¡Has hecho eso! ¡Has hecho eso!

-Sí, y he hecho perfectamente. Bien sabes que tengo confianza plena en Pluchart, porque es un hombre de empuje, al lado del cual se puede estar. Pero, la verdad, ¡me río de vuestras ideas! ¡Lo que yo deseo es que traten mejor al obrero! La política, el gobierno, y todas esas cosas, me tienen sin cuidado. He trabajado en las minas durante veinte años, y he sufrido tanto allí de miseria y de fatiga, que he jurado hacer todo lo que pueda para aliviar la suerte de esos infelices que trabajan en ellas; y ahora estoy convencido de que con esas historias y esas tonterías que hacéis, no sólo no conseguiréis nada en favor del obrero, sino que empeoraréis la situación. Cuando la necesidad le obligue a volver al trabajo, le tratarán todavía peor que antes, para vengarse de la huelga; la Compañía se ensañará contra é, y le castigarán como se castiga a un perro que se ha escapado y que luego vuelve a la casa. Eso es lo que quiero evitar. ¿Lo oyes?

Y levantaba la voz, y se acercaba a su interlocutor con aire insolente y provocativo. Su carácter de hombre prudente y razonable en el fondo, se traducía en palabras que acudían fáciles a sus labios, y casi con elocuencia. ¿Acaso no era una estupidez querer cambiar el mundo en un momento, poner al obrero en el lugar del capitalista, y repartir el dinero como quien reparte una manzana? Se necesitarían miles de años para realizar todo eso, si alguna vez había de verse realizado. ¡Se reía él de esos milagros! El partido más prudente que podía tomarse, cuando no quería uno romperse la crisma, era el de caminar con rectitud, exigir las reformas posibles, y, en una palabra, mejorar la condición de los trabajadores. Así, que él se contentaba con arrancar a la Compañía algunas concesiones, porque si se obstinaban en exigírselo todo de una vez, se morirían de hambre.

Esteban le había dejado hablar; pues era tal su indignación, que no encontraba frases con que contestarle. Cuando pudo hablar, exclamó:

-¡Maldita sea! ¿Es que tú no tienes sangre en las venas?

Hubo un momento en que estuvo a punto de abofetearle; y para no ceder a la tentación, comenzó a dar paseos por la sala, golpeando los bancos para desahogarse.

-Pero, hombre, cerrad la puerta siquiera -dijo Souvarine,- no hace falta que los demás oigan lo que decís.

Y después de cerrarla por sí mismo, se sentó tranquilamente en una de las sillas de la presidencia. Había liado un cigarrillo, y miraba a sus dos amigos con ademán tranquilo y una sonrisa burlona.

-Aunque te enfades, no adelantarás nada -replicó Rasseneur juiciosamente-. Yo creía que tenías mejor sentido, y me pareció muy prudente que recomendases la calma a nuestros amigos, y que interpusieras tu influencia para que guardasen una actitud digna; pero ahora resulta que tú mismo quieres lanzarlos a una aventura descabellada.

A cada paseo que daba Esteban por entre los bancos, se acercaba a Rasseneur, lo cogía por los hombros, lo zarandeaba, y le gritaba con la cara casi pegada a la suya:

-¿Quién te ha dicho que no quiero orden y calma, ahora lo mismo que antes? Sí, yo les he impuesto la disciplina; sí, yo sigo aconsejándoles que no se muevan; pero por eso, ¿he de permitir que se burlen de nosotros y nos atropellen? Feliz tú, que puedes tener tanta sangre fría. Yo tengo ratos en que me vuelvo loco.

Aquello era, por su parte, una confesión. Se reía de sus antiguas ilusiones de neófito, de su sueño casi religioso de una ciudad donde pronto iba a reinar la más estricta justicia, entre hombres que se tratarían como verdaderos hermanos. Aquello de cruzarse de brazos y esperar, era un medio como otro cualquiera de contribuir a que los hombres siguieran devorándose como lobos hasta el fin de los siglos. ¡No!, era necesario agitarse, tomar parte activa, porque, de lo contrario, la injusticia actual seguiría eternamente: los ricos vivirían siempre a costa de los pobres. No se perdonaba la tontería de haber dicho otras veces que era necesario desterrar la política de la cuestión social, porque, cuando lo decía, no sabía una palabra de lo que luego había estudiado. Ahora sus ideas se hallaban maduras, y se vanagloriaba de tener un sistema. Sin embargo, lo explicaba mal, con frases en cuya confusión había algo de todas las teorías que, consideradas primero como buenas, habían ido siendo abandonadas sucesivamente. En la cúspide de todo aquello quedaba en pie la doctrina de Carlos Marx, de que el capital era el resultado de la expoliación, y que el trabajador tenía el derecho de entrar a poseer aquella riqueza robada.

Pero las cosas se embrollaban cuando de aquellas teorías pasaba a un programa práctico. Primeramente se había enamorado del sistema Proudhon, la quimera del crédito mutuo, de una vastísima sociedad de cambio, que suprimiera los intermediarios; luego había sido partidario de las sociedades cooperativas de Lasalle, subvencionadas por el Estado, que transformarían poco a poco el mundo en una sola ciudad industrial, hasta el día en que se sintió desilusionado ante la dificultad de la intervención, y empezó a ser partidario de un colectivismo en el que todos los instrumentos de trabajo quedasen en manos de la colectividad. Su grito de combate durante la huelga, su lema, era: "La mina, para el minero". Indudablemente esto era muy vago, y Esteban continuaba sin saber cómo realizar aquel sueño, atormentado aún por los escrúpulos de su sensibilidad y de su razón, que no le permitían sostener las afirmaciones absolutas de los sectarios. Lo único que decía, era que consideraba ante todo necesario apoderarse de todo. Después, ya sabrían lo que debía hacerse.

-Pero, ¿qué demonio te sucede? ¿Por qué te pasas a los burgueses -continuó diciendo con violencia, encarándose con el tabernero- ¿No decías tú mismo que esto tenía que reventar?

Rasseneur se puso un poco colorado.

-Sí, lo he dicho. Y si revienta, verás que no soy un cobarde, ni me he de quedar atrás. Pero lo que yo no quiero es ser de esos que se sacrifican a los demás por crearse una posición.

Esteban, a su vez, pareció un poco turbado.

Ninguno de los dos gritó más; pero ambos se sintieron mordidos por la envidia y por la sorda rivalidad que entre ellos reinaba hacía tiempo. En el fondo, ésa era la causa de sus desavenencias, la razón de que uno se lanzase a las exageraciones revolucionarias, mientras el otro se las echaba de excesivamente comedido, obligados ambos a ello, a su pesar, por el fatalismo de las circunstancias. Y Souvarine, que los escuchaba con discreta curiosidad, dejó ver en su afeminado semblante cierta expresión de silencioso desprecio, ese desprecio del hombre dispuesto a sacrificar su vida en la oscuridad, sin tener siquiera la aureola del martirio.

-¿Eso lo dices por mí? -preguntó Esteban-. ¿Tienes envidia?

-¿Envidia de qué? -respondió Rasseneur-. Yo no me las doy de gran hombre, ni trato de fundar una sección de la Internacional en Montsou para hacerme secretario de ella.

El otro quiso interrumpirle; pero el tabernero añadió, sin detenerse: -¡Sé franco alguna vez! A ti te tiene sin cuidado la Internacional; lo que tú quieres es ser nuestro jefe, y dártelas de señor, estableciendo correspondencia con el famoso Consejo federal del Norte.

Hubo un momento de silencio, después de lo cual Esteban, muy pálido, contestó:

-¡Está bien! ¡Y yo que creía no tener nada que reprocharme! Todo lo he consultado siempre contigo, porque sabía que has luchado aquí mucho tiempo antes que yo. Pero ya que no puedes soportar que nadie esté a tu lado, en lo sucesivo obraré por mí mismo y sin tu ayuda. Por de pronto, te advierto que la reunión se hará aunque Pluchart no venga, y que los amigos se adherirán a la Internacional, a pesar tuyo.

-¡Oh! Eso de adherirse está todavía por ver. Será preciso convencerles de pagar la cuota.

-De ningún modo. La Internacional concede largos plazos a los obreros en huelga. Pagaremos cuando podamos, y en cambio ella nos socorrerá.

Rasseneur no pudo contenerse al oír aquello.

-¡Pues bien; lo veremos! Vendré a la reunión, y hablaré. No te dejaré catequizar a los amigos, y les explicaré cuales son sus verdaderos intereses. Veremos a quien siguen: si a mí, a quien conocen hace treinta años, o a ti, que has venido a revolucionar todo esto en unos cuantos meses. Bueno, bueno: guerra sin cuartel. Veremos quien vence a quien.

Y salió del salón cerrando la puerta con estrépito. Las guirnaldas de flores contrahechas se balancearon, y los cuadros con estampas de santos golpearon las paredes. Luego el salón volvió a quedar silencioso y tranquilo.

Souvarine seguía fumando, sin alterarse, al otro lado de la mesa. Esteban, después de dar unos cuantos paseos por entre los bancos, empezó a hablar, como si su amigo no estuviera allí. ¿Era suya la culpa si se separaba de aquel hipócrita para aliarse a él? Y negaba que hubiera buscado la popularidad, diciendo que no sabía ni cómo había sido aquello; la buena amistad de los del barrio, la confianza que inspiraba a los amigos, eran indudablemente las causas de la influencia que ejercía sobre ellos. Le indignaba que le acusaran de arrastrar a todos a un precipicio por ambición personal, y se golpeaba fuertemente el pecho para protestar de su fraternidad y de su desinterés.

De pronto se detuvo delante de Souvarine, y exclamó: -Mira, si supiese que por mí iba a correr una gota de sangre de un compañero nuestro, ahora mismo emigraba a América.

El ruso se encogió de hombros, y de nuevo una sonrisa singular contrajo sus labios. -¡Oh! ¡La sangre! ¿Qué importa que corra? ¡Buena falta le hace a la tierra!

Esteban se calmó; y, cogiendo una silla, fue a sentarse enfrente de él al otro lado de la mesa. Aquella cara afeminada, cuyos ojos melancólicos adquirían a veces una expresión de ferocidad salvaje, ejercía sobre él cierta influencia misteriosa que no sabía explicarse. Poco a poco, y a pesar de que su amigo no hablaba, quizás por eso mismo se iba quedando absorto.

-Vamos a ver -preguntó-: ¿qué harías tú en mi caso? ¿No tengo razón en querer salir de esta inactividad? ¿No es verdad que lo mejor es entrar en esa Asociación?

Souvarine, después de lanzar una bocanada de humo de su cigarrillo respondió con su frase favorita:

-Sí; una tontería. Pero, en fin, siempre es algo. Por algo se ha de empezar. Además, la Internacional marchará por el buen camino. Ya se está ocupando de ello.

-¿Quién?

-¡Él!

El ruso pronunció estas palabras a media voz, con cierto aire de fervor religioso, y dirigiendo una mirada a Oriente. Hablaba del maestro, de Bakunin, el exterminador.

-Sólo él puede dar el golpe -añadió- pues todos esos sabios que tú admiras son un atajo de cobardes. Antes de tres años, la Internacional estará obedeciendo sus órdenes, habrá destruido la sociedad vieja.

Esteban prestaba gran atención. Ardía en deseos de instruirse, de comprender ese culto de la destrucción, sobre el cual el ruso no pronunciaba nunca más que palabras vagas, como si quisiera conservar secretos sus misterios.

-Bien. Pero explícame al menos qué quieres hacer.

-Destruirlo todo. Que no haya más naciones, ni gobiernos, ni propiedades, ni Dios, ni culto.

-Comprendo; pero ¿qué se conseguirá con eso?

-La sociedad primitiva y sin forma; un mundo nuevo; otra vez el principio de todo.

-¿Y los medios de acción? ¿Con cuáles contáis?

-Con el fuego, con el veneno, con el puñal. El bandido es el verdadero héroe, el vengador del pueblo, el verdadero revolucionario en acción, sin frases aprendidas en los libros. Es necesario que una serie de atentados horrendos espante a los poderosos y despierte al pueblo.

Y a medida que hablaba Souvarine, iba adquiriendo una expresión terrible, feroz. El éxtasis en que se hallaba le hacía levantarse de su asiento; de sus ojos azules salía una llamarada mística, y con sus delicados dedos, contraídos, agarrados al filo de la mesa, parecía querer hacerla pedazos. Esteban, asustado, le miraba, pensando en las historias cuya vaga confidencia le había hecho el ruso; en las minas cargadas de dinamita debajo del palacio del Zar; en los jefes de la policía muertos a puñaladas; en una querida de Souvarine, la única mujer a quien había amado, ahorcada en Moscú una mañana de mayo, mientras él, confundido entre la multitud, la besaba por última vez con los ojos.

-No, no -murmuraba Esteban, haciendo un gesto como para rechazar aquellas visiones abominables-: nosotros no estamos todavía en ese caso. ¡El asesinato, el incendio! ¡Jamás! Eso es monstruoso, eso es injusto; todos los camaradas se levantarían como un solo hombre para ahogar al culpable.

Y seguía no comprendiendo ni palabra de aquello, porque su razón rechazaba la terrible pesadilla de aquel exterminio general. ¿Qué haya después? ¿De dónde surgirían los pueblos nuevos? Ante todo exigía una respuesta a esas preguntas.

-Explícame tu programa. Nosotros, sobre todo, queremos saber adónde vamos.

Entonces Souvarine, que se había puesto a fumar otra vez, contestó con su tranquilidad acostumbrada:

-Todo razonamiento sobre el porvenir es un crimen, porque impide la destrucción y detiene o se opone a la marcha de la revolución.

Esto hizo reír a Esteban, a pesar del estremecimiento nervioso que le produjo aquella respuesta dada con una perfecta calma. Por lo demás, confesó que no dejaba de haber mucho bueno en todo aquello, y que poco a poco se iría lejos. Pero no podía hablar de semejantes cosas a sus amigos, porque sería dar la razón a Rasseneur, y lo que necesitaba en aquellos momentos era ser práctico.

La viuda Désir les propuso que almorzasen. Ambos aceptaron, y pasaron a la sala de la taberna, separada del salón de baile por un tabique de madera que podía quitarse y ponerse fácilmente. Cuando acabaron de almorzar, era la una. La inquietud y la ansiedad de Esteban iban en aumento; decididamente Pluchart faltaba a su palabra. A eso de la una y media empezaron a llegar los delegados, y tuvo que salir a recibirlos, para evitar que la Compañía enviase espías. Examinaba atentamente todas las papeletas de invitación, y miraba a cada uno de los hombres que entraban; muchos penetraron sin papeleta; bastaba que él los conociese, para que les abriera la puerta. Al dar las dos, vio llegar a Rasseneur, que se quedó fumando su pipa junto al mostrador, charlando, como si no tuviese prisa. Aquella calma irónica acabó de exasperarle, tanto más cuanto que habían acudido algunos burlones por entretenerse, tales como Zacarías, Mouque hijo, y otros; a todos estos les tenía sin cuidado la huelga; satisfechos con no trabajar y sentados en una mesa, se gastaban en cerveza los últimos cuartos que les quedaban, burlándose de los compañeros que, de buena fe, acudían a la reunión.

Transcurrió otro cuarto de hora. Souvarine, que había estado fuera un momento, entró diciendo que la gente se impacientaba. Entonces Esteban, desesperado, hizo un gesto resuelto, y ya iba a salir detrás del maquinista, cuando la viuda Désir, que estaba asomada a la puerta de la calle, exclamó de pronto:

-¡Ya está aquí ese señor que esperabais!

Todos se precipitaron a la calle. Era Pluchart, en efecto.

Llegaba en un coche arrastrado por un caballo. De un salto echó pie a tierra, luciendo su levita, tan mal llevada, que le daba todo el aspecto de un obrero con traje prestado.

Hacía cinco años que no trabajaba en su oficio y que no pensaba más que en cuidarse, en peinarse sobre todo, y en darse tono con sus triunfos oratorias; pero su aspecto era muy ordinario y, a pesar de sus esfuerzos, las uñas de sus manos, comidas por el hierro, no crecían como él hubiera deseado. Era muy activo y recorría las provincias sin descanso, haciendo la propaganda de sus ideas.

-¡Ah, no me guardéis rencor! -dijo, para evitar que le hicieran preguntas-. Ayer por la mañana di una conferencia en Prouilly, y por la tarde tuve una junta en Valencay. Hoy, entrevista con Sauvagnat en Marchiennes. Al fin he podido tomar un carruaje. Estoy extenuado; ya veis cómo tengo la voz, una ronquera espantosa. Pero en fin, eso no importa, y, de todos modos hablaré.

Ya iba a entrar en la Alegría, cuando se detuvo.

-¡Caramba! ¡Se me olvidaban los títulos de socio! -dijo.- ¡Estaríamos listos!

Volvió al carruaje, y sacó de él una caja de madera negra, que se llevó debajo del brazo.

Esteban, contento, caminaba junto a él, mientras Rasseneur, consternado, no se atrevía ni a darle la mano. El otro se la estrechó con efusión, y apenas si aludió ligeramente a su carta. ¡Vaya una idea que había tenido! ¿Por qué no celebrar aquella reunión? Los obreros debían reunirse siempre que pudieran. La viuda Désir le invitó a que tomase algo; pero él, agradeciéndolo, se negó a aceptar nada. ¡Era inútil! No necesitaba beber para pronunciar discursos. Lo único que decía, era que tenía mucha prisa, porque aquella noche pensaba llegar a Joiselle para celebrar una conferencia con Legoujeux. Todos entraron juntos en la sala de baile. Maheu y Levaque, que llegaron un poco tarde, se apresuraron a reunirse a los demás, y la puerta quedó cerrada con llave para no ser interrumpidos, lo cual hizo que los más bromistas rieran de la precaución. Zacarías y Mouque hijo, sobre todo, tuvieron jocosas ocurrencias.

En el salón cerrado, donde aún se percibían las emanaciones del último baile, un centenar de obreros esperaban sentados en las filas de bancos. Empezaron a cuchichear y volver la cabeza, mientras los recién llegados tomaban posesión de la mesa presidencial. Todos miraban a aquel señor de Lille cuya levita había causado gran sorpresa y cierto malestar.

Pero enseguida, y a propuesta de Esteban, se constituyó la mesa. Él iba pronunciando nombres propios, y los demás levantaban la mano en señal de aprobación.

Pluchart fue nombrado presidente; luego designaron como asesores a Maheu y a Esteban. Hubo el consiguiente ruido de sillas mientras los de la presidencia se instalaron en su puesto, y todos miraban al presidente, que había desaparecido un momento detrás de la mesa para colocar en el suelo la caja que llevaba debajo del brazo, y que no abandonaba desde su entrada en el salón.

Cuando se hubo sentado en su sitio, pegó un puñetazo en la mes para reclamar la atención, y enseguida comenzó a decir con voz sonora:

-Ciudadanos.

Se abrió una puertecilla que había detrás de la mesa, y tuvo que interrumpirse. Era la viuda Désir que acababa de dar la vuelta por la cocina y que entraba con seis vasos de cerveza puestos en una bandeja

-No os molestéis -dijo-. Cuando se habla se tiene sed.

Souvarine, sentado cerca de la presidencia, tomó la bandeja de manos de la tabernera, y la colocó en una esquina de la mesa. Pluchart pudo continuar; pero su discurso fue solamente para dar gracias por la buena acogida que le habían dispensado los mineros de Montsou, acogida que le conmovía, y para presentarles sus excusas por el retraso, hablando de su cansancio y de que tenía la garganta mala. Luego concedió la palabra al ciudadano Rasseneur, que la tenía pedida. Éste se había colocado junto a la mesa. Una silla, cogida por el respaldo para apoyarse en él, le servía de tribuna. Estaba muy nervioso y tuvo que toser varias veces para poder decir con voz enérgica:

-Camaradas.

Una de las razones de su influencia sobre la gente de las minas era su facilidad de palabra, merced a la cual podía estarles hablando horas enteras sin cansarse. No gesticulaba, y hablaba incesantemente con una eterna sonrisa, con la misma inflexión de voz, hasta que su auditorio, animado, por decirlo así, le gritaba: "Sí, sí, es verdad; tienes razón". Pero aquel día, desde las primeras palabras comprendió que había en el público gran hostilidad. Así, que procedió con la mayor prudencia. No discutió más que la continuación de la huelga, con la esperanza de ser aplaudido antes de entrar a hablar de la Internacional.

Indudablemente la dignidad y la honra se oponían a ceder a las exigencias de la Compañía; pero ¡cuántas miserias! ¡Qué porvenir tan terrible les esperaba si era necesario obstinarse todavía mucho tiempo! Y sin declararse explícitamente partidario de la sumisión, hacía esfuerzos para entibiar los entusiasmos, describía las cosas de los obreros pereciendo de hambre, y preguntaba con qué medios contaban los partidarios de la resistencia. Tres o cuatro amigos suyos trataron de aplaudirle lo cual acentuó la silenciosa frialdad con que le oían casi todos, la desaprobación, casi la cólera producida por algunas de sus afirmaciones. Entonces, desesperando de ganar el terreno perdido en la opinión, vaticinó a los obreros consecuencias terribles, grandes desgracias, si no dejaban dominar sus imprudentes provocaciones llegadas de tierra extranjera. Todos se habían puesto de pie, gritaban, le amenazaban, y se oponían a que siguiese hablando, puesto que los insultaba, tratándolos como si fueran niños incapaces de saber lo que les convenía. Y él, bebiendo trago tras trago de cerveza, seguía hablando, a pesar del tumulto, y gritaba con todas sus fuerzas que no había nacido todavía quien le obligase a faltar a su deber.

Pluchart se había puesto de pie también, y como no había campanilla pegaba puñetazos en la mesa, y repetía con voz ronca:

-¡Ciudadanos! ¡Ciudadanos!

Al fin consiguió que reinase un poco de calma, y la asamblea, consultada al efecto, retiró la palabra a Rasseneur. Los delegados que habían representado a las minas en la entrevista con el director, animaban a los otros, dominados todos por el hambre e influidos por las ideas nuevas, que sin embargo no acertaban a comprender bien. Era un voto prejuzgado.

-¡A ti te importa poco, porque comes! -rugió Levaque, enseñando el puño a Rasseneur.

Esteban se había inclinado por detrás del presidente, acercándose a Maheu para tratar de calmarlo, porque estaba también furioso con aquel discurso; mientras Souvarine, sin decir palabra, inmóvil, contemplaba aquella escena, luciendo en sus miradas cierta expresión despectiva para todos.

-Ciudadanos -dijo Pluchart- permitidme que tome la palabra.

Reinó el silencio más profundo y habló. Su voz salía de la garganta ronca y penosamente; pero él estaba acostumbrado a eso; porque hacía años que estaba paseando su laringitis con su programa propagandista. Poco a poco iba hinchando la voz, que arrancaba efectos patéticos. Con los brazos abiertos hablaba, acompañándose de cierto movimiento de hombros, y uno de los rasgos característicos de su extraña elocuencia era la manera enfática de terminar los períodos, cuya monotonía acababa por convencer.

Su discurso versó sobre la grandeza y los beneficios de la Internacional, que los ejercía principalmente en las localidades recién conquistadas por ella. Explicó el objeto que perseguía la Asociación, y que no era otro que la emancipación de los trabajadores; mostró la grandiosa estructura de aquella Asociación; abajo, el municipio, más arriba la provincia, después la nación, y allá, en la cúspide, la humanidad. Sus brazos se agitaban lenta y acompasadamente, como si fuera colocando uno encima de otro los cuerpos de edificios de la catedral inmensa del mundo futuro. Luego habló de la administración interior; leyó sus estatutos, habló de los congresos, indicó los grandes adelantos que estaba realizando, el agrandarse del programa, que, habiéndose limitado a discutir los jornales, trataba ahora nada menos que de la liquidación social, para concluir con el sistema de pagar jornales. Ya no habría más nacionalidades; los obreros del mundo entero, unidos en la común necesidad de justicia, barrerían la podredumbre burguesa, y fundarían al fin la sociedad libre, en la cual el que no trabajase no comería.

Un movimiento de entusiasmo agitó todas las cabezas. Algunos gritaron: -Eso es, eso es lo que queremos.

Pluchart, cuya voz ahogaban los aplausos frenéticos, seguía hablando. Se trataba de la conquista del mundo en menos de tres años. Y hablaba ya de los pueblos conquistados. De todas partes llovían adhesiones. Jamás religión alguna había tenido tantos fieles en tan poco tiempo. Después, cuando fuesen los amos, dictarían leyes al capital, y a su vez los obreros lograrían tener la sartén cogida del mango y a sus explotadores rendidos a sus pies.

-¡Sí, sí! ¡Así queremos!

Con el ademán reclamaba el silencio, porque iba a tocar la cuestión de las huelgas. En principio, las desaprobaba; eran medios demasiado lentos, que agravaban la mala situación de los obreros. Pero, y mientras no pudiera hacerse nada mejor, cuando eran inevitables, había que hacerlas, porque tenían la ventaja de atacar el capital también, y la de perjudicarle. Y en ese caso, presentaba a la Internacional como una providencia para los huelguistas, y citaba ejemplos: en París, cuando la huelga de los broncistas, el capital había cedido enseguida a todo lo que pedían, asustados al saber que la Internacional estaba dispuesta a enviarles ayudas; en Londres, la Asociación había salvado a los trabajadores de una mina, pagando los gastos de viaje, para volver a su patria, a unos belgas llamados por el propietario. Bastaba con adherirse, para hacer temblar a las Compañías, porque los obreros entraban en el gran ejército de los trabajadores, decididos a morir los unos por los otros, antes que continuar siendo esclavos de la sociedad capitalista.

Grandes aplausos interrumpieron al orador, el cual se enjugaba la frente con el pañuelo, negándose a beber un vaso de cerveza, que le ofrecían con insistencia. Cuando quiso seguir hablando, nuevos aplausos le interrumpieron.

-¡Ya está! -dijo rápidamente Esteban-. Ya tienen bastante. ¡Pronto! ¡Vengan los nombramientos! Se había agachado detrás de la mesa, y se levantó con la caja de madera en la mano.

-Ciudadanos -añadió, dominando el ruido de voces y aplausos-, aquí están los nombramientos de individuos de la Internacional. Que vuestros delegados se acerquen, y se les entregarán, para que ellos los distribuyan. Luego arreglaremos todo lo demás.

Rasseneur quiso protestar otra vez. Por su parte Esteban se agitaba, empeñado en pronunciar un discurso él también. Siguió una confusión terrible. Levaque daba puñetazos en el aire como si estuviera batiéndose con alguien. Maheu, en fin, hablaba sin que nadie pudiese oír lo que decía. Y Souvarine, exaltado, daba puñetazos también sobre la mesa, para ayudar a Pluchart a obtener orden y silencio. Del suelo salía una nube espesa de polvo, el polvo de los últimos bailes, emponzoñando el aire con el olor fuerte de las mujeres y de los mozos de las minas.

De pronto se abrió la puertecilla de que antes hablamos, y apareció la viuda Désir, gritando con todas sus fuerzas:

-¡Callad, por Dios! ¡Ahí están los gendarmes!

Era que llegaba el inspector de policía del distrito, algo tarde, para levantar acta y disolver la reunión. Le acompañaban cuatro gendarmes. Ya hacía cinco minutos que la viuda Désir los entretenía en la puerta, diciéndoles que ella estaba en su casa, y que tenía el derecho de reunir a los amigos que quisiera. Pero al fin la habían dado un empujón, y ella corrió para avisar a sus hijos.

-Marchaos por aquí -añadió luego-. Hay un bribón de gendarme guardando el patio. Pero eso no importa; porque por ahí se sale a la calle. ¡Daos prisa!

Ya el inspector golpeaba la puerta con su bastón; y como no abrían, amenazaba echarla abajo. Indudablemente alguien había hecho traición, porque la autoridad gritaba que la reunión era ilegal, puesto que habían entrado muchos mineros sin la invitación del ama de la casa.

En el salón el tumulto iba en aumento. Era imposible marcharse de aquel modo, sin haber votado siquiera en pro ni en contra de la continuación de la huelga. Todos se empeñaban en hablar a la vez. Por fin el presidente tuvo la idea de que se votase por aclamación. Los brazos se levantaron, y los delegados declararon que ellos se adherían en nombre de los compañeros ausentes. De aquel modo se hicieron miembros de la Internacional los diez mil mineros de Montsou.

Empezó la desbandada al fin. La viuda Désir, a fin de proteger el movimiento de retirada, se apoyaba contra la puerta, que ya los gendarmes empezaban a derribar con las culatas de sus fusiles. Los mineros, saltando por encima de los bancos, salían rápidamente a la calle por la puerta de la trastienda. Rasseneur fue uno de los primeros en desaparecer, y Levaque lo siguió, olvidándose de los insultos que le dirigiera y soñando con que le convidase a cerveza para reponerse. Esteban, después de apoderarse de la caja negra que llevaba Pluchart, esperaba con éste, con Maheu y con Souvarine a que se fueran todos, porque creían que su deber les mandaba salir los últimos. Ya se iban, cuando al fin saltó la cerradura, y el inspector se halló cara a cara con la viuda Désir, cuyos enormes pechos formaban todavía una barricada.

-¡Ya ve que no ha conseguido gran cosa con destrozarme la casa! Ya ve que no hay nadie.

El inspector, que era un hombre tranquilo, a quien aburrían las escenas dramáticas, se limitó a decir que la iba a llevar a la cárcel. Pero no cumplió su amenaza, y se retiró con los cuatro gendarmes, para dar parte a sus superiores, en tanto que Zacarías y el hijo de Mouque, regocijados con el chasco que sus amigos habían dado a la autoridad, se reían de la fuerza armada en sus mismas barbas.

Esteban, cargado con la caja, corría por la calle seguido de sus amigos. De pronto se acordó de Pierron, y preguntó por qué no se le había visto allí; y Maheu, sin dejar de correr, le contestó que estaba enfermo de una enfermedad que no inspiraba cuidado: el miedo de comprometerse. Quisieron detener a Pluchart; pero éste se negó, diciendo que se iba a Joiselle, donde Legoujeux estaba esperando órdenes, y que no le era posible complacerlos. Entonces se despidieron de él, sin detenerse nadie en aquella carrera desenfrenada por las calles de Montsou. Entre unos y otros se cruzaban palabras entrecortadas por la velocidad de la carrera. Souvarine, gozoso por la derrota de Rasseneur, decía que aquello marchaba al fin por el buen camino.

Esteban y Maheu sonreían satisfechos, seguros como estaban ya del triunfo; cuando la Internacional les enviase ayudas, la Compañía sería quien les suplicase por Dios que volvieran al trabajo.

Y en aquel acceso de esperanza íntima, en aquel galopar de zapatos burdos que dejaban su huella en el lodo de la carretera había algo más, algo sombrío y salvaje: una violencia decidida, cuyo soplo iba a conmover todos los barrios de un extremo a otro de la comarca.

 

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