APARECE EL AMIGO

Ei nombre y la personalidad de Hans Axel de Fersen estuvieron largo tiempo envueltos en misterio. No se le cita en aque lla pública lista impresa de amantes de la reina; tampoco en las cartas de los embajadores ni en los informes de los contemporáneos; Fersen no pertenece al número de los conocidos huéspedes del salón de la Polignac; dondequiera que hay luz y claridad no aparece su alta y grave figura. Gracias a esta prudente y calculada reserva se libra de las maliciosas conversaciones de las comadres de la corte, per también la Historia lo desconoció largo tiempo, y acaso hubiera permanecido para siempre en la oscuridad del más profundo secreto de la vida de la reina María Antonieta si en la segunda mitad de la pasada centuria no se hubiese extendido un romántico rumor.

En un castillo sueco, inaccesibles y sellados, se conservaban fajos enteros de cartas íntimas de Maria Antonieta. Nadie, al principio, concedió crédito a este inverosímil rumor, hasta que de repente apareció una edición de aquella correspondencia secreta, la cual -a pesar de crueles mutilaciones en sus más reservadas particularidades coloca de pronto a aquel desconocido noble del Norte en el primero y preferente lugar entre los amigos de María Antonieta. Esta publicación transforma de modo fundamental la imagen del carácter de la mujer tenida hasta entonces por ligera; un drama íntimo se revela, magnífico y lleno de peligros; un idilio medio a la sombra de la corte real, medio ya a la de la gillotina; una de esas novelas conmovedoras como, en su tamaña inverosimilitud, sólo la Historia misma se atreve a componer; dos seres humanos, rendidos mutuamente en un ardiente amor, forzados por deber y prudencia a ocultar su secreto del modo más angustioso, siempre arrancados del lado uno del otro y siempre atraídos uno hacia otro en sus dos mundos apartados por distancias estelares; ella, reina de Francia; él, un pequeño y desconocido hidalgo de un país del Norte. Y como fondo del destino de estos dos seres humanos, un mundo que se viene abajo, tiempos apocalípticos, una página llameante de la Historia y tanto más llena de emoción cuanto que sólo poco a poco puede ser descifrada toda la verdad de to ocurrido por datos a indicios semiborrosos y mutilados.

Este gran drama histórico de amor no comienza de modo pomposo, sino por completo en el estilo rococó del tiempo; su preludio hace el efecto de estar copiado de Faublas. Un joven sueco, hijo de un senador, heredero de un noble nombre, es enviado, a la edad de quince años, acompañado de un precep tor, a hacer un viaje que dure un trienio, cosa que, aun en el día de hoy, no es el peor sistema educativo para llegar a ser hombre de mundo.

Hans Axel hace en Alemania estudios superio res y aprende el oficio de las armas; en Italia, medicina y músi ca; en Ginebra hace la visita, entonces inevitable, a la pitonisa de toda la sabiduría, al señor de Voltaire, que con su seco cuerpo, ligero como una pluma, envuelto en una bata bordada, lo recibe benévolamente. Con ello ha obtenido Fersen su bachillerato espiritual. Ahora sólo le falta el último barniz a este mancebo de dieciocho años: Paris, el fino tono de la conversación, el arte de los buenos modales, y entonces estará terminada la educación típica de un joven noble del dix-huitième. Después, este perfecto caballero puede llegar a ser embajador, ministro o general; está abierto para él el mundo más alto.

Además de la nobleza, el decoro personal, una inteligencia mesurada y objetiva, una gran fortuna y el prestigio de ser extranjero, trae también consigo el joven Hans Axel de Fersen una carta especial de recomendación: es un hombre excepcionalmente bello.

Erguido, ancho de hombros, con fuertes músculos, produce, como la mayoría de los escandinavos, una impresión varonil, sin ser por eso pesado ni macizo: con ilimitada simpatía se contempla en los retratos su semblante, abierto y de armoniosos rasgos, con claros y firmes ojos, sobre los cuales, redondas como cimitarras, se comban dos cejas sorprendentemente negras. Una libre frente, una boca cálida y sensual, que, según lo ha demostrado asombrosamente, sabe callar de modo impecable. Por el retrato puede comprenderse que una mujer verdadera se enamore de un hombre como éste y, más aún, que se confíe a él totalmente. Como causeur, como homme d'esprit, como hombre de mundo especialmente divertido, son pocos los que celebran a Fersen; pero a su inteligencia, un poco seca y casera, se añade una franqueza muy humana y tacto natural; ya en 1774 el embajador de Suecia puede comunicar al rey Gustavo: «De todos los suecos que estuvie ron aquí en mis tiempos, fue éste el mejor recibido en el.gran mundo».

Al mismo tiempo, este joven caballero no es ningún cacoquimio ni desdeña los placeres; las damas celebran en él un coeur de feu bajo una capa de hielo; no se olvida en Francia de divertirse y frecuenta asiduamente en París todos los bailes de la corte y de la alta sociedad. De este modo le ocurre una sor prendente aventura. Una noche, el 30 de enero de 1744, en el baile de la ópera, punto de cita del mundo elegante y también del dudoso, una mujer joven y esbelta, con delgado talle, ves tida de un modo sorprendentemente distinguido y con un paso desusadamente alado, se dirige hacia él y traba una galante conversación, protegida por la máscara de terciopelo. Fersen, halagado por esta distinción, prosigue placentero en el tono más alegre, encuentra picante y divertida a su agresiva compañera y acaso se forja ya toda suerte de esperanzas para la noche. Pero entonces le sorprende que poco a poco algunos otros caballeros y señoras cuchichean curiosamente, formando círculo alrededor de los dos, y que él mismo y aquella dama con máscara llegan a ser el centro de una atención más viva a cada instante.

Finalmente, la situación se va haciendo ya enojosa, cuando se quita la careta la galante intrigante: es María Antonieta -caso inaudito en los anales de la corte-, la heredera del trono de Francia, que, una vez más, se ha evadido del triste lecho conyugal de su dormilón esposo, ha venido a la redoute de la ópe ra y ha buscado un caballero extranjero para charlar un rato con él. Las damas de la corte procuran evitar un escándalo dema siado grande. Al punto rodean a la extravagante fugitiva y vuelven a llevarla a su palco. Pero

¿qué se mantendrá en secreto en este Versalles murmurador? Cada cual cuchichea y se asombra del favor hecho por la delfina, tan opuesto a la etiqueta; ya al día siguiente, probablemente, el embajador Mercy habrá dado quejas a María Teresa; de Schoenbrunn habrá sido enviado un correo urgente con una amarga carta para esta tête à vent, esa cabeza de viento de su hija, diciéndole que debe dejar por fin esas inconvenientes dissipations y evitar que hablen más de ella a propósito de Juan o de Pedro en esas malditas redoutes. Pero María Antonieta tiene su voluntad propia; el joven le ha gustado, se lo ha dejado ver. A partir de aquella velada, aquel caballero, nada extraordinario ni por su categoría ni por su posición, es recibido con especial amabilidad en los bailes de Versalles. Ya entonces, después de un principio tan prometedor, ¿se desarrolló entre ambos cierto positivo afecto? Nada se sabe. En todo caso, este flirt -sin duda inocente- es pronto interrumpido por un gran acontecimiento, la muerte de Luis XV, que de la noche a la mañana convierte a la princesa en reina de Francia. Dos días más tarde -¿le habrán hecho alguna indicación?-, Hans Axel de Fersen regresa a Suecia.

El primer acto está terminado. Fue sólo una galante introducción, un preludio a la obra propiamente dicha. Dos mucha chos de dieciochos años se han encontrado y han sido del agrado uno de otro; voilà tout. Traducido a la vida de hoy, equivale a una amistad de academia de baile, a un amorío entre colegas de instituto. Aún no ha ocurrido nada especial: aún no está afectado lo profundo de la sensibilidad.

Segundo acto. Al cabo de cuatro años, en 1778, vuelve Fersen a Francia; el padre envía al mozo, de veintidós años, para que se procure como esposa a alguna rica heredera, ya a una señorita de Reyel, de Londres, o a la señorita Necker, la hija del banquero de Ginebra, universalmente famosa más tarde con el nombre de Madame de Staël. Pero Axel de Fersen no muestra ninguna especial inclinación hacia el matrimonio, y pronto se comprenderá por qué. Apenas llegado, el joven aris tócrata, vestido de gala, se presenta en la corte. ¿Lo conoce todavía'' ¿Habrá alguien que se acuerde de él? El rey corresponde displicente a su saludo; los demás miran con indiferencia al insignificante extranjero, nadie le dirige una amable palabra. Sólo la reina, apenas lo descubre, exclama bruscamente: «Ah! C'est une vielle connaissance» . («¡Ah! nos conocemos ya desde hace tiempo.») No, no se ha olvidado de su bello caballero del Norte. Al punto se inflama nuevamente su interés por él -no era, pues, ninguna fogata de paja-. Invita a Fersen a sus reuniones; lo colma de amabilidades; lo mismo que al comienzo de su conocimiento en el baile de la ópera, es María Antonieta la que da los primeros pasos. Pronto puede comuni-carle Fersen a su padre: «La reina, la princesa más amable que conozco, tuvo la bondad de preguntar por mí. Le ha preguntado a Creutz por qué no iba yo a sus partidas de juegos dominicales, y al saber que había ido en un día en el que no recibía, casi llegó a presentarme sus excusas». «¡Espantosa merced a este mancebo!», se siente uno tentado a decir, con palabras de Goethe, al ver que esta orgullosa, que ni siquiera corresponde al saludo de las duquesas, que durante siete años no le concedio ni una inclinación de cabeza a un cardenal de Rohan y durante cuatro a una Du Barry, se disculpe con un pequeño noble viajero porque una vez se haya molestado en venir en vano a Versalles.

«Cada vez que le ofrezco mis respetos en su partida de juego, me dirige la palabra», le anuncia pocos días más tarde el joven caballero a su padre. Contra toda etiqueta, ruega una vez al joven sueco « la más amable de las princesas» que se presente en Versalles con el uniforme de su país, porque quiere ver --capricho de enamorada- cómo le sienta aquel exótico traje. El «bello Axel» accede, naturalmente, a este deseo. El antiguo juego ha comenzado de nuevo.

Mas esta vez es ya un juego peligroso para una reina a quien la corte vigila con mil ojos de Argos. María Antonieta tendría ahora que ser más prudente, pues ya no es la princesa de die ciocho años de antes, cuyas locuras disculpaban su puerilidad y juventud, sino la reina de Francia. Pero su sangre se ha despertado. Por fin, al cabo de siete años espantosos, el inhábil esposo Luis XVI ha logrado realizar el acto conyugal, ha hecho realmente de la reina una esposa. Pero, sin embargo, ¿qué sentirá esta mujer de fina sensibilidad, de una belleza plenamente florecida y casi sensual, cuando compare a este panzudo esposo con su joven y brillante enamorado? Sin que ella misma tenga conciencia de ello, apasionadamente enamorada por primera vez, comienza a revelar a los ojos de todos los curiosos sus sentimientos hacia Fersen por el cúmulo de sus agasajos, y, más aún, por cierto rubor y confusión. Una vez más, como le ocurre con tanta frecuencia, es peligrosa para María Antonieta su más humana y atractiva cualidad: el que no puede ocultar sus simpatías y aversiones. Una dama de la corte afirma haber observado claramente que, una vez, al entrar inopinadamente Fersen, la reina comenzó a temblar, presa de dulce espanto; que otra vez, estando María Antonieta sentada al piano cantando el aria de Dido, ocurrió que d elante de toda la corte, al pronunciar las palabras: « Ah!, que je fus bien inspiré, quand je vous reçu dans ma cour!», dirigió con ilusión y ternura sus azules ojos, en general tan fríos, hacia el secreto (ya no tan secreto) elegido de su corazón. Se alzan ya murmuraciones. Bien pronto toda la sociedad de la corte, para quien las intimidades regias son los acontecimientos más importantes del mundo, observa la situa ción con apasionada ansiedad: ¿Será su amante? ¿Cuándo? ¿Cómo? Pues el sentimiento de la reina se ha manifestado harto públicamente para que cada cual pueda saber, cosa de que ella misma no tiene conciencia, que Fersen podría obtener de la joven reina cualquier favor, hasta el supremo, si tuviese el atrevimiento o la ligereza necesarios para intentar apoderarse de su presa.

Pero Fersen es sueco; todo un hombre y todo un carácter; en las gentes del Norte, sin obstáculo alguno puede ir mano a mano un fuerte temperamento romántico con una razón serena y casi glacial. Al punto ve lo insostenible de la situación. La reina tiene por él un faible; nadie lo sabe mejor que él mismo, pero aunque él, por su parte, ame y venere a esta encantadora joven. su honradez no le consiente abusar frívolamente de esta debilidad de los sentidos y poner vanamente en habladurías la fama de la reina. Unas francas relaciones provocarían un escándalo sin ejemplo; ya, con sus platónicos favores, se ha comprometido bastante María Antonieta. Por su parte, para representar el papel de un José y rechazar ïría y castamente los fa vores de una mujer joven, bella y amada, para ello se siente Fersen demasiado ardiente y juvenil. De este modo, este hombre magnífico realiza lo más noble que puede hacer un varón en situa ción tan delicada; pone mil leguas de distancia entre su persona y la mujer en peligro; se inscribe rápidamente, como ayudante de La Fayette, en el ejército que va a Norteamérica. Corta el hilo antes de que se enrede de un modo insoluble y trágico.

Sobre esta despedida de los enamorados poseemos un documento indubitable, el informe oficial del embajador de Suecia al rey Gustavo, que atestigua históricamente la apasionada inclinación de la reina hacia Fersen. Escribe el embajador: «Tengo que comunicar a Vuestra Majestad que el joven Fersen ha sido tan bien visto por la reina que el hecho ha provocado las sospechas de algunas personas. Tengo que confesar que yo mismo creo que sentía algún afecto hacia él; he advertido indicios demasiado claros para poder dudar. El joven conde Fersen ha mostrado, en esta ocasión, una cond ucta ejemplar, por su humildad, su reserva y, sobre todo, por haberse decidido a embarcar para América.

Con haber partido, ha alejado todo peligro; pero haber resistido a tal tentación exige, indudable mente, una decisión superior a su edad. Durante los últimos días, la reina no podía apartar de él los ojos y al mirarle estaban llenos de lágrimas. Suplico a Su Majestad que reserve este secreto exclusivamente para sí y el senador Fersen. Cuando los favoritos de la corte oyeron hablar de la partida del conde estaban todos encantados, y la duquesa de Fitz James le dijo: "¿Cómo, señor, abandona usted de este modo a su conquista?". "Si hubiese hecho una, no la abandonaría. Parto libre y sin pena de nadie." Vuestra Majestad convendrá en que tal respuesta fue de una prudencia y reserva superior a su edad. Por lo demás, la reina muestra ahora mucho más dominio de sí y más prudencia de lo que tenía antes».

Este documento, los defensores de la «virtud» de María Antonieta lo agitan sin cesar, desde entonces, como el estandarte de la inocencia de la reina, cándida como una flor.

Fersen se ha sustraído, en el último momento, a una pasión adúltera; con un sacrificio digno de admiración, los dos enamorados han renunciado uno a otro; la gran pasión ha permanecido « pura»; éstos son sus argumentos. Pero este testimonio no atestigua nada definitivo, sino sólo el hecho provisional de que en 1779 no habían ocurrido aún las últimas intimidades entre Maria Antonieta y Fersen. Sólo los años siguientes serán los decisivamente peligrosos para esta pasión. Estamos sólo al final del acto segundo y lejos aún de sus más profundas complicaciones.

Acto tercero: nuevo regreso de Fersen. Directamente desde Brest, donde desembarca, en junio de 1783, al cabo de cuatro años de voluntario destierro con el cuerpo auxiliar de los ame ricanos, se precipita sobre Versalles. Epistolarmente había esta do desde América en relación con la reina, pero el amor exige la presencia real. ¡Que no tengan ahora que volver a separarse, que por fin pueda establec erse junto a ella, que no haya ninguna distancia más entre sus miradas! Evidentemente por deseo de la reina, solicita al punto Fersen el mando de un regimiento francés. ¿Por qué? Este enigma no es capaz de resolvérselo en Suecia el viejo y económico senador su padre. ¿Por qué quiere Hans Axel permanecer en Francia? Como soldado experimentado, como heredero de un nombre de antigua nobleza, como favorito del romántico rey Gustavo, podría elegir en su país el puesto que más le agradara. ¿Por qué, pues, en Francia?, se pre gunta una y otra vez el senador, enojado y desengañado. Y el hijo, para engañar al escéptico padre, inventa rápidamente que lo hace para casarse con una rica heredera, con la señorita Necker y sus millones suizos. Pero la verdad de todo es que piensa en cualquier cosa menos en casarse, como lo revela la carta íntima que, al mismo tiempo, escribe a su hermana, en la que, con toda sencillez, le entrega las llaves de su corazón. «He tomado la resolución de no contraer nunca matrimonio; sería contranatural... La única a quien querría pertenecer y que me ama, no puede ser mía. Por tanto, no quiero ser de nadie.»

¿Está bastante claro? ¿Hay que preguntar todavía quién es esa «única» que le ama y que nunca podrá pertenecerle como esposa, esa «elle», como abreviadamente llama Fersen a la reina en sus Diarios? Tienen que haber pasado cosas decisivas para que tan abiertamente se atreva a confesarse a sí mismo y a su hermana que está seguro del cariño de María Antonieta. Y cuando le escribe al padre que hay otras «mil razones persona les que no puede confiar al papel y que le retienen en Francia», detrás de esas mil razones no hay más que una sola que no quiere comunicar: el deseo o la orden de María Antonieta de tener siempre cerca de sí a su dilecto amigo. Pues, apenas Fersen ha solicitado ahora un mando de regimiento, ¿quién le ha hecho « la merced de intervenir en el asunto»? María Antonieta, que, por lo demás, no se ha ocupado nunca de mandos militares. Y ¿quién, contrariamente a todo uso, anuncia la rápida obtención del cargo al rey de Suecia? No el jefe supremo del ejército, único calificado para ello, sino, en una carta de su puño y letra, su mujer, la reina.

En éste o en los años siguientes es cuando con las mayores probabilidades hay que colocar el comienzo de aquellas íntimas relaciones, o más bien, aún más íntimas, entre María Antonieta y Fersen. Cierto que todavía durante dos años - muy contra su voluntad-tiene Fersen que acompañar como ayudante en su viaje al rey Gustavo; pero después, en 1785, se queda definitivamente en Francia, y estos años han transformado totalmente a María Antonieta. El asunto del collar ha aislado a esta mujer, que creía demasiado en el mundo, abriendo su espíritu hacia lo fundamental de la vida. Se ha retirado del torbellino de la sociedad de las gentes ingeniosas y poco seguras, de las divertidas y traidoras, de las galantes y perdidosas; en vez de los muchos compañeros sin valor alguno, su corazón, hasta entonces engañado, descubre ahora un amigo verdadero. En medio del odio general, ha crecido ilimitadamente su necesidad de temura, de confianza, de amor; está ahora madura no para disiparse más tiempo, vana y locamente, en el ilusorio espejo de la admiración general, sino para entregarse a un ser humano, con ánimo franco y resuelto. Y

Fersen, por su parte, bello carácter caballeresco, no ama, en realidad, a esta mujer con toda la plenitud de sus sentimientos, sino desde que la ve calumniada, infamada, perseguida y amenazada; él, que se retiró tímidamente ante sus favores mientras ella era idolatrada por el mundo y estaba rodeada de mil aduladores, sólo se atreve a amarla desde que se ha quedado solitaria y necesitada de protección. «Es muy desgraciada -escribe Fersen a su hermana-, y su valor, digno de admiración por encima de todo, la hace aún más atrac tiva. Mi única pena es no poder compensarla de todas las cuitas y no poder hacerla tan feliz como ella merece.» Cuanto más desgraciada es la reina, cuanto más abandonada y perseguida, tanto más poderosamente crece en él la voluntad viril de compensarla de todo por medio del amor: «Elle pleure souvent avec moi, jugez si je dois l'aimer». Y cuanto más próxima está la catástrofe, tanto más impetuosa y trágicamente se sienten impulsados los dos uno hacia el otro; ella, al cabo de infinitas decepciones, para encontrar una última dicha junto a él; él, para reemplazar en el corazón de ella, con su caballeresco amor, mediante una abnegación sin límites, el reino perdido.

Ahora que este cariño, superficial en otro tiempo, ha llegado a llenar el alma y que el amorío se ha convertido en amor, hacen ambos todos los imaginables esfuerzos por mantener ocultas sus relaciones ante el mundo. Para despistar toda malicia, hace María Antonieta que el joven oficial no sea enviado a la guarnición de París, sino a una situada muy cerca de la frontera, a Valenciennes. Y si «se» (así se expresa Fersen reserva-damente en su Diario) le llama a palacio, oculta, bajo toda especie de artificios, entre sus amigos el verdadero objeto del viaje, a fin de que de su presencia en Trianón no pueda deducirse ninguna consecuencia. «No le digas a nadie que te escribo desde aquí -le advierte desde Versalles a su hermana -, pues fecho todas mis otras cartas desde París.

Adiós, tengo que ir junto a la reina.» Jamás acude Fersen a las reuniones de los Polignac, jamás se deja ver en el círculo íntimo de Trianón, jamás toma parte en las excursiones en trineo, bailes y partidas de juego; allí deben continuar pavoneándose y haciéndose notar los aparentes favoritos de la reina, los cuales, sin sospechado, los ayudan, con sus galanterías, a tener oculto ante la corte el secreto verdadero. Ellos dominan de día; la noche es el imperio de Fersen. Ellos rinden pleito homenaje y hablan de ello; Fersen es amado y guarda silencio. Saint -Priest, el bien iniciado que todo lo sabe - menos que su propia mujer está loca por Fersen y que le escribe ardientes cartas de amor-, informa con aquella seguridad que hace que sus afirmaciones sean más valiosas que los de otros: Fersen se dirigía tres o cuatro veces por semana hacia el lado de Trianón. La reina, sin séquito alguno, hacía lo mismo, y estos rendez-vous causaban públicas murmuraciones, a pesar de la modestia y reserva del favorito, el cual, externa mente, jamás dio a conocer en nada su posición, y, de todos los amigos de la reina, fue siempre el más discreto. En todo caso, en el término de cinco años, sólo algunas breves y raras horas hur tadas para estar juntos son concedidas a los enamorados, pues a pesar de su valor personal y de lo seguras que son sus camareras, María Antonieta no puede osar demasiado; sólo en 1790, poco tiempo antes de su separación, puede decir Fersen, con enamorada beatitud, que al fin le ha sido dado pasar un día entero con ella, avec elle. Sólo entre la noche y la mañana, en las sombras del parque, acaso en una de las casitas del hameau, puede la reina esperar a su querubín: es la escena del jardín de Las bodas de Fígaro, con su música tierna y romántica, que termina misteriosamente su representación en los bosquecillos de Versalles y en los meandros de los caminitos de Trianón. Pero, delante de la puerta, preludiando magníficamente con los duros acordes de la música de Don Juan, amenazan ya, pétreos y aplastantes, los pasos del comendador; el tercer acto pasa de la ternura del rococó al gran estilo de tragedia de la Revolución. Sólo el último acto, ascendiendo poderosamente sobre el espanto de la sangre y de la violencia, traerá el crescendo, la desesperación de la despedida y el éxtasis de la muerte.

Únicamente ahora, en lo más extremo del peligro, cuando todos los otros han huido, se presenta aquel que, en los tiempos de la dicha, se había ocultado discretamente, el único amigo, dispuesto a morir con ella y por ella; magníficamente varonil se recorta ahora la silueta de Fersen, oscura hasta ese momento, sobre el lívido y tempestuoso cielo de la época. Cuanto más amenazada está la amada, tanto más crecen las energías de él; despreocupadamente, se plantan los dos más a11á de las fronteras de lo convencional, que hasta entonces se alzaban entre una princesa de Habsburgo y reina de Francia y un extranjero hidalgo sueco. A diario aparece Fersen en palacio, todas las cartas pasan por su mano, toda resolución es meditada con él, las cuestiones más difíciles, los secretos más peligrosos le son confia dos; conoce, y nadie más que él, todas las intenciones de María Antonieta, todos sus cuidados y esperanzas; también él solo sa be de sus lágrimas, de su desaliento y de su amargo duelo. Precisamente en el momento en que todo el mundo la abandona, en que lo pierde todo, encuentra la reina lo que durante toda su vida había buscado vanamente: el amigo honrado, sincero, animoso y varonil.

¿LO ERA O NO LO ERA?

(Cuestión incidental)

Se sabe ahora, y se sabe de modo irrefutable, que Hans Axel de Fersen no fue, como se opinó durante mucho tiempo, un personaje accesorio, sino la figura principal en la novela psicológica de María Antonieta; se sabe que sus relaciones con la reina no fueron, en modo alguno, un galante juego, un flirt romántico ni una aventura de trovador caballeresco, sino un amor sólido, conservado a través de veinte años, con todas las insignias de su poder: el manto color de fuego de la pasión, el altanero cetro del valor, la pródiga magnitud del sent imiento. Una última incertidumbre rodea todavía la forma de ese amor. ¿Fue -como solía decirse en la literatura del pasado siglo--- un amor «puro», con lo que se designaba siempre, impropiamente, aquel amor en el cual una mujer apasionadamente enamorada y apasionadamente amada rehusaba con gazmoñería al hombre amado y amante los últimos dones? ¿O fue más bien un amor «culpable», es decir, como se entiende actualmente, una pasión completa, libre, magnánima y valerosa, que entrega generosamente como regalo su propia persona y, con ella, cuantos bienes se puedan poseer? ¿Fue Hans Axel de Fersen puramente el chevalier servant, el romántico adorador de María Antonieta, o real y corporalmente su amante? ¿Lo era o no lo era?

«¡No! ¡En modo alguno!», exclaman al instante -con singular irritación y sospechosa prisa- ciertos biógrafos monárquicos y reaccionarios, que a cualquier precio quieren saber

«pura» a la reina, a «su» reina, y al abrigo de todo «baldón»: «Amaba él apasionadamente a la reina -afirma con envidiable seguridad Werner von Heidenstam-, sin que un pensamiento carnal hubiera impurificado nunca este amor, digno de los trovadores y de los caballeros de la Tabla Redonda. María Antonieta le amaba, sin olvidar ni durance un momento sus deberes de esposa y su dignidad de reina». Para esta clase de fanáticos del respeto, es inconcebible -es decir, protestan de que alguien lo conciba- que

«la última reina de Francia pudiera haber hecho traición al depôt d'honneur que le habían legado todas o casi todas las madres de nuestros reyes». Pues, por amor de Dios, por tanto, que no haya ninguna investigación, y sobre todo ninguna discusión sobre esta affreuse calomnie (Goncourt), ningún acharnement, sournois ou cynique, para el descubrimiento de la verdadera re alidad. Al instante, los defensores incondicionales de la

«pureza» de María Antonieta tocan nerviosamente la campanilla sólo con que se acerque uno a la cuestión.

¿Hay que cumplir realmente esa orden y pasar con labios silenciosos por delante del problema de si Fersen, durante todo el tiempo de su vida, sólo vio a María Antonieta con

«una aureola sobre la frente» o si la miró también con ojos varoniles y humanos? Aquel que, por pudor, evita tratar de esta cuestión, ¿no pasa realmente junto al verdadero problema sin conocerlo? Pues no se conoce a ningún ser humano en tanto no se sabe su último secreto, y menos aún se tiene noticias del carácter de una mujer mientras no se ha comprendido el modo de ser de su amor. En unas relaciones de la importancia histórica de éstas, en las cuales una pasión contenida durante largos años no roza una vida como por pura casualidad, sino que fatalmente invade hasta el último fondo los espacios del alma, la cuestión de los límites de ese amor no es un tema ocioso ni cínico, sino decisivo para hacer el retrato moral de una mujer. Para dibujar con exactitud hay que abrir debidamente los ojos. Por canto, aproximémonos; analicemos la situación y los documentos. Investiguemos, que acaso la pregunta encuentre todavía una respuesta.

Primera cuestión: admitiendo en el sentido de la moral bur guesa el considerar como culpable el que María Antonieta se hubiera entregado sin reservas a Fersen, ¿quién la acusa de ese don completo? Sólo tres entre sus contemporáneos; cierto que tres personas de máxima categoría, no ningún vulgar chismoso de escaleras abajo: tres iniciados, a quienes puede atribuirse legítimamente un total conocimiento de la situación. Napoleón, Talleyrand y Saint -Priest, el ministro de Luis XVI, testigo ocular cotidiano de todos estos acontecimientos. Los tres afirman sin reservas que María Antonieta ha sido amante de Fersen, y lo hacen en forma tal que excluye toda duda en cuanto a su convencimiento.

Saint-Priest, el que está más al corriente de la siruación, es ei más minucioso en los detalles. Sin animosidad contra la reina, perfectamente objetivo, habla de secretas visitas nocturnas de Fersen a Trianón, a Saint -Cloud y a las Tullerías, cuyo acceso secreto sólo a él era permitido por La Fayette. Informa sobre la complicidad de la Polignac, la cual parece aprobar altamente que el favor de la reina haya ido a caer sobre un extranjero, quien en modo alguno querrá obtener ningún provecho de su situación de favorito. Para echar a un lado estos tres testimonios, como lo hacen los rabiosos defensores de la virtud, para acusar como calumniadores a Napoleón y Talleyrand, se requiere mucha más audacia que para una investigación libre de prejuicios. Pero, segunda cuestión: ¿quiénes de los contemporáneos o testigos oculares declaran que el acusar a Fersen de haber sido amante de María Antonieta sea una calumnia? Ni uno solo. Y sorprende que justamente los íntimos eviten, con singular coincidencia, el mencionar el nombre de Fersen; Mercy, el cual, sin embargo, examina tres veces cada una de las horquillas que coloca la reina en sus cabellos, no cita ni una sola vez en los despachos oficiales el nombre de Fersen; los fieles de la corte se refieren sólo, en su correspondencia, a «cierta persona» a la cual se entregaron cartas. Pero nadie pronuncia su nombre; durante un siglo entero domina una sospechosa conspiración de silencio, y las primera biografías oficiales olvidan deliberadamente el mencionarlo siquiera. Por tanto, no puede uno sustraerse a la impresión de que ha sido dado tardíamente un mot d'ordre para dejar olvidado lo más radicalmente posible a ese aguafiestas de la leyenda romántica de la virtud regia.

Así la investigación histórica se halló durante largo tiempo en presencia de un difícil problema. Por todas panes encontraba imperiosos motivos de sospecha, y por todas partes el decisivo documento probatorio estaba escamoteado por manos diligentes. Basándose en el material existente -lo perdido contenía los verdaderos testimonios acusatorios-, no se podía establecer con evidencia el hecho. Forse che si, forse che no; acaso sí, acaso también no, decía la ciencia histórica en el caso Fersen mientras faltaron los más leves testimonios decisivos, y cerraba el legajo suspirando: No poseemos nada escrito ni nada impreso; por tanto, ni un único testimonio valedero en nuestra defensa.

Mas a11í donde termina la investigación severamente ligada a comprobables hechos comienza el libre y alado arte de la intuición psicológica; donde fracasa la paleografía tiene que entrar en funciones la psicología, cuyas hipótesis, construidas lógicamente, son con frecuencia más verdaderas que la desnuda verdad de documentos y testimonios. Si no tuviésemos más que documentos para hacer la Historia, ¡qué estrecha, qué pobre, qué llena de vacíos! Lo que no tiene más que un significado, lo manifiesto, es el dominio de la ciencia; lo complejo, lo que re quiere ser explicado a interpretado, es el dominio nato del arte de las almas; donde los materiales no aportan más pruebas escritas le quedan aún al psicólogo incalculables posibilidades. La intuición cabe siempre acerca de un ser humano mucho más que todos los documentos.

Pero primero examinemos una vez más los documentos. Hans Axel de Fersen, aunque corazón romántico, era un hombre ordenado. Lleva su Diario con pedantesca minuciosidad; cada mañana anota pulcramente el estado del tiempo, la presión atmosférica y, junto con estos acontecimientos meteorológicos, los políticos y los personales. Además -hombre altamente minucioso- lleva un libro de correspondencia, en el cual escribe, con sus fechas, las cartas recibidas y las enviadas. Fuera de eso, toma notas para las descripciones de su Diario, conserva metódicamente su correspondencia y es, por tanto, un hombre ideal para un investigador de Historia, pues a su muerte, en 1810, irreprochablemente ordenado, deja un registro de toda su vida, un tesoro documental incomparable.

¿Qué ocurre con este tesoro? Nada. Ya esto produce una extraña impresión. Su existencia es silenciada cuidadosamente -o, digámoslo mejor, temerosamente- por los herederos; a nadie se le permite la entrada a esos archivos, nadie está informado de que existen. Por fin, medio siglo después de la muerte de Fersen, un descendiente suyo, cierto barón de Klinkows troem, publica la correspondencia y una parte de los Diarios. Pero, cosa exrraíia, la correspondencia no está ya completa. Una serie de cartas de María Antonieta, que el libro de correspondencia designa como cartas de «Josefina» , ha desaparecido, lo mismo que el Diario de Fersen en los años decisivos, y -esto es lo más singular de todo-en las camas hay líneas enteras que han sido sustituidas por puntos.

Alguna mano ha empleado o usado la violencia con este legado. Y siempre que un material epistolar antes completo ha sido mutilado o destruido por los herederos, no nos libramos de la sospecha de que han sido oscurecidos con un desmayado fin de idealización. Pero guardémonos de opinio nes preconcebidas. Permanezcamos serenos y justos.

Faltan, pues, pasajes en las cartas y han sido reemplazados por puntos suspensivos.

¿Por qué? Habían sido hechos ilegibles en el original, afirma Klinkowstroem. ¿Por quién? Probablemente por Fersen mismo. «¡Probablemente!» Pero ¿por qué? A ello responde muy desconcertado (en una carta) Klinkowstroem que probablemente esas líneas contendrían secretos políticos o malévolas observaciones de María Antonieta sobre el rey Gustavo de Sue cia. Y como Fersen mostraba al rey todas estas cartas -¿todas?-, probablemente -¡probablemente!- habrá hecho desaparecer aquellos pas ajes. ¡Qué extraño! Las cartas, en su mayor parte, estaban cifradas y, por tanto, Fersen sólo podía presentar al rey copia de las mismas. ¿Para qué, pues, mutilarlas y hacer ilegibles los originales? Ya esto produce sospechas. Pero, como hemos dicho, prescindamos de prejuicios.

¡Investiguemos! Consideremos más despacio esos pasajes vueltos ilegibles y sustituidos por líneas de puntos. ¿Qué llama la atención de ellos? Primeramente esto: los puntos sospecho sos no aparecen casi nunca sino allí donde la carta comienza o termina. en el encabezamiento o después de la palabra « Adieu» . «Je vais finin», dice, por ejemplo, en un pasaje; por tanto he terminado con los asuntos de política; ahora viene... No, no viene nada en la edición mutilada, sino puntos, puntos y puntos. Pero si la laguna viene en medio de una carta, se presenta siempre, sorprendentemente en aquellos pasajes que nada tienen que ver con la política. Otra vez un ejemplo: «Comment va votre santé? Je parie que vous ne vous soignez pas et vous avez tort... pour moi je me soutiens mieux que je ne devrais». ¿Habrá criatura humana que sea capaz de imaginar, ahí en medio, algunas con-sideraciones políticas? O cuando la reina habla de sus hijos: «Cette occupation fait mon seul bonheur... et quand je suis bien triste, je prends mon petit garçon». Aquí, de cada mil hombres, novecientos noventa y nueve intercalarían, como texto natural en la laguna,

«desde que tú no estás aquí» y no una irónica observación sobre el rey de Suecia. Las perplejas afirmaciones de Klinkowstroem no son para tomarlas muy en serio; aquí ha sido suprimido algo muy diferente de un secreto político: un secreto humano. Por suerte, hay un medio de descubrir éste: la microfotografía puede hace visible con facilidad tales pasajes borrados. Por lo tanto, ¡vengan los originales!

Pero -¡sorpresa!- los originales no existen ya; hasta 1900 aproximadamente, es decir, durante más de un siglo, las cartas habían estado cuidadosamente conservadas y ordenadas en el castillo solariego de los Fersen. De repente han desaparecido y están aniquiladas. Pues la posibilidad técnica de descubrir sus pasajes borrados tiene que haber sido una pesadilla para el honesto barón de Klinkowstroem; así, sin más ni más, ha que -

mado las cartas de María Antonieta a Fersen poco tiempo antes de su muerte; incomparable acción digna de Eróstrato, alocada y, como además se verá, muy sin sentido. Pero Klinkowstroem quería, costara lo que costara, en el caso de Fersen, mantener la media luz en lugar de la luz plena; la leyenda en lugar de la verdad clara a incontrovertible. Ahora, pensaba él, podía morirse tranquilo, pues el «honor» de Fersen y el de la reina estaban salvados por la desaparición del testimonio epistolar.

Pero este auto de fe, según la antigua frase, era, más que un crimen, una tontería.

Primeramente, el aniquilar las pruebas es ya, en sí mismo, testimonio del sentimiento de culpabilidad, y además, una siniestra ley de criminología hace que en toda precipitada destrucción de material probatorio subsista siempre algún testimonio. Y de este modo, Alma Sódetjhelm (la distinguida investigadora de archivos, ha encontrado, al revisar el texto de los papeles que han quedado sin descubrir, la copia de una de aquellas cartas de María Antonieta, hecha por la propia mano de Fersen y que, en su tiempo, no había sido vista por los editores porque sólo existía la copia (por haber sido destruido probablemente el original por la «mano desconocida» ). Gracias a este hallazgo poseemos por primera vez, in extenso, una esquela íntima de la reina, y con ella la llave, o más bien el diapasón erótico, de todas las otras cartas. Ahora podemos sospechar lo que el melindroso editor sustituyó por puntos en las otras. Pues también en esta carta hay al final un «adieu», pero no vienen detrás tachaduras ni puntos suspensivos, sino que dice: «Adieu, le plus aimant et le plus aimé des hommes», es decir, por tanto: «Adiós, el más amante y el más amado de los hombres».

¡De qué otro modo actúa este texto sobre nosotros! ¿Se comprende ahora por qué los Klinkowstroem, los Heidenstam y todos los otros conjurados de la «pureza», que probablemente han tenido entre sus manos más de un documento de esta clase que la posteridad no conocerá jamás, se ponen tan sorprendentemente nerviosos tan pronto como se quiere investigar sin prejuicios el caso de Fersen? Pues para aquellos que comprenden los acentos del corazón no puede haber duda alguna de que una reina que le habla a un hombre tan animosamente y tan por encima de toda convención, hace tiempo que le ha dado las pruebas supremas de su cariño; esta última línea salvada suple a todas las aniquiladas. Si la destrucción en sí misma no fuera ya una prueba, estas únicas palabras que han llegado a nosotros nos traerían el conocimiento.

Pero sigamos adelante. Al lado de esta carta salvada hay también una escena de la vida de Fersen que, en el terreno psicológico, resuelve decisivamente la cuestión. Tiene lugar seis años después de la muerte de la reina. Fersen debe representar al gobierno sueco en el Congreso de Rastatt. Entonces Bonaparte le declara bruscamente al barón de Edelsheim que no negociará con Fersen, cuyas opiniones monárquicas conoce y que, además, «se ha acostado con la reina». No dice «estuvo en relaciones con ella» , sino que pronuncia provocativame nte la frase casi obscena «se ha acostado con la reina». Al barón de Edelsheim no se le ocurre defender a Fersen; también a él le parece la cosa plenamente natural. Por tanto, sólo responde, sonriéndose, que creyó que estas noticias del ancien regime hacía tiempo que estaban concluidas y que eso no tenía nada que ver con la política. Y después va a buscar a Fersen y le repite la conversación. Y Fersen, ¿qué hace?

O más bien, ¿qué tenía que haber hecho si las palabras de Bonaparte hubiesen contenido una mentira? ¿No tenía que haber defendido al ins tante a la reina difunta contra esa acusación, caso de que hubie ra sido injusta? ¿No debería haber gritado que era calumnia?

¿No debería haber retado inmediatamente a un duelo a aquel generalito corso de reciente cochura, que, además, para su acusación había elegido los términos más gráficos y groseros? ¿Le es permitido a un hombre honrado y recto dejar acusar a una mujer de haber sido su amante si realmente no lo ha sido? Ahora o nunca tiene Fersen la ocasión, y hasta el deber, de echar abajo una afirmación que circula en secreto desde hace mucho tiempo, deshacer de una vez para siempre semejante rumor.

Pero ¿qué hace Fersen? ¡Ay!, guarda silencio. Toma la pluma y anota pulcramente en su Diario toda la conversación de Edelsheim con Bonaparte, incluyendo la imputación de haberse acostado él con la reina. En la más profunda intimidad consigo mismo, no tiene palabras para atenuar esta afirmación, «infame y cínica» en opinión de sus biógrafos.

Baja la cabeza, y con es te signo presta su aquiescencia. Cuando, algunos días más tarde, las gacetas inglesas comentan este incidente y «con ello hablan de él y de la desgraciada reina», añade en su Diario: «Le qui me choqua», es decir, « lo que fue enojoso para mí».

Ésta es toda la protesta de Fersen, o más bien su no protesta. Una vez más, el silencio habla más claro que todas las palabras.

Se ve, por tanto, que lo que los timoratos herederos trataban de ocultar tan celosamente, el hecho de que Fersen hubiera sido amante de Marí a Antonieta, el amante mismo no lo negó jamás. Por docenas aparecen más y más detalles demostrativos de una porción de hechos y documentos: el que su hermana le conjure, al dejarse ver él públicamente en Bruselas con otra querida, a que haga de modo que ella (qu'elle) no sepa nada, porque se ofendería (¿con qué derecho, hay que preguntar, si no fuese su amante?); el que en el Diario esté borrado el pasaje en el que Fersen anota que ha pasado la noche en las Tullerías, en las habitaciones regias; el que, ante el tribunal revolucionario, una camarera declare que con frecuencia alguien salía secretamente del cuarto de la reina. Todo no son más que detalles, ciertamente, pero cuyo peso depende, en todo caso, de que todos concuerden entre sí de un modo tan sospechoso como claro; no obstante, el testimonio de elementos tan dispersos no sería convincente si le faltara la última y decisiva relación con el carácter de la reina. Sólo por la total fisonomía moral de una individualidad es siempre explicable su manera de proceder, pues cada acto aislado de la voluntad de un ser humano está en la más estricta dependencia causal con su naturaleza. La cuestión de la probabilidad de unas relaciones íntimamente apasionadas, o sólo llenas de respeto y convención, entre Fersen y María Antonieta está determinada, en último término, por la psicoló gica actitud total de la mujer, y, según todos los detalles acusadores, hay que preguntarse ante todo: ¿qué conducta corresponde, lógica y psicológicamente, al carácter de la reina: la libre entrega total o una temerosa negativa? Quien to examine todo desde este punto de vista no vacilará mucho tiempo. Pues, al lado de todas sus debilidades, hay en María Antonieta una gran fuerza: su valor sin dominio de sí, irreflexivo y verdaderamente soberano. Sincera hasta lo más profundo de sí misma, incapaz de toda hipocresía, esta mujer se ha colocado, en cien ocasiones mucho menos importantes, más a11á de los límites de lo convencional, indiferente a los rumores que pueden haber circulado a sus espaldas. Y si sólo alcanza verdadera grandeza en los decisivos momentos ascensionales de su destino, María Antonieta jamás fue mezquina, jamás fue cobarde, jamás colocó sobre su propia voluntad otra forma de honor o de conduc ta: la moral de la sociedad o de la corte. Y justamente al tratarse de la única persona a quien ama de verdad, ¿debía esta mujer valiente representar de repente un papel de gazmoña, de tímida, de honrada esposa de su Luis, a quien sólo está unida no por amor, sino por razón de Estado? ¿Debía haber sacrificado su pasión a prejuicios sociales, en medio de una época apocalíptica, cuando se disolvían todos los lazos de disciplina y orden en la salvaje embriaguez de las convulsiones de la proximidad de la muerte, en medio de todos los espantos de una sociedad en agonía? Ella, a quien nadie podía domar ni detener, ¿debía haberse retenido ella misma ante la más natural y femenina forma de la sensibilidad. a causa de un fantasma. de una unión conyugal que nunca había sido otra cosa sino la caricatura de un verdadero matrimonio, a causa de un hombre a quien nunca conoció como tal, por una moral que odió desde siempre, con todo el instinto de libertad de su naturaleza indomable? A quien quiera creer esta cosa increíble no es posible negarle el derecho a ello. Pero no deforman la imagen de la reina los que atribuyen a María Antonieta osadía a irreflexión en su única pasión amorosa, plena y libre, sino los que quieren adjudicar a esta mujer impávida un alma apagada, miedosa, encogida por toda suerte de miramientos y cautelas, que no se atreve a ir hasta el final y reprime en sí su naturaleza. Mas para todos aquellos que no pueden comprender un carácter si no es como unidad, es completamente incomprensible que María Antonieta, lo mismo que con toda su alma desengañada, no haya sido también con su cuerpo, largo tiempo profanado y burlado, la amante de Hans Axel de Fersen.

Pero ¿y el rey? En todo adulterio, la tercera persona, la engañada, representa el papel delicado, penoso y ridículo, y, en interés de Luis XVI, pueden haber sido ensayados buena parte de los ulteriores oscurecimientos de aquella relación triangular. En realidad, Luis XVI no fue en modo alguno un cornudo ridículo, pues conoció sin duda alguna estas relaciones de Fersen con su mujer. Saint -Priest lo dice expresamente: «Había encontrado medio y manera de llevarlo hasta el punto de que acepta ra sus relaciones con el conde Fersen».

Esta interpretación se acomoda perfectamente con el cuadro de la situación. Nada era más extraño a María Antonieta que la hipocresía y disimulación; un cazurro engaño a su esposo no corresponde con su conducta espiritual, y tampoco la promiscuidad indecente, con tanta frecuencia usada, esa fea comunidad simultánea entre esposo y amante, no puede pensarse de ella, dado su carácter. Es indudable que, tan pronto como se establecieron sus relaciones con Fersen -relativamente tarde, lo más probable sólo entre los quince y los veinte años de su matrimonio-, María Antonieta cortó las relaciones corporales con su esposo; esta sospecha, puramente psicológica, es sorprendentemente confirmada por una carta del imperial herma no de la reina, el cual ha sabido, no sabemos cómo, en Viena, que su hermana quiere retirarse del comercio con Luis XVI después del nacimiento de su cuarto hijo; la fecha concuerda exactamente con el comienzo de sus relaciones más estrechas con Fersen. Aquel a quien le guste ver claro, verá con claridad esta situación. María Antonieta, casada por razón de Estado con un hombre sin ningún atractivo, a quien no ama, reprime durante años su necesidad espiritual de amor en obsequio de estos deberes conyugales. Pero tan pronto como ha dado a luz dos hijos varones, cuando, por tanto, ha proporcionado a la dinastía herederos al trono de indudable sangre borbónica, siente como terminados sus deberes morales para con el Estado, la ley y la familia y se cree por fin libre. Al cabo de veinte años sacrificados a la política, esta mujer, tan castigada en la última y trágicamente emocionante hora, se refugia en su puro y natural derecho de no negarse por más tiempo al hombre desde hace mucho tiempo amado, que para ella, en un solo sujeto, es ami go y amante, confidente y compañero, animoso como ella mis ma y dispuesto, por su afán de sacrificio, a corresponder al que ella le hace. ¡Qué pobres son todas las artificiales hipótesis de una reina dulzonamente virtuosa frente a la clara realidad de su conducta y cuánto rebajan su valor humano y su dignidad espiritual precisamente aquellos que quieren defender incondicionalmente el regio « honor» de esta mujer! Pues jamás una mujer es más honrada y noble que cuando cede plena y libremente a unos sentimientos que no la engañan, probados durante años; jamás una reina es más reina que cuando procede humanamente.

LA ÚLTIMA NOCHE EN VERSALLES

Rara vez, en la milenaria Francia, las sementeras maduraron tan rápidamente como en este verano de 1789. El trigo eleva rápidamente sus tallos, pero con mayor celeridad aún, después de haber sido abonadas una vez con sangre, crecen las impacientes semillas de la Revolución. Abusos de largos decenios, injusticias de siglos, son suprimidos de una sola plumada; ahora es derribada la otra Bastilla, la invisible, en la cual, aprisiona dos con cadenas por sus reyes, estaban los derechos del pueblo francés. El 4 de agosto se viene abajo, en medio de ilimitados clamores de júbilo, la antiquísima fortaleza del feudalismo; los nobles renuncian a la servidumbre personal y a los diezmos de sus vasallos; los príncipes de la Iglesia, a los censos y gabelas sobre la sal; son declarados libres los aldeanos, libres los ciudadanos, libre la prensa; son proclamados los Derechos del Hombre; todos los sueños de Jean-Jacques Rousseau son realizados en este verano. Los vidrios de las ventanas vibran, ya por el júbilo, ya por las disputas, en esta sala de los Menus Plaisirs (destinada por los reyes para sus diversiones, por el pueblo para la reivindicación de sus derechos); a una distancia de cien pasos se oye ya el incesante zumbido de esta colmena humana. Pero mil pasos más allá, en el gran palacio de Versalles, reina un sobrecogido silencio. Espantada, mira la corte por las ventanas a este estrepitoso huésped que, aunque lo hayan llamado sólo para dar consejo, se siente ya dispuesto a desempeñar el papel de amo del soberano. ¿Cómo enviar otra vez a su casa a este aprendiz de brujo? Lleno de perplejidad, se aconseja al rey con sus consejeros, que se contradicen unos a otros; lo mejor, piensan la reina y el rey, será esperar hasta que esta tempestad se haya calmado por sí misma. Mantenerse ahora tranquilos y permanecer en último término. Basta con ganar tiempo y todo está ganado.

Pero la Revolución quiere ir hacia delante, tiene que ir hacia delante si no ha de quedar ahogada por la arena, pues una revolución se mueve como la corriente de un río.

Detenerse sería para ella fatal, retroceder sería su fin; tiene que exigir cada vez más para afirmarse; tiene que conquistar para no ser vencida. El redoble de tambores para este infatigable avance lo dan los periódicos; esos niños, esos pilluelos de la calle de la Revolución corren estrepitosos y desenfrenados precediendo al verda dero ejército. Una simple plumada ha dado libertad a la palabra escrita y hablada, la cual, en su primera superabundancia, se entrega siempre a la brutalidad y a los excesos. Aparecen diez, veinte, treinta, cincuenta periódicos. Mirabeau funda uno. Desmoulins, Brissot, Loustalot, Marat, tienen los suyos, y como cada uno bate el tambor para encontrar lectores y el uno quiere sobrepujar al otro en patriotismo ciudadano, arman el estrépito más desconsiderado; en todo el país no se les oye más que a ellos. Gritar lo más alto posible, alborotar lo más rudamente posible, cuanto más mejor, y a acumular todos el odio contra la corte. El rey piensa en hacer traición, el gobierno impide que traigan trigo, regimientos extranjeros avanzan ya para hacer disolver las asambleas, amenaza una nueva noche de San Bartolomé. ¡Despierta, ciudadano! ¡Despierta, patriota! ¡Rataplán, rataplán, rataplán!, los periódicos redoblan día y noche en sus tambores, infundiendo miedo, desconfianza, furor y exasperación en millones de corazones. Y detrás de estos tambores se encuentra ya en pie, con picas y sables, y sobre todo armado de un ilimitado enojo, el hasta ahora invisible ejército del pueblo francés.

Para el rey todo va demasiado aprisa; para la Revolución, con demasiada lentitud, porque aquel hombre corpulento y prudente no puede guardar el paso con el ardiente avanzar de tan jóvenes ideas. Versalles vacila y dilata; por tanto, ¡adelante, París!, pon término a estas interminables negociaciones, a estos insoportables regateos entre el rey y el pueblo, así retumba en el tambor de los periódicos. Tienen cien mil, doscientos mil pu-

ños, y en los arsenales hay fusiles, esperan los cañones; ve por ellos y ve por el rey y la reina a Versalles; cógelos fuertemente en tus manos y con ello tendrás también to propio destino. En el cuartel general de la Revolución, en el palacio del duque de Orleans, en el Palais Royal, es da da la orden: ya está todo preparado, y uno de los tránsfugas de la corte, el marqués de Huruge, prepara ya en secreto la expedición.

Pero entre el palacio y la ciudad se tienden oscuras vías sub terráneas. Los patriotas en los clubes, por medio de criados sobornados, saben todo lo que ocurre en el palacio, y el palacio, a su vez, conoce, por sus agentes, el ataque planeado. Se decide, pues, en Versalles pasar a la acción, y, supuesto que los soldados franceses no son bastante de fiar contra sus conciudadanos, se encarga un regimiento flamenco para protección del palacio. El 1° de octubre, las tropas se trasladan de sus cantones permanentes a Versalles y, para hacerlos entrar en calor, les prepara la corte un solemne recibimiento. La gran sala de la ópera es dispuesta para un banquete y, sin consideración a que en París reina extremada carencia de subsistencias, no se economizan los buenos manjares y el vino; también la fidelidad, lo mismo que el amor, pasan frecuentemente a través del estómago.

Para inflamar aún más especialmente a las tropas en favor de sus reyes -honor hasta entonces nunca visto-, el rey y la reina, con el delfín en brazos, se dirigen a la sala del festín.

María Antonieta no ha sabido nunca el provechoso arte de ganar el favor de las ge ntes por medio de una consciente habi lidad, cálculo o lisonja. Pero la naturaleza ha impreso en su cuerpo y en su alma cierta altivez, que actúa seductoramente sobre todos los que por primera vez la encuentran: ni los individuos ni la masa pudieron nunca sustraerse a esta extraña magia de la primera impresión (la cual desaparecía después con más inmediato conocimiento). También esta vez, al aparecer esta hermosa mujer joven, llena de grandeza y al mismo tiempo amable, oficiales y soldados saltan entusiasmados de sus asientos, sacan de la vaina las espadas, lanzando un mugiente viva en honor del soberano y de la soberana y olvidando probablemente, al hacerlo, el que está prescrito también para la nación. La reina pasa por medio de las filas. Sabe sonreír encantadoramente, ser amable de una manera asombrosa y que no la obliga a nada; sabe, como su autocrática madre, como su hermano, como casi todos los Habsburgos (y este arte se ha seguido heredando en la aristocracia austríaca), en medio de un interno a inconmovible orgullo, ser cortés y complaciente hasta con la gente más humilde, sin producir por eso efecto de rebajamiento. Con una sonrisa sinceramente feliz (pues ¿cuánto tiempo hace que no ha oído gritar ese «Vive la Reine!»?) rodea con sus niños la me sa del banquete, y la vista de esta mujer bondadosa, llena de gracia y verdaderamente regia que viene, como huésped, junto a ellos, groseros soldados, traspone a oficiales y tropa hasta el éxtasis de la fidelidad monárquica: en aquella hora, cada cual está dispuesto a morir por María Antonieta. Pero también la reina está encantada al dejar aquella ruidosa compañía; con el vino de bienvenida que le fue ofrecido ha vuelto a beber también el dorado licor de la confianza: todavía hay fidelidad, todavía hay seguridad para el trono de Francia.

Pero desde el día siguiente redoblan, ya ensordecedores, los tambores de los periódicos patrióticos (¡rataplán!, ¡rataplán!, ¡rataplán!); la reina y la corte han comprado asesinos contra el pueblo. Han embriagado a los soldados con vino tinto para que viertan dócilmente la raja sangre de sus conciudadanos: oficiales con alma de esclavos han arrojado al suelo la escarapela tricolor, la han pisoteado y profanado; han cantado canciones serviles, y todo ello bajo la provocadora sonrisa de la reina. ¿Seguís sin fijaros aún en esto, patriotas? Quieren caer sobre París; los regimientos están ya en marcha. Por tanto, ¡arriba ahora, ciudadanos! ¡Alzaos para el último combate, para el decisivo! Reuníos, patriotas -¡rataplán!, ¡rataplán!, ¡rataplán!

Dos días más tarde, el 5 de octubre, estalla la revuelta en París. Estalla, y pertenece a los muchos secretos impenetrables de la Revolución francesa el saber realmente cómo se originó. Pues esta revuelta en apariencia espontánea se nos muestra co mo una maravilla de organización y cálculo previsor, tan insuperablemente montada. desde el punto de vista político, que el disparo parte, con toda precisión y derechamente, desde el debido punto de arranque hasta alcanzar la debida meta, en forma que unas manos muy prudentes, muy sabias, muy hábiles y ejercitadas tienen que haber mediado en ello. Ya fue una idea genial -digna de un psicólogo como Choderlos de Lacios, el cual dirigía en el Palais Royal, por cuenta del duque de Orleans, la campaña contra la corona - no querer ir con un ejército de hombres, sino con una masa de mujeres, a buscar al rey a Versalles.

A los hombres se los puede llamar insurrectos y rebeldes; contra los hombres dispara obediente un soldado bien disciplinado. Pero las mujeres no intervienen en los levantamientos populares sino sólo como por desesperación; ante sus pechos se hace atrás, acobardada, la más aguda bayoneta, y, además, los instigadores saben que un hombre tan temeroso y sentimental como el rey no dará nunca la orden de dirigir los cañones contra las mujeres. Por tanto, primero tender cuanto se pueda la excitación popular, haciendo

-no se sabe, de nuevo, con qué manos ni con qué poder- que durante dos días esté artificialmente interrumpido el servicio de pan en París, a fin de que se origine un hambre, el único y característico resorte impulsivo del enojo popular. Y después, tan pronto como el tor bellino se pone en movimiento, ¡a toda prisa, las mujeres delante!, ¡las mujeres en las avanzadas y en primera línea!

En realidad es una mujer joven, y hasta se afirma que tenía las manos ricamente cargadas de anillos, quien en la mañana del 5 de octubre irrumpe en un cuerpo de guardia y se apodera de un tambor. En un instante se reúne tras ella un cortejo de mujeres, rápidamente acrecentado, que lanza grandes gritos en demanda de pan. Con ello está iniciada ya la revuelta; pronto se mezclan entre la muchedumbre algunos hombres disfrazados, que dan a este mugiente río la predeterminada dirección: ¡al Ayuntamiento!

Media hora después es tomado por asalto: pistolas, picas y hasta dos cañones son a11í capturados, y de repente -¿quién lo ha llamado, quién ha influido en él?- aparece allí un jefe, de nombre Maillard, que forma un ejército con esta desordenada y espontánea masa y la incita a marchar sobre Versalles, aparentemente para ir en busca de pan, en realidad para traer al rey a París. Como siempre, demasiado tarde -es el destino de este hombre noble y crédulo, honrado y torpe, llegar siempre una hora después de los acontecimientos-, viene La Fayette, el comandante de la Guardia Nacional, montado en su caballo blanco. Su misión era evidentemente impedir la partida -y quería cumplirla honradamente-, pero sus soldados no le obedecen. De este modo, no le queda otra cosa que hacer sino marchar, con sus guardias nacionales, detrás de la tropa de mujeres, para cubrir posteriormente la franca rebelión con una apariencia de legalidad. No es ninguna función noble, y así lo sabe el viejo amigo de la libertad, y no está contento de la tarea.

Sobre su célebre caballo trota La Fayette, con humor sombrío, detrás de la banda de mujeres de la Revolución -símbolo de la fría, lógicamente calculadora a impotente razón humana, que en vano se esfuerza por dirigir la magnífica a ilógica pasión de los elementos.

La corte de Versalles no sospecha nada hasta mediodía del peligro con millares de cabezas que se le viene encima. Como todos los días, el rey ha hecho ensillar su caballo de caza y ha cabalgado hacia los bosques de Meudon; la reina, como todos los días, por la mañana temprano se ha dirigido a pie y sola a Trianón. ¿Qué debe hacer en Versalles, en el gigantesco pala cio, del cual se han alejado hace ya tiempo la corte y los mejores amigos, y al lado del cual, en la Asamblea Nacional, cada día presentan los factieux nuevas proposiciones odiosas contra ella? ¡Ay!, está cansada de todas esas amarguras, de esta lucha en el vacío cansada de los hombres, cansada de ser reina. Sólo descansar ahora, sólo permanecer tranquila un par de ho ras, sin testigos, muy lejos de toda política, en el parque otoñal, en cuyas hojas el sol de octubre pone reflejos de cobre. Sólo quiere coger tranquilamente las últimas flores de los bancales antes que venga el invierno, el terrible invierno, y acaso también dar de comer a las gallinas y a los chinescos peces dorados del estanque pequeño. Y después reposar, reposar por fin de todas las excitaciones y contrariedades; no hacer nada, no querer nada. sino sentarse, con ociosas manos, en la gruta, con un sencillo traje matinal, con un libro abierto sobre el banco, y sentir en su propio corazón la gran fatiga de la naturaleza y del otoño.

Así está sentada la reina en el banco de piedra de la gruta -hace mucho tiempo quedó olvidado que antes se la llamaba la «gruta del amor»- y ve venir un paje por el camino con una carta en la mano. Se levanta y sale a su encuentro. La carta es del ministro Saint-Priest y anuncia que el populacho marcha contra Versalles; inmediatamente debe regresar al palacio la reina. Con toda celeridad recoge el sombrero y su abrigo y se pone en marcha, con su paso que se conserva siempre joven y leve, y camina con tal rapidez que probablemente no tiene ni una sola mirada para aquel palacete querido y aquel paisaje, construido artificialmente con tan juguetón esfuerzo. Pues ¿cómo podría sospechar que estaba viendo por última vez en su vida estas suaves praderas, estas delicadas colinas, con el templo del amor y el otoñal estanque, que este paseo era ya su despedida eterna?

En palacio, María Antonieta encuentra a los señores de la nobleza y a los ministros en perpleja agitación. Sólo se sienten inciertos rumores del levantamiento de París, que han sido traídos por un servidor venido a toda prisa, y todos los mensajeros salidos después han sido detenidos en el camino por las mujeres. He aquí que, finalmente, llega a todo galope un jinete, salta de su espumeante caballo y se precipita rápido por la escalera de mármol: es Fersen. A la primera señal de peligro, siempre dispuesto al sacrificio, ha saltado sobre la silla y a todo galope se ha adelantado al ejército femenino a las «ocho mil Judiths» , como las llama patéticamente Camille Desmoulins, para estar al lado de la reina en el momento del peligro. Por fin llega también el rey al consejo. Lo han encontrado en el bosque, cerca de la puerta de Châtillon, y tuvo que ser perturbado en su placer favorito. Con enojo, consignará aquella noche en su Diario los resultados de su desdichada caza con esta advertencia: «Interrumpida por los acontecimientos» .

Ahora se encuentra allí, abrumado, con angustiados ojos, y cuando todo está ya perdido, cuando en el aturdimiento general se han olvidado de cortar el paso por el puente de Sèvres a la avant-garde de la rebelión, comienzan a celebrar consejo. Quedan todavía dos horas, todavía sobraría tiempo para tomar una resolución enérgica. Un ministro propone que el rey monte a caballo y, al frente de los dragones y de los regimientos flamencos, corra al encuentro de las masas indisciplinadas; su sola aparición forzaría a volverse atrás a las femeninas hordas. Los más prudentes aconsejan, a su vez, que el rey y la reina deben dejar al instante el palacio y trasladarse a Rambouillet, con lo cual caería en el vacío el pérfido golpe proyectado contra el trono. Pero Luis, eterno indeciso, vacila.

Otra vez deja que los acontecimientos, por su incapacidad de resolver, vengan a su busca, en vez de salir él a su encuentro.

La reina, mordiéndose los labios, se alza en medio de estas gentes perplejas, ninguna de las cuales es un hombre verdadero. Por instinto, saben que todas las violencias proyectadas contra ellos tienen que alcanzar buen éxito, porque desde que fue vertida la primera sangre todos tienen miedo de todo: «Toute cette révolution n'est qu'une suite de la peur». Pero ¿cómo puede ella sola tomar sobre sí la responsabilidad de todos y de todo? Abajo, en el patio, están enganchadas las carrozas, y en menos de una hora la familia real, con los ministros y la Asamblea Nacional, que ha jurado seguir al rey a todas partes, podrían estar en Rambouillet. Pero el rey no acaba de decidirse a dar la señal de partida. Con energía creciente lo acosan los ministros; Saint-Priest, más que ninguno.

« Sire, si mañana llevan a Vuestra Majestad a París, está perdida la corona.» Necker, a quien importa más su popularidad que la conservación de todas las monarquías, a su vez lo contradice, y entre ambas opiniones permanece el rey, como de costumbre, a modo de un péndulo que oscila sin voluntad. Va anocheciendo y aún siguen piafando abajo, impacientes, los caballos bajo una tempestad que ha descargado mientras canto; los lacayos esperan en las portezuelas desde hace varias horas, y todavía se sigue deliberando en el consejo.

Pero he aquí que asciende ya, amenazante, un confuso rumor de centenares de voces que llegan por la Avenida de París. Ya están ahí. Con las faldas echadas sobre la cabeza para pro tegerse de la torrencial lluvia, sombría masa de millares de rostros en la oscuridad de la noche, avanzan con pesados pasos las amazo nas de los mercados. La guardia de la Revolución está a las puertas de Versalles. Es demasiado tarde.

Mojadas hasta los huesos, hambrientas y tiritando, con el calzado cubierto del empapado lodo del camino, llegan ahora las mujeres. Estas seis horas de marcha no fueron ningún paseo placentero, aunque por el camino hayan asaltado los despachos de aguardiente, calentándose así un poco los zurrientes estómagos. Las voces de las mujeres atruenan, agudas y roncas, y lo que gritan suena de modo poco amable para la reina. Su primera visita es para la Asamblea Nacional. Está en sesión desde por la mañana temprano, y para muchos de sus miembros, adeptos al duque de Orleans, no es totalmente inesperada esta marcha de amazonas.

Primeramente, las mujeres no le piden más que pan a la Asamblea Nacional; conforme al programa, ni una sola palabra al principio respecto al traslado del rey a París. Se decide enviar a palacio una delegación de mujeres, acompañadas por el presidente Monnier y algunos diputados. Las seis mujeres elegidas se dirigen a palacio; los lacayos abren cortésmente las puertas a estas modistas, pescaderas y ninfas de la calle. Con todos los honores, la extraña comisión es llevada arriba, por la gran escalera de mármol, hasta las estancias que en otros tiempos sólo debían ser pisadas por nobles de sangre azul siete veces probada. Entre los diputados que acompañan al presidente de la Asamblea Nacional está también cierto señor de buen tipo, corpulento, con aspecto jovial, que no llama precisamente la atención. Pero su nombre da una simbólica importancia a este primer encuentro con el rey. Pues con el doctor Guillotin, diputado por París, la guillotina ha hecho su primera visita a la corte el día 5 de octubre de 1789.

El bondadoso Luis recibe tan amablemente a las damas, que la oradora, una muchacha que ofrece flores, y probablemente algo más, a los habitués del Palais Royal, cae desmayada de puro aturdimiento. Le prodigan cuidados; el bondadoso padre del país abraza a la asustada muchacha; promete a las encantadas mujeres pan y todo lo que quieran, y hasta pone a su disposición, para el regreso, sus propias carrozas. Todo parece haber resultado perfectamente; pero abajo, excitado por agentes secretos, el mujerío recibe con gritos de furor a su propia delega ción, reprochándoles que se han dejado comprar por dinero y pagar con embustes. No es para volver trotando a casa, con el estómago zurriendo de hambre, sólo alimentadas con vanas promesas, para lo que han venido pateando, durante seis horas, desde París, en medio de un diluvio. No; permanecerán aquí y no volverán a sus casas antes de llevarse consigo a París al rey, a la reina y a toda la banda; ya los desacostumbrarán a11í de sus artimañas y engaños. Sin respeto alguno penetran las mujeres en la Asamblea Nacional para dormir a11í, mientras que algunas de entre ellas, sobre todo las profesionales, y antes que ninguna Théroigne de Méricourt, se muestran complacientes con los soldados de los regimientos flamencos.

Siniestros rezagados vienen a aumentar todavía más el número de insurgentes; peligrosas figuras se deslizan a lo largo de las verjas, a la incierta y escasa luz de las linternas de aceite.

Arriba, la corte no ha decidido nada todavía. ¿No sería aún preferible huir? Pero ¿cómo atreverse a pasar, con las pesadas carrozas, a través de aquella excitada muchedumbre?

Es dema siado tarde. Por fin, hacia medianoche, se oyen a lo lejos tambores; se acerca La Fayette. Su primera visita se la hace a la Asamblea Nacional; la segunda, al rey. Aunque se inclina con respetuoso rendimiento y dice: « Sire , estoy aquí para traeros mi cabeza como garantía de la de Vuestra Majestad», nadie le da las gracias, y menos que nadie María Antonieta. El rey declara que ya no tiene intención de partir ni de alejarse de la Asamblea Nacional. Ahora parece todo en orden. El rey ha dado su pala bra; La Fayette y las fuerzas armadas de la nación están en su puesto para protegerlo; por tanto. los diputados se van a sus casas, los guardias nacionales y los insurrectos buscan protección contra la lluvia, que cala hasta los huesos, en los cuarteles e iglesias, y hasta bajo los arcos de las puertas y en los escalo nes cubiertos de bóveda. Poco a poco se extinguen las últimas horas y, después de haber visitado una vez más todos los puestos, se acuesta La Fayette a las cuatro de la madrugada (aunque ha prometido velar por la seguridad del rey) en el hotel de Noailles. También los reyes se retiran a sus habitaciones; no sospechan que es la última vez que se tienden a descansar en el palacio de Versalles.

EL CARRO FÚNEBRE DE LA MONARQUÍA

El antiguo poder, la realeza y sus guardianes, los aristócratas, se han retirado a dormir.

Pero la Revolución es joven, tiene sangre caliente a impetuosa, no necesita ningún reposo y espera, impaciente, el nuevo día y el momento de la acción. En torno a las hogueras, en medio de las calles, se agrupan los soldados de la insurrección de París que no han encontrado ningún abrigo; nadie puede explicar por qué motivo, realmente, se encuentran aún en Versalles y no en su casa, en sus lechos, ya que el rey ha dado palabra y prometido obediencia a todo. Pero una voluntad subterránea retiene y domina a esta inquieta muchedumbre. De un lado a otro, entrando y saliendo por las puertas, van y vienen unas figuras sombrías, portadoras de mensajes secretos, y a las cinco de la mañana, cuando aún está el palacio sumido en la oscuridad y el sueño, algunos grupos, guiados por experta mano, se deslizan dando rodeos, pasando por el patio de la capilla, hasta debajo de las ventanas del palacio. ¿Qué quieren? ¿Y quién dirige a estas figuras sospechosas? ¿Quién las conduce, quién las impulsa hacia un fin todavía descono cido, pero bien calculado? Los impulsores permanecen des conocidos; el duque de Orleans y el hermano del rey, el conde de Provenza, han preferido no pasar aquella noche en palacio

-sabiendo quizá por qué-, al lado de su legítimo soberano. En todo caso, de repente suena un disparo; uno de esos disparos provocadores, siempre necesarios para iniciar una deseada colisión. Al punto, por todas partes se precipitan los subleva dos; a docenas, a cientos, a millares; armados de picas, azadas y fusiles, regimientos de mujeres y de hombres disfrazados de mujeres. El ataque tiene una dirección muy clara: ¡hacia las habitaciones de la reina! Pero ¿cómo es posible que las pescadoras de París, las damas de los mercados, que jamás han puesto los pies en Versalles, encuentren con tan maravillosa seguridad y al instante la dirección debida en este palacio, absolutamente inabarcable con la mirada, con sus docenas de escaleras y centenares de habitaciones? De pronto, las oleadas de mujeres y de hombres disfrazados ascienden por la escalera de las habitaciones de la reina. Algunos guardias de corps intentan impedirles la entrada; dos son arrojados al suelo y bárbaramente asesina dos; un gran hombre barbudo corta, en el mismo sitio, las cabezas de los cadáveres, las cuales pocos minutos después se agitan goteando sangre en el extremo de picas gigantescas.

Pero los sacrificios han cumplido con su deber. Sus agudos gritos de muerte han despertado a tiempo el palacio. Uno de los tres guardias de corps se ha arrancado de manos de los atacantes, corre, aunque herido, por las escaleras arriba, atruena con sus gritos la hueca concha de má rmol del palacio: «¡Salvad a la reina!».

Este grito, en efecto, la salva. Una camarera, llena de espanto, se precipita en la habitación de la reina para avisarla. Ya retumban fuera, bajo el golpe de picos y hachas, las puertas, velozmente atrancadas por los guardias de corps. Ya no queda tiempo para ponerse medias ni zapatos; sólo se echa María Antonieta una bata sobre la camisa y un chal sobre los hombros. De este modo, descalza, con las medias en la mano, corre, con el corazón palpitante, por el pasillo que conduce al Oeil de boeuf y de este dilatado recinto a las habitaciones del rey. Pero ¡espanto!, la reina y sus camareras golpean desesperadamente con sus puños, golpean y golpean, pero la despiadada puerta permanece cerrada. Durante cinco minutos, cinco minutos mortalmente largos, mientras que ya allí, al lado, aquellos asesinos a sueldo descerrajan las habitaciones y registran lechos y arma rios, tiene que esperar la reina, hasta que por fin un criado oye los golpes al otro lado de la puerta y viene a libertarla; sólo ahora puede refugiarse María Antonieta en las habitaciones de su esposo; al mismo tiempo que la gouvernante trae al delfín y a Madame Royale, la hija de la reina. La familia está reunida; la vida. salvada. Pero nada más que la vida.

Por fin se despierta también el durmiente que no hubiera debido hacer su sacrificio a Morfeo aquella noche y a quien despectivamente, desde esta hora, se le colgará el remoquete de «General Morfeo». La Fayette ve las culpas de su frívola credulidad; sólo con ruegos y súplicas, no ya con la autoridad del jefe que manda, puede salvar de ser degollados a los guardias de corps prisioneros, y sólo a cambio de los más extraordina rios esfuerzos hace salir al populacho de las cámaras de palacio. Ahora, tan pronto como el peligro ha pasado, aparecen también, afeitados y empolvados, el conde de Provenza, el hermano del rey, y el duque de Orleans; extrañamente, muy extrañamente, la excitada multitud les abre, con respeto, calle. Pue de comenzar el consejo de la corona. Pero ¿qué se puede aún acordar? La muchedumbre de diez mil sublevados tiene el palacio entre sus negras manos manchadas de sangre como si fuese un cascaroncito de nuez, delgado y quebradizo; de este abrazo no hay ya posibilidad de huir ni de escapar. Están acabadas las negociaciones y los tratos del vencedor con el vencido; gritando con millares de voces, la masa hace retumbar al pie de las ventanas la exigencia que ayer y hoy le han sugerido secretamente, murmurando en su oído, los agentes de los clubes: « ¡El rey a Paris! ¡El rey a París!» . Las vidrieras vibran con el rebotar de las amenazadoras voces, y los retratos de los antepasados regios se estremecen de espanto en las paredes del viejo palacio.

Ante este grito que ordena imperiosamente, el rey dirige a La Fayette una mirada interrogadora. ¿Debe obedecer o, más bien, le es indispensable obedecer? La Fayette baja los ojos. Desde ayer, este ídolo del pueblo sabe que está destronado. El rey espera todavía alcanzar una dilación; para contener a esta muchedumbre alborotada, para arrojar un bocado a su delirante hambre de triunfo, determina mostrarse al balcón. Apenas aparece el buen hombre, cuando la muchedumbre estalla en vivos aplausos: aclama siempre al rey cuando ha triunfado sobre él. ¿Y cómo no aclamarlo cuando un soberano se presenta ante el pueblo con la cabeza descubierta y mira amablemente hacia el patio donde precisamente acaban de cortarles la cabeza como a terneras en el matadero a dos de sus partidarios y las han insertado en picas? Pero a aquel hombre flemático, que no se acalora ni por cuestiones de honor, no le es, en realidad, difícil ningún sacrificio moral; y si, después de esta autohumillación, el pueblo se hubiera ido tranquilo hacia sus casas, probablemente habría montado a caballo una hora después para proseguir sosegadamente la caza, para indemnizarse de lo que ayer tuvo que perder a causa de los

«acontecimientos». Sin embargo, al pueblo no le basta con este triunfo: en la embria guez del sentimiento de su valer, quiere un vino aún más ardiente, aún más fuerte. ¡También debe asomarse la reina, la soberana, la dura, la descarada, la inflexible austríaca!

También ella, especialmente ella, la arrogante, debe inclinar su cabeza bajo el invisible yugo. Los gritos son cada vez más violentos, cada vez con mayor locura golpean los pies el suelo, cada vez más ardientes retumban los clamores: «¡La reina! ¡La reina! ¡Qué salga al balcón la reina!» .

María Antonieta, lívida de enojo, mordiéndose los labios, no se mueve del sitio. Lo que paraliza sus pies y hace palidecer sus mejillas no es, en modo alguno, el temor de los fusiles, acaso ya preparados para apuntar hacia ella, ni de las piedras e injurias, sino su orgullo, la heredera a indestructible altivez de esta cabeza y de estos hombros que todavía no se han inclinado jamás ante nadie. Todos se miran perplejos unos a otros. Por último

-las ventanas vibran ya con el alboroto, al punto zumbará la pedrada-, La Fayette se aproxima a ella: «Señora, es necesario para tranquilizar al pueblo». «Entonces no vacilo», responde María Antonieta, y coge a sus dos hijos de la mano, uno a la derecha y otro a la izquierda. Rígidamente alta la cabeza, los labios duramente fruncidos, así sale al balcón.

No como una suplicante que pide indulgencia, sino como un soldado que marcha al asalto, con resuelta voluntad de bien morir, sin pestañear siquiera. Se muestra, pero no saluda. Mas precisamente esa rigidez de actitud actúa dominadoramente sobre la masa.

Dos corrientes de fuerza chocan una con otra, al cruzarse las miradas de la reina y del pueblo, y con tal intensidad palpita esta tensión que, durante un minuto, reina un silencio mortal y pleno en la plaza gigantesca. Nadie sabe cómo terminará este primer intento de quietud, asombroso y terrible, tenso hasta el desgarramiento: si con aullidos de furor, con un disparo de fusil o una granizada de pedradas. Entonces sale al balcón La Fa yette, siempre valeroso en los grandes momentos, se pone al lado de la reina y, con ademán caballeresco, se inclina ante ella y le besa la mano.

Este gesto rompe instantáneamente la tensión. Se produce lo más sorprendente: «¡Viva la reina! ¡Viva la reina!» , mugen millares de voces en la plaza. E, involuntariamente, ese mismo pueblo que hace un instante se encantaba con la debilidad del rey, aclama ahora con orgullo, la inflexible pertinacia de esa mujer que ha mostrado que no viene a solicitar el favor popular con ninguna sonrisa forzada ni con ningún cobarde saludo.

En la estancia, todos rodean a la reina cuando se retira del balcón y la felicitan como si hubiese escapado de un peligro mortal. Pero la ya completamente desilusionada María Antonieta no se deja engañar por estas tardías aclamaciones del pue blo, por estos «¡Viva la reina!». Sus ojos están llenos de lágrimas cuando le dice a madame Necker: «Ya sé que nos forzarán a ir a París al rey y a mí y que llevarán delante las cabezas de nuestros guardias de corps, clavadas en sus picas».

Era justo el presentimiento de María Antonieta. El pueblo no se contenta ya con una reverencia. Primero destruirá el palacio, vidrio a vidrio y piedra a piedra, que ceder en lo que es su voluntad. No en vano los clubes han puesto en movimiento esta máquina gigantesca; no en vano han caminado seis horas bajo la lluvia aquellos millares de personas. Ya vuelven a hincharse, amenazadores, los murmullos; ya se ve que la guardia nacional, traída para proteger a la real familia, se muestra inclinada a unirse a las masas para asaltar el palacio. Entonces la corte, finalmente, cede. Arrojan, por balcones y ventanas, papeles que anuncian que el rey está decidido a trasladarse a París con su familia. El pueblo no ha exigido nada más. Ahora los soldados dejan a un lado los fusiles, los oficiales se mezclan con el pue blo. Se abrazan unos a otros; cla mores, gritos, banderas flameando sobre la muchedumbre: apresuradamente son enviadas por delante a París las picas con las sangrientas cabezas. Esta amenaza no es ya necesaria.

A las dos de la tarde son abiertas las grandes puertas de la dorada verja del palacio. Una gigantesca carreta tirada por seis caballos se lleva para siempre de Versalles, rodando sobre el traqueteante pavimento, al rey, a la reina y a toda la familia. Ha terminado todo un capítulo de la Historia Universal; mil años de autocracia regia han acabado en Francia.

Bajo una lluvia torrencial, bajo el azote del viento, había abierto su combate la Revolución el 5 de octubre para ir en bus ca del rey. Su victoria del 6 de octubre es saludada por un día resplandeciente. Otoñalmente claro el aire, el cielo de un azul de seda, ni una ráfaga acaricia las hojas de los árboles teñidas de oro; es como si la naturaleza contuviera, curiosa, el aliento para contemplar este espectáculo, único de todos los siglos, de ver cómo un pueblo rapta a su soberano. Pues ¡qué cuadro el de este regreso a la capital de Luis XVI y María Antonieta! Mitad cortejo público, mitad mascarada, entierro de la monarquía y carnaval del pueblo. Y ante todo, ¿qué nueva moda es ésta, qué extraña etiqueta? No van correos galonados trotando, como en otro tiempo, delante de la carroza del rey; no van los halconeros en sus pardos caballos, ni guardias de corps, con sus casacas cubiertas de cordones, cabalgando a derecha a izquierda del coche regio.

No va la nobleza, con trajes de gala, rodeando la carroza solemne, sino un torrente sucio y desordenado de gentes, en cuyo centro es arrebatada, flotando como un barco náufrago, la triste carreta. A la cabeza, la guardia nacional con desabrochados uniformes, no formados y en fila, sino cogidos del brazo, con la pipa en la boca, riendo y cantando, cada cual con un mollete de pan clavado en la punta de su bayoneta. Por medio, las mujeres, montadas a caballo de los cañones, compartiendo la silla con algunos galantes dragones o marchando a pie cogidas del brazo con trabajadores y soldados, como si fue sen a un baile. Tras ellos rechinan los carros cargados de harina de los almacenes reales, escoltados por dragones. E incesantemente, saltando de adelante a atrás de la cabalgata, aclamada con claros gritos por los regocijados espectadores, blande faná ticamente su sable la superiora de las amazonas: Théroigne de Méricourt. En medio de este espumeante estrépito flota, polvo rienta, la miserable y lúgubre carroza en la cual, muy estrecha mente, se amontonan, tras las semibajas cortinillas, Luis XVI, el pusilánime descendiente de Luis XIV, y María Antonieta, la hija trágica de María Teresa, con sus hijos y la gouvernante. Siguen, a igual paso de entierro, las carrozas de los príncipes reales, de la corte, de los diputados y de algunos pocos amigos que permanecen fieles: el antiguo poder de Francia arrastrado por el nuevo, que ensaya hoy, por primera vez, su fuerza irresistible.

Seis horas dura este cortejo fúnebre de Versalles a París. De todas las casas, a lo largo del camino, salen gentes a verlos. Pe ro los espectadores no se quitan con respeto el sombrero ante los tan ignominiosamente vencidos, sino que sólo se acercan silenciosos, queriendo, cada uno de ellos, poder decir que ha visto, en su humillación, al rey y a la reina. Con gritos de triunfo, las mujeres les muestran su presa: «Aquí los llevamos, al panadero, a la panadera y al mozo de la tahona. Están ahora acabadas todas nuestras hambres». María Antonieta oye todos estos gritos de odio y de befa y se acurruca profundamente en el fondo del coche, para no ver nada ni ser vista. Sus ojos están cerrados. Acaso recuerda, en este infinito viaje de seis horas, los innumerables que ha hecho por este mismo camino, alegres y ligeros, en cabriolet, co n la Polignac, para ir a un baile de máscaras, a la ópera o a alguna cena, y su regreso al romper el día. Acaso también busca con la mirada, entre los guardias a caballo, a una persona que acompaña al cortejo, disfrazada: Fersen, su único amigo verdadero. Acaso también no piense absolutamente en nada y sólo esté cansada, sólo rendida, pues lentamente, muy lentamente y de un modo inmodificable, rue dan las ruedas, ella bien lo sabe, hacia un funesto destino.

Por fin se detiene el carro fúnebre de la monarquí a a la puerta de París: aquí le espera todavía, al muerto político, una solemne ceremonia de responsorio. Al vacilante resplandor de las antorchas, el alcalde Bailly recibe al rey a la reina, y celebra como un

«hermoso día» esta fecha del 6 de octubre que para siempre hace de Luis el súbdito de los súbditos. «¡Qué hermso día- dice enfáticamente-este que permite que los parisienses posean en su ciudad a Vuestra Majestad y a su real fa milia!» Hasta el insensible rey percibe esta puntada a través de su piel de elefante, y responde brevemente: « Espero, señor, que mi residencia en París traerá la paz, la concordia y la sumisión a las leyes».

Pero todavía no dejan descansar a los mortalmente fatigados. Aún tienen que ser llevados al Ayuntamiento para que todo París pueda contemplar sus rehenes. Bailly transmite las palabras del rey: «Siempre me veo con placer y confianza en medio de los habitantes de mi buena ciudad de París», pero, al hacerlo, olvida repetir la palabra « confianza» ; sorprendente presencia de espíritu, observa la omisión la reina. Reconoce lo importante que es que, con esta palabra, «confianza», se le imponga también la obligación al sublevado pueblo. En voz alta recuerda que el rey ha expresado también su confianza.

«Ya lo oyen ustedes, señores -dice Bailly, rápidamente dueño de sí-, es aún mejor que si yo no me hubiese equivocado.»

Para acabar, llevan a la ventana a los forzados viajeros. A derecha a izquierda sostienen antorchas cerca de sus rostros, a fin de que el pueblo pueda cerciorarse de que lo que han traído de Versalles no son muñecos disfrazados, sino, realmente, el rey y la reina. Y el pueblo está totalmente entusiasmado, totalmente ebrio de su inesperada victoria. ¿Por qué no ser ahora magnánimos? El grito de «¡Viva el rey, viva la reina!», no oído desde hace mucho tiempo, retumba una y otra vez en la plaza de la Grève, y, en recompensa, les es permitido ahora a Luis XVI y a María Antonieta que se trasladen sin protección militar a las Tullerías, para descansar por fin de aquella espantosa jornada y meditar a qué profundidad han sido precipitados por el pueblo.

Los coches polvorientos y sofocantes se detienen delante de un palacio sombrío y abandonado. Desde Luis XIV, desde hace cincuenta años, la corte no ha vuelto a habitar las Tullerías, la antigua residencia de los reyes; las habitaciones están desiertas, los muebles han sido quitados, faltan camas y luces, las puertas no cierran, el aire frío penetra por los rotos vidrios de las ventanas. A toda prisa, a la luz de prestados cirios, se intenta improvisar un semidormitorio para la familia real, caída del cielo como un meteoro. «¡Qué feo es todo aquí, mamá!» , dice, al entrar, el delfín, de cuatro años y medio de edad, que ha sido criado en el esplendor de Versalles y de Trianó n, habituado a brillantes candelabros, centelleantes espejos, riqueza y suntuo sidad. «Hijo mío -responde la reina-, aquí vivió Luis XIV y se encontraba bien. No debemos ser más exigentes que él.» Sin lamento alguno, Luis el Indiferente se instala en su incómoda yacija nocturna.

Bosteza y dice perezosamente a los otros: «Que cada cual se coloque como pueda. Por mi parte, estoy satisfecho».

María Antonieta, sin embargo, no está satisfecha. Nunca considera esta morada, que no ha elegido libremente, más que como una prisión: nunca olvidará de qué humillante manera fue arrastrada hasta aquí. «Jamás se podrá creer -le escribe precipitadamente al fiel Mercy- lo que ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Por mucho que se diga, nada será exa gerado, sino que, por el contrario, quedará muy por debajo de lo que hemos visto y soportado.»

Share on Twitter Share on Facebook