EL TEMPLE

Es ya oscuru cuando la familia real llega delante del antiguo castillo de los templarios, el Temple. Las ventanas del edificio principal están iluminadas con innumerables linternas -¿no es aquél un día de fiesta popular?-. María Antonieta conoce este palacete.

Ha habitado aquí, durante los dieciocho años fr ívolos del rococó, el hermano del rey, el conde de Artois, su camara da de bailes y diversiones. Con repiqueteantes cascabeles, envuelta en preciosas pieles, fue hasta allí una vez, en invierno, catorce años hace, en un trineo ricamente decorado, para comer a toda prisa en casa de su cuñado. Hoy, unos amos de casa menos amables, los miembros de la Comuna, la invitan a que darse allí permanentemente, y, en vez de lacayos, se alzan delante de las puertas, como cuidadosos vigilantes, guardias nacionales y gend armes. La gran sala donde sirven la comida a los prisioneros es conocida por nosotros por un cuadro célebre: «Un té en casa del príncipe Conti». El mozuelo y la muchacha que entretienen en él con un concierto a una sociedad ilustre son nada menos que el niño de ocho años Wolfgang Amadeo Mozart y su hermana: música y alegría han resonado en este recinto; nobles señores, felices y gozadores de la vida, han habitado últimamente esta mansión.

Pero no es este elegante palacio, en cuyas cámaras, recubiertas de madera tallada y dorada, todavía queda quizás un suave aleteo de la argentina ligereza de las melodías de Mozart, lo que está destinado por la Comuna para residencia de María Antonieta y de Luis XVI, sino los dos tomeones antiquísimos, redondos y de puntiagudo tejado, que se alzan junto a él. Edificados por los caballeros templarios de la Edad Media, con firmes sillares, como inexpugnable fortaleza, estos tomeones, grises y tenebrosos. semejantes a la Bastilla, provocan primeramente un estremecimiento de supersticioso terror. Con sus pesadas puer tas forradas de hierro, sus escasas ventanas, sus fúnebres patios entre murallas, hacen pensar en olvidadas baladas de otros tiempos, en la Santa Vehma, en la Inquisición, en antros de brujas y cámaras de tormento. De mala gana, con tímidas miradas, contemplan los parisienses esos restos últimos de una edad de violencia, que se han mantenido en pie, del todo inútiles y por ello doblemente misteriosos, en medio de un animado barrio de pequeños burgueses: era un símbolo de elocuencia cruel destinar estos viejos y ya inútiles muros para prisión de la vieja y ya inútil monarquía.

Las siguientes semanas sirven para aumentar la inviolabilidad de esta prisión dilatada.

Se demuele una fila de casitas que rodean las tomes, son echados abajo todos los árboles del patio, para que no impidan la vigilancia por ninguna parte; además, los dos patios que rodean a las torres, pelados y desnudos, son separados por un muro de piedra de los otros edificios, de modo que hay que atravesar primero tres recintos amurallados antes de que se penetre en la verdadera ciudadela. Se levanta en todas las salidas garitas de vigilancia, y en todas las puertas interiores que dan a los pasillos de cada piso se cuida de poner barreras para forzar a cada uno de los que entren o salgan a jus tificar su personalidad ante siete a ocho guardias diferentes. Como custodios, el consejo municipal, que responde de los prisioneros, elige a diario, echando suertes, cuatro diferentes comisarios que, alternativamente, vigilen día y noche todas las habitaciones y estén obligados, por la noche, a tomar en depósito la totalidad de las llaves de todas las puertas. Fuera de ellos y de los consejeros municipales, a nadie le es permitido pene trar sin una especial tarjeta de permiso de la municipalidad dentro de todo el recinto fortificado del Temple; ningún Fersen ni ningún otro amigo complaciente puede acercarse ya a la real familiar la posibilidad de hacer pasar cartas y de ponerse en contacto con los de fuera está -o por lo menos lo parece irrevocablemente excluida.

De modo más grave hiere aún a la real familia otra medida de precaución. En la noche del 19 de agosto se presentan los funcionarios municipales con la orden de sacar de allí a todas las personas que no pertenezcan a la real familia. Especialmente dolorosa para la reina es la despedida de madame de Lamballe, que, estando ya en seguro refugio, había vuelto vo luntariamente de Londres para testimoniar su amistad en la ho ra del peligro.

Ambas presienten que no volverán nunca a verse; en esta despedida, no presenciada por ningún testigo, tiene que haber sido cuando María Antonieta, como única muestra de cariño, le regaló a su amiga aquel mechón de cabellos, encerra dos en un anillo, con esta trágica inscripción: «Encanecidos por la desgracia», y que más tarde se halló sobre el despedazado cadáver de la asesinada princesa. También la preceptora, madame de Tourzel, y su hija tuvieron que ser trasladadas de esta prisión a otra especial, a la Force; lo mismo que los acompañantes del rey: sólo un ayuda de cámara le es dejado para servir a su persona. Con ello queda destruida la última apariencia y brillo de una corte, y, en adelante, las personas de la familia real, Luis XVI, María Antonieta, sus dos hijos y la princesa Elisabeth, se hallan consigo mismas, solas por completo.

El temor de un acontecimiento es, en general, más insoportable que el acontecimiento mismo. Por mucho que la prisión signifique una humillación para el rey y la reina, ofrece, en primer lugar, cierta seguridad a sus personas. Los gruesos muros que los rodean, los patios cerrados de barricadas, los puestos de guardia con los fusiles permanentemente cargados, cierto que impiden toda tentativa de fuga, pero protegen, al mismo tiempo, contra todo ataque imprevisto. Ya no necesita la real familia, como en las Tullerías, acechar a diario y a cada hora todo rebato de campanas y redobles de tambores para saber si hoy o mañana hay que aguardar algún ataque. En este torreón solitario es la misma distribución de tiempo, ayer como hoy, el mismo aislamiento seguro y tranquilo y el mismo alejamiento de todos los sucesos del mundo. El gobierno de la ciudad hace, al principio, todo lo posible para cuidar del bienestar puramente material de la real familia prisionera; despiadada en la lucha, la Revolución, según su última voluntad, no es inhumana. Después de cada duro golpe, vuelve a suspender otra vez su marcha durante un momento, sin sospechar que precisamente estas pausas, estas aparentes renuncias, hacen aún más sensible para los vencidos su derrota. Los primeros días después del traslado al Temple se esfuerza la municipalidad por presentar su prisión a los prisioneros como lo más aceptable posible. La gran torre es empapelada de nuevo y provista de muebles; se prepara todo un piso con cuatro habitaciones para el rey; cua tro habitaciones para la reina, su cuñada madame Elisabeth y los niños. Pueden en todo momento salir de la lúgubre y moho sa tome, ir a pasear por el jardín, y, ante todo, cuida la Comuna de que no carezcan de lo que, por desgracia, es lo más preciso para el bienestar del rey: una comida buena y abundante. Nada menos que trece personas cuidan a diario de su mesa; cada mediodía hay por lo menos tres sopas, cuatro principios, dos asados, cuatro platos ligeros, compota, fruta, vino de Malvasía, bur deos, champaña; de modo que al cabo de tres meses y medio los gastos de cocina ascienden nada menos que a treinta y cinco mil libras. También se los provee abundantemente de ropa interior, de trajes y de todo lo que se refiere al pertrecho de la casa mientras Luis XVI no es todavía considerado como un criminal. Según sus deseos, recibe, para matar el tiempo, toda una biblioteca de doscientos cincuenta y siete volúmenes, en su ma yor parte clás icos latinos; en esta primera época, muy corta, la prisión de la familia real no ha tenido en modo alguno carácter de castigo, y así, prescindiendo de la opresión moral, podían el rey y la reina llevar una vida tranquilamente cómoda y casi pacífica. Por la mañana hace María Antonieta venir a sus niños y los instruye o juega con ellos; a mediodía comen reunidos; de sobremesa juegan una partida de chaquete o de ajedrez. Mientras el rey lleva después a pasear al delfín por el jardín y con él echa a volar cometas, la reina, que es demasiado orgullosa para pasear públicamente bajo vigilancia, se ocupa, en general, en su habitación, con labores de mano. Por la noche acuesta ella misma a los niños, y después charlan todavía un poco o juegan a las camas; hasta alguna vez intentan tocar el clave, como en tiempos anteriores, o cantar un poco, pero, apartada del gran mundo y de sus amigas, le falta para siempre la perdida ligereza de su corazón. Habla poco, y prefiere estar sola o con los niños. Le falta como consuelo aquella gran piedad de Luis XVI y de su hermana, que rezan mucho y observan severamente todos los días de ayuno, con lo cual adquieren resignación y paciencia. La vo luntad de vivir de la reina no se deja quebrantar tan fácilmente como la de aquellos seres de apagado temperamento: su pensamiento, hasta entre estos cerrados muros, está siempre dirigido hacia el mundo; su alma, habituada al triunfo, se niega todavía a renunciar, aún no quiere abandonar la esperanza

-hacia dentro se reconcentran ahora sus no empleadas fuerzas -. Es la única que no se da por prisionera en la prisión; los otros sienten apenas su cautividad, y, si no fuera por la vigilancia y el etemo miedo del mañana, aquel pequeño burgués de Luis XVI y la monja de madame Elisabeth encontrarían realmente realizada la forma de vivir por la cual inconscientemente habían suspirado años y años: una pasividad sin responsabilidad ni pensamiento.

Pero la guardia está a11í. Sin interrupción se les recuerda con ello a los cautivos que hay otro poder que rige su destino. En el comedor ha colgado en la pared la Comuna la edición en folio del texto de la Declaración de los derechos del hombre, fechada en una forma dolorosa para un rey: «Año primero de la República». Sobre las placas de latón de su estufa tiene que leer el rey: «Libertad, igualdad, fraternidad». A la hora de la comida de mediodía aparece un comisario o el comandante como huésped no invitado. Cada pedazo de su pan es cortado por una mano extraña para investigar si acaso no contendrá algún mensaje secreto; ningún periódico puede entrar en el recinto del Temple; cada uno que penetra en la torre o sale de ella es regis trado del modo más minucioso por los guardias, en busca de los papeles que pueda llevar escondidos, y, además, las puertas de las habitaciones regias son cerradas por fuera. Ni un solo paso pueden dar el rey o la reina sin que detrás de ellos, con el fusil car gado al hombro. aparezca la sombra de un guardia, ni tener ninguna conversación sin testigos, ni leer ningún impreso sin censurar. Sólo en su apartado dormitorio conocen la dicha y la merced de estar solos consigo mismos.

¿Esta vigilancia era, en realidad, intencionadamente vejatoria? ¿Los guardias a inspectores de la regia prisión eran auténticamente unos sádicos verdugos, tal como los describen las mo nárquicas historias de martirio? ¿En realidad han humillado sin cesar a María Antonieta y los suyos con innecesarias molestias, eligiendo especialmente para este objeto a sans-culottes especialmente groseros? Los informes de la Comuna lo contradicen, pero son parciales también ellos. Para resolver justamente la importante cuestión de si la Revolución ha ofendido cons cientemente y maltratado al vencido monarca es de exigir la más extrema prudencia. Pues el concepto de Revolución es, en sí mismo, muy dilatado, abarca una escala de infinitos grados, desde la más alta idealidad hasta la brutalidad más positiva, desde la grandeza a la crueldad, desde lo espiritual hasta su contra rio, la violencia; cambia de modo de ser y se transforma, porque siempre recibe su color de los hombres y de las circunstancias. En la Revolución francesa, como en toda otra, se dibujan cla ramente dos tipos de revolucionarios: los revolucionarios por idealidad y los revolucionarios por resentimiento; los unos, mejor dotados que la masa, quieren elevarla hasta su nivel, hacer ascender su educación, su cultura, su libertad, sus formas de vida. Los otros, que lo han pasado mal, quieren tomar venganza de aquellos que lo pasaron mejor, procuran dar satisfacción a su nuevo poder a costa de aquellos en otros tiempos poderosos. Esta disposición de ánimo, como fundada en la dua lidad de la naturaleza humana, se halla en todos los tiempos. En la Revolución francesa, el idealismo había tenido primeramente la suprema cía: la Asamblea Nacional, que se componía de nobles y burgueses y personas notables del país, quería auxiliar al pueblo, libertar a las masas, pero la masa libertada dirigió pronto su fuerza sin trabas contra sus propios libertadores; en la segunda fase ejercieron predominio los elementos radicales, los revolucionarios por resentimiento, y en ellos el poder era demasiado nuevo para que pudiera resistir al placer de gozar abundantemente de él. Figuras de pequeñez mental, libradas por fin de una situación estrecha, se apoderan del timón, y su anhelo es el de rebajar la Revolución hasta su propia medida, hasta su propia mediocridad mental.

El más típico y repugnante representante de estos revolucionarios por resentimiento es precisamente Hébert, a quien está confiada la suprema vigilancia de la real familia. Los más nobles, los más espirituales de la Revolución, Robespierre, Camille Desmoulins, Saint-Just, conocieron inmediatamente a este puerquísimo escritorzuelo, a este crapuloso charlatán por lo que realme nte era: una apostema en el honor de la Revolución, y Robespierre lo extirpó -cierto que demasiado tarde- con un hierro candente. De un pasado sospechoso, públicamente culpable de desfalco en la caja de un teatro, sin colocación y sin escrúpulos, salta en medio de la Revolución como una pieza de caza perseguida dentro de un río, y la corriente lo sostiene porque, como dice Saint-Just, «según el espíritu y el peligro varía sus colores, como un reptil que se arrastra al sol» ; cuanto más se mancha de sangre la República, tanto más se tiñe de rojo su pluma en el Père Duchéne , el más innoble periódico parisiense de la Revolución, escrito con lodo más bien que con tinta. En el tono más ordinario -«como si una alcantarilla de París fuera el Sena», dice Camille Desmoulins-, adula a11í los más repulsivos instintos de la última de las más bajas clases socia les y con ello priva a la Revolución de todo prestigio en el extranjero; pero él, personalmente, le debe a esta popularidad entre el populacho, aparte de sus abundantes ingresos, su pues to en el consejo municipal y un poder cada vez más grande: en sus manos es colocadó de modo fatídico el destino de María Antonieta.

Tal hombre, puesto como señor y vigilante de la real fami lia, goza evidentemente, con todo el contento de un alma pequeña, de la posibilidad de que le sea lícito tratar de un modo que le haga bajar la cabeza a toda una archiduquesa de Austria y reina de Francia.

De una cortesía intencionadamente helada en el trato personal, y siempre cuidadoso de mostrar que él es el auténtico representante de la nueva justicia, da libre curso Hébert, en el Pére Duchéne, con groseras injurias a su enojo porque la reina rehúsa toda conversación con él; es la voz del Père Duchéne la que solicita ininterrumpidamente el

«salto de carpa» y el rasoir national para el «borracho y su golfa» , los mismos a quienes el señor procurador Hébert visita todas las semanas del modo más cortés. Indudablemente que las palabras de su boca eran más violentas que los sentimientos de su corazón; pero ya hay una innecesaria humillación para los vencidos en el hecho de encargar precisamente al más despiadado y más insincero de todos los patriotas de que sea jefe supremo de la prisión. Porque el miedo a Hébert actúa naturalmente sobre los soldados de la guardia y los empleados. Por temor a ser considerados como negligentes, tienen que hacer mayores crueldades de las que querrían hacer; mas de otra parte, sus gritos de odio han servido a los encerrados de modo sorprendente, pues los honrados y cándidos artesanos y pequeños burgueses que Hébert coloca como guardianes han leído siempre en las páginas del Pére Duchéne cosas terribles acerca del «sanguinario tirano» y de la austríaca prostituta y dilapiladora. Y ahora, destinados al servicio de vigilancia, ¿qué es lo que ven? Un ino cente y gordo burgués que con su hijito de la mano, va a pasear por el jardín y mide, con él mismo, cuántas pulgadas y pies cuadrados tiene de superficie el patio; lo ven comer mucho y con regodeo, dormir y estar inclinado sobre sus libros.

Pronto reconocen que este torpe y buen padre de familia no es capaz de hacer daño ni a una mosca; es verdaderamente difícil odiar a un tal tirano, y si Hébert no vigilara tan severamente, los soldados de la guardia probablemente habrían charlado con aquel humilde señor como con un camarada del pueblo, bromeando con él y hasta jugando a las camas. La reina, naturalmente, impone mayores distancias. María Antonieta, en la mesa, ni una sola vez dirige la palabra a los inspectores, y cuando viene una comisión y le pregunta si desea alguna cosa o tiene alguna queja que dar, responde invariablemente que no desea ni apetece nada. Prefiere echar sobre sí todas las desazones a pedir un favor a ninguno de los guardianes de su prisión. Pero precisamente esta altivez en la desgracia impresiona a aquellos hombres simples y, como siempre, una mujer que sufre visiblemente provo ca especial compasión. Pero a poco, los guardianes, que en realidad comparten la prisión con los prisioneros, llegan a sentir cierta cierta inclinación hacia la reina y la real familia, y sólo esto explica la posibilidad de diversas tentativas de evasión; si, como se dice en las Memorias monárquicas, los soldados de la guardia se condujeron de un modo extremadamente áspero y acentuando su republicanismo; si, al pasar arriba y abajo, lanzaban una grosera blasfemia o silbaban más ruidosamente de lo que fuera menester, tal cosa sólo ocurría realmente para disimular cierta íntima compasión ante los vigilados. Mejor que los ideólogos de la Convención, ha comprendido el pueblo bajo que los vencidos merecen respeto en su desgracia, y ante los soldados del Temple, aparentemente tan groseros, ha encontrado la reina mucho menos odio y menos actos odiosos que en los salones de Versalles en otros tiempos.

Pero el tiempo no se mantiene inmóvil, y aunque esto no se perciba en aquel cuadrilátero amurallado, fuera vuela con ale tazos gigantescos. Malas noticias vienen de la frontera; por fin se han puesto en movimiento los prusianos y los austríacos, y en el primer encuentro han dispersado a las tropas revolucio narias. En la Vendée, los aldeanos están sublevados; comienza la guerra civil; el Gobierno inglés ha retirado su embajador; La Fayette deja el ejército, amargado por el radicalismo de una Revolución provocada por él mismo; las subsistencias llegan a ser escasas, el pueblo está agitado. La más peligrosa de todas las palabras, la palabra «traición», como después de todas las derrotas, brota de millares de lenguas y perturba toda la ciudad. En esta hora, Danton, el más fuerte y menos escrupuloso de los hombres de la Revolución, empuña la sangrienta barrera del Terror y toma la espantosa resolución de dejar asesinar durante tres días y tres noches de septiembre, a todos los más o menos sospechosos. Entres unas dos mil víctimas, cae también la amiga de la reina, la princesa de Lamballe.

En el Temple, la familia real no sabe nada de estos espantosos acontecimientos, ya que vive apartada de toda voz viviente y de toda letra impresa. Sólo oye, de repente, cómo comienzan a sonar las campanas de las trres, y María Antonieta conoce muy bien aquellas aves de bronce de la desgracia. Ya sabe que cuando retumban sobre la ciudad con sus sones revoloteantes descarga una tempestad, se acerca volando cualquier desastre. Excitados, murmuran entre sí los prisioneros de la torre: ¿Esta rá ya por fin el duque Brunswick, con sus tropas, a las puertas de París? ¿Ha estallado una revolución contra la Revolución?

Más abajo, en la cerrada entrada del Temple, deliberan con la mayor agitación los guardias y empleados municipales: ellos saben más. Mensajeros que llegan precipitadamente han anunciado que una inmensa muchedumbre avanza desde los arrabales, trayendo clavada en una pica, flotantes los cabellos, la lívida cabeza de la princesa de Lamballe y arrastrando detrás su tronco, desgarrado y mutilado, es indudable que esta inhumana banda de asesinos, borracha de sangre y de vino, quiere gozar ahora del último triunfo canibalesco mostrando a María Antonieta la pálida cabeza de su amiga muerta y el cuerpo desnudo y afrentado con el cual la reina, según convicción general, durante tanto tiempo ha cometido deshonestidades. Desesperada, la guardia envía mensajeros a la Comuna pidiendo refuerzos militares, pues ella sola no puede hacer frente a esas enfurecidas masas; pero el cauteloso Pétion permanece invisible, como siempre, cuando la situación es peligrosa; no viene ningún re fuerzo y ya brama aquella muchedumbre, con sus espantosas presas, delante de la puerta principal. Para no enfurecer aún más a las masas y evitar un asalto que indudablemente sería mortal para la real familia, procura el comandante detener a aquella tropa; deja primeramente que el báquico cortejo pene tre en el patio exterior del recinto del Temple, y, como un sucio arroyo desbordado, pasa espumeando la muchedumbre a través de la puerta.

Dos de los caníbales arrastran el desnudo cuerpo cogido por las piernas; otro levanta en sus manos las sangrientas entrañas; un tercero alza en una pica la ensangrentada cabeza de la princesa, de una palidez verdosa. Con estos trofeos quieren subir a la torre para obligar a la reina, según anuncian, a que bese la cabeza de su querida. Es inútil pretender usar de la fuerza contra estos alborotadores; por ello, uno de los comisarios de la Comuna intenta emplear la astucia. Dandose a conocer por la banda oficial de su cargo, exige silencio y pronuncia un discurso. Para atraerlos, alaba primeramente a la muchedumbre por su acción magnífica y les propone que pasee n la cabeza a través de todo París, a fin de que el pueblo entero pueda admirar este «trofeo», «eterno monumento de victoria».

Felizmente hace su efecto la lisonja y, con salvaje vocerío, parten aquellos borrachos para seguir arrastrando por las calles el desnudo y afrentado cuerpo, hasta llegar al Palais Royal.

Mientras tanto, los cautivos de la torre se sienten impacientes. Oyen abajo el confuso griterío de una furiosa multitud, sin comprender lo que quiere y exige. Pero conocen ese sombrío mugir de las masas desde los días del asalto de Versalles y de las Tullerías, y observan como los soldados de la guardia corren pálidos y excitados, a sus puestos para prevenir cualquier peligro. Inquieto, interroga el rey a un guardia nacional. «Pues bien, señor -responde éste vivamente-, ya que quiere usted saberlo, es que quieren mostrar a ustedes la cabeza de madame de Lambelle. Puedo aconsejarles que se asomen a la ventana si no quieren que el pueblo suba hasta aquí.»

Ante estas palabras se oye un ahogado grito: María Antonieta ha caído sin sentido. «

Fue el único momento -dice su hija en un posterior informe- en que le hizo traición su energía.»

Tres semanas más tarde, el 21 de septiembre, retumban de nuevo amenazadoras las calles. Otra vez prestan oído con inquietud los prisioneros a los rumores de fuera. Pero esta vez no gruñe la cólera del pueblo, esta vez no retumba su alegría; oyen como abajo, con gritos intencionadamente sonoros, los vendedores de periódicos anuncian que la Convención ha decidido abolir la monarquía. Al día siguiente aparecen unos comisarios que vienen a dar cuenta al rey, que ya no lo es, de su destitución. Luis el Postrero -así es llamado desde ahora, antes de que se le designe despreciativamente con el nombre de Luis Capeto- recibe esta embajada tan plácidamente como el rey Ricardo II de Shakespeare.

¿Qué tiene el rey que hacer? ¿Sumisión plena?

Así lo hará. ¿Será, pues, destronado?

El rey se allana. ¿Debe, acaso, el nombre

perder de rey? ¡Sea así, en nombre del cielo!

A una sombra no se le puede quitar ya ninguna luz, ni poder alguno a quien hace ya mucho tiempo que ha dejado de tenerlo. Ni una palabra de protesta encuentra en sí aquel hombre embotado desde hace mucho tiempo contra toda humillación; ninguna tampoco pronuncia María Antonieta; acaso uno y otro sienten como si les quitaran de encima una peso. Pues desde ahora no tienen ya ninguna responsabilidad en lo que se refiere a su propia suerte y a la del Estado; ya no pueden equivocarse o descuidar sus deberes y ya no necesitan preocuparse de nada sino del pequeño trozo de vida que acaso les dejen disfrutar todavía. Lo mejor, ahora, es tratar de entretenerse con pequeñas cosas humanas, ayudar a la hija en sus labores de mano o tocar el cla ve, corregir los ejercicios escolares que el muchacho escribe con su letra grande, rígida a infantil (claro que es preciso apresurarse ahora a romper siempre el papel si el niño -¿cómo podría comprender lo ocurrido una criatura de seis años? firma aún del modo como ha aprendido trabajosamente a hacerlo: «Louis Charles, Dauphin»). Se resuelven las charadas del número más reciente del Mercure de France, se baja al jardín y se vuelve a subir, se sigue con la vista en la chimenea el caminar de las agujas del viejo reloj, que se mueven harto lentamente, se ve el humo formando volutas sobre los techos lejanos, se contempla cómo las nubes del otoño traen el invierno. Y, sobre todo, se procura olvidar to que fue en otro tiempo y se trata de pensar en to que viene y tiene que venir irremediablemente.

Ahora, según parece, la Revolución ha alcanzado su meta. El rey está depuesto, ha renunciado sin protesta y vive tranqui lamente con su mujer y sus hijos en su torre. Pero cada revolución es una bola que rueda sin cesar hacia delante. Quien la dirija y quiera seguir dirigiéndola tiene que correr con ella, sin pausa, para conservarse en equilibrio a la manera del que corre encima de una bola: no hay posibiüdad de detenerse en una evolución que sigue su curso. Cada partido lo sabe y teme, por ello, quedarse rezagado de los otros. La derecha teme a los moderados; los moderados, a la izquierda; la izquierda, a su ala extrema, los girondinos; éstos, a su vez, a los partidarios de Marat; los cabecillas temen al pueblo; los generales, a los soldados; la Convención, a la Comuna; la Comuna, a las secciones, y precisamente este miedo contagioso de todos los grupos unos a otros es lo que impulsa sus fuerzas íntimas hacia una competencia tan ardiente; es el temor de todos a pasar por moderados lo que únicamente lanzó la Revolución francesa hasta tan lejos, hasta más allá de su propia meta, dándole al mismo tiempo aquel impulso torrencial de sobrepasarse a sí misma. Fue su destino ir declarando nulos todos los puntos de descanso que se ha bía impuesto, sobrepasar sus metas tan pronto como las ha alcanzado.

Primeramente, la Revolución pensaba haber realizado su tarea con ignorar la existencia del rey; después con destituirlo. Pero, aun destituido y sin corona, este hombre desdichado e inofensivo sigue siendo s iempre un símbolo, y si la República llega hasta el punto de arrancar de sus tumbas los esqueletos de los reyes muertos hace siglos, para volver, una vez más, a que mar lo que hace largo tiempo no es más que polvo y ceniza,

¿cómo podría soportar aunque no fuera más que la sombra de un rey viviente? Así, creen los jefes tener que completar la muerte política de Luis XVI con su muerte corporal, para estar a cubierto de toda recaída. Para un republicano radical, el edi ficio de la República sólo puede tener resistencia si está cimentado sobre sangre real; pronto se deciden a unirse también a esta opinión los otros grupos menos radicales, por miedo a que darse atrás en la carrera en busca del favor popular, y el proceso contra Luis Capeto es señalado para el mes de diciembre.

En el Temple se llega a saber esta amenazadora determinación por la súbita presencia de una comisión que exige la entrega de «todos los instrumentos cortantes», es decir, cuctuIlos, tijeras y tenedores: el detenido, que sólo estaba sometido a vigilancia, se convierte con ello en acusado. Además, Luis XVI es separado de su familia. Aun habitando en la misma torre, sólo un piso más abajo de los suyos, cosa que agrava la crueldad de la medida, desde este día no le es permitido ver a la mujer ni a los hijos. En todas estas semanas fatales, su propia mujer no puede hablar ni una sola vez con el esposo, no le es permitido saber cómo se desenvuelve el proceso ni cómo es la sentencia.

No le es dado leer ningún periódico, no puede interrogar a los defensores de su marido; en espantosa incertidumbre y excitación, la desgraciada tiene que pasar sola todas estas horas de espantosa angustia. Un piso más abajo, separada sólo por el pavimento, oye los pesados pasos de su marido, y no le es dado verle, no le es dado hablarle: indecible tormento provocado por una medida absolutamente sin sentido. Y cuando el 20 de enero de 1793 un empleado municipal se presenta a María Antonieta y, con voz algo deprimida, le anuncia que, excepcionalmente, aquel día le es permitido trasladarse con su familia junto a su esposo en el piso de abajo, comprende inme diatamente la reina lo que tiene de espantoso aquella merced: Luis XVI ha sido condenado a muerte, ella y sus hijos ven por última vez al esposo y al padre. En consideración al trágico momento -quien subirá mañana al patibulo no es ya peligroso-, los cuatro empleados municipales dejan por primera vez solos en la habitación a la esposa y al esposo, la hermana y los hijos en esta última reunión de familia; sólo por una puerta de cristales vigilan la despedida.

Nadie asistió a esta patética hora en que vuelven a reunirse con el sentenciado rey y, al mismo tiempo, se despiden de él para siempre; todos los relatos que han sido impresos son puras y románticas invenciones, lo mismo que aquellas sentimentales estampas que, en el sentido dulzón de la época, rebajan lo trágico de tal entrevista con una lacrimosa y afectada ternura. ¿Cómo dudar de que esta despedida del padre de sus hijos haya sido uno de los momentos más dolorosos de la vida de María Antonieta, y para qué tratar de exagerar todavía su trágica emo ción? Ya sólo ver a un individuo que va a morir, un condenado a muerte, aunque sea la persona más desconocida, antes de su marcha al suplicio, es un tormento profundo para todo hombre dotado de humana sensibilidad; mas con este hombre, si bien es cierto que María Antonieta no lo ha querido nunca apasionadamente y hace mucho tiempo que ha entregado su corazón a otro, ha vivido veinte años, día tras día, y le ha dado cuatro hijos; jamás, en estos agitados tiempos, lo ha visto de otro mo do sino lleno de bondad y abnegación hacia ella. Más íntimamente unidos de lo que estuvieron nunca en sus bellos años, lo estaban ahora ambos esposos, originariamente unidos para toda la vida solamente por la política razón de Estado, pero a quienes ahora el exceso de la desgracia en estas sombrías horas del Temple ha acercado de modo más humano. Aparte eso, sabe la reina que pronto tendrá que seguirlo en este último paso. Sólo la precede en un breve plazo.

En esta hora extrema, en este último momento, lo que durante toda su vida había sido fatal para el rey, su completa ca rencia de excitabilidad nerviosa, fue una ventaja para aquel hombre tan probado por el dolor; su imperturbabilidad, en general tan initante, da a Luis XVI en este momento decisivo cierta grandeza moral. No muestra temor ni excitación; los cuatro comisarios desde la habitación inmediata, no le oyen ni una sola vez alzar la voz ni sollozar: en esta despedida de los suyos, manifiesta este hombre lamentablemente débil, este rey indigno, ma yor fuerza y mayor dignidad que en ningún otro momento de toda su vida. Tranquilo como todas las otras noches, se levanta a las diez el condenado a muerte, y da con ello a su familia la indicación para que lo abandonen. Ante esta voluntad tan claramente manifiesta no osa María Antonieta presentar ninguna protesta, tanto más que él, con un piadoso propósito de engaño. le dice que aún subirá al día siguiente junto a ella, a las siete de la mañana.

Después todo queda tranquilo. La reina queda sola en su habitación de arriba; viene una noche larga y sin sueño. Por último clarea la mañana, y con ello despiertan los siniestros rumores de los preparativos. Oye llegar una carroza con pesadas ruedas; oye, una y otra vez, pasos y pasos, escaleras arriba y escaleras abajo: ¿es el confesor, con los representantes municipales?, ¿acaso ya el verdugo? A lo lejos redoblan los tambores de los regimientos en marcha, aumenta cada vez más la luz, llega a ser un día claro; cada vez se acerca más la hora que privará a los niños de su padre y a ella del respetable, bondadoso y circunspecto compañero de tantos años. Prisionera en su habitación, con los despiadados guardias delante de la puerta, no le es permitido a la desdichada mujer bajar los pocos peldaños que la separan del esposo, no le es permitido oír ni ver nada de todo to que ocurre, e, imaginadas, las cosas son quizá mil veces más espantosas que en la misma realidad. Después, y de repente, hay en el piso de abajo un espantoso silencio. El rey ha dejado la habitación, la pesada carroza rueda llevándolo hacia el patíbulo. Y una hora más tarde, la guillotina ha dado a María Antonieta un nuevo nombre: en otros tiempos fue archiduque sa de Austria, después delfina, por último reina de Francia; ahora es la viuda Capeto.

MARÍA ANTONIETA, SOLA

A la despiadada caída de la cuchilla sigue la aparición de cierta calma. Con la ejecución de Luis XVI sólo quería la Convención trazar una línea divisoria, roja de sangre, entre la monarquía y la república. Ni uno solo de los diputados, la mayoría de los cuales sólo con íntima pena empujaron a aquel hombre débil y bondadoso bajo el filo de la cuchilla, piensa por el momento en acusar también a María Antonieta. Sin delibera ción otorga la Comuna a la viuda la ropa de luto que necesita, la vigilancia se afloja visiblemente, y si todavía se tiene detenida a la habsburguesa y a sus hijos es, sobre todo, con la idea de que con sus personas se tiene entre las manos una preciosa prenda para hacer manejable a Austria.

Pero el cálculo es falso: la Convención francesa sobrestima desmedidamente los sentimientos de la familia de los Habsburgo. El emperador Francisco, plenamente embotado a incapaz de sensibilidad, codicioso y sin ninguna íntima grandeza, no piensa vender ni una sola piedra preciosa del tesoro imperial, en el cual, aparte el diamante florentino, hay todavía otras innumerables preciosidades para rescatar a su consanguínea; fuera de eso, el partido militar austríaco pone en movimiento todas sus palancas para aniquilar toda negociación. Cierto que, al principio, Viena ha declarado solemnemente que se comenzaba esta guerra sólo por la idea y en modo alguno para lograr conquistas a indemnizaciones, pero -la Revolución francesa faltará también poco después a su palabra-es propio de la naturale za de toda guerra el convertirse irresistiblemente en guerra de anexión. En todos los tiempos ha sido desagradable para los ge nerales ser perturbados en sus tareas guerreras; según su gusto, demasiado pocas veces les facilitan los pueblos ocasión para ejercitarlas. y por eso cuanto más duren, mejor. No sirve de nada que el viejo Mercy, impulsado siempre por Fersen, recuerde a la corte de Viena que María Antonieta, una vez le han quitado el título de reina de Francia, vuelve a ser otra vez archiduquesa austríaca y miembro de la familia imperial, con lo cual el emperador tiene el deber moral de reclamarla. Pero ¿qué importancia tiene una mujer prisionera en una guerra universal?, ¿qué valor tiene una vida humana en el juego cínico de la política? En todas partes los corazones permanecen fríos y cerradas las puertas. Cada monarca afirma estar profundamente impresionado, pero ninguno mueve ni un dedo. Y María Antonieta puede repetir las palabras dichas por Luis XVI a Fersen: «Estoy abandonada por todo el mundo».

Está abandonada por todo el mundo; María Antonieta lo siente hasta dentro de su habitación, solitaria y cerrada con cerrojos. Pero todavía está intacta la voluntad de vivir de esta mujer, y de tal voluntad nace la decisión de ayudarse a sí misma. Han podido quitarle la corona, pero hay una cosa que esta mujer posee, a pesar de su rostro ya fatigado y envejecido: el asombroso poder mágico para conquistar a las gentes que la rodean. Todas las medidas de precaución inventadas por Hébert y los otros miembros de la municipalidad resultan sin efecto ante la misteriosa fuerza magnética que para todos aquellos vigilantes, pequeños burgueses y empleados, irradia todavía, a modo de nimbo, de la proximidad de una verdadera reina. Ya al cabo de pocas semanas, todos o casi todos los juramentados sans-culottes que debían guardarla se han convertido, de vigilantes, en auxiliares secretos, y, a pesar de las severas disposiciones de la Comuna, es ineficaz el visible muro que separa a María Antonieta del mundo. Gracias al auxilio de los guardianes puestos a su servicio, son llevados y traídos de contrabando innumerables mensajes y noticias, escritos ya con zumo de limón o con tinta simpática, en unos papelillos que son despachados fuera ya en forma de tapón de botella o ya por las chimeneas. Se inventa un lenguaje de manos y de gestos, a pesar de la vigilancia de los comisarios, para hacer saber a la reina los acontecimientos diarios de la política y de la guerra; además de eso, se acuerda que un colporteur encargado especialmente de ello, grite delante del Temple las noticias más importantes. Poco a poco se dilata entre los guardianes este secreto círculo de auxiliares. Y ahora que ya no está al lado de la reina Luis XVI, que con su eterna indecisión paralizaba toda acción auténtica, se atreve María Antonieta, abandonada de todos, a intentar pur sí misma su liberación.

El peligro actúa como un ácido. Lo que en unas medianas y tibias circuns tancias de la vida se mantiene mezclado confusamente -audacia y cobardía de los hombres-, se aparta en estas horas de prueba. Las gentes sin valor de la antigua sociedad, los egoístas de la nobleza, han huido todos, como emigra dos, tan pronto como el rey fue trasladado a París.

Sólo han que dado los verdaderamente fieles, y de cada uno de los que no han huido debe fiarse sin condiciones la reina, pues para aque llos antiguos servidores de la realeza la residencia en París es un peligro de muerte. A estos valientes pertenece, en primer lugar, el ex general Jarjayes, cuya mujer ha sido dama de honor de María Antonieta. Para estar en todo momento a disposición de la reina, ha regresado expresamente de la segura Coblenza y ha hecho saber que está dispuesto a cualquier sacrificio. El 2 de febrero de 1783, quince días después de la ejecución del rey, se presenta en casa de Jarjayes un hombre completamente desco nocido, el cual le hace la asombrosa proposición de libertar a María Antonieta del Temple. Jarjayes la nza al desconocido, que tiene trazas de ser un auténtico y verdadero sans-culotte, una mirada de desconfianza. Al punto sospecha que sea un espía. Pero entonces el desconocido le tiende un minúsculo papelito escrito indudablemente por la mano de la reina: «Pue de usted fiarse del hombre que le hablará de mi parte entregándole esta esquela. Conozco sus sentimientos; no han variado desde hace cinco meses» . Es Toulan, uno de los guardias perma nentes del Temple. ¡Asombroso caso psicológico! El 10 de agosto, cuando se trataba de quebrantar la monarquía, fue uno de los primeros voluntarios en el asalto de las Tullerías; la medalla obtenida como recompensa de esta acción orna orgullosamente su pecho. A estas opiniones republicanas, públicamente demostradas, les debe Toulan el que el Consejo municipal, como a hombre especialmente de fiar a incorruptible, le confíe la vigilancia de la reina. Pero Saulo se convierte en Pablo; conmovido por las desgracias de la mujer a quien debe vigilar, Toulan llega a ser el amigo más abnegado de aquella contra la cual ha hecho armas en la revuelta, y muestra un rendimiento tan lleno de sacrificio hacia la reina, que María Antonieta, en sus mensajes secretos, no le designa nunca sino con el seudónimo de

«Fidèle». De todos los que están complicados en esta conjura para libertarla, el extraño Toulan es el único que no se juega la cabeza por afán de ganar dinero, sino por una especie de pasión humanitaria y acaso también por el placer de intervenir en una audaz aventura, ya que los valientes aman siempre el peligro, y corresponde plenamente a la lógica de los hechos el que los otros, los que sólo buscaban su provecho, supieron salvarse hábilmente tan pronto como hubo rumores de lo que ocurría, mientras que únicamente Toulan pagó con la vida su loca temeridad.

Jarjayes confía en el desconocido, pero no por completo. Una carta puede siempre ser falsificada, toda correspondencia significa un peligro. Por ello pide Jarjayes a Toulan que le facilite medios de penetrar en el Temple para conferenciar personalmente con la reina.

En el primer momento parece impracticable introducir a un desconocido, a un noble, en aquella torre estrechamente custodiada. Pero, mientras tanto, la reina, mediante promesas de dinero, se ha ganado ya nuevos auxiliares entre sus vigilantes, y pocos días más tarde le entrega ya Toulan a Jarjayes un nuevo papelito: «Ahora, si está usted decidido a ve nir aquí sería mejor que fuera muy pronto. Pero, ¡Dios mío!, tenga usted mucho cuidado de no ser reconocido, sobre todo por la mujer que está encerrada aquí con nosotros». Esta mujer se llama Tison, y no engaña a la reina el instinto que le dice que es una espía, pues con su atención astuta ha de hacerlo fracasar todo. Pero, por el momento, todo resulta bien: Jarjayes es introducido de contrabando en el Temple, y, a la verdad, de un modo que recuerda a una comedia policíaca. Cada noche entra un farolero en el recinto de la prisión, pues por orden de la municipalidad todo tiene que estar muy bien alumbrado, ya que la oscuridad puede ser favorable para una fuga. Toulan ha dicho a este farolero que un amigo suyo tiene deseos de ver una vez, por broma, el Temple, y le ha convencido para que le preste su ropa y pertrechos. El encendedor de los faroles se ríe y va gus toso a gastar en vino el dinero que le han dado. Así disfrazado, llega felizmente Jarjayes hasta la reina y combina con ella un osado plan de fuga: María Antonieta y madame Elisabeth deben abandonar la torre vestidas de hombre, con uniforme de comisarios de la Comuna, provistas de documentos de legitimación robados, como si fuesen personas del Ayuntamiento que hubieran venido a una visita de inspección. Lo difícil es sacar a los niños. Pero como quiere una feliz casualidad que aquel farolero vaya frecuentemente acompañado en su recorrido por sus hijos, de una edad análoga a la de los príncipes, algún resuelto noble desempeñará su papel y hará pasar tranquilamente por la barrera los dos regios niños, pobremente ves tidos, como si los hubiera traído consigo, después de haber encendido las luces. En las cercanías deben esperar tres coches ligeros: uno para la reina, su hijo y Jarjayes; el segundo para la hija y el segundo conjurado, llamado Lepître; el tercero para madame Elisabeth y Toulan. Con cinco horas de ventaja antes del descubrimiento de la fuga, esperan librarse de toda persecución gracias a estos ligeros carruajes. La reina no se espanta de la audacia del proyecto. Lo acepta y Jarjayes se declara dispuesto a entrar en relaciones con el segundo conjurado, Lepître.

Este segundo conjurado, Lepitre, en otro tiempo maestro de escuela, charlatán, pequeño y cojo -la reina misma escribe: « Verá usted el nuevo personaje; su exterior no previene favo rablemente, pero es en absoluto necesario y tenemos que ganarlo para nuestra causa», representa un extraño papel en esta conjuración. No son sentimientos humanitarios, ni mucho menos la atracción de la aventura, lo que le decide a participar en ella, sino la gran suma que le promete Jarjayes, por desgracia sin disponer de ella, pues el caballero Jarjayes no tiene ninguna relación -cosa singular- con el verdadero hombre de dinero de la contrarrevolución en París, con el barón de Batz; sus dos complots se desarrollan paralelamente, casi al mismo tiempo, sin tener entre sí contacto, y ninguno de ellos sabe nada del otro. De este modo se pierde el tiempo, un tiempo muy va lioso, porque primero hay que poner en el secreto al antiguo banquero de la reina. Por último, al cabo de largas idas y venidas, el dinero está reunido y dispuesto. Pero, mientras tanto, Lepiîre, que como miembro de la municipalidad ha procurado ya los falsos pasaportes, pierde sus bríos. Se ha extendido el rumor de que las barreras de las puertas de la ciudad de París van a ser cerradas y que todos los coches serán registrados del modo más minucioso; aquel hombre prudente llega a tener miedo. Acaso ha advertido ya, por cualquier indicio, que la espía Tison está al acecho; en todo caso, se niega a prestar auxilio, y es imposible hacer salir del Temple a cuatro personas al mismo tiempo que la reina. Únicamente podría ser salvada ella. Jarjayes y Toulan procuran convencerla. Pero, con una nobleza realmente auténtica, María Antonieta rechaza la proposición de ser libertada ella sola. Prefiere renunciar a la libertad a abandonar a sus hijos. Con conmovedora emoción explica a Jar jayes los motivos de su inconmovible decisión:

«Hemos tenido un bello sueño, eso es todo; pero hemos ganado mucho con encontrar también en esta ocasión una nueva prueba de su total ab negación por mí. Siento hacia usted una confianza sin lími tes; encontrará usted siempre en mí, en todas las ocasiones, valor y energía; pero el interés por mi hijo es lo único que me guía, y, cualquiera que fuera la dicha que pudiese yo experimentar estando fuera de aquí, no quiero consentir en separarme de él. Por lo demás, bien conozco su adhesión en todo lo que ayer me ha explicado al detalle. Cuente con que conozco la bondad de sus razones en mi propio interés y que bien sé que esta ocasión puede no volver a presentarse; pero no podría disfrutar de nada, y esta idea no me deja siquiera lugar para sentirme pesarosa al no aceptar».

Jarjayes ha cumplido con su deber caballeresco, y ahora no puede ya servir de nada a la reina en París. Pero aún puede mostrar su fidelidad con un servicio: gracias a él existe la segura posibilidad de transmitir a los amigos y parientes del extranjero una última señal de vida y afecto. Poco tiempo antes de su ejecución, Luis XVI había querido hacer llegar como recuerdo a su familia, por medio de su ayuda de cámara, un anillo con un sello y un pequeño mechón de cabellos; pero los comisarios de la Comuna, que todavía sospechaban, tras este regalo de un condenado a muerte, algo misterioso y como una señal de conjuración, habían embargado estas reliquias, poniéndolas bajo sellos. Toulan, siempre temerario en favor de la reina, rompe estos sellos y lleva los recuerdos a María Antonieta. Pero la reina siente que tampoco en su poder estarán seguros por mucho tiempo, y como tiene ahora un mensajero digno de confianza, envía el anillo y los cabellos a los hermanos del rey para su eficaz protección. A1 mismo tiempo escribe al conde de Provenza: «Teniendo una persona fiel con la cual podemos contar, la aprovecho para mandar a mi herma no y amigo este depósito que no puede ser confiado más que a sus manos. El portador le dirá por qué milagro hemos podido obtener estas prendas preciosas; me reservo para decirle yo misma algún día el nombre de quien nos es tan útil; la imposibilidad en que hemos estado hasta el presente de poder darle noticias nuestras, y el exceso de nuestras desgracias, nos hacen sentir aún más vivamente nuestra cruel separación. ¡Ojalá que no sea ya más larga! Mientras tanto, le abrazo como le amo, y ya sabe usted que es de todo corazón». Una carta semejante la dirige también al conde de Artois. Pero Jarjayes vacila todavía en abandonar París; todavía espera aquel valiente poder ser útil con su presencia a María Antonieta. Por fin, el permanecer a11í llega a ser un insensato peligro. Poco antes de su marcha recibe, por medio de Toulan, el último escrito de la reina: «¡Adiós! Creo que si está usted decidido a partir, es mejor que sea pronto. ¡Dios mío, cuánto compadezco a su pobre mujer..! ¡Qué feliz sería si pudié semos estar bien pronto todos reunidos! ¡Jamás podré agrade cer bastante lo que ha hecho usted por nosotros! ¡Adiós!, esta palabra es cruel».

María Antonieta sospecha, casi lo sabe fijamente, que ésta es la última vez que puede enviar a lo lejos un confidencial mensaje: una única y última ocasión se le ofrece. ¿No tiene ningún otro a quien decir una palabra, a quien transmitir un signo de amor sino a esos condes de Provenza y Artois, a quienes tiene tan poco que agradecer y a quienes sólo la consanguinidad designa como depositarios del fraternal regalo? ¿No tiene, en realidad, ningún saludo para aquel que fue para ella to más amado sobre la tierra, aparte sus hijos; para aquel, para Fersen, de quien ha dicho que «no podía vivir» sin sus noticias y a quien desde el círculo infernal de las sitiadas Tullerías había enviado aquel anillo a fin de que se acordara de ella eterna mente? Pues ahora, en esta última, en esta postrera ocasión, su corazón ¿no debería, una vez más, dirigirse hacia él? Pues no: las Memorias de Goguelat, que publican aquella despedida a Jarjayes, documentándola suficientemente con la reproducción de las cartas, no contienen ni un palabra acerca de Fersen, ni un solo saludo; nuestro sentimiento, que esperaba encontrar aquí un último mensaje, brotado de un íntimo impulso del alma, resulta burlado.

Pero, sin embargo, el sentimiento acaba siempre, a lo último, por tener razón. En realidad, María Antonieta -¡cómo po dría haber sido de otro modo!- no olvida tampoco en su última soledad al amado, y aquel mensaje dirigido por el deber a sus hermanos acaso no era más que un pretexto para ocultar mejor el auténtico, que Jarjayes cumplió del modo más fiel. Pero en 1823, cuando aparecieron aquellas Memorias, había comenzado ya la conspiración del silencio alrededor de Fersen para ocultar a la posteridad sus íntimas relaciones con la reina. También aquí fue suprimido (como de costumbre en el caso de María Antonieta) por mano de bizantino editor el pasaje de la carta más importante para nosotros. Sólo al cabo de un siglo sale a la luz y muestra que nunca fue más fuerte el apasionado sentimiento de la reina que en estos momentos anteriores al tránsito. Para estar constantemente unida en su memoria al consolador recuerdo del amante, María Antonieta se había mandado hacer un anillo que, en vez de ostentar las lises reales (tal ani llo se lo había enviado a Fersen), ostentaba las armas de éste; lo mismo que él llevaba en su dedo la divisa de la reina, llevaba ella en el suyo, en estos días de alejamiento, las armas del noble sueco; cada mirada dirigida hacia la propia mano debía recordar al ausente ante la reina de Francia. Y ya que ahora se presenta, por fin, la posibilidad de enviarle una nueva prueba de amor -sospecha ella que la última-, quiere mostrarle que con este anillo conserva también perennes los sentimientos que le han consagrado. Imprime las armas con su lema en la cera caliente y, por medio de Jarjayes, envía la reproducción a Fersen; no se necesita ninguna palabra más; con este sello está dicho todo. «El vaciado que aquí le incluyo -escribe a Jarjayes deseo que se lo remita a la persona que sabe usted que vino a verme el invierno pasado desde Bruselas, y que le diga usted al mismo tiempo que la divisa no fue jamás más verdadera.»

Pero ¿qué dice esa inscripción en el anillo de sello que Ma ría Antonieta se ha mandado hacer para sí misma y que «no fue jamás más verdadera» ? ¿Qué dice este anillo en el cual la reina de Francia ha hecho grabar las armas de un pequeño noble sueco y que conserva todavía en la prisión, en su dedo, como único adorno después de sus millones de joyas de otro tiempo?

Cinco palabras italianas forman la divisa, y estas palabras, que a dos pulgadas de la muerte son más verdaderas que nunca, dicen de este modo: «Tutto a te mi guida», «Todo me lleva a ti».

Es el último grito de pasión amorosa de una mujer que va a morir, y cuyo cuerpo se convertirá pronto en polvo, que exha la con fuerza este mensaje, por decirlo así, mudo; y él, que lo recibe en la lejanía, sabe que ese corazón palpitará de amor hacia él hasta su hora postrera. En este saludo de despedida está evocado el pensamiento de la eternidad, la perennidad del sentimiento en medio de lo transitorio. Queda dicha la última palabra de esta grande a incomparable tragedia de amor a la sombra de la guillotina: el telón puede caer ahora.

LA ÚLTIMA SOLEDAD

Tregua: está dicha la última palabra, una vez más ha podido desahogarse el corazón.

Ahora es más fácil esperar to que venga tranquila y serenamente. María Antonieta se ha despedido del mundo. Ya no espera nada más, ni intenta nada más. Ya no hay que contar con la corte de Viena ni con la victoria de las tropas aliadas, y en la ciudad sabe que desde que la ha abando nado Jarjayes y el fiel Toulan ha sido relevado de su puesto por orden de la Comuna, no hay ya quien pueda salvarla. Gracias a la espía Tison, la municipalidad presta mayor atención a su guardia; si una tentativa de evasión era ya antes cosa peligrosa, sería ahora insensata y suicida.

Pero hay naturalezas a las cuales prec isamente atrae por modo misterioso el peligro; jugadores de su propia vida que sólo sienten la plenitud de sus fuerzas cuando se atreven a lo imposible y para quienes la más audaz aventura es la única norma de existencia acomodada a ellos. En tiempos corrientes, estos hombres no pueden respirar; la vida es para ellos demasiado aburrida, demasiado estrecha y mezquina toda acción; necesitan locas tareas para su temeridad, bárbaros y extravagantes propósitos, y su más profunda pasión es intentar lo insensato y to imposible. Uno de tales hombres vive entonces en París: se llama barón de Batz. Mientras la monarquía se mantuvo en todo honor y esplendor, este noble rico se conservó orgullosamente hasta el final; ¿para qué doblar sus lomos en demanda de una colocación, de una prebenda? Al aventurero que hay en él sólo le atrae el peligro. Únicamente cuando todos dan por perdido al rey condenado, se arroja este Don Quijote de la fidelidad monárquica loca y heroicamente al combate para salvarle. Naturalmente que esta cabeza insensata permaneció en los puestos de máximo peligro durante toda la Revolución; bajo docenas de nombres ajenos al suyo propio se ocultaba en París para luchar él solo contra la Revolución, como una persona anónima.

Sacrifica toda su fortuna en numerosas empresas, la más insensata de las cuales, hasta este momento, la emprendió cuando Luis XVI era conducido al patibulo; saltó de repente, blandiendo un sable, en medio de ochenta mil hombres armados, exciamando a gritos:

«¡A mí los amigos: ¡A mí los que quieran salvar al rey!». Pero nadie le siguió. Nadie, en toda Francia, poseía un valor lo suficientemente desatinado para tratar de arrebatarle su presa, en pleno día, a toda una ciudad, a todo un ejército. Y de este modo el barón de Batz se sumerge de nuevo en medio de la multitud antes de que los guardias hubieran tenido tiempo para reponerse de su sorpresa. Pero este fracaso no le ha desanimado y prepara, inmediatamente después de la ejecución del rey, para sobrepasar su propia empresa, un plan de una audacia aún más fantástica para salvar a la reina.

El barón de Batz, con experta mirada, ha reconocido el punto débil de la Revolución, su íntimo y secreto germen vene noso, el cual Robespierre trata de quemar con hierro candente: el comienzo de la corrupción. Con el poder político han recibido los revolucionarios cargos oficiales, y en todos estos pues tos se maneja dinero, ese peligroso corrosivo que actúa sobre las almas lo mismo que orín sobre el acero. Individuos proletarios, pequeñas gentes que jamás tuvieron que manejar grandes cantidades, obreros, escribentes y agitadores políticos hasta entonces sin empleo, tienen ahora, de repente, que administrar sin vigilancia sumas gigantescas en los suministros de guerra, las requisiciones, la venta de bienes de los emigrados, y no demasiados de entre ellos poseen la severidad catoniana necesaria para resistir a esta tentación inmensa. Se establecen oscuras relaciones entre las convicciones y los negocios; después de grandes servicios a la República, muchos quieren ahora, de entre los más feroces revolucionarios, ganar ferozmente a costa de ellos. En este estanque de carpas de la corrupción, que se pelean sañudamente por su presa, arroja resueltamente el barón de Batz sus anzuelos, murmurando una palabra mágica que perturba los sentidos to mismo ahora que entonces: un millón. ¡Un millón para todos aquellos que ayuden a sacar a la reina del Temple! Con tal suma hasta se pueden hacer saltar los más gruesos muros de una prisión, pues el barón de Batz no trabaja, como Jarjayes, con ayudantes subalternos, con faroleros y algunos soldados; va, osado y resuelto, hacia lo más alto: no compra a los empleados inferiores, sino a los órganos principales del Consejo municipal, al antiguo vendedor de limonadas Michonis, a quien está sometida la inspección de todas las prisiones y, por tanto, también la del Temple. La segunda persona con quien tiene influencia es Cortey, el comandante militar de todas las secciones. Con ello, este monárquico, buscado día y noche, con cartas requisitorias, por la policía y por todos los tribunales, tiene en sus manos tanto a las autoridades civiles como a la vigilancia militar del Temple, y mientras en la Convención y en el Comité de Salud Pública se clama a gritos contra el «infame Ba tz», puede proseguir éste su tarea muy bien cubierto.

Junto con gran frialdad de nervios para sus cálculos y gran serenidad para los sobornos, posee al mismo tiempo este maestro de conspiradores que es el barón de Batz un extremado va lor personal. Este hombre, perseguido desesperadamente en todo el país por centenares de espías y agentes -el Comité de Salud Pública llega a saber que está urdiendo sin cesar planes tras planes para arruinar a la Revolución-, se inscribe como simple soldado, bajo el nombre de Forguet, en la compañía de guardias del Temple para explorar personalmente el terreno. Con el fusil al hombro, con el sucio y destrozado uniforme de Guardia Nacional, aquel aristócrata ultramillonario, habituado a la buena vida, realiza, con todos los demás soldados, las rudas tareas de vigilancia delante de la puerta de la reina. No es cono cido si logró penetrar él mismo junto a María Antonieta, cosa que, por lo demás, no era necesario para la ejecución de su proyecto, pues Michonis, a quien debe ir a dar la más rica parte del millón, se ha entendido de fijo con la reina. A1

mismo tiempo, gracias al concurso pagado del comandante militar Cortey, se ha introducido de contrabando entre las fuerzas de la compañía de guardias un número cada vez mayor de auxiliares del barón. De este modo llega a darse finalmente una de las situaciones más pasmosas a inverosímiles de la historia universal; en cierto y determinado día del año 1793, en pleno París revoluciona rio, todo el recinto del Temple, en el cual no es permitido entrar sin permiso de la Comuna a quien por su cargo no sea llamado a ello, está guardando, y con ello María Antonieta, la proscrita y prisionera reina de Francia, exclusivamente por enemigos de la República, por un batallón de monárquicos disfrazados, cuyo jefe es el barón de Batz, perseguido por la Convención y por el Comité de Salud Pública con cien decretos y cartas de proscripción: una transposición más loca y audaz no la ha inventado jamás novelista alguno.

Finalmente, le parece a Batz que ha sonado ya la apropiada hora para el golpe de mano decisivo. Ha llegado la noche que, si su plan tiene éxito, puede llegar a ser una de las más inolvidables y cargadas de destino de la historia universal, pues en ella debe ser arrancado para siempre del poder de la Revolución Luis XVII, el nuevo rey de Francia.

En aquella noche, el barón de Batz y el destino van a jugarse la consagración o la pérdida de la República. Cae la tarde, anochece; el menor detalle está dispuesto. Por el patio penetra, a paso de marcha, el sobornado Cortey con su destacamento, y con él el jefe del complot, el barón de Batz. Cortey distribuye a sus hombres de tal modo, que precisamente las salidas importantes estén exclusivamente en las manos de los monárquicos traídos por el barón de Batz. Al mismo tiempo, el otro sobornado, Michonis, ha tomado a su cargo el servicio de las habitaciones y provisto de capas de uniforme a María Antonieta, a madame Elisabeth y a la hija de la primera. A medianoche deben las tres, cubiertas con gorras militares, con el fusil al hombro, lo mismo que una de las habituales patrullas, salir en formación del Temple, con otros falsos guardias nacionales mandados por Coney, Ilevando al pequeño delfín en medio. Todo parece seguro: el plan está calculado hasta en su más ínfima particularidad. Como Cortey, en su calidad de comandante de la guardia, tiene derecho en todo momento a hacer abrir la puerta principal para su patrullas, es, por decirlo así, indudable que una tropa conducida personalmente por él llegará a la calle sin obstáculo alguno. De todo lo demás ha cuidado Batz, el maestro de conspiradores, que bajo un nombre falso posee una casa de campo en las cercanías de París, en la cual todavía no ha entrado la policía: aquí se ocultará primeramente a la familia real durante algunas sema nas, para pasarla al otro lado de la frontera en la primera ocasión segura. Fuera de eso, algunos activos y resueltos jóvenes monárquicos, cada uno con un par de pistolas en el bolsillo, están distribuidos por la ca lle para detener a los perseguidores en caso de alarma. Tal como audaz a ingeniosamente ha sido ínventado, el plan está calculado hasta en lo más mínimo, y en realidad casi ya ejecutado.

Son cerca de las once. María Antonieta y los niños están dispuestos para seguir en cualquier momento a sus libertado res. Oyen abajo como con sonoros pasos marcha de un lado a otro la patrulla, pero esta guardia no los espanta, pues saben que bajo aquellos uniformes de sans-culottes palpitan corazones amigos. Michonis no espera más que una indicación del barón de Batz. Mas entonces, de repente -¿qué ocurre?, se preguntan todos espantados-, llaman violentamente a la puerta de la prisión. Para evitar toda sospecha, dejan entrar al recién llega do inmediatamente. Es el zapatero Simón, el honrado a inso-bornable revolucionario de la Comuna, que todo agitado se ha precipitado al Temple para convencerse de si la reina no sido ya raptada. Hace algunas horas, un gendarme le ha dado una esquela en la que se le comunica que Michonis proyecta una traición para esta noche misma, y al punto ha comunicado la importante noticia al Consejo municipal. Pero éste no acaba de creer una historia tan novelesca; sobre su mesa llueven a diario centenares de denuncias, y, además, ¿cómo puede ser posible? ¿No está guardado el Temple por doscientos ochenta hombres, vigilados por los comisarios más seguros? Pero, en todo caso -¿qué importa? -, encargan a Simón que por aquella noche tome a su cargo, en vez de Michonis, la vigilancia del recinto interio r del Temple. Tan pronto como Cortey lo ve venir sabe que todo está perdido. Felizmente, Simón no sospecha de él, en modo alguno, que pueda ser un auxiliar de la fuga. «Ya que estás tú aquí, quedo tranquilo», le dice con camaradería, y sube junto a Michonis a la torre.

El barón de Batz, que ve fracasar todo su plan a causa de este hombre diesconfado, medita durante un instante si no debe correr rápidamente detrás de Simón y saltarle la tapa de los sesos de un pistoletazo. Pero eso no tendría sentido, pues el ruido del disparo atraería a todo el resto de la guardia, y, de otra parte, necesariamente tiene que haber un traidor entre ellos. Ya no es posible salvar a la reina; todo acto de violencia aventuraría innecesariamente la vida de la señora. Se trata aho ra, por lo me nos, de sacar sin daño fuera del Temple a los que se han deslizado allí disfrazados. Rápidamente forma Cortey, que también se siente muy sofocado, una patrulla con los conjurados. Éstos, en formación, y entre ellos el barón de Batz, salen tranquilamente a la calle desde el patio del Temple: los conspiradores están salvados; la reina, abandonada.

Mientras tanto, Simón dirige coléricamente la palabra a Michonis; al instante debe justificarse ante las autoridades municipales. Michonis, que ha ocultado rápidamente los disfraces, permanece inconmovible. Sin resistencia alguna, acompaña al hombre peligroso ante el peligroso tribunal. Pero, caso extraño, despachan de allí a Simón con bastante frialdad. Cierto que alaban su patriotismo, su buen deseo y su vigilancia, pero le dan a entender claramente que ha visto visiones. En apariencia, la Comuna no toma en serio la conspiración.

En realidad -y esto permite echar una mirada profunda por los tortuosos senderos de la política-, las autoridades municipales tomaron muy en serio esta tentativa de fuga, y sólo querían precaverse de este modo de que se extendiera la voz de lo ocurrido. Prueba esto un escrito muy curioso, en el cual el Comité de Salud Pública indica al acusador público, en el proceso de María Antonieta, que no se refiera a ninguna de las particularidades del gran plan de fuga descubierto por Simón, en el cual actuaban Batz y sus cómplices. No había más sino hablar del hecho de la tentativa de fuga, sin mencionar detalles, por que la Comuna tenía miedo a que supiera el mundo lo profundamente que había envenenado ya la corrupción a sus mejores gentes, y así, permaneció en el silencio durante años y años uno de los episodios más dramáticos a inverosímiles de la historia universal.

Pero si la Comuna, espantada de la corruptibilidad de sus empleados aparentemente más dignos de confianza, no se atreve a instruir proceso a ninguno de los cómplices de la fuga, decide, sin embargo, ser más severa desde ahora en adelante y hacer imposibles tales tentativas de fuga a aquella mujer audaz que, en lugar de renunciar, lucha una y otra vez por la libertad con la obstinación de un corazón indomable. Primeramente son removidos de sus puestos los comisarios sospechosos: en primer lugar, Toulan y Lepître, y María Antonieta es vigilada como una criminal. Por la noche, a la once, aparece Hébert, el más desconsiderado de los miembros de la Comuna, en las habitaciones de María Antonieta y de madame Elisabeth, que sin sospecha alguna hace mucho tiempo que se han ido a acostar, y hace minucioso use de una orden de la Comuna para que registre «a discreción» habitaciones y personas. Hasta las cuatro de la madrugada huronea cada habitación, cada pieza de vestido, cada cajón y cada mueble.

Sin embargo, el rendimiento de esta investigación es enojosamente escaso: una cartera roja, de cuero, con algunas insignificantes direcciones; un lapicero sin barra, un trozo de lacre de sellar, dos retratos en miniatura y otros recuerdos; un sombrero viejo de Luis XVI. Los registros son renovados, pero siempre sin resultado alguno comprometedor.

María Antonieta, que durante todo el tiempo de la Revolución, para no exponer innecesariamente a sus amigos y auxiliares, persevera en quemar inmediatamente todo escrito, no da esta vez tampoco al encargado del registro ni el menor pretexto para una acusación. Irritada de no poder coger nunca en ninguna transgresión compro bada a esta adversaria dotada de tanta presencia de espíritu, y con el convencimiento, por otra parte, de que no renuncia a sus impenetrables esfuerzos, la Comuna decide herir a la mujer en lo que puede serle sensible: en su sentimiento maternal. Esta vez recibe el golpe en mitad del corazón. El 1° de julio, pocos días después del descubrimiento de la conspiració n, decreta el Comité de Salud Pública, en nombre de la Comuna, que el joven delfín, Luis Capeto, sea separado de su madre y, sin ninguna posibilidad de entenderse con ella, sea llevado al recinto más seguro del Temple, o, dicho de un modo más claro y más cruel, que el niño sea arrebatado a su madre. La Comuna se reserva elegir un preceptor, y, manifiestamente por agradecimiento a su vigilancia, se decide por aquel zapatero de los sans-culottes, que no se deja conmover por dinero ni por sentimientos o sensiblería.

Ahora bien, Simón era un simple, llano y grosero hombre de pueblo, un auténtico y verdadero proletario, pero, en modo alguno, aquel siniestro borracho y sádico cruel que han hecho de él los monárquicos. Claro que, en todo caso, ¡qué odiosa elección de preceptor! Pues este hombre es probable que en toda su vida no haya leído jamás un libro, y, según lo atestigua la única carta conocida de él, no domina, ni de lejos, las reglas más elementales de la ortografía: es un honrado sans-culottes, y eso, en 1793, parece ya cualidad suficiente para cualquier empleo. La línea espiritual de la Revolución ha decaído, desde hace seis meses, en una aguda curva, pues aún la Asamblea Nacional se fijó en Condorcet, hombre distinguido y gran escritor, autor de los Progrès de l'esprit humain, para preceptor del heredero del trono de Francia. La diferencia es espantosa si se le compara con el zapatero Simón. Pero de las tres palabras «libertad, igualdad, fraternidad», el concepto de libertad, desde que existe el Comité de Salud Pública, y el de fraternidad, desde que funciona la guillotina, han sufrido una desvalorización casi tan grande como la de los asignados; sólo la idea de la igualdad, o más bien de la forzosa igualación, domina en esta última fase, la radical y violenta de la Revolución. Manifiestamente, se da a conocer esta elección el propósito de que el joven delfín no sea educado como un hombre fino, ni siquiera instruido. sino que debe permanecer, espiritualmente, en la clase más baja y más ignorante de la sociedad. Debe olvidar y desconocer por completo de dónde procede, para que con ello les sea más fácil a los otros olvidarle a él.

De que haya resuelto la Convención arrancar al niño a los cuidados maternales no sospecha ni lo más mínimo María Antonieta cuando, a las nueve y media de la noche, seis delegados municipales llaman a la puerta del Temple. El método de las sor presas repentinas y crueles pertenece al sistema penitenciario de Hébert. Sus inspecciones tienen siempre lugar, como un suceso repent ino, a altas horas de la noche y sin previo aviso. El niño hace tiempo que ha sido acostado; la reina y madame Eli sabeth están todavía despiertas. Entran los empleados municipales; con desconfianza se levanta la reina; todavía no hubo ninguna de estas visitas nocturnas que le trajera otra cosa que humillaciones o malos mensajes. Esta vez, hasta los mismos empleados municipales parecen algo confusos. Es un deber difícil para ellos, que en su mayor parte son padres de familia, comu nicar a una madre que el Comité de Salud Pública ha ordenado que para siempre tiene que entregar a manos extrañas su único hijo, sin ninguna razón aparente y casi sin poder despedirse de él a derechas.

Sobre la escena que se desarrolló aquella noche entre la desesperada madre y los comisarios no tenemos ningún otro informe sino aquel, altamente inseguro, del único testigo ocular, de la hija de María Antonieta. ¿Es verdad, que, como lo escribe la futura duquesa de Angulema, María Antonieta conjuró, en medio de su llanto, a aquellos funcionarios, que no hacían otra cosa sino ejecutar el deber de cumplir un mandato, para que le dejaran su hijo? ¿Es verdad que les gritó que prefería que la mataran a ella misma antes de arrebatarle al niño? ¿Que los comi sarios (es inverosímil, pues no tenían ninguna orden para ello) la amenazaron con matar al niño y a la princesa si seguía resis tiéndose, y que por fin, al cabo de una manifiesta lucha de va rias horas, arrastraron consigo, con ruda violencia, al niño, que gritaba y sollozaba? El informe oficial no sabe nada de esto; por su parte, anuncian los comisarios, con los más bellos colores: «La separación tuvo lugar con todas las manifestaciones de sentimiento que en tal momento eran de esperar. Los representantes del pueblo han usado de todos los miramientos compatibles con la severidad de sus funciones». Tenemos aquí, pues, un informe frente a otro, un partido contra otro, y donde habla el partidismo resuenan raramente los acentos de la verdad.

Pero de una cosa no se debe dudar: esta separac ión de su hijo, violenta a innecesariamente cruel, ha sido, quizás, el momento más duro de toda la vida de María Antonieta. La madre tenía un especial cariño por aquel niño rubio, petulante, precoz; este chico, en el cual quería ella educar a un rey, era lo único que, con su animada charla y su curioso afán de preguntas, había hecho aún soportables las horas en la solitaria torre.

Indudablemente, estaba más cerca del corazón de la reina que la hija, la cual, de un carácter áspero, sombrío y poco amable, perezosa de espíritu y totalmente insignificante, no ofrecía tanta ocasión de desbordarse a la ternura, eternamente viva, de María Antonieta, como este bello mozuelo, delicado y admirablemente despierto, que le era arrancado ahora para siempre, de un modo tan estúpida mente odioso como brutal. Pues aunque el delfín debiera seguir habitando en el mismo recinto del Temple, sólo a pocos metros de la torre de María Antonieta, un indisculpable formulismo de la Comuna no permitía a la madre cambiar una sola palabra con su hijo; hasta cuando oye decir que está enfermo, le prohíben que le visite; como a una apestada, la mantienen alejada de todo encuentro. Ni siquiera le es permitido -nueva y absurda crueldad- hablar con el extraño preceptor del niño, con el zapatero Simón, siéndole así negada toda noticia acerca de su hijo, silenciosa y desvalida, tiene que saber la madre que su hijo está muy cerca de ella, en el mismo recinto, sin poder saludarle, sin poder tener otro contacto con él sino los de su íntimo sentimiento, que ningún decreto puede prohibir.

Por fin -¡pequeño a insuficiente consuelo!- descubre Maria Antonieta que, por una única ventana de la escalera de la torre, en el tercer piso, puede acecharse aquella parte del patio en la cual juega a veces el de lfín. Y allí se está durante horas enteras, innumerables veces y con frecuencia en vano, esta mujer que en otro tiempo fue reina de todo un reino, a la espera de ver si puede descubrir fugazmente en el patio de su prisión, de una manera furtiva (los guard ianes son indulgentes), un aspecto de la clara silueta querida. El niño, que no sospecha que desde un ventanuco enrejado sigue cada uno de sus movimientos la mirada, con frecuencia turbia por el llanto, de su madre, juega ale gre y despreocupado. (¿Qué sabe de su destino un niño de nue ve años?) El muchacho se ha adaptado velozmente, demasiado velozmente, a su ambiente nuevo; ha olvidado, en su alegre abandono, de quién es hijo, qué sangre corre por sus venas y cuál es su nombre.

Valiente y en voz alta, sin sospechar su sentido, canta la Carmagnole y el Ça ira, que le han enseñado Simón y sus compañeros; lleva la gorra roja de los sans-culottes, cosa que le divierte; bromea con los soldados que guardan a su madre; no ya sólo por un muro de piedra, sino po r todo un mundo, está ahora este niño íntimamente separado de su madre.

Pero, a pesar de todo, el corazón le palpita a María Antonieta con más fuerza y alegría cuando ve a su hijo, a quien ya sólo con la mirada y no con los brazos puede abrazar, jugando tan alegre y despreocupadamente. ¿Qué será del pobre niño? Hébert, entre cuyas despiadadas manos lo ha puesto la Convención sin lástima alguna, ha escrito en su infame periódico, el Père Duchêne, estas amenazadoras palabras: «¡Pobre nación...! Ese bribonzuelo será funesto para ti, tarde o temprano: cuanto más gracioso es, tanto más temible. Que esa pequeña serpiente y su hermana sean arrojados en una isla desierta; es preciso deshacerse de ellos a cualquier precio que sea. Por lo demás, ¿qué significa un niño cuando se trata de la salud de la República?».

¿Qué significa un niño? Para Hébert no gran cosa; la madre lo sabe bien. Por eso se estremece cada día cuando no descubre en el patio a su hijo favorito. Por eso también tiembla siempre con impotente furor cuando entra en su cuarto aquel enemigo de su corazón, por cuyo consejo le ha sido arrebatado el niño, y el cual, con ello, ha cometido el crimen más despreciable que puede cometerse en el mundo moral: la innecesaria crueldad con un vencido. Que la Revolución haya puesto a la reina precisamente en manos de Hébert, de ese Tersites, es una sombría página de su historia que es mejor volver rápidamente. Pues hasta la idea más pura se convierte en pequeña y baja tan pronto como da poder a tales seres para cometer en su nombre actos inhumanos.

Largas son ahora las horas y más sombrías parecen los enrejados recintos de la torre desde que ya no los ilumina la risa del niño. Ningún rumor, ninguna noticia, viene ahora de fuera; los últimos auxiliares han desaparecido, los amigos están ahora inalcanzablemente en lo remoto. Tres mujeres solitarias están allí reunidas un día tras otro: María Antonieta, su hijita y madame Elisabeth. No tienen ya, hace mucho tiempo, nada que decirse una a otra; han olvidado la espera nza y acaso también el temor. Aunque es primavera y ya llega el verano, apenas bajan todavía al pequeño jardín; una gran fatiga pesa sobre los miembros de sus cuerpos. En el semblante de la reina hay algo que se apaga también durante estas semanas de la prueba extrema. Si se contempla aquel retrato de María Antonieta que cualquier pintor desconocido hizo en este verano, apenas se reconocería a la reina que fue de las comedias pastoriles, la divinidad del rococó; apenas tampoco la mujer orgullosa, luchando majestuosamente erguida, que todavía era María Antonieta en las Tullerías. La mujer de este desmañado cuadro, con sus tocas de viuda sobre los encanecidos cabellos - ha sufrido demasiado-, es, a pesar de sus treinta y ocho años, totalmente una vieja. El centelleo y vida de sus ojos, tan arrogantes en otro tiempo, se han apagado por completo: con manos indolentemente caídas, permanece sentada con el mayor cansancio, dispuesta ya a obedecer dócilmente y sin contradicción toda llamada, aunque sea la postrera. La gracia que había en su semblante ha cedido el puesto a un resignado duelo; su inquietud, a una gran indiferencia. Visto de lejos, se tomaría este retrato de María Antonieta por el de una priora, de una abadesa, de una mujer que no tiene ya ningún pensamiento terreno, ningún deseo en este mundo, que ya no vive en esta vida, sino en otra. Ya no se encuentra belleza alguna. ni ánimos. ni fuerza; nada más una grande y paciente resignación. La reina ha abdicado, la mujer ha renunciado; sólo hay a11í una fatigada y abatida matrona, que alza una mirada azul clara a la que nada puede ya asombrar ni espantar.

Tampoco se espanta María Antonieta cuando, pocos días más tarde, a las dos de la madrugada, suena de nuevo un rudo golpe a su puerta. Después de haberle quitado el marido, el hijo, el amante, la corona, el honor, la libertad, ¿qué puede hacer aún el mundo contra ella? Se levanta tranquilamente, se viste y hace entrar a los comisarios. Le leen el decreto de la Convención que orde na que la viuda de Capet sea trasladada a la Conserjería, ya que se ha convertido en acusada. María Antonieta escucha tranquilamente y no responde palabra. Sabe que una acusación del tribunal revolucionario es lo mismo que una condena y que la Conserjería es igual a la casa de los muertos. Pero no suplica, no discute, no procura obtener un aplazamiento. No responde ni una palabra a aquellos hombres que como asesinos vienen a sorprenderla con tal mensaje en medio de la noche.

Con indiferencia deja que le registren los vestidos y le quiten lo que tiene consigo. Sólo le es permitido conservar un pañuelo y un frasquito de sales. Entonces tiene que despedirse otra vez -¡cuántas veces lo ha hecho ya!- de su cuñada y de su hija. Sabe que son los últimos adioses. Pero el mundo la ha acostumbrado ya a las despedidas.

Sin volverse, derecha y firme, se dirige María Antonieta hacia la puerta de su habitación y desciende muy rápidamente la escalera. Rechaza toda ayuda; fue superfluo dejarle el frasquito con fuertes esencias para el caso en que quisieran abandonarla sus fuerzas: ella misma está fortalecida interiormente. Hace mucho tiempo que ha sufrido lo más duro: nada puede ser peor que su vida en estos últimos meses. Ahora viene lo más fácil: la muerte. Casi se precipita a su encuent ro. Con tal rapidez sale de esta torre de espantosos recuerdos que -acaso empañados sus ojos por el llanto- se olvida de inclinarse en la baja puertecilla de salida y se golpea violentamente la frente contra la dura viga.

Los acompañantes corren solícitos junto a ella y le preguntan si se ha hecho daño. «No

-responde serenamente-, ya no hay ahora cosa alguna que pueda hacérmelo.»

LA CONSERJERÍA

También otra mujer ha sido despertada esta noche. Madame Richard, la mujer del carcelero de la Conserjería. Ya tarde, por la noche, le han encargado súbitamente que prepare una celda para María Antonieta; después de duques, príncipes, condes, obispos, burgueses; después de víctimas de todas las clases sociales, también debe ahora la reina de Francia venir a la casa de los muertos. Madame Richard se espanta. Pues todavía para una mujer del pueblo la palabra «reina» vibra como una campana, potentemente tocada, infundiendo respeto en el corazón. ¡Una reina, la reina bajo su techo! Al punto busca madame Richard, entre sus ropas de cama, los más finos y blancos lienzos; el general Custine, el conquistador de Maguncia, sobre quien pende también la cuchilla de la guillotina, tiene que abandonar la celda enrejada que sirvió durante innumerables años como sala de consejo; a toda prisa disponen para la reina aquel funesto recinto. Un lecho plegable de hierro, una manta ligera; además, un barreño para lavarse y una vieja alfombra delante de la húmeda pared; no les es lícito atreverse a dar más a la reina. Y

después la esperan todos en aquel caserón de pie dra, antiquísimo y medio subterráneo.

A las tres de la mañana se oye como se acercan algunos coches. Primeramente entran en el sombrío corredor algunos gendarmes con antorchas; después aparece el vendedor de limonadas Michonis -su ductilidad le ha salvado felizmente del asunto de Batz y ha conservado su puesto de inspector general de prisiones-; detrás de él, a la flamante luz de las antorchas, la reina, seguida de su perrillo, único ser viviente a quien le es dado acompañarla a la prisión. A causa de la hora avanzada, y además porque sería una comedia hacer como si no se supiera en la Conseriería quién es María Antonieta, la reina de Francia, le evitan las usuales formalidades burocráticas de ingreso y se le permite que se traslade inmediatamente a su celda a descansar. La criada del ama de llaves, una pobre muchacha aldeana, Rosalía Lamorlière, que no sabe escribir y a quien, sin embargo, tenemos que agradecer los informes más verdaderos y conmovedores sobre los últimos setenta y siete días de la vida de la reina, se desliza, estremecida, detrás de aquella mujer pálida, vestida de negro, y se ofrece para ayudarla a desnudarse. «Gracias, hija mía -le responde la reina-; desde que ya no tengo a nadie, me sirvo yo a mí misma.» Primero cuelga su reloj de un clavo de la pared, para poder medir el tiempo que le es aún concedido, breve y, sin embargo, infinito. Se desnuda y se tiende en el lecho. Entra un gendarme con el fusil cargado; se cierra la puerta. Ha comenzado el último acto de la gran tragedia.

La Conserjería, como se sabe en París y en el mundo entero, es la prisión destinada para los delincuentes políticos más peligrosos; la inscripción de un nombre en sus registros de entrada puede ser considerada ya como una partida de defunción. De Saint-Lazare, de los Carmelitas, de la Abadía, de todas las demás prisiones, se vuelve alguna vez al mundo; de la Conserjería, jamás, o sólo en casos muy raros y extraordinarios. María Antonieta y la opinión pública tienen que creer (y hacen bien en creerlo) que el traslado a la casa de los muertos es ya el primer acorde del violín para bailar la danza macabra. Mas, en realidad, la Convención no piensa en modo alguno en precipitar el proceso de la reina, ese precioso rehén. Este desafiador traslado a la Conserjería sólo debe ser un latigazo dado a las negociaciones que se llevan con Austria, que se arrastran perezosamente; un gesto amenazador de «apresuraos», un medio de presión política; pues, de facto, se deja dormir tranquilamente en la Convención la acusación tan trompeteada. Aún tres semanas después de este patético traslado a la antecámara de la muerte, al cual, naturalmente, se ha respondido con un clamor de espanto en todos los periódicos extranjeros (y eso es lo que quería el Comité de Salud Pública), el acusador ofi cial del tribunal revolucionario, Fouquier-Tinville, no tiene todavía en sus manos ninguna pieza del proceso, y, después del gran trompetazo, no se vuelve a tratar de María Antonieta en ningún debate público de la Convención ni de la Comuna. Cierto que Hébert, el asqueroso mastín de la Revolución, ladra sin cesar, en su Père Duchéne , que la «perdida», la grue, debe, por fin,

« probarse la corbata de Sansón» y el verdugo « jugar a los bolos con la cabeza de la loba». Pero el Comité de Salud Pública, que ve más lejos, le deja tranquilamente que pregunte por qué «se busca tanta triquiñuela para no juzgar a la tigresa austríaca, por qué se piden pruebas para condenarla, mientras que, si se le hiciera justicia, debería ser picada como carne de embutidos por toda la sangre que ha hecho derramar» . Todos estos salvajes gritos y vociferaciones no influyen lo más mínimo en los planes secretos del Comité de Salud Pública, el cual mira únicamente el mapa de la guerra. Quién sabe todavía cómo se podrá utilizar a esta hija de la Casa de Habsburgo, y hasta quizá muy pronto, pues las jornadas de julio han sido fatales para el Ejército francés. A cada instante pueden marchar sobre París las tropas aliadas; ¿para qué disipar inútilmente una sangre tan preciosa? Se deja, pues, tranquilamente a Hébert que siga gritando y alborotando, pues eso fortalece la apariencia de que se prepara una ejecución inmediata; pero, en realidad, la Convención tiene su destino en suspenso. A María Antonieta no se la deja libre, pero tampoco es condenada. Sólo se mantiene de modo muy visible pendiente la espada sobre su cabeza, y de cuando en cuando se hace ver su centelleante filo, porque con ello se espera espantar a la Casa de Habsburgo y, al final de cuentas, volverla dócil para las negociaciones.

Pero fatalmente, la noticia del traslado de María Antonieta a la Conserjería no espanta en lo más mínimo a sus consanguíneos: María Antonieta significa algo para Kaunitz, como valor positivo en la política de los Habsburgos, en cuanto fue soberana de Francia; una soberana destronada, una desgraciada mujer particular, es plenamente indiferente para ministros, generales y emperadores: la diplomacia no conoce ningún sentimentalis-mo. Sólo a una persona. pero totalmente impotente, le quema la noticia como fuego en mitad del corazón: Fersen. Desesperado, le escribe a su hermana: «Mi querida Sofía, sola y única amiga mía: sin duda sabes en este momento la espantosa desgracia del traslado de la reina a la prisión de la Conserjería y conoces el decreto de esa execrable Convención que la entrega, para ser juzgada, al Tribunal Revolucionario. Desde ese instante ya no vivo, porque no es vivir el existir como yo to hago, sufrir todos los dolores que yo experimento. Si todavía pudiera hacer algo para librarla, me parece que sufriría menos, pero el no poder hacer nada sino formular solicitaciones es espantoso para mí... Sólo tú puedes comprender todo lo que yo experimento; todo está perdido para mí... Mi pena será eterna, y nada más que la muerte podrá hacérmela olvidar. No puedo cuidarme de nada, no puedo pensar más que en la desgracia de esta infortunada y digna princesa. No tengo fuerzas para expresar lo que siento; daría mi vida por salvarla, y no puedo hacerlo; mi mayor dicha sería morir por ella y por su salvación». Y pocos días más tarde:

«Frecuentemente me reprocho hasta el aire que respiro cuando pienso que ella está encerrada en una espantosa prisión; esta idea me desgarra el corazón, envenena mi vida, y sin cesar estoy pasando del dolor a la furia». Pero ¿qué vale este insignificante señor de Fersen para un todopoderoso Estado Mayor general, qué importa él para una sabia y sublime gran política? No le cabe otra cosa sino consumir una y otra vez su cólera, su amargura, su desesperación, todo el fuego infernal que brama en él y abrasa su alma, en súplicas inútiles, en ir de antecámara en antecámara, y conjurar, uno tras otro, a los militares, los hombres de Estado, los príncipes, los emigrados, para que no contemplen con tan vergonzosa frialdad cómo es humillada y asesinada una reina de Francia, una princesa de la Casa de Habsburgo. Pero por todas partes encuentra una cortés y evasiva indiferencia; hasta al fiel Eckart de María Antonieta, al mismo conde de Mercy, lo encuentra de hielo ( de glace). Mercy rechaza, respetuosa pero resueltamente, toda intervención de Fersen, y, por desgracia, deja actuar, en esta ocasión, su rencor personal: Mercy no le ha perdonado nunca a Fersen que estuvie ra más cerca de la reina de lo que permitían las buenas costumbres, y del amante de María Antonieta -el único que la ama y se interesa por su vida- no quiere recibir ninguna instrucción.

Pero Fersen no ceja. Esta frialdad glacial de todas las gentes, que contrasta de modo tan espantoso con su interno ardor, lo lleva hasta el frenesí. Ya que Mercy se niega o oírle, se dirige a otro amigo de la famlia real, el conde de La Marck, que en otro tiempo ha dirigido las negociaciones con Mirabeau. Encuentra aquí una comprensión más humana.

El conde de La Marck se dirige inmediatamente a Mercy y le recuerda al anciano la promesa que, un cuarto de siglo antes, le hizo a María Teresa de proteger a su hija hasta el último instante. Sobre su mesa redactan juntos una carta enérgica dirigida al príncipe de Coburgo, comandante en jefe de las tropas austríacas: « Mientras la reina no estuvo directamente amenazada, ha podido guardarse silencio, por temor a despertar la furia de los salvajes que la rodean; pero hoy, que está entregada a un tribunal de sangre, toda medida que proporcione una esperanza de salvarla le parecerá a usted un deber» .

Impulsado por La Mark, Mercy reclama un inmediato avance sobre París para extender a11í el espanto; toda otra operación militar tiene que ser pospuesta a ésta, ur gentísima. «

Permítame usted tan sólo -advierte Mercy- que le hable de los remordimientos que todos podríamos experimentar algún día por haber permanecido en la inacción en semejante momento. ¿Podría creer la posteridad que tan gran atentado pudo ser cometido a pocos días de marcha de los ejércitos vencedores de Austria a Inglaterra, sin que estos ejércitos hayan intentado esfuerzo alguno para impedirlo?»

Esta invitación para salvar a su debido tiempo a María Antonieta está, por desgracia, dirigida a un ho mbre débil y espantosamente tonto, a una vacía cabeza de comisario general. La respuesta del comandante en jefe del Ejército austríaco, el príncipe de Coburgo, corresponde exactamente con ello. Como si en 1793 se viviera todavía en tiempos del «Martillo de las brujas» o de la Inquisición, este príncipe, conocido por su nullité responde que. «en el caso en que la menor violencia sea ejercida sobre la persona de Su Majestad la reina, la autoridad austríaca hará inmediatamente que sean sometidos al tormento de la rueda los cuatro comisarios de la Convención que ha detenido últimamente». Mercy y La Marck, ambos gente noble, inteligente y culta, quedan sinceramente espantados con esta estupidez y ven que no tiene sentido mantener negociaciones con semejante imbécil, por lo cual La Marck conjura a Mercy para que escriba sin pérdida de tiempo a la corte de Viena: «Envíe inmediatamente otro correo; dé a conocer el peligro; exprese los temores más vivos, que, por desgracia, no están sino demasiado bien fundados. Es preciso que comprendan en Viena lo que habría de penoso, y hasta me atrevo a decir de enojoso, para el gobierno imperial si la historia pudiera decir algún día que, a cuarenta leguas de los ejércitos austríacos, formidables y victoriosos, la augusta hija de María Teresa ha perecido en el cadalso sin que fuera hecha una tentativa para salvarla. Sería una mancha imborrable para el reinado de nuestro emperador». Y

para inflamar aún más al anciano señor, algo difícil de poner en movimiento, añade todavía en su carta a Mercy una advertencia personal: «Permítame que le diga que la injusticia de los juicios humanos no tendría en cuenta los sentimientos que sus amigos de usted le conocemos si, en las deplorables circuns tancias en que nos encontramos, no hubiera usted intentado anticipada y repetidamente sacar a nuestra corte del fatal embotamiento en que se encuentra».

Incitado por esta advertencia, el viejo Mercy se pone por fin a la obra, y con toda energía escribe a Viena: « Me pregunto si puede ligarse con la dignidad del emperador, y hasta con su interés, el permanecer como mero espectador del destino con que es amenazada su augusta tía, sin intentar nada para sustraerla a esta suerte o para arrancarla de ella... ¿El emperador no tiene especiales deberes que cumplir en tales circunstancias?

No debe olvidarse de que la conducta de nuestro gobierno será juzgada un día por la posteridad, y ¿no hay que temer la severidad de este juicio si, estando probado que la reina de Francia está amenazada, como lo está, Su Majestad el emperador no hiciera tentativas ni sacrificios para salvarla?».

Esta carta, bastante valerosa para un embajador, es archiva da fríamente en cualquier cartapacio de la cancillería de la corte y se deja a11í que se empolve sin respuesta. El emperador Francisco no piensa mover ni un solo dedo; se pasea tranquilo por Schoenbrunn; Coburgo espera tranquilo en sus cuarteles de invierno y hace que sus soldados hagan tanto ejercicio que llegan a desertar más de los que hubiera perdido en la más sangr ienta batalla. Todos los monarcas permanecen tranquilos, indiferentes y despreocupados. Pues ¿qué significa para la antiquísima Casa de Habsburgo un honor más o menos grande? Ninguno hace nada para salvar a María Antonieta, y con amargura dice Mercy, en una repentina explosión de enojo: «Ni siquiera la habrían salvado si con sus propios ojos la vieran ascender a la guillotina».

No hay que contar con Coburgo ni con Austria; no hay que contar con los príncipes, ni con los emigrados, ni con la fami lia; por tanto, Mercy y Fersen ensayan por su propia cuenta el último medio: el soborno. Por medio del maestro de baile Noverre y de un financiero sospechoso, se envía dinero a París. Nadie sabe en qué manos se ha evaporado.

Se intenta primero llegar a Danton, el cual -Robespierre lo ha venteado- pasa en general por accesible; de modo asombroso, algunos caminos llegan también hasta Hébert, y aunque, como en la mayoría de estas operaciones, falten las pruebas, produce sorpresa el que este alborotador, que desde hace muchos meses se agita como un epiléptico para decir que la grue tiene que dar, por fin, el «salto de la carpa», solicite súbitamente ahora que vuelvan a llevarla al Temple. ¿Quién podría decir hasta qué punto tuvie ron éxito estas negociaciones, temerosas de la luz? En todo caso, las balas de oro fueron disparadas demasiado tarde. Pues mientras estos hábiles amigos trataban de salvarla, otro excesivamente torpe empujaba a María Antonieta hacia el abismo; como siempre, durante toda su vida, sus amigos le fueron más funestos que sus enemigos.

LA ÚLTIMA TENTATIVA

La Conserjería, esta «antesala de la muerte», es, entre todas las prisiones de la Revolución, la que está sometida a reglamento más severo. Antiquísimo edificio de piedra con muros impene trables y puertas gruesas como un puño, guarnecidas de hierro, cada ventana enrejada, cada pasillo provisto de barreras, rodea do de toda una compañía de guardias, podría ostentar sobre el dintel de su puerta la frase de Dante: «Dejad toda esperanza...». Un sistema de vigilancia conservado durante siglos y agravado grandemente desde los encarcelamientos en masa del Terror, hace imposible toda comunicación con el mundo exterior. Ninguna carta puede ser enviada fuera, ninguna visita recibida, pues el personal de vigilancia no se recluta, como en el Temple, entre guardianes aficionados, sino entre carceleros de oficio que están prevenidos contra todas las arterías; además, como medida de precaución, están mezclados entre los acusados los llamados moutons, soplones profesionales que informarían anticipadamente a las autoridades de toda tentativa de evasión. En todas partes donde un sistema está experimentado durante años y años, parece sin sentido que un individuo aislado pretenda oponerle resistencia.

Pero (misterioso consuelo frente a toda potencia colectiva) el individuo aislado, si es tenaz y resuelto, al final acaba casi siempre mostrándose como más fuerte que todo sistema. Siempre el elemento humano, en cuanto su voluntad permanece inquebrantable, arruina todas las disposiciones de papel; éste es el caso de María Antonieta. También en la Conserjería, al cabo de algunos días, gracias a aquella notable magia que en parte proviene del brillo de su nombre, en parte de la noble fuerza de su conducta, ha convertido en amigos, en auxiliares y servidores a todos aquellos hombres que debían guardarla. La mujer del portero no tendría, reglamentariamente, que hacer otra cosa sino barrer su habitación y prepararle groseros alimentos. Pero guisa para la reina, con tierno primor, los manjares más selectos; se ofrece para peinarla; hace venir expresamente y a diario, de otra parte de la ciudad, una botella de aquella agua que prefiere María Antonieta. La criada de la portera, a su vez, aprove cha cada momenro para desilzarse rápidamente junto a la prisionera y preguntarle si puede servirla en algo. Y los severos gendarmes, con sus bigotes retorcidos, con sus anchos sables retiñidores y los fusiles incesantemente cargados, que en realidad debían prohibir todo esto, ¿qué es lo que hacen? Traen todos los días a la reina -según lo prueba el testimonio de un interrogatorio-, a su propio coste, un ramo de flores frescas, compradas en el mercado por su voluntad, para adornar su desolada ha bitación. Es justamente entre el más bajo pueblo, que vive más próximo a la desgracia que la burguesía, donde se desarrolla con lastimosa fuerza la compasión hacia aquella princesa tan detestada en sus dichosos días. Cuando, cerca de la Conser jería, las mujeres del mercado saben por madame Richard que el pollo o las hortalizas están destinados a la reina, escogen escrupulosamente lo mejor, y, con enojado asombro, Fouquier-Tinville tiene que hacer constar en el proceso que la reina ha gozado en la Conserjería de facilidades mucho más importantes que en el Temple.

Precisamente a11í donde reina la muerte del modo más cruel, se desarrollan en el hombre los sentimientos de humanidad como inconsciente defensa.

Que hasta en el caso de una prisionera de Estado tan importante como María Antonieta se haya ejercido la vigilancia con tanta laxitud, considerando sus anteriores tentativas de fuga, produce al principio una impresión de asombro. Pero se comprenden muchas cosas tan pronto como se recuerda que el ins pector supremo de esta prisión es nada menos que Michonis, el vendedor de limones, que había ya introducido valiosamente sus manos en el complot del Temple. También a través de los gruesos sillares de la Conserjería engolosina y centellea el millón del barón de Batz, y todavía sigue Michonis jugando s u audaz doble juego. Cada día, fiel a su deber y severo, se traslada a la celda de la reina, sacude las rejas de hierro, examina las puertas, y con pedante solicitud informa de esta visita a la Comuna, que se tiene por feliz con haber colocado como vigilante a inspector a un tan firme republicano. En realidad, Michonis sólo espera siempre el momento en que los gendarmes han abandonado la habitación para charlar con la reina de modo casi amistoso, traerle del Temple las anheladas noticias de sus hijos, y hasta a veces, bien por codicia, bien por bondad, pasar de contrabando algún curioso, cuando tiene que hacer su inspección en la Conserjería, ya un inglés, ya una inglesa, acaso la excéntrica señora Atkins, enferma de esplín, ya un sacerdote no juramentado que debe haber recibido la última confesión de la reina, ya aquel pintor a quien debemos el retrato del Museo Camavalet. Y, por último, y de un modo plenamente fatal, también la visita de aquel osado loco que con su exceso de celo aniquiló de un solo go lpe todas estas libertades y privilegios.

Este famoso affaire de l’oeillet, este complot del clavel, que más tarde sirvió de tema a Alejandro Dumas para una gran no vela, es una historia oscura; descifrarla por completo es cosa que no se logrará jamás, pue s es incompleto lo que comunican los documentos judiciales, y lo que refiere su propio héroe huele sospechosamente a charlatanería. Si se cree al Consejo munici pal y al inspector superior de prisiones, Michonis, todo el caso se habrá reducido a un episodio sin importancia. Una vez, en una cena con amigos, habló de la reina, a la que está obligado a visitar diariamente en la prisión. Entonces, ese caballero desconocido, cuyo nombre no sabe, se mostró muy curioso y preguntó si, por una vez, no le sería permitido acompañarle. Estando de buen humor, Michonis no se informó más extensamente, y aquel señor lo acompañó una vez en su visita de inspección, naturalmente que con la obligación de no decirle ni una palabra a la reina.

Pero Michonis, el confidence del barón de Batz, ¿es en realidad tan ingenuo como él se presenta? ¿No se tomó realmente la molestia de preguntar quién era aquel señor desconocido al que debía introducir de contrabando en la celda de la reina? Si lo hubiese hecho, habría sabido que este ho mbre era un buen amigo de María Antonieta, el caballero de Rougeville, uno de aquellos nobles que el 20 de junio combatieron por la reina, jugándose la vida. Pero, según todas las apariencias, Michonis, que había ayudado a un barón de Batz, debía tener muy buenas y, sobre todo, muy contantes razones para no preguntar excesivamente por sus intenciones a aquel señor desconocido: probablemente, la conjura estaba mucho más avanzada de lo que hoy permiten reconocer sus borradas huellas.

En todo caso, el 28 de agosto suena el manojo de llaves en la puerta de la celda de la prisionera. La reina y el gendarme se levantan. Siempre se espanta, en el primer momento, cuando se abre la puerta del calabozo, pues casi toda visita inesperada de las autoridades no le ha traído más que malas noticias desde hace semanas y meses. Pero no, no es más que Michonis, el amigo secreto, acompañado esta vez por cualquier señor desconocido a quien la prisionera no presta atención alguna. María Antonieta respira libremente, habla con Michonis y se informa acerca de sus hijos: siempre se refieren a ellos las primeras y más insistentes preguntas de la madre. Michonis responde amablemente; la reina está casi contenta: estos pocos minutos en que puede romper la fúnebre campana de cristal del silencio, en que puede pronunciar delante de alguien el nombre de sus hijos, siempre significan para ella algo como una dicha.

Pero de repente María Antonieta se pone mortalmente pálida. Pálida durante un segundo. Después le asciende súbitamente la sangre a las mejillas. Comienza a temblar y le cuesta trabajo mantenerse en pie. La sorpresa es demasiado grande: ha reconocido a Rougeville, el hombre que cien veces estuvo a su lado en palacio y del que sabe que es de fiar para cualquier audacia. ¿Qué significa -el tiempo vuela zumbando, demasiado de prisa para que pueda ser pensado todo-, qué significa que este amigo seguro y abnegado, aparezca de repente aquí en su celda? ¿Es que quieren salvarla? ¿Es que quieren decirle alguna cosa? ¿Transmitirle algo? No se atreve a hablar con Rougeville, ni siquiera a mirarle con fijeza, por miedo al gendarme y a la mujer de servicio, y, sin embargo, observa que le hace sin cesar una seña que ella no comprende. Es atormentadoramente irritante y feliz al mismo tiempo, al cabo de tantos meses, saberse cerca de un mensajero y no entender su mensa je; la pobre mujer, sonsacada de su muerta paz, se pone cada vez más intranquila y teme hacerse traición. Acaso Michonis advierta algo de esa confusión; en todo caso, se acuerda de que tiene que inspeccionar aún otros recintos de la prisión, y sale vivamente de la celda con el desconocido, pero declarando expresamente que todavía se propone volver.

María Antonieta, al quedarse sola - le tiemblan las rodillas-, se deja caer en su asiento y trata de recobrar sus ánimos. Decide, si vuelven los dos, atender con mayor cuidado y más tranquilos nervios que en aquella primera sorpresa a cada seña y cada gesto. Y, en realidad, vuelven otra vez los dos; de nuevo retiñen las llaves, de nuevo penetra Michonis con Rougeville. Ahora, María Antonieta vuelve a ser por completo dueña de sí. Mientras habla con Michonis, observa a Rougeville con más aguda atención, más despierta, más serena, y observa de repente que Rougeville, en un rápido gesto, ha arrojado algo en el rincón detrás de la estufa. Le palpita el corazón; apenas es capaz de esperar hasta el momento de leer el mensaje; apenas Michonis y Rougeville han dejado la habitación, cuando, con toda presencia de espíritu, envía tras ellos al gendarme con un pretexto cualquiera. Utiliza este minuto de no estar vigilada para coger rápidamente lo escondido.

¿Cómo? ¿Nada más que un clavel? Pero no, en el clavel se esconde, plegada, una esquelita. La abre y lee: «Protectora mía, nunca la olvidaré, buscaré siempre el medio de poder hacerle ver mi celo; si tiene necesidad de trescientos o cuatrocientos luises para los que la rodean, se los traeré el próximo viernes».

Pueden imaginarse los sentimientos de esta desgraciada mujer que se encuentra con este milagro de esperanza. Una vez más se abre la oscura bóveda de la prisión, como rota por la espada de un ángel. En medio de lo espantoso a inaccesible de la casa de los muertos, a través de siete a ocho puertas cerradas con cerrojo, a pesar de todas las prohibiciones, mofándose de todas las medidas de la Comuna, ha penetrado hasta ella uno de los suyos. un caballero de la Orden de San Luis, un realista digno de confianza y seguro; ahora, la salvación tiene que estar próxima. Indudablemente que las manos queridas de Fersen habrán tejido estos hilos; indudablemente que intervienen de nuevo auxiliares poderosos y desconocidos para salvarle la vida a un paso ya del abismo. De repente, esta mujer ya resignada y de cabellos blancos vuelve a sentir los ánimos y la voluntad de vivir.

Tiene valor, y, fatalmente, hasta un valor excesivo. Tiene confianza, y, por desgracia, un exceso de ella. Los trescientos o cuatrocientos ducados deben servirle, al punto lo comprende, para sobornar a los gendarmes de su celda: esto solo es lo que compete; de todo lo demás se cuidarán sus amigos. Inflamada en su optimismo excesivamente repentino, se pone al punto a la obra. Desgarra la comprometedora esquela en diminutos pedacitos y prepara ella misma su respuesta. Le han quitado pluma, lápiz y tinta; sólo tiene aún un pedacito de papel. Pero toma éste y va pinchando las letras de la respuesta

-la necesidad da ingenio con su aguja de coser en el plieguecillo, conservado hoy como reliquia, aunque, a la verdad, hecho ilegible posteriormente con otras picaduras. Le entrega este billete al gendarme Gilbert, con la promesa de una alta recompensa, para que lo transmita a aquel desconocido cuando vuelva a presentarse.

Ahora se oscurece todo el asunto. Parece que el gendarme Gilbert vaciló íntimamente.

Trescientos luises de oro, cuatrocientos luises de oro, relumbran tentadoramente ante un pobre dia blo como él; pero también la cuchilla de la guillotina tiene un funesto brillo y centelleo. Siente compasión por la pobre mujer, pero también teme perder su puesto.

¿Qué hacer? Ejecutar el encargo se llama hacer traición a la República; hacer de dela tor es abusar de la confianza de esta pobre y desgraciada mujer. Por tanto, este buen gendarme elige al punto el término medio; se confía a la mujer de l portero, a la todopoderosa madame Richard. Y he aquí que también madame Richard comparte su perplejidad. Tampoco ella se atreve a guardar silencio, tampoco ella se atreve a hablar claramente, y mucho menos a dejarse envolver en una conjura tan peligrosa; probablemente ha sonado ya en sus oídos el campaneo secreto del millón.

Por último, madame Richard hace lo mismo que el gendarme: no presenta ninguna denuncia, pero tampoco calla por completo. Exactamente lo mismo que el gendarme, descarga su responsabilidad sobre otra persona y comunica confidencialmente la historia del secreto billete a su superior Michonis, el cual palidece al oír la noticia. De nuevo se enturbia aquí el asunto. ¿Ha observado Michonis ya antes de esto que en la persona de Rouge ville ha traído un cómplice de la reina, o sólo lo descubre en este momento?

¿Estaba iniciado en esta conjura o Rougeville lo había burlado? En todo caso, es desagradable para él encontrarse de repente con dos testigos. Con apariencias de gran seve ridad, le quita a la buena madame Richard el papel sospechoso, se lo mete en el bolsillo y le ordena que no hable nada acerca de ello. Espera de este modo haber reparado la imprudencia de la reina y terminado felizmente este enojoso asunto. Naturalmente, no redacta ningún informe; lo mismo que en el primer complot con Batz, se retira suavemente del asunto tan pronto como éste se convierte en peligroso.

Todo estaría ahora terminado. Pero, fatalmente, el asunto no deja descansar al gendarme. Un puñado de monedas de oro podrían quizás haberlo hecho enmudecer, pero María Antonieta no tiene ningún dinero, y, poco a poco, comienza él a temer por su cabeza. Después de haberse mantenido valientemente durante cinco días en un total silencio (y esto es lo sospechoso e incomprensible del asunto) ante sus camaradas y superiores, redacta finalmente, el 3 de septiembre, un informe para sus jefes; dos horas más tarde, los comisarios de la Comuna se precipitan en la Conserjería, ya muy agitados, a interrogan a todos los interesados.

La reina, al principio, niega. No ha reconocido a nadie, y cuando se le pregunta si, hace algunos días, no ha escrito una esquela, responde fríamente que no tiene nada con que pueda es cribir. También Michonis se presenta al principio como mudo, y confía en el silencio de madame Richard, probablemente ya sobornada también. Pero, como ésta afirma haberle dado la ho ja, se ve obligado a presentarla (prudentemente hace antes ilegible el texto mediante nuevos pinchazos de aguja). En el segundo interrogatorio, al día siguiente, renuncia la reina a toda resistencia. Declara ser auténtico que conoce a aquel hombre desde las Tullerías, haber recibido de él una esquelita dentro de un clavel y haber respondido ella; no oculta ya ni su participp ción ni su culpa. Pero, con plena abnegación, protege al hombre que quería sacrificarse por ella, no pronuncia el nombre de Rougeville, sino que afirma no acordarse de cómo se llama ese oficial de la guardia; cubre también magnánimamente a Micho nis y le salva la vida con ello. Pero, veinticuatro horas más tarde, ya conocen la Comuna y el Comité de Salud Pública el nombre de Rougeville, y en vano la Policía persigue por todo París a aquel hombre que había querido salvar a la reina y que, en realidad, no hizo otra cosa sino precipitar su fin.

Pues esta conjura, torpemente iniciada, acelera fatalmente el destino de la reina. El trato indulgente que de un modo tácito le habían concedido hasta entonces, cesa de repente. Le es confiscado todo lo que conserva, sus últimos anillos y hasta el relo jito de oro que había traído consigo de Austria como último recuerdo de su madre, lo mismo que el medalloncito con cabellos de sus hijos, tiernamente conservado. Naturalmente, le son secuestradas las agujas con las cuales tuvo la idea de escribir la esquela a Rougeville, lo mismo que le es prohibida la luz por la noche. Dejan fuera de servicio al tolerante Michonis, lo mismo que a madame Richard, la cual es reemplazada por una nueva vigilante, madame Bault. Al mismo tiempo, dispone la municipalidad, en un decreto de 11 de septiembre, que esta reincidente autora de tentativas de evasión sea trasladada a una celda aún más segura que la que ocupaba anteriormente; y como en toda la Conserjería no se encuentra ninguna que le parezca bastante de fiar a la alarmada Comuna, dispone del local de la botica, dotándolo de dobles puertas de hierro. La ventana que da al patio de mujeres es cerrada de pared hasta la mitad de la altura de sus rejas; dos centinelas bajo la venta, lo mismo que los gend armes que día y noche se revelan en el recinto inmediato, responden con su vida de la prisionera. Después de todas estas medidas que agotan las precauciones terrenas, ningún no llamado puede penetrar ahora en la celda; sólo hay uno llama do a penetrar en ella por razón de su cargo: el verdugo.

Ahora se encuentra María Antonieta en el último, en el más bajo peldaño de su soledad.

Los nuevos carceleros, aunque sientan buena voluntad hacia ella, no osan hablar ya ni una palabra con esta mujer peligrosa, al igual que los gendarmes. El relojito no está ya a11í para partir, con su débil tictac, la infinidad del tiempo; la han privado de sus labores de aguja; nada le han dejado sino su perrillo. Ahora, por primera vez al cabo de veinticinco años, en este abandono pleno, se acuerda María Antonieta del consuelo que su madre le ha recomendado tantas ve ces; por primera vez en su vida pide libros y los va leyendo, uno tras otro, con sus apagados y enrojecidos ojos; no dan abasto a traerle suficientes. No quiere ninguna novela, ninguna obra de teatro, nada alegre, nada sentimental, nada amoroso; podrían recordarle demasiado los pasados tiempos; sólo aventuras totalmente rudas, los viajes del capitán Cook, historias de naufragios y audaces expediciones; libros que se apoderan del lector y lo arrebatan consigo, lo excitan y mantienen en tensión sus nervios; libros con los cuales se olvida uno del tiempo y del mundo. Personajes inventados, imaginarios, son los únicos compañeros de su soledad.

Nadie viene ya a visitarla; durante todo el día no oye nada sino la campana de la inmediata Sainte-Cha pelle y el crujir de las llaves en la cerradura; después otra vez silencio eterno, silencio en aquel bajo recinto, estrecho, húme do y oscuro como un ataúd.

La falta de movimiento y aire debilita su cuerpo, fuertes hemorragias la fatigan. Y cuando por fin la llevan ante el Tribunal, es un vieja de blancos cabellos la que, de esta larga noche, surge bajo la desacostumbrada luz del cielo.

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