LA REINA SE HACE IMPOPULAR

La hora del nacimiento del delfín había significado el apogeo del poder de María Antonieta. Al dar un heredero a la Corona había llegado a ser reina por segunda vez. Una vez más, el júbilo mugiente de la multitud le había mostrado qué inagotable capital de amor y confianza, a pesar de todos los desengaños, había en el pueblo francés para su Casa reinante y con qué poco esfuerzo podría un soberano unir toda la nación a su persona. Ahora sólo necesitaba la reina dar el paso decisivo de Trianón a Versalles y París, dejar el mundo del rococó por el mundo real, su volandera sociedad por la nobleza y el pueblo, y todo estaría asegurado. Pero, una vez más, después de las horas difíciles, María Antonieta se vuelve hacia lo fácil y placentero; tras las fiestas populares comienzan otra vez las costosas y funestas de Trianón. Pero esta vez ha llegado a su fin la gran paciencia del pueblo; María Anto nieta ha alcanzado la divisoria de su dicha. Desde ahora en adelante, las aguas corren hacia lo profundo en sentido opuesto.

Al principio no ocurre nada visible, nada sorprendente. Sólo que Versalles está más y más silencioso; que cada vez hay menos damas y caballeros en las grandes recepciones, y los pocos que acuden muestran cierta positiva frialdad en su saludo. To davía guardan las formas; pero a causa de la forma y no de la reina. Aún inclinan la rodilla en tierra, aún besan cortésmente la mano regia ; pero ya no se disputan el favor de una conversa ción, las miradas siguen siendo sombrías a indiferentes. Cuando María Antonieta va al teatro, ya no se levanta precipitadamente, como antes, el público del patio y de los palcos; en la calle no resuena ahora el tanto tiempo grito familiar de «Vive la Reine!». Aún no se manifiesta, en todo caso, ninguna pública hostilidad: sólo que se ha perdido aquel calor que antes pre sentaba un alma favorable al obligado respeto: todavía se obedece a la soberana, pero ya no se aclama a la mujer. Sirven respetuosamente a la esposa del rey, pero ya no se afanan celosamente en torno a ella. No se contradice abiertamente a sus deseos, sino que se guarda silencio: el duro, maligno y astuto silencio de una conspiración.

El cuartel general de esta secreta conjura está repartido entre los cuatro o cinco palacios de la familia real: el de Luxemburgo, el Palais Royal, el de Bellevue y hasta el mismo Versalles, todos se han coligado en contra de Trianón, la residencia de la reina.

El coro de la malevolencia está dirigido por las tres viejas tías. No han olvidado todavía que la joven delfina ha huido de su escuela de malignidad y que la reina está muy por encima de Mesdames; enojadas porque no representan ya ningún papel, se han retirado al palacio de Bellevue. Allí, muy abandonadas y aburridas, permanecen en sus habitaciones durante los primeros años de triunfo de María Antonieta; nadie se preocupa de ellas, porque todas las atenciones se agitan y revolotean en torno a la joven y hechicera soberana, que tiene todo el poder entre sus ligeras y blancas manos. Pero cuanto más se va haciendo impopular María Antonieta con tanta mayor frecuencia se abren las puertas del palacio de Bellevue. Todas las damas que no han sido invitadas a Trianón, la despedida «Madame Etiqueta», los ministros dimitidos, las mujeres feas y que, por consiguiente, han seguido siendo virtuosas, los gentileshombres retirados, los piratas de colocaciones que no han logrado presa, todos los que aborrecen el «nuevo orden de las cosas», que se duelen melancólicamente de la pérdida de la antigua tradición francesa, de la devoción y de las «buenas» costumbres, se dan cita en este salón de los menospreciados. La vivienda de las tías en Bellevue llega a ser una secreta botica de venenos, en la cual todos los rencorosos chismes de la corte, las más nue vas locuras de la

«austríaca», los on dit acerca de sus aventuras galantes. son destilados gota a gota y conservados en frascos; aquí es donde se establece el gran arsenal de todas las maliciosas comadrerías, el mal afamado atelier des calomnies; aquí es donde se compone. se leen en voz alta y se ponen en circulación los mordaces couplets que resuenan después alegremente por Versalles; aquí es donde se reúnen, con intenciones aviesas y disimuladas, todos los que querrían que la rueda del tiempo girara otra vez hacia atrás, todos los vivientes cadáveres desengañados, destronados, sin cargo alguno, las larvas y momias de un mundo pasado, toda la acabada generación vieja, para vengarse de ser vieja y acabada. Pero el veneno de este almacena do odio no se dirige contra el «pobre y buen rey», a quien, hipó critamente, compadecen, sino sólo contra María Antonieta, la joven, deslumbrante y dichosa reina.

Más peligrosa que esta desdentada gente de ayer y anteayer, que ya no puede morder, sino sólo salpicar la baba, es la nueva generación, que nunca ha logrado todavía el poder y no quiere permanecer más tiempo en la oscuridad. Versalles, con su conducta exclusivista a indolente, se ha apartado tanto, irreflexiva mente, de la verdadera Francia, que ya no advierte siquiera las nuevas corrientes que agitan al país. Una burguesía inteligente acaba de abrir los ojos, se ha instruido acerca de sus derechos en las obras de Jean-Jacques Rous seau, mira en la vecina Inglaterra una democrática forma de gobierno; los que regresan de la gue rra de la independencia norteamericana traen el mensaje de que existe un país extranjero en el cual la diferencia de casta y cla ses sociales ha sido suprimida por la idea de la igualdad y la libertad. Mas en Francia sólo ven estancamiento y decadencia, nacidos de la total incapacidad de la corte. Unánimemente, a la muerte de Luis XV, había esperado el pueblo que por fin estaría terminada entonces la vergüenza del gobierno de las maîtresses, el escándalo de las indignas protecciones; en lugar de ellas, rei nan otra vez ahora las mujeres: María Antonieta y, detrás de ella, la Polignac. La burguesía ilustrada ve con creciente amargura cómo se descompone el poder político de Francia, cómo crecen las deudas, cómo decaen el ejército y la armada; se pierden las colonias, mientras que, todo alrededor, los otros Estados se desarrollan activamente; y en dilatados círculos de opinión crece el deseo de poner fin a esta desorganización indolente.

Este mal humor, siempre creciente, de los auténticos patriotas y de los que conciben el sentimiento de lo nacional, se dirige principalmente -y no sin razón- contra María Antonieta. Incapaz y sin deseos de adoptar una verdadera resolución, el Rey -eso lo sabe todo el país- no significa nada como soberano; únicamente es todopoderoso el influjo de la reina. Ahora bien, María Antonieta habría tenido ante sí dos posibilidades: o tomar seria, activa y enérgicamente, lo mismo que su madre, los asuntos del gobierno, o separarse totalmente de ellos. El grupo austríaco intenta sin cesar impulsarla hacia la política, pero es en vano, porque para reinar o correinar habría que leer a diario, de un modo constante, papeles y documentos durante algunas horas; pero a la reina no le gusta leer. Habría que escuchar los informes de los ministros y reflexionar sobre ellos, y a María Antonieta no le gusta pensar. Ya sólo el escuchar significa para su espíritu volandero un severo esfuerzo. «Apenas oye cua ndo se le dice algo -se queja a Viena el embajador Mercy-, y casi nunca existe la posibilidad de tratar con ella de ningún asunto serio a importante o de atraer su atención hacia una cuestión trascendental. La sed de placeres ejerce sobre ella un poder mis terioso.» En las circunstancias más favorables, cuando el embajador la estrecha muy vivamente con un encargo de su madre o de su hermano, responde la reina algunas veces: «Dígame usted lo que debo hacer y lo haré», y, en efecto, va a exponérselo al rey. Pero al día siguiente su inconstancia ha hecho que se olvide de todo, su intervención no va más allá de «ciertos impacientes impulsos» y, finalmente, Kaunitz, en la corte de Viena, acaba por resignarse. «No contemos jamás con ella para nada. Contentémonos con obtener, como de un mal paga dor, lo que buenamente pueda obtenerse.» Hay que conformar se, le escribe a Mercy, ya que tampoco en otras cortes las mujeres intervienen en la política.

Pero ¡si, por lo menos, renunciara realmente a tomar en sus manos e l timón del Estado!

Entonces, siquiera, se habría conservado sin culpa ni responsabilidad. Pero, impulsada por la pandilla de los Polignac, se mezcla constantemente en la política tan pronto como hay que proveer un puesto de ministro, una plaza de gobemación del Estado: hace lo más peligroso que se puede hacer: habla de todo sin conocer, ni del modo más remoto, la materia; actúa como diletante y decide en un punto las cuestiones más capitales; malgasta exclusivamente en provecho de sus favoritos el poder enorme que ejerce sobre el rey.

«Cuando se trata de cosas serias -se lamenta Mercy-, al instante se siente acobardada a incierta en sus gestiones; pero cuando va impulsada por su sociedad pérfida a intrigante, hace todo lo preciso para cumplir los deseos de aquella gente.» «Nada ha contribuido más a suscitar el odio contra la reina -observa el ministro Saint-Priest- que estas intervenciones intermitentes y estos nombramientos injustos de protegidos suyos.» Pues como a los ojos de la burguesía es ella la que dirige los asuntos del Estado; como todos estos generales, embajadores y ministros colocados por ella no se acreditan capaces, el sistema de esta autocracia arbitraria sufre completo naufragio, y como Francia, con una velocidad cada vez mayor de torrente desbordado, camina hacia la bancarrota financiera, toda la culpa cae sobre la reina, del todo inconsciente de su responsabilidad. (¡Ay, si ella no ha hecho sino ayudar a algunas gentes simpáticas!) Todo lo que en Francia desea el progreso, un orden nuevo, justicia y actividad creadora, lanza censuras, se enoja y pronuncia amenazas contra esta despreocupada dilapidadora, contra la eternamente alegre castellana de Trianón, la cual sacrifica loca y neciamente el amor y bienestar de veinte millones de seres a una orgullosa pandilla de veinte damas y caballeros.

Este gran descontento de todos aquellos que ansían un nuevo sistema, un orden mejor, una distribución más razonable de las responsabilidades, ha carecido durante largo tiempo de un punto de enlace. Por último to encuentra en una casa y en un hombre.

También este amargado adversario lleva sangre real en sus venas; lo mismo que la reacción en el palacio de las tías, en Bellevue, se reúnen los revolucionarios en el Palais Royal, bajo la égida del duque de Orleans: desde dos frentes, se abre al mismo tiempo, en sentido totalmente opuesto. la guerra contra María Antonieta. De un natural más bien destinado al goce que a la ambición. mujeriego, jugador, disipado y elegante, sin nada de inteligencia y, en realidad, tampoco depravado, este aristócrata, de un carácter en absoluto vulgar y corriente, posee todas las debilidades propias de una naturaleza sin poder creador: vanidad, puesta sólo en exterioridades. Y María Antonieta ha ofendido personalmente esta va nidad al bromear libremente sobre las empresas militares de su primo y al impedir que le fuera adjudicado el cargo de gran almirante de Francia. El duque de Orleans, gravemente molesto, recoge el guante; como descendiente de una rama de la familia real igualmente antigua que la reinante, como hombre enormemente rico a independiente, no le intimida, en el Parlamento, hacer una obstinada oposición al rey y tratar abiertamente como a un enemigo a la reina. En su persona han encontrado, por fin, los descontentos, el anhelado jefe. Quien quiere alzarse contra los Habsburgos y al rama soberana de los Borbones, quien considera anticuada y opreso ra la ilimitada autocracia real, quien exige para Francia un nue vo orden de cosas razonables y democráticas, se mueve desde ahora en adelante bajo la protección del duque de Orleans. En el Palais Royal, en realidad, el primer club de la Revolución, aunque protegido aún por un príncipe, se reúnen todas las gentes de nuevas ideas: liberales, constitucionalistas, volterianos, filántropos, francmasones: a éstos se juntan los elementos descontentos, los cargados de deudas, los aristócratas dejados a un lado por la reina, los burgueses cultos que no obtienen ningún cargo, los abogados sin trabajo, los demagogos y los periodistas, todas aquellas fuerzas, fermentantes y desbordantes de vida, que más tarde compondrán, todas juntas, las tropas de asalto de la Revolución. Bajo la dirección de un jefe débil y vanidoso. se prepara y organiza el más poderoso ejército espiritual con el cual ha conquistado Francia su libertad. Aún no se ha dado la señal de ataque. Pero todos conocen el objetivo y saben el santo y seña. ¡Contra el rey! Y más aún: ¡Contra la reina!

Entre estos dos grupos rivales, los revolucionarios y los reaccionarios. se mantiene aislado el enemigo de la reina acaso más peligroso y funesto. el propio hermano de su marido, Monsieur Estanislao Javier. conde de Provenza, más tarde el rey Luis XVIII.

Solapado y tenebroso, intrigante y cauto, no se liga, para no comprometerse demasiado pronto, con ninguno de los grupos mencionados; oscila de derecha a izquierda, esperando que el destino le revele su auténtica hora. Vé sin disgusto las dificultades crecientes, pero se guarda muy bien de criticarlas en público; como un negro y silencioso topo, excava subterráneamente sus galerías y espera la hora en que la posición de su hermano esté lo suficientemente desquiciada. Pues sólo si Luis XVI y Luis XVII dejan el campo libre puede, por fin, llegar a ser rey Estanislao Javier, conde de Provenza, bajo el nombre de Luis XVIII, meta de su ambición, secretamente sustentada desde su infancia. Ya una vez se había entregado a la justificada esperanza de ser regente y legítimo sucesor de su hermano; los siete años trágicos en que permaneció estéril el matrimonio de Luis XVI a causa del ominoso obstáculo habían sido para su impaciente ambición las siete vacas gordas de la Biblia. Pero después vino el desaforado golpe contra sus embarazadas esperanzas hereditarias; cuando María Antonieta dio a luz una niña, él dio suelta, en una carta al rey de Suecia, a esta dolorosa confesión: «No me oculto a mí mismo que el suceso me ha conmovido muy sensiblemente... En lo exterior, me hice muy pronto dueño de mí mismo y he seguido la misma conducta de antes, en todo caso sin expresar una alegría que hubiera sido tenida por falsa, como en realidad lo habría sido... En lo interior me fue más difícil salir triunfador. A veces aún se me subleva el sentimiento, pero confío en mantenerlo a raya si no puedo ve ncerlo por completo».

El nacimiento del delfín destroza después completamente sus últimos sueños de heredar el trono. Ahora queda cerrado para él el camino recto y tiene que recorrer aquellos otros, tortuosos a hipócritas, que finalmente -claro que sólo al cabo de treinta años- han de conducirle a la anhelada cima. La oposición del conde de Provenza no es, como la del duque de Orleans, una franca llama de odio, sino un fuego de envidia que arde lentamente bajo el disfraz de la ceniza; mientras María Antonieta y Luis XVI conservaron indisputado en sus manos el poder, el secreto pretendiente de la corona se mantiene frío y silencioso, sin manifestar públicamente ni la menor pretensión; sólo con la Revolución comienzan sus sospechosas idas y venidas, las extrañas conferencias del palacio de Luxemburgo. Pero apenas ha logrado salvarse felizmente al otro lado de la frontera, cava valientemente, con sus provocativas proclamas, las tumbas de su hermano, de su cuñada y de su sobrino, en la esperanza -en efecto realizada- de encontrar en sus ataúdes la anhelada corona.

El conde de Provenza ¿ha hecho todavía algo más? ¿Fue aún más mefistofélico su papel, como tanta gente lo afirma? En su ambición de pretendiente, ¿fue, en realidad, hasta tan lejos que él mismo haya hecho imprimir y circular folletos contra el honor de su cuñada? En realidad, ¿ha vuelto a hundir a aquel desgraciado niño, Luis XVII, secretamente salvado del Temple, en un oscuro destino anónimo, aún hoy no del todo aclarado, mediante un robo de documentos? Muchas cosas en su conducta dan lugar a las más extremas sospechas, pues inmediatamente después de su elevación al trono, el rey Luis XVII rescató a precio de oro o con burda violencia, o por lo menos las hizo destruir, numerosas cartas que en otro tiempo había escrito el conde de Provenza. Y el que no osara hacer sepultar como Luis XVII al niño muerto en el Temple, ¿qué significaría sino que el mismo Luis XVIII no creía en la muerte de Luis XVII, sino en la real sustitución de un niño ajeno? Pero este hombre obstinado y tenebroso supo muy bien guardar silencio y ocultarse; hoy en día, las subterráneas galerías con las cuales fue minando su camino hasta llegar al trono de Francia están atas cadas de tierra desde hace mucho tiempo. No se sabe más que una cosa: hasta entre sus más encarnizados adversarios, la reina María Antonieta no tenía ningún enemigo más peligroso que este hombre complejo a impenetrable.

Al cabo de diez años de poder malgastados y disipados, María Antonieta se halla ya cercada por todas partes: en 1785, el odio está ya a punto de producir sus frutos. Todos los grupos hostiles a la reina -abarcan casi toda la nobleza y la mitad de la burguesía- han ocupado ya sus posiciones y sólo esperan la señal de ataque. Pero aún es demasiado fuerte la autoridad del poder hereditario; aún no se ha acordado ningún plan preciso. Sólo conversaciones en voz baja, cuchicheos, zumbidos y silbidos de flechas finamente emplumadas se perciben en VersaIles; cada una de ellas lleva en su punta una gota de aretinesco veneno, y todas ellas, volando por encima del rey, apuntan a la reina. Hojillas impresas o manuscritas circulan de mano en mano, pasándoselas por debajo de la mesa, y son rápidamente es condidas en la casaca tan pronto como se oye un paso desconocido.

En las librerías del Palais Royal, muy distinguidos señores de la nobleza, que ostentan la cruz de San Luis y hebillas de diamantes en los zapatos, se hacen llevar por el vendedor a la trastienda, el cual, allí, después de haber atrancado cuidadosamente la puerta, saca de cualquier polvoriento escondrijo, entre libracos viejos, el último libelo contra la reina, aparentemente traído de contrabando de Londres o Amsterdam, pero el cual, en realidad, por su impresión asombrosamente reciente, está casi húmedo y hace sospechar que acaso haya sido impreso en la misma casa, en el Palais Royal, que pertenece al duque de Orleans, o en el de Luxemburgo. Sin vacilar, la clientela dis tinguida paga a menudo más monedas de oro por estos folletos que hojas se contienen en ellos; a veces, éstas no son más que diez o veinte, pero, en cambio, están abundantemente ornadas de lascivos grabados en cobre y salpimentadas de maliciosas bromas. Uno de tales licenciosos libelos infamatorios es el presente favorito que se puede ofrecer a una noble amante, a una de aquellas damas a quienes María Antonieta no hace el honor de invitar a Trianón; un regalo tan pérfido las alegra más que un anillo precioso o un abanico. Compuestos por un desconocido versificador, impresos por manos secretas, esparcidos por manos que no se dejan sorprender, estos difamatorios escritos contra la reina revolotean como murciélagos a través de las verjas del parque de Versalles y penetran en los boudoirs de las damas y en los palacios de provincia; pero si el teniente de Policía quiere perseguirlos se siente de repente paralizado por fuerzas invisibles. Por todas partes se deslizan estos impresos: la reina los encuentra en la mesa de comer, bajo su servilleta; el rey, en su escritorio, en medio de los documentos; en el palco de la reina, delante de su asiento, está clavada en el terciopelo, con un alfiler, una maligna poesía, y por la noche, si se asoma a su ventana, oye las escarnecidas coplas que desde hace mucho tiempo ruedan por todas las bocas y que comienzan con esta pregunta:

Chacun se demande tout bas:

Le Roi peut-il? Ne peut-il pas?

La triste Reine en désespère...

Las cuales, después de particularidades eróticas, terminan con una amenaza: Petite Reine de vingt ans

qui traitez aussi mal les gens,

vous repasserez en Bavière.

Estos libelos y polissonneries de la primera época son, en todo caso, aún muy discretos en comparación con los que han de venir más tarde; más bien son maliciosos que malignos. Las flechas sólo están aún empapadas en le jía y no en veneno; están destinadas más bien a picar y a enojar que a herir mortalmente. Sólo desde la hora en que la reina se encuentra encinta y este inesperado acontecimiento enoja del modo más profundo en la corte a los diversos pretendientes, se agudiza sensiblemente su tono. Precisamente ahora, cuando ya no es verdad, comienzan todos, intencionadamente y en voz alta, a escarnecer al rey como impotente y a la reina como adúltera, para desde el principio -ya se sospecha en favor de qué intereses -, colocar en posición de bastardía la eventual descendencia.

Especialmente desde el nacimiento del delfín, el indiscutible y legítimo heredero del trono, se dispara con bala rasa sobre María Antonieta desde aquellos ocultos y escondidos escondrijos. Sus amigas, la Lamballe y Polignac, son puestas en la picota como ejercitadas maestras en amorosos servicios lesbios: María Antonieta. como una erotómana insaciable y perversa; el rey, como un pobre cornudo; el delfín, como bastardo; sirva como ejemplo la copla q ue saltaba entonces, de labio en labio, alegremente: Louis, si tu veux voir

bâtard, cocu, putain,

regarde ton miroir,

la Reine et le Dauphin.

En 1785, el concierto de calumnias se halla ya en su apogeo; está marcado el compás, suministrada la letra. La Revolución sólo necesita después gritar en voz alta por las calles lo que había sido imaginado y versificado en los salones para lle var a Maria Antonieta ante el Tribunal. Los auténticos motivos de la acusación los ha dictado la corte, y la cuchilla que cae sobre la nuca de la reina ha sido puesta en los rudos puños del verdugo por unas manos aristócratas, delgadas, finas y llenas de anillos.

¿Quién redacta estos escritos, mortales para la honra de la reina? Eso es realmente una cuestión accesoria, pues los poetastros que componen esas coplejas realizan, en general, sin intención su trabajo y sin sospechar su alcance. Laboran para fines ajenos y por dinero cuya procedencia ignoran. Cuando, en los tiempos del Renacimiento, un señor distinguido quería deshacerse de alguien que lo incomodaba, compraba, por una bolsa llena de oro, un puñal o encargaba un veneno. El siglo XVIII, vuelto filantrópico, utiliza más refinados métodos. Ya no se compran puñales, sino una pluma contra los adversarios políticos; ya no se libra uno corporalmente, sino moralmente, de sus enemigos políticos; se los mata con el ridículo. Felizmente, hacia 1780 se obtienen prestadas por muy poco dinero hasta las mejores plumas. A Beaumarchais, autor de inmortales comedias; a Brissot, el futuro tribuno; a Mirabeau, el genio de la libertad; a Choderlos de Laclos, todos los grandes hombres, por estar relegados a último término, se pueden comprar a muy bajo precio, a pesar de su genio. Y detrás de estos geniales libelistas esperan otros centenares, más groseros y ordinarios, con uñas sucias y vacíos estómagos, siempre dispuestos a escribir todo to que se desee de ellos: miel o veneno, poesías epitalámicas o pasquinadas, himnos o libelos, escritos largos o cortos, mordientes o tiernos, políticos o impolíticos, tal como el señor lo desee. Si fuera de eso se posee, además, osadía y habilidad, con tales encarguillos se puede ganar dos o tres veces. Primeramente hace uno que la persona que lo ha encargado y que desea conservar el incógnito le pague el escrito infamatorio contra la Pompadour, la Du Barry, y ahora contra María Antonieta; después se denuncia secretamente a la corte que tal escrito vergonzoso se encuentra en Amsterdam o Londres, dis puesto para la imprenta, y a cambio de que se ayude a impedir la publicación se recibe dinero del cajero de la corte o del teniente de Policía. Y en tercer lugar se gana también dinero con la triple malicia -así procedía Beaumarchais- de reservar uno o dos ejemplares de la edición, en apariencia plena mente desaparecida, a pesar del juramento y palabra de honor, y amenazar con volver a imprimir la obrilla, modificada o sin modificar; divertida broma que en Viena, con María Teresa, le proporciona quince días de prisión a su genial inventor, pero que en el timorato Versalles le produce mil luises de oro de indemnización y, más tarde, setenta mil libras más. Pronto circula la noticia entre plumistas chafallones: los libelos contra María Antonieta son, en aquel momento, el negocio más lucrativo y, al mismo tiempo, no muy peligroso; así, la funesta moda sigue extendiéndose alegremente. El silencio y la charlatanería, el negocio y la ordinariez, el odio y la codicia, colaboran bien y fielmente en el encargo y la difusión de estos escritos. Y bien pronto sus esfuerzos reunidos han alcanzado el apetecido fin: hacer realmente odiada en toda Francia a María Antonieta como mujer y como reina.

María Antonieta percibe claramente a sus espaldas este maligno poder; conoce los escritos vejatorios y adivina también quiénes son sus inspiradores. Pero su desenvoltura, su innato a ineducable orgullo habsburgués tienen por más animoso despreciar el peligro que salir a su encuentro cauta y prudentemente. Despreciativa, se sacude de su vestido estas salpicaduras. «Nos encontramos en una época de chansons satíricas -escribe a su madre con despreocupada mano-; las componen sobre todas las personas de la corte, hombres y mujeres, y la ligereza francesa ni ante el rey se ha detenido. En lo que a mí toca, tampoco he sido perdonada.» Eso es todo; aparentemente, no hay más enojo ni más rencor. ¿En qué puede dañarla que un par de moscones vengan a posarse en su traje?

Bajo la coraza de su dignidad real se cree invulnerable para las flechas de papel. Pero olvida que una sola gota de este diabólico veneno de la calumnia, una vez penetrado en el torrente sanguíneo de la opinión pública, puede producir una fiebre ante la cual, más tarde, hasta los médicos más sabios permanecerán impotentes. Sonriente y ligera, María Antonieta pasa al lado del peligro. Las palabras no son para ella más que briznas en el viento. Para despertarla tiene que venir una tempestad.

UN RAYO EN EL TEATRO ROCOCÓ

Las primeras semanas de agosto de 1785 encuentran a la reina extraordinariamente ocupada, pero no porque la situación política se haya hecho especialmente dificultosa y el levantamiento de los Países Bajos someta a la más peligrosa prueba a la alianza franco-austríaca; como siempre, a María Antonieta sigue pareciéndole más importante su teatro rococó en Tr ianón que la dramática escena del mundo. Su desacostumbrada excitación procede exclusivamente, esta vez, de una nueva primera representación. Están impacientes ella y sus amigos por ejecutar en el teatro del palacio El barbero de Sevilla, la comedia del señor de Beaumarchais. Y ¡qué selecto reparto viene a dignificar los profanos papeles! El conde de Artois, en su propia altísima persona, debe encamar a Fígaro; Vaudreuil, al conde, y la reina, a la alegre Rosina.

¿El señor de Beaumarchais? ¿No será acaso aquel mismo señor Caron, bien conocido de la Policía, que hace diez años fingió descubrir y llegó a presentarle a la amargada emperatriz María Teresa aquel infame folleto «Avis important á la branche espagnole sur ses droits à la couronne de France» que proclamaba altamente ante el mundo entero la impotencia de Luis XVI, el cual, en realidad, había sido escrito por él mismo? ¿Aquel a quien la madre de la reina ha llamado fripon y tunante, y Luis XVI loco y mauvais sujet ?

¿El mismo que en Viena ha sido encarcelado, por mandato imperial, como manifiesto estafador y que en la prisión de Saint-Lazare ha recibido, a su ingreso, el entonces usual tratamiento de azotes? Sí, precisamente el mismo. Tan pronto como se trata de su placer, María Antonieta tiene una memoria espantosamente corta. y Kaunitz, en Viena, no exagera nada cuando dice que sus locuras no hacen más que crecer y embellecerse (c roîte et embellir). Pues no es sólo que este infatigable y, al mismo tiempo, genial aventurero haya escarnecido a la reina a irritado a la emperatriz. su madre, sino que, además, el nombre de este autor de comedias va unido a la más espantosa burla que jamás se haya hecho a la autoridad real. La historia de la literatura, lo mismo que la Historia Universal, recuerdan toda vía, al cabo de ciento cincuenta años, aquella lamentable derrota infligida a un rey por un poeta; sólo la propia esposa, pasados cuatro años, la ha olvidado ya por completo. En 1781, la censura, con prudente olfa to, había adivinado que la nueva comedia de este poeta, Le mariage de Figaro, olía peligrosamente a pólvora y que, inflamado en una velada el ardiente humor de un público dispuesto a armar escándalo, podía hacer saltar por los aires todo el antiguo régimen; unánimemente, el Consejo de Ministros prohibió la representación. Pero Beaumarchais, incomparablemente ágil siempre y cuando se trata de su gloria o, más aún, de su dine ro, encuentra cien caminos para conseguir que vuelva a tratarse de su obra una y otra vez; por último logra que le sea leída al propio rey, cuya decisión debe ser la última y definitiva. Por muy torpe que sea este buen hombre con corona, no es lo bastante limitado para desconocer lo que hay de sedicioso en esta encantadora comedia. «Este autor se mofa de todas las cosas que hay que respetar en un Estado», gruñe con despecho. «Por tanto, ¿no será representada?» , pregunta con desilusión la reina, para la cual un estreno interesante es más importante que el bien del Estado. «No, resueltamente no -responde Luis XVI-; puedes estar segura de ello.»

Con esto parece quedar pronunciada la sentencia de la obra; el rey cristianísimo, el monarca absoluto de Francia desea no ver representada Las bodas de Fígaro en su teatro, el Théâtre Français; no hay discusión posible sobre ello. El asunto está resuelto para el rey. Pero en modo alguno lo está para Beaumarchais. Éste no piensa en arriar velas; conoce demasia do bien que la cabeza regia no tiene poder más que en las monedas y documentos oficiales, pero que, en realidad, sobre el rey reina la reina, y sobre la reina, los Polignac. Por tanto, ¡va yamos a esta suprema instancia! Beaumarchais lee diligentemente en todos los salones su obra -la cual, con la prohibición, se ha puesto de moda-, y con aquel misterioso impulso hacia la autodestrucción, que es tan característico de todas las sociedades degeneradas, la nobleza alaba, encantada, la come dia; en primer lugar, porque se ve escarnecida en ella, y en segundo, porque Luis XVI la ha encontrado inconveniente. Vaudreuil, el amante de la Polignac, tiene la osadía de hacer representar la obra prohibida por el rey en el teatro de su casa de campo; pero aún no basta con esto; es preciso que el rey deje de tener oficialmente razón y la tenga Beaumarchais; la comedia tiene que ser representada en el propio teatro del rey, que la ha prohibido, y precisamente por la razón de haberla prohibido. Secretamente, y según todas las probabilidades con cono cimiento de la reina, para la cual una sonrisa de su Polignac es más importante que toda la autoridad de su esposo, reciben orden los cómicos de estudiar sus papeles; ya están repartidas las localidades, ya se agolpan los carruajes delante de las puertas del teatro, cuando, en el último momento, medita el rey en su dignidad amenazada. Ha prohibido representar la obra; se trata ahora de su autoridad. Una hora antes del comienzo impide Luis XVI la representación mediante una lettre de cachet. Se apagan las luces; los carruajes tienen que regresar a casa.

Nuevamente parece terminado el asunto. Pero la descarada camarilla de la reina se divierte ahora en demostrar que su poder, estando unida, es mayor que el de una cabeza coronada sin carácter. El conde de Artois y María Antonieta son enviados por delante para insistir cerca del rey; como siempre, el hombre sin voluntad se doblega tan pronto como su mujer exige algo de él. Para cubrir su derrota sólo pide algunas variaciones en los pasajes más provocativos, justamente aquellos que, en realidad, todo el mundo sabe de memoria desde hace mucho tiempo. La representación de Las bodas de Fígaro en el Théâtre Français es fijada para el 27 de abril de 1784; Beaumarchais ha triunfado sobre Luis XVI. El que el rey haya que rido prohibir la representación y expresado su esperanza de que la obra tenga mal éxito convierte en sensacional la velada para los aristócratas frondeurs. La aglomeración es tan grande que son rotas las puertas y destrozadas las barras de hierro de la entrada; con frenéticos aplausos recibe la vieja sociedad aque lla obra que, moralmente, le da el golpe mortal. y estos aplausos son, sin que ella lo sospeche, los primeros movimientos públicos del levantamiento, los relámpagos de la Revolución.

Una mínima idea de decoro. de tacto, de razón, tendría que ha ber ordenado a María Antonieta, dadas las circunstancias, que se mantuviera apartada de toda comedia de este señor Beaumarchais. Precisamente este señor Beaumarchais. que ha manchado descaradamente con su tinta el honor de la reina y que ha puesto en ridículo al rey delante de todo París, no debería poder ala barse de haber visto personificada una de sus figuras de teatro por la hija de María Teresa y esposa de Luis XVI, cuando ambos lo han hecho prender a él por bribón. Pero summa lex: instancia suprema para aquella reina mundana: el señor de Beaumarchais, después de su victoria sobre el rey, es la gran moda de París, y la reina obedece a la moda. ¡Qué importan el honor y las conveniencias si se trata sólo de teatro! Y además, ¡qué delicioso papel el de aquella pícara muchacha! ¿Cómo dice el texto? «Imaginaos la más linda y deliciosa criatura: dulce, tierna, cortés, fresca y apetitosa; pie furtivo; talle esbelto, ágil; brazos regordetes, boca de rosa y ¡unas manos!,

¡unas mejillas!, ¡unos dientes!, ¡unos ojos!...» ¿Le es lícito realmente a ninguna otra

-¿quién tiene manos tan blancas y brazos tan suaves?- representar este papel encantador sino a la reina de Francia y de Navarra? Por tanto, ¡fuera toda consideración y miramiento! Que venga el excelente Dazincourt de la Comédie Française para que enseñe a moverse de modo realmente gracioso a aquellos nobles aficionados y que le encarguen a mademoiselle Bertin los más lindos vestidos. Hay que divertirse una vez más todo lo posible y no pensar eternamente en la animosidad de la corte. las malicias de lo s queridos parientes y las tontas contrariedades de la política. Todos los días está ahora ocupada María Antonieta con esta comedia, en su delicioso teatrillo blanco y dorado, sin sospechar que ya se está alzando el telón para representar otra comedia, en la cual está llamada a desempeñar el papel principal, sin saberlo ni quererlo.

Los ensayos del Barbero de Sevilla tocan a su fin. María Antonieta está cada vez más inquieta y ocupada. ¿Parecerá realmente bastante joven y bastante bonita para hacer de Rosina? El parterre de amigos invitados, tan exigente y mal acostumbrado, ¿no le hará el reproche de tener poca soltura y naturalidad y de parecer más bien una diletante que una cómica? Verdaderamente, está llena de escrúpulos; singulares escrúpulos de una reina. Y

¿por qué no acaba de venir hoy madame Campan, con la cual debe ensayar su papel? ¡Por fin, por fin aparece! Pero ¿qué ocurre? ¡Parece tan extrañamente excitada! En el día de ayer, el joyero de la corte, Boehmer, se ha presentado en su casa totalmente consternado

-acaba por balbucear la dama-, para pedir inmediatamente una audiencia a la reina. Aquel judío sajón le ha contado una historia totalmente loca y embrollada; según su relato, la reina había hecho comprar secretamente en casa del joyero, algunos meses antes, cierto célebre y magnífico collar de diamantes, concertando el pago a plazos. Pero hace ya mucho tiempo que está vencido el término del primero y no le ha sido pagado ni un ducado. Sus acreedores le apremian, y necesita en seguida su dinero.

¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué diamantes? ¿Qué collar? ¿Qué dinero? ¿Qué plazos? Al pronto, la reina no comprende ni palabra. Por fin recuerda que conoce, naturalmente, el grande y precioso collar que han labrado con tan perfecto gusto los dos joyeros de la corte, Boehmer y Bassenge. Se lo han ofrecido varias veces en un millón seiscientas mil libras;

¡claro que le habría gustado poseer esta joya magnífica! Pero los ministros no dan dine ro para ello; hablan siempre de déficit. ¿Cómo pueden, pues, estos embusteros afirmar que lo han adquirido para ella y hasta a plazos y en secreto y que les debe, además, dinero?

Tiene que haber una loca confusión. En todo caso, se acuerda ahora la reina. hará cosa de una semana que ha recibido de estos joyeros una carta singular en la que le daban las gracias por algo y le hablaban de una alhaja preciosa. ¿Dónde está la carta? ¡Ah, es verdad: la ha quemado. No suele leer nunca detenidamente las cartas. y también esta vez ha destruido al instante aquella respetuosa a incomprensible faramalla. Pero ¿qué quieren, en realidad, de ella? María Antonieta hace al instante que su secretario le dirija una carta a Boehmer. En todo caso, no lo cita ya para ei día siguiente, sino para el 9 de agosto.

¡Dios mío!, el asunto de ese loco no corre tanta prisa, y la reina necesita de toda su atención para los ensayos del Barbero de Sevilla.

El 9 de agosto, pálido, excitado, se presenta Boehmer, el joyero. La historia que refiere es completamente incomprensible. A1 principio, la reina cree tener en su presencia a un loco. Cierta condesa Valois, la amiga íntima de la reina -«¿Cómo? ¿Amiga mía? No he recibido jamás a una dama de ese nombre»-, ha examinado aquella alhaja en casa del joyero, declarando que la reina quiere comprarla en secreto. Y Su Eminencia, monseñor el cardenal de Rohan -«¿Qué? ¿Ese repugnante sujeto con el cual no he cambiado jamás una palabra?»-, ha recibido la joya por encargo de Su Majestad.

Por insensato que parezca todo ello, algo tiene que haber de verdad en el asunto, pues el sudor brota de la frente de este pobre hombre y tiembla de la cabeza a los pies. También la reina tiembla de furor al saber el villano abuso que aque llos desconocidos bribones han hecho de su nombre. Ordena al joyero inmediatamente que redacte por escrito una detallada exposición de todo el asunto. El 12 de agosto tiene en sus manos este fantástico documento, que todavía se encuentra hoy en los archivos. María Antonieta cree soñar. Va leyendo, y su enojo y su furia crecen de línea en línea: tal impostura carece de precedentes. Hay que hacer un castigo ejemplar. Por el momento no da cuenta de ello a ningún ministro, no se aconseja con ninguno de la familia; únicamente le confía al rey todo el asunto, el 14 de agosto, solicitando que defienda su honor.

Más tarde sabrá María Antonieta que habría hecho mejor meditando cuidadosamente sobre este embrollado asunto, lleno de confusos escondrijos. Pero, en lo fundamental, el reflexionar, el hacer un examen serio de las cosas, no ha figurado nunca entre las notas características de este temperamento dominante a impaciente, y menos que nunca cuando se halla ya excitado el resorte fundamental de su ser: su impulsivo orgullo.

En su falta de dominio, la reina no ve, al principio, en todo este escrito acusatorio más que un solo y único nombre: el del cardenal Luis de Rohan, a quien, con toda la violencia de su no dominado corazón, detesta implacablemente desde hace años y a quien atribuye irreflexivamente todas las ligerezas y todas las infamias. En realidad, este mundano y noble sacerdote no le hizo jamás daño alguno; hasta fue aquel que, cuando la entra da en Francia de la reina, le dio la bienvenida a la puerta de la catedral de Estrasburgo de un modo harto encomiástico. Bautizó a los hijos de la reina y ha buscado todas las posibles ocasiones para acercarse a ella amistosamente. Hasta en lo más profundo de su ser no existe oposición alguna entre sus dos naturalezas; por el contrario, este cardenal de Rohan es realmente una copia masculina del carácter de María Antonieta; igualmente frívolo, igualmente superficial y gastador, y tan negligente en cuanto a sus deberes religiosos como ella respecto a sus deberes regios; un clérigo mundano, lo mismo que ella es una soberana mundana; obispo del rococó, lo mismo que ella es reina del rococó. Habría concertado excelentemente con las gentes del Trianón, dadas sus maneras cuidadas, su espiritual aburrimiento, su ilimitada prodigalidad, y probablemente se habrían entendido a las mil maravillas el cardenal elegante, bello, ligero, gratamente veleidoso, y la reina coqueta, bonita, jugadora y gozadora de la vida. Sólo una casualidad los convirtió en adversarios, pero ¡con cuánta frecuencia aquellos que, en el fondo, son entre sí muy semejantes se convierten en los más encarnizados enemigos!

Propiamente, María Teresa fue quien actuó de cuña para apartar a Rohan y María Antonieta; el odio de la reina es herencia materna, un odio contagioso, nacido de la persuasión. Antes de ser cardenal de Estrasburgo, Luis de Rohan había sido embajador en Viena; allí había sabido atraer hacia sí el ilimitado enojo de la vieja emperatriz. Esperaba ella un diplomático y encontró frente a sí un presumido charlatán. La escasa capacidad intelectual del cardenal la habría aceptado gustosa María Teresa, porque la simplicidad del enviado de una potencia extranjera significaba un buen elemento en favor de su propia política. También habría dispensado el fausto de que se rodeaba el cardenal, aunque la enojara fuertemente que este vano siervo de Jesús hubiera entrado en Viena con dos carrozas de gala, cada una de las cuales costaba cuarenta mil ducados; una gran caballeriza, camareros y ayudas de cámara, guardias y lectores, maestros de ceremonias y de casa y corte, un abigarrado bosque de plumachos a innumerables sirvientes con libreas de seda verde: lujo que dejaba insolentemente en la sombra el de la corte imperial. Pero en dos clases de cuestiones es inexorable la vieja emperatriz: en lo que toca a la religión y en to que se refiere a las buenas costumbres no es posible bromear con ella. El espectáculo de un servidor de Dios que deja sus sagrados hábitos para irse, vestido de cazador, rodeado de admiradoras, a matar en un solo día ciento treinta piezas de caza provoca en esta mujer pia dosa ilimitada indignación, la cual asciende hasta el furor tan pronto como observa que aquella libre, frívola y dispendiosa conducta, en vez de escandalizar, encuentra en Viena general aprobación, ¡en su Viena, la ciudad de los jesuitas y de las comisiones de costumbres! Toda la nobleza, a quien la económica y austera manera de ser de la cone de Schoenbrunn aprieta la gorguera, respira libremente en compañía de este noble y elegante fanfarrón; ante todo, las señoras, a quienes la severidad de costumbres de la puritana viuda amarga la existencia, se agolpan para concurrir a las alegres cenas del embajador. «Nuestras mujeres -tiene que reconocer la enojada emperatriz-, sean jóvenes o viejas, bellas o feas, están hechizadas por él. Es su ídolo; están plenamente locas, en tal forma, que el cardenal se siente extraordinariamente a gusto aquí y asegura que quiere prolongar su residencia aun después de la muerte de su tío el arzobispo de Estrasburgo.» Pero hay más todavía: la ofendida emperatriz tiene que ver como Kaunitz, su hombre de confianza, siempre fiel. llama a Rohan su querido amigo. y hasta su propio hijo José, al cual siempre le gusta decir que sí donde su madre dice que no, establece también cierta amistad con el obispo gentilhombre: tiene que contemplar la emperatriz cómo aquel elegante señor seduce a la familia imperial, a toda la corte y a toda la ciudad, encaminándolos hacia su disoluto modo de vivir. Pero María Teresa no quiere que su Viena, severamente católica, llegue a ser ningún frívolo Versalles, ni ningún Trianón, ni dejar que se introduzcan en su nobleza el adulterio y el amancebamiento; tal peste no debe establecerse en Viena, y para ello es preciso que Rohan se marche. Carta tras carta van hacia María Antonieta para que ésta haga todo lo posible para apartar de la proximidad de su madre este «repugnante individuo», a este vilain évêgue, a este

«espíritu incorregible», a este volume farci de bien mauvais propos, a este mauvais sujet , a este vrai panier percé -ya se ve a qué lenguaje destemplado conduce la cólera de esta mujer reflexiva-. Gime, grita hasta la desesperación, para que la «libren» por fin de este mensajero del Anticristo. Y en efecto, apenas María Antonieta asciende al trono, cuando logra, obediente a su madre, que Luis de Rohan sea llamado de su puesto en la Embajada de Viena.

Pero un Rohan, cuando cae, es para ascender. Por el perdido puesto de embajador lo elevan a obispo, y poco después a grand aumônier, la suprema dignidad eclesiástica de la corte, por cuyas manos son distribuidos todos los dones benéficos del rey. Sus rentas son inmensas, pues no sólo es obispo de Estrasburgo, sino landgrave de Alsacia. abad de la muy lucrativa aba día de Saint-Vaast, superintendente del hospital real, provisor de la Sorbona y. además de eso, no se sabe por qué méritos, miembro de la Academia Francesa. Pero por muy poderosamente que se amontonen sus ingresos, siempre son sobrepujados por los gastos, pues Rohan, bonachón, aturdido y dilapidador. derrama dinero a manos llenas. Reedifica. gastando millones. el palacio arzobispal de Estrasburgo: da las fiestas más suntuosas. no es ahorrador con las mujeres, y, de todas sus fantasías. su amistad con el señor de Cagliostro es de las más ruinosas. pues sólo él le cuesta más que siete maîtresses. Pronto no es un secreto para nadie que las linanzas del obispo se hallan en una situación extremadamente triste; con más frecuencia se encuentra a este servidor de Cristo en casa de usureros judíos que en la de Dios, y más a menudo en compañía de damas que en la de sabios teólogos. Precisamente el Parlamento acaba de ocuparse de las deudas del hospital dirigido por Rohan; ¿es, pues, un milagro que la reina, a primera vista, esté convencida de que ese atolondrado ha urdido todo embuste para propor-cionarse crédito a costa del nombre regio? «El cardenal ha abusado de mi nombre - le escribe a su hermano en su primera explosión de cólera- como un vulgar y torpe falsificador de moneda. Probablemente, en su apremiante necesidad de dine ro, ha confiado en poder pagar a los joyeros dentro de los términos señalados sin que nada fuera descubierto.» Se comprende bien su error, se comprende bien su exasperación y que no quiera en modo alguno perdonar a este hombre. Pues durante quince años, desde su primer encuentro delante de la catedral de Estrasburgo, María Antonieta, fiel al mandato de su madre, no le ha dirigido la palabra ni una sola vez, sino que lo ha tratado mal delante de toda la corte. De este modo tiene que considerar como un villano acto de venganza el que precisamente est e hombre haya osado mezclar el nombre de la reina en un asunto de estafa; de todos los ataques a su honor que ha sufrido de parte de la nobleza francesa, le parece el más desvergonzado a insidioso. Y con ardientes palabras, con lágrimas en los ojos, exige al rey que este embaucador -tiene por tal erróneamente a quien es el embaucado- sea castigado sin piedad y de un modo ejemplar, con la mayor publicidad posible.

El rey, sometido sin reserva alguna a su mujer, no reflexio na en nada cuando la reina solicita algo de él; ella, por su parte, jamás examina las consecuencias de todas sus acciones y deseos. Sin comprobar la acusación, sin pedir los documentos, sin interrogar al joyero ni al cardenal, se pone Luis XVI, con obediencia de esclavo, al servicio de una irreflexiva cólera de mujer. El 15 de agosto sorprende el rey a su Consejo de Ministros al manifestarles su intención de hacer detener inmediatamente al cardenal. ¿Al cardenal?

¿Al cardenal de Rohan? Los ministros se asombran, se espantan y, estupefactos, se miran unos a otros. Por último, uno de ellos osa preguntar prudentemente si no hará muy mal efecto el detener públicamente, como a un vulgar criminal, a tan alto dignatario, y, para más, eclesiástico. Pero precisamente esto, precisamente la pública ignominia, es lo que exige María Antonieta como castigo. Hay que dar, por fin, un bien visible ejemplo para que se sepa que el nombre de la reina no puede ser mezclado de este modo en toda vileza.

Inconmovible, María Antonieta lo exige así de la justicia pública. Muy de mala gana, llenos de inquietud y malos presentimientos, acceden por fin los ministros. Pocas horas más tarde se desarrolla un inesperado espectáculo. Como la Asunción de María es el santo de la reina, se presenta toda la corte en Ver salles para felicitarla; el Oeil de Boeuf y la Galería de los Espejos están totalmente llenos de cortesanos y de altos digna tarios.

También el principal actor, Rohan, a quien incumbe la tarea de celebrar la misa de pontifical en aquel día solemne, espera inocentemente, con su sotana escarlata y revestido ya de su sobrepelliz, en el recinto destinado para los personajes de alta categoría, para las grandes entrées, delante de la cámara del rey.

Pero en lugar de aparecer solemnemente Luis XVI para ir a misa con su esposa, un lacayo se acerca a Rohan. El rey le ruega que pase a su gabinete particular. Allí, mordiéndose los labios y apartando la vista del que entra, se halla en pie la reina; la cual no corresponde a su saludo; a igualmente solemne, gla cial y desatento, el ministro barón de Breteuil, enemigo personal del cardenal. Antes de que Rohan pueda reflexionar en lo que es posible deseen de él, el rey comienza a hablarle franca y rudamente: « Querido primo, ¿qué es eso de un collar de diamantes que ha comprado usted en nombre de la reina?».

Rohan palidece. No viene preparado para esto. « Sire, bien veo que fui engañado, pero yo no he engañado», balbucea.

«Si es así, querido primo, no tiene usted por qué inquietarse. Pero le ruego que me lo explique todo.»

Rohan es incapaz de responder. Ve frente a sí a María Antonieta, muda y amenazadora.

Le falta la palabra. Su confusión provoca la piedad del rey, el cual busca una salida.

«Ponga usted por escrito lo que tenga que decirme», dice el rey, y sale de la habitación con María Antonieta y Breteuil.

El cardenal, al encontrarse solo, logra escribir unas quince líneas en un papel y le tiende su declaración al Rey cuando vuelve a entrar. Una mujer llamada Valois le ha decidido a comprar ese collar para la reina. Pero comprende ahora que ha sido engañado por esa persona.

«¿Dónde está esa mujer?», pregunta el rey.

« Sire, no lo sé.»

«¿Tiene usted el collar?»

«Está en manos de esa mujer.»

El rey hace llamar entonces a la reina, a Breteuil y al guar dasellos y hace leer la exposición de ambos joyeros. Pregunta por los pagarés aparentemente suscritos por la reina.

Totalmente abrumado, tiene que confesar el cardenal: « Sire, están en mi poder; son manifiestamente falsos».

«Claro que lo son», responde el rey. Y aunque el cardenal ofrece ahora pagar el collar, resume severamente el rey: «Señor mío, dadas las circunstancias, no puedo abstenerme de mandar que sellen su casa y de apoderarme de su persona. El nombre de la reina es precioso para mí. Está en compromiso; no debo hacerme culpable de ninguna negligencia».

Rohan procura insistentemente que le sea evitada tamaña vergüenza y especialmente en la hora en que debe comparecer ante Dios y decir la misa de pontifical para toda la corte.

El rey, blando y bondadoso, se siente inseguro ante la manifiesta desesperación de aquel hombre que ha sido engañado. Pero ahora María Antonieta no puede contenerse ya por más tiempo y, con coléricas lágrimas en los ojos, zahiere a Rohan, preguntándole cómo pudo haber creído, después de ocho años en que no le ha honrado dirigiéndole ni una sola palabra, que iba a escogerlo a él como mediador para concertar secretamente ningún negocio a espaldas del rey. El cardenal no encuentra respuesta a este reproche; él mismo no comprende ahora cómo ha podido dejarse enredar insensatamente en esta aventura. El rey lo lamenta mucho, pero acaba por decir: «Deseo mucho que pue da usted justificarse.

Pero tengo que cumplir aquello a que estoy obligado como rey y como esposo».

Ha terminado la conversación. Fuera, en la cámara de recepción, colmada de gente, espera, inquieta y curiosa, toda la nobleza. La misa debería haber comenzado hace ya mucho tiempo. ¿Por qué se retrasa tanto? ¿Qué es lo que ocurre? Los vidrios de las ventanas vibran levemente con los impacientes pasos de los que pasean de un extremo a otro; otros se hallan sentados y cuchichean; se percibe en el ambiente que está a punto de estallar una tormenta.

De repente se abren con violencia las hojas de la puerta del gabinete real. El cardenal de Rohan aparece el primero, con su sotana color rojo, pálido y mordiéndose los labios; detrás de él, Breteuil, el antiguo soldado, enrojecido su tosco semblante de viñador, con ojos centelleantes de excitación. En medio del salón ordena de pronto al capitán de los guardias de corps, con voz intencionadamente sonora: «¡Detened al señor cardenal!».

Todos se estremecen. Todos se aterran. ¡Un cardenal detenido! ¡Un Rohan! ¡En la antecámara del rey! ¿Estará borracho ese viejo espadachín de Breteuil? Pero no; Rohan no se defiende, no se indigna; con los ojos bajos, se adelanta obediente al encuentro de la guardia. Estremecidos abren camino los cortesanos y, a través de esta doble fila de miradas investigadoras, humillantes, irritadas, avanza de sala en sala, hasta descender la escalera, el príncipe de Rohan, gran limosnero del rey, cardenal de la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación; príncipe imperial de Alsacia, miembro de la Academia y decorado, además, con innumerables dignidades. A sus espaldas, lo mismo que tras un condenado a galeras. va un rudo soldado vigilándolo. En una apartada estancia. Rohan es confiado a la guardia de palacio y, al despertar de su aturdimiento aprovecha el atolondramiento general para trazar rápidamente, con lápiz. algunas líneas en una hoja de papel, en las cuales indica a su abate secretario que queme rápidamente todos los escritos contenidos en una camera roja; son, según se sabrá más tarde por el proceso, las falsificadas cartas de la reina. Abajo, uno de los haiducos de Rohan monta con toda celeridad a caballo, galopa con el papel hasta el Hotel de Estrasburgo y llega antes de que la Poiicía, más ienta en sus movimientos, vaya a sellar todos los muebles y antes de que - vergüenza sin igual- el gran limosnero de Francia sea conducid o a la Bastilla en el momento en que iba a decir la misa ante el rey y toda la corte. Al mismo tiempo es publicada la orden de detención contra todos sus cómplices en este asunto todavía oscuro. Aquel día no se dice ninguna misa más en Versalles; ¿para qué ? Nadie habría tenido devoción para oírla; toda la corte, toda la ciudad, todo el país quedan aturdidos con esta noticia, que surge inesperadamente como un rayo que cae de un sereno cielo.

Detrás de la cerrada puerta queda, muy agitada, la reina; vibran aún de enojo sus nervios; la escena la ha excitado espantosamente, pero siquiera ha caído, por fin, uno de los calumniadores, uno de los hipócritas enemigos de su honor. Todas las gentes de buenos sentimientos, ¿no se precipitarán ahora para felicitarla por la detención de ese miserable? ¿No alabará toda la corte la energía con que el rey, tanto tiempo tenido por débil, hizo prender con mano firme al más indigno de los sacerdotes? Pero, cosa rara: nadie viene. Con sus miradas confusas, hasta sus propias amigas evitan acercársele; todo está muy silencioso en Trianón y en Versalles. La nobleza no se esfuerza en disimu lar su enojo por haber sido preso de modo tan deshonroso uno de los miembros de su clase privilegiada, y el cardenal de Rohan, repuesto de su primer espanto y a quien el rey ha ofrecido indulgencia en el caso de que se someta a su juicio personal, declina fríamente la merced y elige como juez al Parlamento. La precipitada reina se siente molesta. María Antonieta no se alegra de su éxito; por la noche, sus camareras la encuentran llorando.

Pero pronto predomina su antigua frivolidad. « En to que a mí toca - le escribe con loca ilusión a su hermano José-, estoy encantada de que nunca más volveremos a oír hablar de ese repugnante asunto.» Escribe esto en el mes de agosto, y el proceso ante el Parlamento, en el mejor de los casos, sólo podrá ser visto en diciembre, y hasta quizás en el año próximo. ¿Para qué, pues, cargarse ahora con tal lastre la cabeza? ¿Qué importa que las gentes charlen y murmuren? De prisa por tanto; que traigan los potecillos de ungüentos para el rostro, y los trajes nuevos, que por una nimiedad como ésta no va a renunciarse a tan deliciosa comedia. Los ensayos siguen su curso; la reina estudia (en lugar de los expedientes de la Policía en aquel gran proceso, que acaso todavía estaba en sazón de ser detenido) el papel de la alegre Rosina en El barbero de Sevilla. Pero parece que también esta obra la ha ensayado harto indolentemente. Pues, en otro caso, habría debido asombrarse y reflexionar al oír las palabras de su compañero Basilio, que tan profética mente describe el poder de la calumnia. «¡La calumnia, señor! ¡No sospecha usted qué es lo que desprecia! ¡He visto a las gentes más honradas a punto de ser aplastadas por ella! ¡Crea que no hay malicia, por vulgar que sea; que no hay vileza, que no hay absurda historia que no pueda hacerse adoptar como artículo de fe a los desocupados de una gran ciudad si se les maneja bien, y aquí tenemos gentes de tal habilidad...! Primero es un leve rumor que pasa rozando el suelo, como la golondrina antes de la tempestad, pianissimo, sólo un murmullo que se pierde, y siembra, al volar, su dardo envenenado. Una boca lo recoge y, piano, piano, os lo desliza astutamente en el oído. El daño está hecho, germina, se arrastra, se abre camino riforzando de boca en boca y corre como el diablo. Después, de repente, sabe Dios cómo, ve usted a la calumnia que se alza, silba, se hincha y crece a ojos vistas; se remonta, tiende su vuelo, gira, envuelve, arranca, arrastra, estalla, atruena y llega a ser, gracias al cielo, un grito general, un crescendo público, un coro universal de odio y proscripción. ¿Quién diablos la resistiría?»

Pero María Antonieta oye mal, como siempre, al cómico personaje. Si no, habria tenido que comprender que aquí, en un juego aparentemente ligero, se trata nada menos que de su propio destino. La comedia rococó termina definitivamente con esta última representación del 19 de agosto de 1785; incipit tragaedia.

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