PROCESO Y SENTENCIA

Con su mirada de águila reconoció Napoleón la manifiesta falta de María Antonieta en el proceso del collar: «La reina era ino cente, y para dar a conocer públicamente esta su inocencia, quiso que juzgara el Parlamento. El resultado fue que la reina fue tenida por culpable». En efecto, en esta ocasión María Antonieta perdió por primera vez su seguridad en sí misma. Mientras que en general pasa despreciativamente, sin volver la mirada, junto al apestoso fango de maledicencias y calumnias, esta vez busca refugio en un tribunal al que hasta entonces había menospreciado: el de la opinión pública. Años enteros se ha conducido de modo como si no oyera nada del zumbido de las flechas envenenadas lanzadas contra ella. Al solicitar ahora un proceso, en una repentina y casi histérica explosión de cólera, revela lo muy violenta y antigua que era ya la irritación de su orgullo; ahora, este cardenal de Rohan, que es quien se ha atrevido a avanzar más contra ella y de modo más visible, debe pagar por todos. Pero, fatalmente, es ella la única que cree todavía en las malas intenciones de aquel pobre loco. Hasta en Viena, José II mueve dubitativamente la cabeza cuando su hermana le describe a Rohan como un archicriminal: «Tuve siempre al gran limosnero por la criatura más ligera y dilapidadora que cabe imaginar, pero confieso que jamás le he creído capaz de una estafa o de una villanía tan negra como esa que ahora se le atribuye». Mucho menos cree Versalles en la culpabilidad de Rohan, y pronto circula un extraño rumor que dice que con aquella brutal detención ha querido deshacerse la reina de un incómodo testigo. El odio contagiado por la madre ha llevado a María Antonieta a una irreflexiva precipitación. Y con aquel ademán torpe y violento cae de los hombros de la reina el manto protector de la soberana: se descubre a sí misma ante el odio general.

Pues, por fin, ahora todos los secretos adversarios de la reina pueden reunirse para una acción común. María Antonieta ha puesto la mano, temerariamente, en todo un nido de serpientes de ofendidas vanidades. Luis, el cardenal de Rohan -¡cómo ha podido olvidarlo!-, es portador de uno de los más antiguos y gloriosos nombres de Francia, y aliado por la sangre de otras estirpes feudales, ante todo de los Soubise, los Marsan, los Condé; todas estas familias se sienten, como es natural, mortalmente ofendidas de que uno de los suyos haya sido detenido en el palacio del rey como un vulgar ratero. Por otra parte, el alto clero también está indignado. ¡Hacer prender por un grosero espadón a un cardena l, a una Eminencia, revestido de todos sus ornamentos, pocos minutos antes de decir la misa ante la faz del Señor! Las quejas llegan hasta Roma; tanto la nobleza como el estado eclesiástico se sienten afrentados en su totalidad. Resueltos a la lucha, se presenta en el ruedo el poderoso grupo de la francmasonería, pues no sólo a su protector el cardenal, sino también al dios de los sin Dios, a su jefe, al maestro de la orden, a Cagliostro, han llevado los gendarmes a la Bastilla; llega, por fin, ahora la ocasión de lanzar algunas grandes piedras contra los vidrios de la soberanía, del trono y del altar.

Además, el pueblo, en general excluido de todas las fiestas y picantes escándalos del mundo de la corte, está encantado con todo el asunto. Una vez, por fin, le es ofrecido un gran espectáculo: un cardenal, en propia persona, acusado públicamente, y, a la sombra de sus vestiduras cardenalicias de color púr pura, un verdadero muestrario de estafadores, trapaceros, alcahuetes, falsarios, y además de todo, en el último fondo -¡atractivo principal!-, la orgullosa, la soberbia austríaca. Asunto más divertido que este escándalo de la «bella Eminencia» no podía ser regalado a los aventureros de la pluma y el lápiz, a los autores de libelos, a los caricaturistas, a los voceadores de periódicos. Ni siquiera la ascensión de Montgolfier, que conquista para la Humanidad una nueva esfera, ha provocado en París, ni en el mundo entero, un interés semejante al de este proceso, iniciado por una reina y que, poco a poco. se convierte en un proceso contra la misma reina. Como ya antes de la vista tienen, según la ley, derecho a aparecer impresos libres de censura, los escritos de defensa, las librerías son asaltadas por el público y la Policía tiene que intervenir en ello. Ni las obras inmortales de Voltaire, de Jean-Jacques Rousseau o de Beaumarchais conocieron en varios decenios las gigantescas tiradas que tienen estos playdoyers en una sola semana. Siete mil, diez mil, veinte mil ejemplares, todavía con la tinta húmeda, son arrancados de las manos de los vendedores, y en las Embajadas extranjeras los diplomáticos tienen que pasarse el día entero atando paquetes para enviar, sin pérdida de tiempo, a sus príncipes, llenos de curiosidad, los más recientes libelos sobre el escándalo de la corte de Versalles. Todo el mundo quiere leerlo todo y poder decir que lo ha leído; durante semanas enteras no hay otro tema de conversación; las más alocadas conjeturas son creídas ciegamente. Para asistir al propio proceso vienen grandes caravanas de provincias, nobles, burgueses, abogados; en París, los artesanos abandonan sus tiendecillas y talleres. Inconscientemente, adivina el recto instinto popular que aquí no se verá solamente el proceso de una falta aislada, sino que de este pequeño y sucio ovillo saldrán espontáneamente todos los hilos que llevan a Versalles; el abuso de las lettres de cachet, esas arbitrarias órdenes de prisión, las dilapidaciones de la corte, el mal estado de las finanzas, todo puede ahora ser tomado desde su origen. Por primera vez, gracias a una grieta casualmente abierta, puede la nación columbrar el secreto mundo inaccesible hasta ahora para ella. Se trata en este proceso de mucho más que de un collar; se trata del sistema de gobierno ahora existente, pues esta acusación, si es hábilmente dirigida, puede rebotar contra toda la clase directora, contra la reina, y con ella contra la monarquía. «¡Qué acontecimiento grande y prometedor! -exclama uno de los frondeurs habituales del Parlamento-. ¡Un cardenal, descubierto como estafador! ¡La reina, envuelta en un proceso escandaloso! ¡Cuánta basura sobre el báculo y el cetro!

¡Qué triunfo para las ideas de la libertad!»

Aún no sospecha la reina qué males ha desencadenado con un único ademán precipitado. Pero cua ndo un edificio está reblandecido y tiene minados sus cimientos desde hace mucho tiempo, basta arrancar de la pared un solo clavo para que toda la fábrica se venga abajo.

Ante el tribunal se abre con tiento la misteriosa caja de Pandora. Su contenido esparce un olor no precisamente a rosas. Como favorable para la ladrona se muestra únicamente la circunstancia de que, a tiempo, el noble esposo de De la Motte ha podido emprender la huida a Londres con los restos del collar; con ello falta la principal pieza probatoria, y cada uno de los acusados puede acusar al otro del robo y ocultación del invisible objeto robado, y al mismo tiempo, subterráneamente, dejar siempre entrever la posibilidad de que acaso el collar se encuentre todavía en manos de la reina. La De la Motte, la cual sospecha que los ilustres señores procesados se determinarán a descargar sobre sus espaldas el peso de la culpa, para poner en ridículo a Rohan y apartar de sí la sospecha ha acusado del robo al inocente Cagliostro, envolviéndolo a la fuerza en el proceso. Explica, descarada a imprudentemente, su repentina riqueza diciendo que ha sido querida de Su Eminencia, y todo el mundo conoce la liberalidad de aquel eclesiástico tierno de corazón.

El asunto comienza a ser, por to menos, enojoso para el cardenal, cuando logran por fin echar mano a los cómplices Rétaux y la «baronesa de Oliva», la modistilla, y con sus declaraciones todo queda aclarado.

Pero hay un nombre que tanto la acusación como la defensa evitan celosamente pronunciar: el de la reina. Cada uno de los acusados se guarda con todo cuidado de echar sobre María Antonieta la culpa más pequeña; hasta la De la Motte -otras han de ser más tarde sus palabras- rechaza como una criminal infamación la idea de que la reina haya recibido el collar. Mas precisamente esta circunstancia de que todos ellos, como por un convenio propio, hablen de la reina con tan profundas reve rencias y tan llenos de respeto, actúa en sentido contrario sobre la desconfiada opinión pública; se esparce cada vez más el rumor de que se ha dado orden de no acusar a la reina. Ya se susurra que el cardenal ha tomado magnánimamente las culpas a su cargo, y se preguntan las gentes si las cartas que ordenó que mar tan pronta y discretamente serían en realidad todas falsas. ¿No habrá, pues, alguna cosa -cierto que no se sabe qué, pero algo, algo-, en este asunto, que sea comprometedor para la reina? De nada sirve que los hechos se aclaren totalmente, semper aliquid haeter; precisamente porque su nombre no es pronunciado en el juicio, María Antonieta, de modo invisible, comparece también ante el tribunal.

El 31 de mayo debe por fin ser pronunciada sentencia. Desde las cinco de la mañana, una muchedumbre que no puede abarcar la vista se agolpa delante del Palacio de Justicia; la orilla izquierda del Sena no puede, ella sola, contener toda esta gente, y también el Puente Nuevo y la orilla derecha se encuentran llenos de una masa impaciente; con gran trabajo, la Policía a caballo logra mantener el orden. Ya en su camino, por las excitadas miradas y las apasionadas aclamaciones de los espectadores, comprenden los sesenta y cuatro jueces lo trascendental que es para toda Francia la sentencia que van a pronunciar; pero el aviso decisivo los espera en la antecámara de la gran sala de deliberaciones, de la grande chambre. Allí, vestidos de luto, diecinueve miembros de las familias de Rohan, Soubise y Lorena están colocados en fila por donde han de pasar los jue ces, y se inclinan respetuosos a su paso. Ninguno de ellos dice palabra, ninguno se adelanta. Su vestido y su actitud lo dicen todo. Y esta silenciosa súplica de que la sentencia devuelva su amenazado honor a la familia de Rohan actúa fuertemente sobre los consejeros, los cuales, en su mayoría, pertenecen también a la alta nobleza de Francia; antes de comenzar las deliberaciones saben ya que el pueblo y la nobleza, y en general todo el país, esperan la libre absolución del cardenal.

Sin embargo, las deliberaciones duran dieciséis horas, y los de Rohan y los millares de personas de la calle tienen que esperar diecisiete horas, desde las seis de la mañana hasta la diez de la noche, porque los jueces no ignoran que se hallan en presencia de una trascendental resolución. La sentencia de la embaucadora es pronunciada primeramente.

lo mismo que la de sus cómplices; a la modistilla la dejan gustosos salir libre porque ¡es tan bonita y se dejó conducir al bosquecillo de Venus de modo tan inocente! La verdadera discusión se refiere exclusivamente al cardenal. En absolverlo, porque evidentemente ha sido engañado y no es ningún impostor, están todos de acuerdo; la diferencia de opiniones impera sólo en lo que se refiere a la forma de esta absolución, pues de ello depende una gran cuestión política. Los partidarios de la corte desean -y no sin razón- que esta absolución tenga que ir ligada con una reprensión por «culpable osadía», pues no ha sido otra cosa, por parte del cardenal, el creer que una reina de Francia podía citarse secretamente con él en un oscuro bosquecillo. Por esta falta de respeto a la persona de la reina exige el representante de la acusación que el cardenal presente humilde y públicamente sus excusas ante la grande chambre, lo mismo que la dimisión de todos sus cargos. Por el contrario, el partido adverso, el de los enemigos de la reina, desea la pura y simple suspensión del procedimiento. El cardenal ha sido engañado y queda, por tanto, sin mácula ni culpa. Esta plena absolución lleva en su aljaba una flecha envenenada. Pues si se admite que el cardenal, por todo lo que se conoce de la conducta de la reina, ha podido juzgar como posibles tales clandestinidades y libertades, con ello se saca a la vergüenza la ligereza de la reina. En el platillo de la balanza está colocado algo difícil de pesar; considérese, por lo menos, que la conducta de Rohan ha sido irrespetuosa con la soberana, y, de este modo, María Antonieta queda compensada del mal uso que se ha hecho de su nombre; mientras que si se absuelve al cardenal pura y simplemente, al mismo tiempo se condena moralmente a la reina.

Esto lo saben los jueces del Parlamento, esto lo saben ambos partidos, esto lo sabe el pueblo, ávido a impaciente; tal sentencia tiene que resolver algo distinto de aquel caso aislado e insignificante. Aquí no se trata de ningún asunt o privado, sino de la cuestión política de aquel tiempo; de si el Parlamento de Francia considera aún la persona de la reina como «sagrada» e intangible. o la tiene por sometida plenamente a las leyes, como cada uno de los otros ciudadanos franceses; por primera vez, la Revolución que llega arroja resplandores de un rojo matinal por las ventanas de aquel edificio en el cual se contie ne también is Conciergerie, es estremecedora prisión desde la cual María Antonieta debe ser conducida al cadalso. Bajo un mismo techo comienza la causa de la reina y en él ha de terminar. En la misma sala que la De la Motte tendrá más tarde que defenderse la reina.

Los jueces deliberan durante dieciséis horas; combaten violentamente unas con otras las diversas opiniones y los no menos opuestos intereses; pues ambos partidos, el monárquico y el antimonárquico, han aprovechado toda suerte de influencias, y no la que menos la del oro; desde varias semanas antes, todos los ministros del Parlamento están sometidos a recomendaciones, amenazas, maniobras, cohechos y regalos, y se canta ya por las calles:

Si cet arrêt du cardinal

vous paraissait trop illégal

sachez que la finance,

eh bien!

Dirige tout en France

vous m'entendez bien!

Por último se venga también el Parlamento de la antigua indiferencia del rey y de la reina hacia tal institución; hay muchos, entre estos jueces, que piensan que ya es tiempo de que la autocracia reciba una lección fundamental y sin precedentes. Por veintiséis votos contra veintidós -el partido se juega con fuerzas casi iguales- es absuelto el cardenal «sin ninguna censura», lo mismo que su amigo Cagliostro y la modistilla del Palais Royal. También con los cómplices se muestra indulgente el tribunal: quedan libres, sólo con pena de destierro. El gasto lo paga la De la Motte, la cual. por unanimidad, es condenada a ser azotada públicamente por el verdugo, a ser marcada con un hierro candente que le imprima una « V» (voleuse) y a permanecer encerrada por todo el tiempo de su vida en la Salpêtrière.

Pero hay también una persona, que no estuvo sentada en el banquillo de los acusados y que, con la absolución del carde nal, queda condenada y también a perpetuidad: María Antonieta. Desde aquella hora es abandonada, sin defensa alguna, a la calumnia pública y al odio ilimitado de sus adversarios.

Al oír el veredicto, alguien se precipita fuera de la sala de audiencia y lo comunica a las masas; centenares de personas lo siguen y, locas de entusiasmo, proclaman la absolución por las calles. Con tanta violenc ia se desborda el júbilo, que sus brami dos llegan hasta la orilla del río. «¡Viva el Parlamento!» -grito nuevo que sustituye al habitual de « ¡Viva el Rey!»- resuena por toda la ciudad. A los jueces les cuesta trabajo defenderse de la entusiasta gratitud. Las gentes los abrazan, las vendedoras del mercado los besan, su camino es cubierto de flores, magní ficamente se desarrolla el cortejo triunfal de los absueltos. Diez mil personas, lo mismo que a un general victorioso, escoltan al cardenal, nuevamente vestido de púrpura, hasta la Bastilla, donde todavía debe pasar aquella noche; hasta el amanecer lanzan gritos de júbilo ante sus murallas muchedumbres siempre renovadas. No menos divinizado es Cagliostro, y sólo una orden de la Policía logra impedir que la ciudad se ilumine en su honor. De este modo -señal alarmante-festeja todo el pue blo a dos personas que no han hecho ni logrado otra cosa para Francia sino dañar mortalmente el prestigio de la reina y de la monarquía.

En vano se esfuerza la reina por ocultar su desesperación; este latigazo en mitad del rostro ha estallado con demasiada dureza y demasiado en público. Su camarera la encuentra des hecha en llanto; Mercy comunica a Viena que su dolor es «mayor de lo que razonablemente parece exigir la causa». Siempre más fuerte por sus instintos que por consciente refe xión, María Antonieta ha reconocido al punto lo irreparable de esa derrota; por primera vez desde que lleva la corona, ha tropezado con un poder más fuerte que su voluntad.

Pero el rey tiene aún entre sus manos la resolución final. Aún podría. con una enérgica disposición, salvar el ofendido honor de su esposa a intimidar a su debido tiempo la sorda resistencia general. Un rey fuerte, una reina resuelta, tendrían que haber disuelto un Parlamento hasta aquel punto sedicioso; así habría prucedido Luis XIV y acaso Luis XV

Pero Luis XVI no posee más que un ánimo abatido. No se atreve con el Parlamento; solamente, para dar a su esposa una especie de satisfacción, envía al cardenal al destierro y expulsa a Cagliostro fuera del país -tímido expediente que enoja al Parlamento sin herirlo realmente y ofende a la justicia sin reparar el honor de la reina-. Indeciso, como siempre, emplea el término medio, cosa que en política siempre resulta lo más perjudicial. Con ello entra por el camino tortuoso, y pronto se cumple, en el común destino de ambos esposos, la antigua maldición de los Habsburgos que Grillparzer ha puesto en verso de modo inolvidable.

Es maldición de nuestra noble casa,

sólo a medio camino y media acción,

con pobres medios, aspirar sin bríos.

El rey ha dejado escapar irreparablemente el momento de tomar una gran decisión. Con la sentencia del Parlamento contra la reina comienza una época nueva.

También contra la De la Motte emplea la corte idéntico y funesto procedimiento de términos medios. También aquí existían dos posibilidades: o evitar magnánimamente a la criminal el castigo cruel -cosa que hubiera hecho un efecto excelenteo, en otro caso, llevar a efecto la ejecución de la pena con la mayor publicidad posible. Pero de nuevo se refugia la íntima vacilación en medidas intermedias. Cierto que erigen solemne mente el patíbulo, prometiendo con ello a todo el pueblo el bárbaro espectáculo de una pública estigmatización; ya están alquiladas a fantásticos precios las ventanas de las casas vecinas: no obstante, en el último momento, se espanta la corte de su pro pio valor. A las cinco de la mañana, por tanto, intencionalmente a una hora en la que no son de temer los testigos, catorce verdugos arrastran a la condenada, que grita agudamente y, llena de furor, reparte golpes entre los que la rodean, hasta las escaleras del Palacio de Justicia, donde le será leída la sentencia que la condena a ser azotada y marcada con hierro candente. Pero han agarrado a una leona enfurecida; la histérica mujer lanza penetrantes aullidos; sus maldiciones contra el rey, el cardenal y el Parlamento despiertan a los durmientes de todos los alrededores; resuella ruidosamente, muerde, pega puntapiés, y finalmente se ven obligados a arrancar los vestidos de su cuerpo para poder imprimirle la ardiente señal. Mas en el instante en que la enrojecida marca toca su hombro, se revuelve convulsivamente la víctima de tal tortura, descubriendo su total desnudez, con gran diversión de los espectadores, y la encendida «V» cae sobre su pecho en lugar del hombro. Entre alaridos, el frenético animal muerde al verdugo a través de su jubón; después la martirizada cae sin sentido. Como a un cadáver, arrastran a la desmayada hasta la Salpétrière, donde, según la sentencia, debe trabajar durante toda su vida con un hábito de tela gris, calzada con zuecos y alimentada sólo con pan negro y lentejas.

Apenas son conocidas las horrorosas circunstancias de este castigo, todas las simpatías se vuelven de repente hacia la De la Motte. Mientras que cincuenta años antes - léase el hecho de Casanova- toda la nobleza, con sus damas, había presenciado durante cuatro horas la tortura del mentalmente débil Damiens, que había arañado con un insignificante cortaplumas a Luis XV, divirtiéndose en ver como aquella desdichada piltrafa humana era pellizcada con tenazas puestas al rojo, escaldada con aceite hirviendo y atada a la rueda después de una ina cabable agonía que había erizado sobre la cabeza de la víctima los cabellos repentinamente encanecidos, se llena de pronto de conmovedora piedad por la «inocente» De la Motte, pues dicho samente se ha encontrado ahora una nueva forma, y nada peligrosa, de protestar contra la reina: se hace ostentación de públi ca simpatía por la

«víctima», por la «pobre desgraciada». El duque de Orleans organiza una cuestación pública, y toda la nobleza envía regalos a la cárcel; a diario elegantes carrozas se detienen delante de la Salpêtrière. Visitar a la castigada ladrona es el dernier cri de la sociedad parisiense. Con asombro reconoce un día la abadesa, entre las emocionadas visitantes, a una de las mejores amigas de la reina, la princesa de Lamballe. ¿Ha ido por propio impulso o, como al instante cuchichea la ge nte, con una comisión secreta de María Antonieta? En todo caso, esta piedad fuera de lugar arroja una penosa sombra sobre la situación de la reina. ¿Qué significa esta sorprendente compasión?, se preguntan todos.

¿Le remuerde a la reina la conciencia? ¿Busca un acuerdo secreto con su «víctima»? No cesan los murmullos. Y como pocas semanas más tarde, de una manera misteriosa

-manos desconocidas le abrieron por la noche las puertas de la prisión-, la De la Motte huye a Inglaterra, una sola voz domina entonces en todo París para decir que la reina ha salvado a su «amiga» en agradecimiento por haber silenciado generosamente ante el tribunal la culpa o la complicidad de María Antonieta en el asunto del collar.

En realidad, el facilitar la fuga de la De la Motte fue el más pérfido golpe que los conjurados, desde su celada, podían ases tar contra la reina. Pues ahora no sólo el misterioso rumor del acuerdo de la reina con la ladrona encuentra abiertas todas las puertas, sino que, por su parte, la azotada De la Motte puede, desde Londres, presentarse como acusadora a imprimir impunemente las mentiras y calumnias más desvergonzadas; y aún más, como en Francia y en toda Europa hay un público inmenso que espera tales

«revelaciones», puede, por fin, volver a ma nejar mucho dinero. Ya el mismo día de su llegada, un editor de Londres le ofrece grandes sumas; en vano intenta la corte, que ahora conoce ya la trascendencia de las calumnias, detener el vuelo de estas flechas envenenadas; la favorita de la reina, la Polignac, es enviada a Inglaterra para comprar el silencio de la ladrona a cambio de doscientas mil libras, pero la astuta embaucadora engaña de nuevo a la corte, coge el dinero y hace publicar una, dos y hasta tres veces, en forma siempre diferente y con nuevas adiciones sensacionales, el libro de sus Memorias.

En estas memorias se encuentra todo lo que un público ávido de escándalo podía esperar y más aún; el proceso ante el Parlamento ha sido un vano simulacro, se ha sacrificado a la pobre De la Motte del modo más abominable. Naturalmente que nadie sino la reina ha encargado el collar y lo ha recibido de manos de Rohan, mientras que ella, la pobre inocente, sólo por amis tad, ha echado sobre sí el delito para proteger el desacreditado honor de la reina. De qué manera ha llegado a ser tan amiga de María Antonieta, también esto lo explica la desvergonzada embustera en la forma como desea verlo explicado el concupiscente público: more lesbico, intimidades del lecho. No sirve de nada que, a los ojos de todo espíritu libre de prevenciones, la mayor parte de estas mentiras queden ya desenmascaradas por su torpe intervención; por ejemplo, cuando la De la Motte afirma que María Antonieta tuvo ya relaciones amorosas con el cardenal de Rohan cuando archiduquesa, en el tiempo en que éste había sido embajador en Viena, a toda persona de buena voluntad le basta contar con los dedos para saber que María Antonieta hacía ya largo tiempo que era delfina en Versalles cuando la embajada de Rohan. Pero las buenas voluntades se han hecho escasas. En cambio, al gran público le embelesan las docenas de cartas de amor de la reina a Rohan, perfumadas con almizcle, que la De la Motte falsifica en sus memorias, y cuantas más perversidades sabe referir de la reina, tantas más quiere conocer. Los libelos suceden ahora a los libelos; cada uno excede al anterior en lascivia y ordinariez; pronto aparece una pública «Lista de todas las personas con las cuales ha tenido la reina relaciones licenciosas»; contiene nada menos que treinta y cuatro nombres de uno y otro sexo, duques, comediantes, lacayos, el hermano del rey, así como su ayuda de cámara, la Polignac, la De Lamballe y, por último, para abreviar, routes les tribades de Paris, incluyendo a las mozas perdidas de las calles, castigadas a latigazos. Pero estos treinta y cuatro nombres no agotan, ni con mucho, todos los compañeros de vicio que atribuye a María Antonieta la opinión de los salones y la de la calle, artificialmente excitadas; una vez que la fantasía erótica y errabunda de toda una ciudad o de toda una nación se ha apoderado de una mujer, ya sea emperatriz o estrella de cine, reina o cantante de ópera, le adjudica, hoy como ayer, en forma de alud, todos los excesos y perversiones imaginables para participar de sus imaginados placeres en un orgasmo anónimo y con fingido enojo. Otro libelo, La vie scandaleuse de Marie-Antoinette, tiene noticias de un vigoroso bárbaro que ya en la corte imperial austríaca tenía que apaciguar los inextinguibles Fureurs utérines (éste es el delicado título de un tercer libero) de la muchacha de trece años; con mucho detalle se describe en el Bordel royal (otro título de libelo) el comercio de la reina con sus mignons et mignones, y se ponen al alcance del embelesado lector con numerosos grabados pornográficos que representan a la soberana, con sus diferentes colegas, en aretinescas posturas amorosas. Cada vez más alto salpica la basura; las mentiras son cada vez más odiosas y es creída cada una de ellas porque se desea creer todo lo que se diga sobre aquella «crimi nal» . A los dos o tres años del proceso del collar es imposible ya salvar a María Antonieta, infamada en toda Francia como la mujer más lasciva y depravada, más astuta y tiránica que cabe imaginar, mientras que, por el contrario, la bribona De la Motte, marcada por el fuego, pasa por víctima inocente. Y apenas estalla la Revolución, cuando intentan los clubs traer a París a la fugitiva De la Motte, bajo su protección, para abrir nuevamente y con maña todo el proceso del collar, pero esta vez con la De la Motte como acusadora y María Antonieta en el banco de los acusados; sólo la muerte súbita de la De la Motte -en 1791 se arrojó por la ventana de un ataque de manía persecutoria- impidió que esta magnífica embaucadora fuera llevada en triunfo por París, concediéndosele el decreto de que «ha sido acreedora de la gratitud de la República». Sin esta intervención del destino, el mundo habría asistido a una comedia de justicia mucho más grotesca aún que el proceso del collar: la De la Motte, espectadora aclamada en la decapitación de la reina calumniada por ella.

DESPIERTA EL PUEBLO, DESPIERTA LA REINA

La significación histórica del proceso del collar consiste en que arroja la agria y dura luz de la publicidad sobre la persona de la reina y las interioridades de Versalles; en tiempos revueltos, siempre es peligroso el hacerse visible. Pues para tomar las armas, para llegar a ser activo, todo estado de descontento, todavía en situación pasiva, necesita siempre una figura humana, ya sea como abanderado de su idea, ya como blanco para el acumulado odio; un bíblico chivo expiatorio. A ese ser misterioso que es el «pueblo» sólo le es dado pensar antropomórficamente, sólo partiendo de seres humanos; las ideas no son nunca ple namente claras para su capacidad de concepción, sino sólo los personajes: por ello, dondequiera que hay una culpa quiere ver al culpable. El pueblo francés sospecha ya oscuramente, desde hace mucho tiempo, que hay una injusticia que le es infligida no sabe desde dónde. Durante largos años se ha inclinado obe diente, esperando, crédulo, tiempos mejores: al advenimiento de cada nuevo Luis siempre ha tremolado con embeleso las banderas, siempre ha cumplido piadosamente con sus señores feudales y la Iglesia en el pago de censos y prestaciones personales; pero cuanto más se somete, tanto más dura llega a ser la presión de los impuestos que, ávidamente, le chupan la sangre. En la rica Francia están vacíos los graneros, empobrecidos los arrendatarios; en la más fértil tierra de Europa, bajo los más bellos cielos, escasea grandemente el pan. Alguien tiene que ser el culpable; si los unos carecen totalmente de pan, tiene que ser porque otros devoren demasiado; si los unos se ahogan bajo la carga de sus deberes, tiene que haber otros que se arroguen demasiados derechos. Aquella sorda inquietud que siempre precede a toda idea y a todo pensamiento creadores se extiende, poco a poco, por todo el país. La burguesía, a quien un Voltaire y un Jean-Jacques Rousseau han abierto los ojos, comienza a juzgar por sí misma, a censurar, a leer, a escribir, a instruirse: a veces un relámpago abrasa los cielos anunciando la gran tormenta; son saqueadas las granjas y amenazados los señores feudales. Un gran descontento pesa desde hace tiempo, como una nuúc uegia, sobre todo el país.

Entonces, uno detrás de otro, dos deslumbradores relámpagos cruzan el espacio a iluminan toda la situación a ojos del pueblo: el proceso del collar es uno de ellos; el otro las manifestaciones de Calonne sobre el déficit. Estorbado en la realización de sus reformas, acaso también por secreta animosidad contra la corte, el ministro de Hacienda, al hablar de la situa ción financiera, ha citado por primera vez cifras exactas. Se sabe ahora lo que se silenció durante tanto tiempo: en doce años de reinado, Luis XVI ha tomado a préstamo mil doscientos cincuenta millones. Todo el pueblo se queda lívido ante el resplandor de este relámpago. Un millar doscientos cincuenta millones, cifra astronómica, ¿en qué y por quién han sido consumidos? El proceso del collar da la respuesta; saben por él los pobres diablos que por algunos sous zancajean trabajosamente jornadas enteras que, en ciertos círculos sociales, son presentados como corrientes regalos amorosos, diamantes por valor de millón y medio, que se adquieren palacios por diez o veinte millones, mientras que el pueblo se muere de hambre. Y como todo el mundo sabe que el rey, ese humilde zote, esa alma de pequeño burgués, no es capaz de participar en esta fantástica dilapidación, toda la mala voluntad, a modo de catarata, se precipita sobre la reina fascinadora, pródiga y aturdida. Se ha encontrado a la culpable de las deudas del Estado. Ahora se sabe ya por qué los billetes tienen menos valor de día en día, el pan está cada vez más caro y los impuestos cada vez más altos; es porque esa zorra dilapidadora hace revestir, en su Trianón, toda una habitación con brillantes y porque le envía secretamente a su hermano José, a Austria, centenares de millones de oro para pagar su guerra: porque colma de pensiones, empleos y prebendas a sus amantes y amiguitas. La desgracia tiene de pronto una causa, la bancarrota un autor, la reina un nuevo nombre. Desde un extremo de Francia hasta el otro se la llama «Madame Déficit»: la palabra quema sus espaldas como un hierro candente.

Ha estallado ahora, por fin, la nube lóbrega: una granizada de folletos, libelos; un diluvio de escritos, proposiciones, peticiones, se derrama mugidora; jamás en Francia se ha hablado, escrito y perorado tanto; el pueblo comienza a despertar. Los voluntarios y soldados de la guerra norteamericana hablan, hasta en las aldeas más ignorantes, de que hay un país demo crático, sin corte, rey ni nobleza, sino sólo puros ciudadanos con perfecta igualdad y libertad. Y ¿no está ya claramente expresado en el Contrato social de Jean-Jacques Rousseau, y más fina y discretamente en los escritos de Voltaire y Diderot, que el régimen monárquico no es el único querido por Dios ni el mejor de todos los existentes? El viejo respeto, mudo y re verente, alza por primera vez, furioso, la cabeza, y con ello una nueva confianza es infundida en la nobleza, la burguesía y el pueblo; el leve rumor de las logias masónicas y de las reuniones públicas asciende poco a poco de tono hasta convertirse en un mugir y un atronar tempestuoso; una tensión eléctrica hincha en los aires esferas preñadas de fuego: «Lo que aumenta el mal en monstruosas proporciones

-comunica a Viena el embajador Mercy- es la creciente excitación de los espíritus. Puede decirse que, poco a poco, la agitación ha alcanzado a todas las clases sociales, y esta febril inquietud da fuerza al Parlamento para perseverar en su oposición. No se creería si se dijera la audacia con que se expresan las gentes en los lugares públicos sobre el rey, los príncipes y los ministros: se critican sus gastos; se pinta con los más negros colores la prodigalidad de la corte, y se insiste en la necesidad de una convocación de los Estados Generales, como si el país estuviera sin gobierno. Es ya imposible reprimir con medidas penales esta libertad de lenguaje, pues la fiebre ha llegado a ser tan general que aun cuando se encerraran por millares las gentes en la cárcel, no podría ser contenido el daño, sino que tal hecho provocaría en tan alto grado la cólera del pueblo, que la insurrección sería inevitable».

Ahora el descontento general no necesita ya de ninguna máscara ni de ninguna precaución; se presenta abiertamente y dice to que quiere decir; ya no son guardadas ni las formas extenas de respeto. Cuando la reina, poco tiempo después de la cuestión del collar, vuelve a pisar por primera vez su palco, es recibida con tan violentos silbidos que en adelante evitar ir al teatro. Cuando madame Vigée-Lebrun quiere exponer públicamente en el «Salón» su retrato de María Antonieta, es ya tan grande la probabilidad de un ultraje a la pintada «Madame Déficit», que se prefiere retirar a toda prisa el retrato de la reina. En su boudoir, en la Galería de los Espejos de Versalles, por todas partes, recibe María Antonieta una fría hostilidad, no ya sólo a sus espaldas, sino cara a cara y abiertamente. Por último tiene que sufrir la última afrenta: el teniente de Policía anuncia de una manera embozada que sería aconsejable que la reina se abstuviera de visitar París por el momento, no fuera a darse el caso de que se produjesen incidentes enojosos, de los cuales no hubiera modo de defenderla. La agitación hasta entonces conte nida en la totalidad del país se desencadena salvajemente ahora contra una sola persona y, arrancada repentinamente de su despreocupación, despertada al ser golpeada y azotada por ese láti-go de odio, solloza desesperada la reina, dirigiéndose a sus últimos fieles: « ¿Qué quieren de mí? ¿Qué les he hecho?».

Tenía que caer un crepitante rayo para hacer salir con espanto a María Antonieta de su orgulloso a indiferente laisser-aller. En este momento está despierta; ahora comienza a comprender lo que ha omitido de sus obligaciones aquella mujer mal aconsejada y sorda a todo favorable aviso en su debido mo mento, y, con la nerviosa impetuosidad que le es propia, se apresura a enmendar de una manera bien visible lo más irritante de sus faltas.

De una sola plumada limita inmediatamente el costoso tren de su vida. A mademoiselle Bertin se le firma la licencia: en el vestuario, en el régimen doméstico, en las caballerizas, se adoptan limitaciones que economizan más de un millón al año; los juegos de azar, con sus banqueros, desapare cen de sus salones; se interrumpen las nuevas construcciones del palacio Saint-Cloud; se venden con toda rapidez posible otros palacios; son destituidos los ocupantes de una porción de cargos inútiles, en primer lugar los de sus favoritos de Trianón. Por primera vez, María Antonieta vive con el oído alerta; por primera vez no obedece a la antigua potencia, la moda de su mundo, sino a la nueva, la opinión pública.

Ya a estas primeras tentativas les debe la reina toda clase de luces sobre los verda deros sentimientos de los que hasta entonces habían sido sus amigos, las personas a quienes había colmado de beneficios durante dos decenios con daño de su propia fama, pues estos explotadores muestran poca comprensión para unas reformas del Estado hechas a su costa. Es insoportable, barbotea con la mayor publicidad uno de aquellos descarados cortesanos, vivir en un país en el cual no se está seguro de que aún se poseerá mañana lo que se tuvo ayer. Pero María Antonieta permanece firme. Desde que mira con despiertos ojos, conoce mejor muchas cosas. Se retira visiblemente de la fatal sociedad de los Polignac y vuelve a acercarse a sus antiguos consejeros, a Mercy y al hace mucho tiempo despedido Vermond: es como si su tardío buen sentido quisiera justificar póstumamente a María Teresa por sus inútiles advertencias.

Pero «demasiado tarde»: esta funesta frase será desde ahora la respuesta a cada uno de sus esfuerzos. Todas estas pequeñas renuncias pasan sin ser notadas en el general tumulto; estas economías precipitadas no son más que gotas que rezuman del enorme tonel de las danaides del déficit. Reconoce ahora, con espanto, la corte que con medidas parciales y accidentales no puede ya salvarse nada; es necesario un Hércules que aparte, por fin, a un lado los gigantescos peñascos del déficit. Se busca un salvador; uno tras otro son designados diversos ministros para la obra de saneamiento financiero, pero todos ellos emplean únicamente procedimientos eficaces para el momento en que se dictan; de esos que nosotros mismos conocemos muy bien, de ayer y de hoy (siempre se repite la historia): gigantescos empréstitos que en apariencia hacen desaparecer los antiguos, desconsiderados tributos y sobrecargas de los mismos, emisión de asignados, recogida de la moneda de oro para acuñarla de nuevo desvalorizada; por tanto, inflación encubierta.

Pero como, en realidad, el mal procede más de lo profundo, nace de una defectuosa circulación, de una malsana distribución de la economía nacional, de la concentración de toda la riqueza del país en manos de algunas docenas de familias feudales, y como los médicos de las finanzas no osan emprender la necesaria intervención quirúrgica, la debilitación del tesoro público sigue siendo crónica. «Cuando la dilapidación y la frivolidad han agotado el regio tesoro -escribe Mercy-, se eleva un grito de desesperación y de terror. Entonces, los ministros de Hacienda emplean siempre remedios mortíferos, como, en último término, la reacuñación de las monedas de oro en forma engañosa o la creación de nuevos impuestos. Estos remedios momentáneos aminoran momentáneamente también las dificultades, y al punto, con incomprensible ligereza, se pasa de la desesperación a la despreocupación más grande. En último término, es seguro que el actual gobierno sobrepasa, en desorden y latrocinios, a los anteriores y que moralmente es imposible que este estado de cosas pueda durar más tiempo sin tener como consecuencia una catástrofe.» Conforme se siente venir con mayor rapidez el hundimiento, tanto más inquieta se siente la corte. Por fin se comienza a comprender que no basta cambiar de ministros, sino que hay que cambiar de sistema. Al borde de la bancarrota, por primera vez, no se exige ya del anhelado salvador público que sea de familia ilustre, sino, ante todo, que sea popular -concepto nuevo en la corte francesa- e infunda confianza a ese desconocido y peligroso ser llamado «pueblo».

Tal hombre existe, se le conoce en la corte; ya antes, estre chados por la necesidad, han llegado a solicitar sus consejos, aunque sea de origen burgués, extranjero, suizo, y, lo que es mil veces peor, un verdadero hereje, un calvinista. Pero los minis tros no habían quedado muy encantados con aquel intruso y lo habían arrumbado con toda rapidez, porque en su Compterendu dejaba ver demasiado claro a la nación lo que ocurría en sus cocinas infemales. De un modo ofensivo, en un pedacito de papel de cartas, el enojado consejero le había enviado al rey su dimisión; esta falta de respeto, contraria a los usos de la corte, no podía ser olvidada por Luis XVI, y manifestó claramente durante largo tiempo -o quizás hasta llegó a jurarlo- que nunca más volvería a llamar a Necker.

Pero Necker, ahora o nunca, es el hombre de la hora; la reina comprende por fin lo necesario que sería, en especial para ella, contar con un ministro que fuera capaz de dulcificar a esta salvaje y abrumadora fiera que es la opinión pública. También ella tiene que vencer alguna resistencia en su interior para llevar adelante la elección, porque también el ministro precedente, que con tanta rapidez se ha hecho impopular, Loménie de Brienne, sólo ha sido designado gracias a la influencia de la reina. ¿Debe ella, en caso de nuevo fracaso, hacerse otra vez responsable? Pero como ve todavía vacilante a su siempre indeciso marido, acude resueltamente a este hombre peligroso como se echa mano de una traca. En agosto de 1788 hace venir a Necker a su gabinete particular y emplea la reina todo su arte de persuasión en ganar para su causa a aquel hombre que se siente ofendido.

Necker alcanza en aquellos minutos un doble triunfo: ser no sólo llamado, sino suplicado por una reina, y, al mismo tiempo, ver exigida por todo un pueblo su presencia en el gobierno. «¡Viva Necker! ¡Viva el rey!», retumba aquella noche por las galerías de Versalles lo mismo que por las calles de París, tan pronto como es conocido su nombramiento.

Sólo la reina no tiene el valor de unirse a aquellas manifestaciones de júbilo; la intimida demasiado la responsabilidad de haber intervenido, con su mano inexperta, en el girar de la rueda del destino. Y además un inexplicable presentimiento ensombrece su ánimo con el solo nombre del nuevo ministro; sin saber por qué y una vez más, se muestra su instinto más fuerte que su razón. «Tiemblo sólo con la idea -escribe a Mercy el mismo día- de que he sido yo quien le ha hecho volver. Mi destino es atraer la desgracia, y si otra vez llega a haber maqui naciones infernales que le hagan fracasar o si hace él recular la autoridad del rey, todavía seré más odiada que antes.»

«Tiemblo sólo con la idea», «perdóneme usted esta debilidad» , «mi destino es atraer la desgracia», «necesito mucho que un amigo tan bueno y fiel como usted me sostenga en este momento», tales palabras no se han oído ni leído jamás como brotadas de la anterior María Antonieta. Hay un nuevo tono; es la voz de un ser humano conmovido y removido hasta lo más profundo de su intimidad; ya no el acento leve y cargado de aleteos de risa, de la adulada joven dama; María Antonieta ha mordido la amarga manzana del conocimiento y pierde su seguridad de sonámbulo, pues sólo quien desconoce el peligro está siempre sin miedo. Comienza ahora a darse cuenta del tremendo precio con que está gravada toda gran posición: la responsabilidad. Por primera vez advierte el peso de la corona, que hasta ahora había llevado fácilmente, como un sombrero a la moda de mademoiselle Bertin. ¡Qué temeroso se hace ahora su paso desde que percibe sordos ruidos volcánicos bajo el frágil suelo! ¡No avanzar ahora, mejor retroceder! Preferiría permanecer alejada de todas las resoluciones; para siempre fuera de la política y de sus turbios negocios; no mezclarse más en determinaciones, que tan fáciles estimó antes, y de las cuales reconoce ahora todo el peligro.

Una transformación total se produce en la conducta de María Antonieta. La que hasta ahora había sido feliz en medio del ruido y de la agitación, busca actualmente el silencio y el apartamiento. Evita el teatro, las redoutes y mascaradas, no quiere ni siquiera asistir al Consejo del rey; sólo respira todavía en el círculo de sus hijos. En esta cámara, llena de risas, no penetra la pestilencia de odios y envidias. Como ma dre se siente más segura que como reina. Otro secreto ha descubierto también tardíamente la desengañada mujer: por primera vez conmueve su corazón, lo tranquiliza, lo hace feliz, un hombre, un amigo verdadero, un amigo del alma. Todo podría ser aún reparado; sólo desea vivir tranquila y en un ambiente íntimo y natural; no provocar más al destino, ese mis terioso adversario cuya fuerza y malignidad comprende ahora por primera vez.

Pero precisamente en el momento en que todo en su corazón ansía la calma, el barómetro de la época marca tempestad. Justamente en la hora en que María Antonieta conoce sus faltas y quiere retroceder para que no se note su presencia, una despiadada voluntad la empuja hacia delante, al centro de los más emocionantes acontecimientos de la Historia.

EL VERANO DE LA DECISIÓN

Necker, el hombre a quien la reina ha colocado al timón de la nave del Estado en la más amarga necesidad marinera, toma directamente franco rumbo contra la tormenta. No baja acobardado las velas, no va dando bordadas mucho tiempo; las semimedidas no sirven ya para nada, sino sólo las resueltas y enérgicas: plena conmutación de la confianza. En los últimos años, el centro de gravedad de la confianza nacional se alejó de Versalles. La nación no cree ya en las promesas del rey ni en sus cartas de pago y asignados; no espera nada del Parlamento, ni de los no bles, ni de la Asamblea de notables; tiene que ser creada

-por lo menos temporalmente- una nueva autoridad para fortalecer el crédito y poner dique a la anarquía, pues un duro invierno ha endurecido también los puños del pueblo; a cada momento puede hacer explosión la desesperación de los sediciosos hambrientos, huidos del campo y que están ahora en las ciudades. Por ello, resuelve el rey, en el último momento, después de las habituales vacilaciones, convocar los Estados Generales, que desde hace doscientos años representan realmente a todo el pue blo. Para privar de su supremacía anticipadamente a aquellos en cuyas manos están todavía los derechos y la riqueza, el primero y el segundo Estado, la nobleza y el clero, ha duplicado el rey, por consejo de Necker, el número de representantes del tercer Estado. Así, ambas fuerzas están en equilibrio y al mo narca se reserva con ello el poder decidir en última instancia.

La convocatoria de la Asamblea Nacional aminorará la responsabilidad del rey y fortalecerá su autoridad: así se piensa en la corte.

Pero el pueblo piensa de otro modo; por primera vez se siente convocado, y sabe que sólo por desesperación, y nunca por bondad, llaman los reyes a sus consejos al pueblo.

Una tarea inmensa es atribuida con ello a la nación, pero también se le da una ocasión que no volverá a presentarse; el pueblo está decidido a aprovecharla. Un arrebato de entusiasmo se desborda por ciudades y aldeas; las elecciones son una fiesta; las reuniones, lugares de mística exaltación nacional --como siempre, antes de los grandes huracanes produce la naturaleza las auroras más engañosas y ricas en colores-. Por fin puede comenzar la obra: el 5 de mayo de 1789, día de la apertura de los Estados Generates, por primera vez es Versalles no sólo residencia de un rey, sino la capital, el cerebro, el corazón y el alma de toda Francia.

Jamás la pequeña ciudad de Versalles ha visto reunida tanta gente como en estas brillantes jornadas primaverales del año 1789. Cuatro mil personas componen, como siempre, la corte real; Francia ha enviado casi dos mil diputados; a ellos se suman los innumerables curiosos de París y otros cien lugares que quieren presenciar aquel espectáculo de trascendencia histórica. Se precisa una gruesa bolsa llena de oro para alquilar una habitación no sin diflcultades; un puñado de ducados por un saco de paja, y hay centenares de personas que, no habiendo encontrado ningún alojamiento, duermen bajo los pórticos y arcadas, mientras que muchas, a pesar de la lluvia torrencial, forman cola, ya por la noche, para no perder nada del gran espectáculo. El precio de los víveres asciende al triple o cuá druple de lo ordinario; a cada instante se hace insoportable la afluencia de gente. Ya desde ahora se muestra simbólicamente que en esta estrecha ciudad provinciana no hay espacio más que para un solo soberano de Francia, en modo alguno para dos. A la larga, uno de ellos tendrá que evacuarla: la monarquía o la Asamblea Nacional.

Pero en las primeras horas no debe haber disputas, sino sólo gran reconciliación entre el rey y el pueblo. El 4 de mayo, desde muy temprano, suenan las campanas; antes de que los hombres deliberen, debe ser invocada en lugar sagrado la bendición de Dios para la elevada obra. Todo París se ha trasladado en peregrinación a Versalles para poder informar a sus hijos y a los hijos de sus hijos de aquella gran jornada que señala el comienzo de una nueva era. En las ventanas, de las cuales prenden preciosas tapicerías, se apretujan cabezas contra cabezas. Sobre los tejados, en las chimeneas, indiferentes al peligro de su vida, se encaraman espesos racimos humanos; nadie quiere perder un detalle del gran cortejo. Y en realidad es grandioso este desfile de los Estados; por última vez, la corte de Versalles despliega todo su esplendor para afirmarse de un modo impresionante ante el pueblo como la verdadera majestad, el innato y consagrado soberano.

Hacia las diez de la mañana abandona el palacio el regio cortejo; delante cabalgan los pajes con sus deslumbrantes libreas, los halconeros con el halcón en el levantado puño; después, tirada por caballos con maravillosos arneses, sobre cuyas cabezas se balancean penachos de plumas de colores, la carroza de honor del rey, encristalada y dorada, avanza majestuosa. A la derecha del monarca, su hermano mayor; el más joven ocupa el pescante; delante del Rey, los jóvenes duques de Angulema, de Berry y de Borbón.

Jubilosos gritos de «¡Viva el rey!» saludan estrepitosamente esta primera carroza y producen penoso contraste con el duro a irritado silencio en medio del cual pasa la segunda carroza, con la reina y las princesas. Claramente, ya en esta hora matinal, la opinión pública establece una profunda divisoria entre el rey y la reina. Igual silencio reciben los siguientes coches, en los que los restantes miembros de la familia real son llevados con marcha lenta y solemne hacia la iglesia de Notre-Dame, donde los tres Estados, en total de dos mil hombres, cada uno con un cirio encendido en la mano, esperan a la corte para recorrer la ciudad en un común cortejo.

Las carrozas se detienen delante de la iglesia. El rey, la reina y la corte se apean de ellas; les espera un espectáculo no habitual. A los representantes del brazo de la nobleza, fastuo sos con sus mantos de seda con galones de oro, los sombreros de ala atrevidamente levantada, con sus plumas blancas, los cono cen, por lo menos, de fiestas y bailes; lo mismo ocurre con el abigarrado esplendor de los eclesiásticos, flameante rojo de los cardenales y sotanas violeta de los obispos; estos dos Estados, el primero y el segundo, rodean fielmente el trono desde hace centenares de años y son el ornamento de cada una de sus solemnidades. Pero ¿quiénes componen esa oscura masa, intencionadamente sencilla, con sus trajes negros, sobre los cuales sólo relucen los blancos pañuelos del cuello? ¿Quiénes son esos hombres desconocidos, con sus vulgares sombreros de tres picos; quiénes esos ignorados, aún sin nombre en el día de hoy cada uno de ellos, que, juncos, se alzan delante de la iglesia, como un compacto bloque negro? ¿Qué pensamientos se alojan detrás de esos extraños semblantes nunca vistos, con miradas audaces, claras y hasta severas? El rey y la reina examinan a sus adversarios, que, fuertes en su unión, no hacen reverencias como esclavos ni prorrumpen en entusiastas aclamaciones, sino que esperan, virilmente silenciosos, para ir, de igual a igual, con estos orgullosos señores engalanados, con los privilegiados y de nombre famoso, a la obra de la renovación. ¿No parecen, con sus lóbregos trajes negros, con su grave a impenetrable aspecto, más bien jueces que dóciles consejeros? Acaso ya en este primer encuentro el rey y la reina hayan sentido en un escalofrío el presentimiento de su suerte.

Pero este primer encuentro no es ningún paso de armar: antes de la inevitable lucha debe haber una hora de concordia. En gigantesca procesión, tranquilos y graves, cada uno con su cirio encendido en la mano, recorren los dos mil hombres el breve trecho que hay de iglesia a iglesia, desde Notre-Dame, de Versalles, a la catedral de San Luis, a través de las centelleantes filas de la guardia francesa y suiza. Sobre ellos repican las campanas; a su lado retumban los tambores, brillan los uniformes y sólo el canto espiritual de los sacerdotes, elevando la solemnidad, atenúa su carácter militar.

A la cabeza del largo cortejo -los últimos serán los primeros- marchan los representantes del tercer Estado, en dos filas paralelas; tras ellos avanza la nobleza; después sigue el clero. Cuando pasan los últimos representantes del tercer Estado se produce en el pueblo un movimiento, no casual, y los espectadores prorrumpen en estrepitosas aclamaciones. Este entusias mo va dirigido hacia el duque de Orleans, el desertor de la corte. que. por cálculo demagógico. ha preferido mezclarse con las filas de los diputados del tercer Estado a ir en medio de la familia real. Y ni siquiera sobre el rey, que marcha detrás del palio del Altísimo -el arzobispo de París, con su sobrepelliz sembrada de diamantes lo lleva-, se derraman aplausos semejantes a los que recibe aquel que se declara, ante el pueblo, partidario de la nación y opuesto a la autoridad real. Para hacer aún más clara esta íntima oposición contra la corte, eligen algunos el momento en que se acerca María Antonieta y, en lugar de «Vive la Reine!», aclaman altamente y con toda intención el nombre de su enemigo: «¡Viva el duque de Orleans!». María Antonieta siente la ofensa, se turba y palidece; sólo con un esfuerzo de voluntad logra dominar su sorpresa, sin alterar su aspecto, y continuar hasta el fin el camino de la humillación con erguida cabeza. Pero ya al día siguiente, en la apertura de la Asamblea Nacional, la espera una nueva ofensa. Mientras que el rey, a su entrada en la sala, es aclamado con vivos aplausos, ni un solo labio se mueve al llegar la reina: un silencio glacial y manifiesto sale a su encuentro como una viva corriente de aire. «Voilà la victime», murmura Mirabeau a uno de sus vecinos, y hasta un espectador ajeno a la cuestión, el gobemador norteamericano Morris, se esfuerza por animar, pero sin éxito, a sus amigos franceses para que tomen menos ofensivo este hostil silencio por medio de una aclamación. «La reina lloraba -escribe en su diario este hijo de una nación libre-, y ni una sola voz se elevó en favor suyo. Hubiera alzado yo mi mano, pero no tenía allí ningún derecho a expresar mis sentimientos y en vano rogué a mis vecinos que lo hicieran.»

Durante tres horas tiene la reina de Francia que permanecer sentada, como en el banquillo de los acusados, delante de los representantes del pueblo, sin que la saluden ni le presten ninguna atención; sólo cuando se levanta, después del interminable discurso de Necker, para retirarse de la sala con el rey, algunos diputados, por compasión, alzan un tímido

«Vive la Reine!». Conmovida, María Antonieta da las gracias a aquellos pocos con una inclinación de cabeza, y por fin este gesto enciende las aclamaciones de todo el auditorio.

Pero al regresar a su palacio, María Antonieta no se hace ninguna ilusión. Con toda claridad siente la diferencia que hay entre este saludo vacilante y compasivo y los grandes, cálidos y torrenciales gritos de amor del pueblo que, en otro tiempo, habían conmovido su infantil corazón al retumbar en su primera llegada a París. Ya sabe que está excluida de la gran reconciliación y que comienza una lucha a muerte.

A todos los espectadores de estas jornadas les sorprende el inquieto y sobresaltado aspecto de María Antonieta. Hasta en la apertura de la Asamblea Nacional, donde se presenta, majestuosa y bella, en el regio esplendor de un magnífico vestido violeta, blanco y plata, con la cabeza adomada con una sober bia pluma de avestruz, observa madame Staél en su actitud una expresión de tristeza y angustia que es completamente nueva y desconocida en esta mujer antes despreocupada, alegre y co queta. Y en realidad sólo con gran trabajo y un extremo esfuerzo de voluntad se ha forzado a sí misma María Antonieta a subir a este estrado, pero sus pensamientos y sus inquietudes están aquellos días en otra parte. Pues sabe que mientras que ella tiene que mostrarse al pueblo, durante horas enteras, en su regia magnificencia, conforme a su deber de monarca, padece y muere, en su camita, en Meudon, su hijo mayor, el delfín, de seis años de edad. Ya el año precedente ha tenido la pena de perder a uno de sus cuatro hijos, a la princesa Sofía Beatriz, de once meses, y ahora por segunda vez se desliza la muerte en el cuarto de sus niños, en demanda de nuevo sacrificio. Los primeros síntomas de una naturaleza raquítica se habían mostrado en su primogénito en 1788. «Mi hijo mayor me da mucha preocupación -escribe entonces a José II-. Está mal conformado; una cadera es más alta que la otra y, en las espaldas, las vértebras están algo fuera de su sitio y salientes. Desde hace algún tiempo tiene siempre fiebre y está delgado y débil.» Después se presenta una engañosa mejoría, pero pronto no le queda ya a la pobre madre ninguna esperanza. El solemne cortejo de la apertura de los Estados Generales, aquel abigarrado y extraño espectáculo, es la última diversión del pobre niño enfermo: envuelto en mantas, tendido sobre cojines, demasiado débil ya desde hace algún tiempo para poder andar, desde el balcón de las caballerizas reales, con sus ojos apagados por la fiebre, ve pasar aún a su padre y a su madre, en medio del centelleante cortejo: un mes después está enterrado.

María Antonieta, durante todos estos días, lleva en su pensamiento la muerte inminente a inevitable de su hijo, y todas sus preocupaciones se dirigen hacia él: nada más necio, por tanto, que la leyenda, una y otra vez renovada, de que María Antonieta, durante estas semanas de sus ásperas inquietudes maternales y humanas, haya estado, desde la mañana hasta la noche, tramando cazurras intrigas contra la Asamblea. En aquellos días, su combatividad está totalmente quebrantada por el dolor que sufre y el odio que siente palpitar contra ella; sólo más tarde, completamente sola, luchando como una desesperada, simplemente por la vida y la corona de su marido y de su segundo hijo, se alza rá otra vez para hacer un último esfuerzo. Pero ahora sus energías están consumidas, y justamente en aquellos días serían necesarios los ánimos de un dios, no los de un infeliz ser huma no lleno de consternación, para detener el arrollador destino.

Pues los acontecimientos se suceden unos a otros con rapidez torrencial. Al cabo de pocos días, los dos brazos privilegiados, la nobleza y el clero, están ya en agria hostilidad contra el tercer Estado; rechazado éste, se declara constituido en Asamblea Nacional por su propio poder, y en la sala del Juego de Pelota presta juramento de no disolverse antes de que esté cumplida la voluntad del pueblo y votada la Constitución. La corte se espanta ante este demonio popular que ella misma ha ido a sacar de su guarida. Arrastrado hacia una y otra parte por sus consejeros, los llamados por él y los no llamados; dando hoy la razón al tercer Estado, mañana al primero y al segundo, vacilando fatalmente justo en la hora que exige la más extrema lucidez de espíritu y fortaleza, el rey se inclina tan pronto hacia las baladronadas de los militares, que exigen. según su antigua arrogancia, que se expulse al populacho hacia sus casas, desenvainando las brillantes espadas. tan pronto hacia Necker. Que siempre vuelve a aconsejar la condescendencia. Un día impide la entrada del tercer Estado en la sala de deliberaciones; después se vuelve atrás espantado tan pronto como declara Mirabeau: «Estamos aquí por la voluntad del pueblo, y la Asamblea Nacional sólo retrocederá ante el poder de las bayonetas». Pero, en igual medida que la indecisión de la corte, crece la resolución de la nación. De un día a otro, la muda criatura llamada «pueblo» ha adquirido voz por medio de la libertad de la prensa, proclama sus derechos en centenares de folletos, y en inflamados artículos de periódicos descarga su furor revo lucionario. En el Palais Royal, bajo la hospitalidad del duque de Orleans, se reúnen a diario millares de gentes que hablan, gritan, se agitan unos a otros incesantemente. Muchos desconocidos, cuya boca había permanecido cerrada durante toda su vida, descubren de repente el placer de hablar y de escribir; centenares de ambiciosos y desocupados ventean la hora favorable, y todos se dedican a la política, se mueven, leen, discuten y defienden su punto de vista. «Cada hora -escribe el inglés Arthur Young produce su folleto; trece han aparecido hoy, dieciséis ayer, veintidós la semana pasada, y diecinueve de cada veinte son escritos en favor de la libertad», es decir, por toda la desaparición de los privilegios, y entre ellos también los de la monarquía.

Cada día, casi cada hora, arrolla un pedazo de la autoridad real;las palabras «pueblo» y

«nación», en un espacio de dos o tres semanas, pasan de ser pura letra muerta a religiosos conceptos de la omnipotencia y de la suprema justicia. Ya los oficiales y los soldados se unen al irresistible movimiento; ya advierten, sorprendidos, los funcionarios municipales y del Estado como se les escapan de las manos las riendas al desbocarse la furia popular; hasta la Asamblea Nacional cae en los remolinos de esta nueva corriente, pierde el rumbo dinástico y comienza a fluctuar. Los consejeros del palacio real están cada vez más angustiados, y como, en general, la incertidumbre moral trata de salvarse de su miedo respondiendo con un gesto de violencia, el rey, para amenazar, saca los últimos regimientos que le permanecen fieles y seguros, hace que tengan preparada la Bastilla y, por último, para darse a sí mismo la ilusión de una energía de que carece internamente, arroja a la nación un guante de desafío al destituir, el 11 de julio, y enviarlo desterrado como un criminal, ai único ministro popular, a Necker.

Los siguientes días están grabados con caracteres imperecederos en la Historia Universal; cierto que hay un solo libro al cual no debe ir uno en busca de informes sobre los acontecimientos, precisamente el diario manuscrito del desdichado y cándido monarca. Allí, el 11 de julio, dice solamente: «Nada. Partida del señor Necker», y el 14

de julio, el día de la toma de la Bastilla, que arruina definitivamente el poder real, otra vez la misma trágica palabra «Rien», es decir: ninguna pieza cazada en ese día, ningún ciervo muerto; por tanto, ningún suceso importante. Pero en París se piensa de otro modo acerca de ese día, que todavía solemniza hoy toda una nación como fecha del nacimiento de su conciencia de la libertad. El día 12 de julio, antes del mediodía, llegan a París informes de la destitución de Necker, y con ello la chispa cae en el polvorín. En el Palals Royal, Camille Desmoulins, uno de los miembros del club del duque de Orleans, se encarama sobre una silla empuñando una pistola, proclama que el Rey prepara una noche de San Bartolomé y grita «al arma». En un minuto encuentran el símbolo de la sublevación, la escarapela tricolor que llega a ser bandera de la república; algunas horas más tarde, el ejército es atacado en todas partes, son saqueados los arsenales y cerradas con barricadas las calles. El 14 de julio, veinte mil hombres salidos del Palals Royal marchan contra la aborrecida fortaleza de París, la Ba stilla, la cual, horas más tarde, es tomada por asalto y la cabeza del gobernador que había querido defenderla oscila lívida sobre la punta de una pica; por primera vez lanza sus rayos esta cruenta linterna de la Revolución. Nadie osa ya oponer resistencia contra esta elemental explosión de la furia popular; las tropas, que no han recibido de Versalles ninguna orden clara, se retiran, y por la noche, con millares de antorchas, se dispone París a celebrar su victoria.

Sin embargo, a seis leguas de este acontecimiento universal, todos permanecen sin sospechas. Han destituido al ministro molesto; ahora quedarán en paz; pronto podrán de nuevo irse de caza, ya mañana probablemente. Pero entonces llega mensajero tras mensajero de la Asamblea Nacional; en París domina la inquietud, saquean los arsenales, avanzan hacia la Basti Ila. El rey escucha los relatos, pero no toma ninguna verdadera resolución. En resumidas cuentas, ¿para qué sirve esa molesta Asamblea Nacional? Que decida ella. Como de costumbre, tampoco en este día es modificada la sacrosanta distribución de las horas; como siempre, aquel hombre comodón y flemático, sin curiosidad por nada (ya se sabrá todo mañana con tiempo), se va a la cama a las diez y duerme con su pesado y obtuso sueño, que no logra perturbar ningún suceso de importancia universal. Pero ¿qué tiempos desvergonzados, atrevidos y anár quicos son éstos? Han llegado a hacerse tan irrespetuosos que perturban el sueño de un monarca. El duque de Lianncourt llega a todo galope a Versalles, en un caballo cubierto de espuma, para traer noticias de los sucesos de París. Le declaran que el rey está durmiendo. Insiste en que lo despierten; por último lo dejan penetrar en el santuario del sueño. Comunica:

«La Bastilla, tomada por asalto. El gobernador, asesinado. Su cabe za, clavada en una pica, es llevada por toda la ciudad» .

«Pero ¡eso es una revuelta!» , balbucea, espantado, el infeliz soberano.

Mas con despiadada severidad corrige el mal mensajero: «No, sire , es una revolución».

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