I

Veinte días después, a quinientas leguas de Silly, al mediar una hermosa noche de verano, en medio del mar, sentados en la cubierta de la Matilde, solos, a la luz de la luna, enlazadas las manos, mirándose con idolatría, Brunilda y Serafín entablaron este diálogo:

-¡Te adoro!

-¡Te adoro!

Alberto, asomado por una escotilla, veía aquel cuadro de santo amor, de dulce esperanza, de casto delirio, y decía para su coleto:

-¡Diablo!... ¡He aquí a todo un rey... muerto de envidia!...

Y volvió a su cámara, murmurando:

-¡Matilde! ¡Matilde! ¡Yo también te adoro! ¿Por qué no he de poder decírtelo?

El conde Gustavo se paseaba por el alcázar de popa.

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