Había terminado la fiesta. Pipá oía des-
vanecerse a lo lejos el ruido de los coches que
devolvían a las familias respectivas todo aquel
pequeño gran mundo en que el pillete de la
calle de Extremeños había brillado por dos o
tres horas. Irene le había tenido todo el tiempo
a su lado; para él habían sido los mejores obse-
quios. De tanto señor vestido a la antigua espa-
ñola, de tantas damas con traje de corte que
bien medirían tres cuartas y media de estatura,
de tanto guerrero de deslumbrante armadura,
de tanta aldeana de los Alpes, de tantos y tan-
tos señores y señoras en miniatura, nadie había
podido llamar la atención y el aprecio de la
mona del Palacio consagrada en cuerpo y alma
a su máscara, al fantasma que la tenía domina-
da por el terror y el misterio. Pipá había estado
muy poco comunicativo. Cuando se llegó al
bufet, repartió subrepticiamente algunos pelliz-
cos entre algunos caballeros que se atrevieron a disputarle los mejores bocados y el honor lucra-tivo de acompañar a Irene. -¿Quién es esa más-
cara? ¿De qué viene vestido ese?-. A estas pre-
guntas de los convidados, Irene sólo respondía
diciendo: -¡Es mío, es mío!
Aunque Pipá no simpatizó con aquella
gente menuda, cuya debilidad le parecía indig-
na de los ricos trajes que vestían, y más de las
hermosas espadas que llevaban al cinto, sacó el
partido que pudo de la fiesta, aprovechando el
favor de la señora de la casa. Comió y bebió
mucho, se hartó de manjares y licores que nun-
ca había visto y se creyó en el cielo del Dios
bueno, al pasear triunfante al lado de Irene por
aquellos estrados, cuyo lujo le parecía muy con-
forme con los sueños de su fantasía, cuando
oyera contar cuentos de palacios encantados,
de esos que hay debajo de tierra y cuya puerta
es una mata de lechugas que deja descubierta la
entrada a la consigna de: ¡ábrete Sésamo!
Concluido el baile, Irene yacía en su lecho de pluma, fatigada y soñolienta, acompa-
ñada de Pipá y de la marquesa. Julia, inclinada
sobre la cabecera hablaba en voz baja, casi al
oído de la niña. Pipá del otro lado del lecho,
vestido aún con el fúnebre traje de amortajado,
tenía entre sus manos una diminuta y blanca de
la mona, que, hasta dormir, quería estar acom-
pañada de su muñeco de movimiento. No
habría consentido Irene en acostarse sino pre-
via la promesa solemne de que Pipá no saldría
de su casa aquella noche, dormiría cerca de su
alcoba y vendría muy temprano a despertarla
para jugar juntos al día siguiente y todos los
días en adelante. La marquesa, previo el con-
sentimiento de Pipá, prometió lo que Irene pe-
día, y con estas condiciones se metió la niña en
el lecho de ébano con pabellón blanco y rosa.
Pipá, en pie, se inclinaba discretamente sobre el
grupo encantador que formaban las rubias ca-
bezas mezclando sus rizos; Irene tenía los ojos
fijos en el rostro de su madre, y su mirada tenía
todo el misterio y toda la curiosidad mal satis-fecha con que antes la vimos fija en la luna.
Pipá miraba la cama del pabellón con ojos tam-
bién soñadores. Julia contaba el cuento de dor-
mir, que aquella noche había pedido Irene que
fuese muy largo, muy largo, y muy lleno de
peripecias y cosas de encanto. Los párpados de
la niña que parecían dos pétalos de rosa se uní-
an de vez en cuando, porque iba entrando ya
Don Fernando, como llamaba la madre al sueño,
sin que yo sepa el origen de este nombre de
Morfeo. Pero el pillete, acostumbrado a trasno-
char, más despierto con las emociones de aque-
lla noche, y de veras interesado con la narra-
ción de Julia, oía sin pestañear, con la boca
abierta; y aunque cazurro y socarrón y muy
experimentado en la vida, niño al fin, abría el
alma a los engaños de la fantasía y respiraba
con delicia aquel aire de lo sobrenatural y ma-
ravilloso, natural alimento de las almas puras,
jóvenes e inocentes.
El placer de oír cuentos era de los más in-tensos para Pipá; suspendiose en él toda la ma-
licia de sus pocos pero asendereados años, y
quedaba sólo dentro del cuerpo miserable su
espíritu infantil, puro como el de la misma Ire-
ne. La fantasía de Pipá tenía más hambre que
su estómago; Pipá apenas había tenido cuentos
de dormir al lado de su cuna; esa semilla que deja el amor de las madres en el cerebro y en el
corazón, no había sido sembrada en el alma de
Pipá. Tenía doce años, sí, pero al lado de Irene
y Julia, que gozaban el misterioso amor de la
madre y el infante, era un pobre niño que go-
zaba con delicia de los efluvios de aquel cariño
de la cuna, que no era suyo, y al que tenía dere-
cho, porque los niños tienen derecho al regazo
de la madre y él apenas había gozado de esta
vida del regazo. De todo cuanto Pipá había
visto en el palacio nada había despertado su
envidia, pero ante aquel grupo de Julia e Irene
besándose a la hora de dormirse el ángel de la
cuna, Pipá se sintió sediento de dulzuras que
veía gozar a otros, y hubiérase de buena gana arrojado en los brazos de la marquesa pidiéndole amor, caricias, cuentos para él. En el cuen-
to de aquella noche había, por supuesto, bailes
de máscaras celebrados en regiones encantadas,
servían los refrescos las manos negras, que
siempre hacen tales oficios en los palacios en-
cantados, las mesas estaban llenas de riquísi-
mos manjares, especialmente de aquellos que a
Irene más le agradaban, y era lo más precioso
del caso que los niños convidados podían co-
mer a discreción y sin ella de todo, sin que les
hiciese daño. Irene insinuó a su madre la nece-
sidad de que Pipá anduviese también por aque-
llas regiones.
Y decía Julia: -Y había una niña muy ru-
bia, muy rubia, y muy bonita, que se llamaba
Irene -Irene sonreía y miraba a Pipá con cierto
orgullo-, que iba vestida de señora de la corte
de Luis XV, con un traje de color azul celeste... -
¿Y con pendientes de diamantes? -Y con pen-
dientes de diamantes. -¿Y había una máscara que se llamaba Pipá? -preguntaba Irene. -Y
había un Pipá vestido de fantasma.- Aquí era
Pipá el que sonreía satisfecho...
Después de ver pasar a los personajes del
cuento por un sin número de peripecias, Irene
se quedó dormida sin poder remediarlo. -Ya
duerme -dijo la marquesa, que enfrascada en
sus invenciones, que a ella misma la deleitaban
más de lo que pudiera creer, no había sentido al
principio que la niña estaba con los angelitos.
Pipá volvió con tristeza a la realidad miserable.
Suspiró y dejó caer blandamente la mano de
nieve que tenía entre las suyas. -¿Verdad que es
muy hermosa mi niña? -dijo Julia que se quedó
mirando a Pipá con sonrisa de María Santísima,
como la calificó el pillete para sus adentros. El
amortajado miró a la marquesa y atreviéndose
a más de lo que él pensara, en vez de contestar
a la pregunta hizo esta otra: -¿Y qué más? -era
la frase que acababa de aprender de labios de
Irene; en aquella frase se pedía indirectamente que el cuento se prolongase.
Y Julia, llena de gracia, inflamada en dul-
císima caridad, de esa que trae a los ojos lágri-
mas que deposita en el corazón Dios mismo
para que nos apaguen la sed de amor en el de-
sierto de la vida, Julia, digo, hizo que Pipá se
sentara a sus pies, sobre su falda, y como si
fuese un hijo suyo besole en la frente, que ya no
tapaba la careta de calavera; y eran de ver los
pardos ojos de Pipá, puros y llenos de visiones
que los hacían serios, siguiendo allá en los es-
pacios imaginarios las aventuras que contaba la
marquesa.
¡Aquello sí que era el cielo! Pipá se creía
ya gozando del Dios bueno, y para nada hubie-
ra querido volver a la tierra, si no hubiera en
ella... pero dejemos que él mismo lo diga.
Fue el caso que la marquesa, loca de imaginación en sus soledades, y sola se creía estan-
do con Pipá, continuó el cuento de la manera
más caprichosa. Aquel Pipá y aquella Irene del
palacio encantado, crecían, ella se hacía una
mujer hermosa, poco más o menos de las señas
de su madre. -¿Más bonita que V.? -preguntaba
Pipá dando con esto más placer a la marquesa
del que él ni ella pensaban que pudiera dar tal
pregunta. -Sí, mucho más bonita-. Y para pagar
la galantería, Julia se figuraba que el Pipá hecho
hombre era un gallardísimo mancebo, y procu-
raba que conservara aquellas facciones que en
el pillastre eran anuncio de varonil belleza...
¡Qué extraña casualidad había juntado el espíri-
tu y las miradas de aquellos dos seres que pare-
cían llamados a no encontrarse jamás en la vi-
da! La imaginación de Pipá, poderosa como
ninguna, una vez excitada, intervino en el cuen-
to y la narración se convirtió en diálogo. -Irene
tiene castillos, y muchos guerreros que son
criados -decía Julia. -Y Pipá -respondía el inte-
resado- es un caballero que mató muchos mo-ros, y le hacen rey...-. Y así estuvieron soñando
más de media hora el pillastre y la marquesa.
Mas ¡ay!, precisamente al llegar al punto cul-
minante de la fábula, a la boda de la castellana
Irene y del rey Pipá, este interrumpió el soñar,
hizo un mohín, se puso en pie y dijo con voz un
poco ronca, truhanesca, y escupiendo, como
solía, por el colmillo:
-Yo no quiero ser rey, voy a ser de la tra-
lla.
-¡De la tralla! -Sí, zagal de la diligencia
grande de Castilla. -Pero hombre, entonces no
vas a poder casarte con Irene. -Yo quiero ca-
sarme con la Pistañina. -¿Quién es la Pistañina?
-La hija del ciego de la calle de Extremeños. Esa
es mi novia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .