Era media noche. Ni una nube quedaba
en el cielo. La luna había despedido a sus con-
vidados y sola se paseaba por su palacio del
cielo, vestida todavía con las galas de su luz
postiza.
Pipá velaba en el lecho que se había im-
provisado para él cerca del que solía servir al
cochero. Pero aquella noche la gente del servi-
cio, sin permiso del ama, había salido a correr
aventuras. El cochero y otros dos mozos habían
dejado el tranquilo palacio y la puerta impru-
dentemente entornada. Pipá, que todo lo había
notado, vituperó desde su lecho aquella infame
conducta de los lacayos. Él no sería lacayo, para
poder ser libre sin ser desleal. Al pensar esto
recordó que la gente de la cocina le había elo-
giado su buena suerte en quedarse al servicio
de Irene: y recordó también cierta casaca que había dejado apenas estrenada un enano que
servía en la casa de lacayo y que había muerto.
-A Pipá le estará que ni pintada la casaca del
enano -había dicho el cocinero.
Al llegar a este punto en sus recuerdos,
Pipá se incorporó en su lecho, como movido
por un resorte. Por la ancha ventana abierta vio
pasar los rayos de la blanca luna. Vio el cielo azul y sereno de sus noches al aire libre y al
raso. Y sintió la nostalgia del arroyo. Pensó en
la Pistañina que le había dicho que aquella no-
che tendría que cantar en la taberna de la Te-
berga hasta cerca del alba. Y se acordó de que
en aquella taberna tenían una broma los de la
tralla, los delanteros y zagales de la diligencia
ferrocarrilana y los del correo. Pipá saltó del
lecho. Buscó a tientas su ropa; después la que
había ganado en buena lid y robado en la igle-
sia, y vuelto a su vestimenta de amortajado, sin
pensarlo más, renunciando para siempre a las
dulzuras que le brindaba la vida del palacio, renunciando a las caricias de Irene y a los cuentos de Julia, y a sus miradas que le llenaban el
corazón de un calor suave, no hizo más que
buscar la puerta, salió de puntillas y en cuanto
se vio en la calle, corrió como un presidiario
que se fuga; y entonces sí que hubiera podido
pasar a los ojos del miedo por un difunto esca-
pado del cementerio que volvía en noche de
carnaval a buscar los pecados que le tenían en
el infierno.
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La entrada de Pipá en la taberna de la
Teberga fue un triunfo. Se le recibió con rugi-
dos de júbilo salvaje. Su disfraz de muerto en-
terrado pareció del mejor gusto a los de la tra-
lla, que en aquel momento fraternizaban, sin
distinción de coches. Pipá vio, casi con lágrimas
en los ojos, cómo se abrazaban y cantaban jun-
tos un coro un delantero del Correo y un zagal de la Ferrocarrilana.
No hubiera visto con más placer el pru-
dente Néstor abrazados a Agamenón y Aquiles.
Aquellos eran los héroes de Pipá. Su am-
bición de toda la vida ser delantero. Sus vicios
precoces, que tanto le afeaba el vulgo, creíalos
él la necesaria iniciación en aquella caballería
andante. Un delantero debía beber bala rasa y
fumar tagarninas de a cuarto. Pipá comenzaba
por el principio, como todo hombre de verda-
dera vocación que sabe esperar. Festina lente,
pensaba Pipá, aunque no en latín, y esperando
que algún día sus méritos y sus buenas relacio-
nes le hiciesen delantero, por lo pronto ya sabía
el aprendizaje del oficio. Blasfemaba como un
sabio, fumaba y bebía y fingía una malicia y
una afición al amor carnal, grosero, que no ca-
bía aún en sus sentidos, pero que era perfecta
imitación de las pasiones de sus héroes los za-
gales. El aguardiente le repugnaba al principio,
pero era preciso hacerse a las armas. Poco a poco le fue gustando de veras y cuando ya le
iba quemando las entrañas, era en Pipá este
vicio el único verdadero.
Todos los de la tralla, sin distinción de
empresas ni categorías, estaban borrachos.
Terminada la cena, habíase llegado a la serie
interminable de copas que había de dar con to-
dos en tierra. En cuanto Pipá, a quien se espe-
raba, estuvo dentro, se cerró la taberna. Y creció
entonces el ruido hasta llegar a infernal. Pipá
bailó con la Retreta, mujer de malísimos vicios,
que al final del primer baile de castañuelas co-
gió al pillete entre sus fornidos brazos, le llenó
la cara de besos y le prodigó las expresiones
más incitantes del cínico repertorio de sus ve-
nales amores. ¡Cómo celebró la chusma la gra-
cia con que la Retreta se fingió prendada de
Pipá! Pipá, aunque agradecido a tantas mues-
tras de deferencia, a que no estaba acostumbra-
do, sintió repugnancia al recibir aquellos abra-
zos y besos asquerosos. Se acordó de la falda de Julia que pocas horas antes le diera blando
asiento. Además, estaba allí la Pistañina. La
Pistañina, al lado de su padre que tocaba sin
cesar, cantaba a grito pelado coplas populares,
obscenas casi todas. Su voz ronca, desgarrada
por el cansancio, parecía ya más que canto, un
estertor de agonía. Aquellos inhumanos, bestias
feroces, la hubieran hecho cantar hasta que
cayera muerta. Cuando la copla era dulce, tris-
te, inocente, un grito general de reprobación la
interrumpía, y la Pistañina, sin saber porqué,
acertaba con el gusto predominante de la reu-
nión volviendo a las obscenidades.
Tengo frío, tengo frío,
dijo a su novio la Pepa;
él la apretó contra el pecho
y allí se le quedó muerta
cantó la niña y el público gritó: -¡Fuera!,
¡fuera!, ¡otra!
Y la Pistañina cantó:
Quisiera dormir...
-¡Eso, eso!, ¡venga de ahí!
La embriaguez estaba ya en la atmósfera.
Todo parecía alcohol; cuando se encendía un
fósforo, la Pistañina, la única persona que no
estaba embriagada, temía que ardiese el aire y
estallase todo.
Pipá, loco de alegría, viéndose entre los
suyos, comprendido al fin, gracias a la inven-
ción peregrina del traje de difunto, alternando
con lo mejor del gran mundo de la tralla, hizo
los imposibles de gracia, de desvergüenza, de
cinismo, olvidado por completo del pobre án-
gel huérfano que tenía dentro de sí. Creía que a
la Pistañina le agradaban aquellos arrebatos de pasión soez, aquellos triunfos de la desfachatez.
Tanto y tan bueno hizo el pillete, que la concu-
rrencia acordó, con esa unanimidad que sólo
inspira en las asambleas la borrachera del entu-
siasmo o el entusiasmo de la borrachera, acor-
dó, digo, celebrar la apoteosis de Pipá, como fin
de fiesta. Anticipando los sucesos, quisieron
celebrar el entierro de la sardina, enterrando a
Pipá. Este prometió asistir impasible a sus exe-
quias. Nadie se acordó allí de los antecedentes
que tenía en la historia esta fúnebre excentrici-
dad, y lo original del caso los embriagó de suer-
te -si algo podía ya embriagarlos-, que antes
hubieran muerto todos como un solo borracho,
que renunciar a tan divertido fin de fiesta.
Pipá, después de bailar en vertiginoso
baile con la Retreta, cayó en tierra como muerto
de cansancio. Quedó rígido como un cadáver y
ante las pruebas de defunción a que le sujeta-
ron los delanteros sus amigos, el pillastre de-
mostró un gran talento en el arte de hacerse el muerto. - ¡Tonino è moruto! -dijo un zagal que
recordaba esta frase oída a un payaso en el Cir-
co, y la oportunidad del dicho fue celebrada
con cien carcajadas estúpidas. ¡E moruto!, ¡mo-
ruto! , gritaban todos, y bailaban en rueda, co-rriendo y atropellándose hombres y mujeres en
derredor de Pipá amortajado. Por las rendijas
de puertas y ventanas entraba algo de la clari-
dad de la aurora. Los candiles y quinqués de
fétido petróleo se apagaban, y alumbraban la
escena con luz rojiza de siniestros resplandores
las teas que habían encendido los de la tralla
para mayor solemnidad del entierro. La poca
luz que de fuera entraba en rayas quebradas
parecía más triste, mezclada con la de aquellas
luminarias que envenenaban el aire con el
humo de olor insoportable que salía de cada
llama temblorosa. En medio de la horrísona
gritería, del infernal garbullo, sonaba la voz
ronca y desafinada de la Pistañina, que sostenía
en sus hombros la cabeza de su padre borracho.
Blasfemaba el ciego, que había arrojado la gui-tarra lejos de sí, y vociferaba la Pistañina des-
esperada llorando y diciendo: -¡Que se quema
la casa, que queman a Pipá, que va a arder
Pipá, que las chispas de las teas caen dentro de
la pipa!...-. Nadie oía, nadie tenía conciencia del
peligro. Pipá yacía en el suelo pálido como un
muerto, casi muerto en realidad, pues su débil
cuerpo padecía un síncope que le produjo el
cansancio en parte y en parte la embriaguez de
tantas libaciones y de tanto ruido; después fue
levantado sobre el pavés... es decir, sobre la
tapa de un tonel y colocado, en postura supina,
sobre una pipa llena de no sé qué líquido in-
flamable; acaso la pipa del petróleo.
La pipa estaba sin más cobertera que el
pavés sobre el que yacía Pipá, sin sentido. -Pipá no está muerto, está borracho -gritó Chiripa,
delantero de trece años. -Darle un baño, darle
un baño, para que resucite -se le ocurrió añadir
a Pijueta, un zagal cesante...- y entre Chiripa,
Pijueta, la Retreta y Ronquera, que estaba en la fiesta, aunque no era de la tralla, zambulleron
al ilustre Pipá en el terrible líquido que conte-
nía aquel baño que iba a ser un sepulcro. Nadie
estaba en sí: allí no había más conciencia des-
pierta que la de la Pistañina, que luchaba con
su padre furioso de borracho. La niña gritaba:
¡Que arde Pipá...!, y la danza diabólica se hacía
cada vez más horrísona; unos caían sin sentido,
otros con él, pero sin fuerza para levantarse;
inmundas parejas se refugiaban en los rincones
para consumar imposibles liviandades, y ya
nadie pensaba en Pipá. Una tea mal clavada en
una hendidura de la pared amenazaba caer en
el baño funesto y gotas de fuego de la resina
que ardía, descendían de lo alto apagándose
cerca de los bordes de la pipa. El pillastre su-
mergido, despierto apenas con la impresión del
inoportuno baño, hacía inútiles esfuerzos para
salir del tonel; mas sólo por el vilipendio de
estar a remojo, no porque viera el peligro sus-
pendido sobre su cabeza y amenazándole de
muerte con cada gota de resina ardiendo que caía cerca de los bordes, y en los mismos bordes de la pipa.
-¡Que se abrasa Pipá, que se abrasa Pipá!
-gritó la Pistañina. Los alaridos de la bárbara
orgía contestaban. De los rincones en que cele-
braban asquerosos misterios babilónicos aque-
llos sacerdotes inmundos salían agudos chilli-
dos, notas guturales, lascivos ayes, ronquidos
nasales de maliciosa expresión con que hablaba
el placer de la bestia. El humo de las teas, ya
casi todas extintas, llenaban el reducido espacio
de la taberna, sumiéndola en palpables tinie-
blas: la luz de la aurora servía para dar con su
débil claridad más horror al cuadro espantoso.
Brillando como una chispa, como una estrella
roja cuyos reflejos atraviesan una nube, se veía
enfrente del banco en que lloraba la Pistañina la
tea suspendida sobre el tonel de Pipá.
Pronto morirían asfixiados aquellos mi-
serables, si nadie les avisaba del peligro.
Pero no faltó el aviso. La Pistañina vio que la estrella fija que alumbraba enfrente, entre las nieblas que formaba el humo, caía rápida
sobre el tonel... La hija del ciego dio un grito...
que no oyó nadie, ni ella...
Todos salieron vivos, si no ilesos, del in-
cendio, menos el que se ahogaba dentro de la
pipa.