- VI -

Era media noche. Ni una nube quedaba

en el cielo. La luna había despedido a sus con-

vidados y sola se paseaba por su palacio del

cielo, vestida todavía con las galas de su luz

postiza.

Pipá velaba en el lecho que se había im-

provisado para él cerca del que solía servir al

cochero. Pero aquella noche la gente del servi-

cio, sin permiso del ama, había salido a correr

aventuras. El cochero y otros dos mozos habían

dejado el tranquilo palacio y la puerta impru-

dentemente entornada. Pipá, que todo lo había

notado, vituperó desde su lecho aquella infame

conducta de los lacayos. Él no sería lacayo, para

poder ser libre sin ser desleal. Al pensar esto

recordó que la gente de la cocina le había elo-

giado su buena suerte en quedarse al servicio

de Irene: y recordó también cierta casaca que había dejado apenas estrenada un enano que

servía en la casa de lacayo y que había muerto.

-A Pipá le estará que ni pintada la casaca del

enano -había dicho el cocinero.

Al llegar a este punto en sus recuerdos,

Pipá se incorporó en su lecho, como movido

por un resorte. Por la ancha ventana abierta vio

pasar los rayos de la blanca luna. Vio el cielo azul y sereno de sus noches al aire libre y al

raso. Y sintió la nostalgia del arroyo. Pensó en

la Pistañina que le había dicho que aquella no-

che tendría que cantar en la taberna de la Te-

berga hasta cerca del alba. Y se acordó de que

en aquella taberna tenían una broma los de la

tralla, los delanteros y zagales de la diligencia

ferrocarrilana y los del correo. Pipá saltó del

lecho. Buscó a tientas su ropa; después la que

había ganado en buena lid y robado en la igle-

sia, y vuelto a su vestimenta de amortajado, sin

pensarlo más, renunciando para siempre a las

dulzuras que le brindaba la vida del palacio, renunciando a las caricias de Irene y a los cuentos de Julia, y a sus miradas que le llenaban el

corazón de un calor suave, no hizo más que

buscar la puerta, salió de puntillas y en cuanto

se vio en la calle, corrió como un presidiario

que se fuga; y entonces sí que hubiera podido

pasar a los ojos del miedo por un difunto esca-

pado del cementerio que volvía en noche de

carnaval a buscar los pecados que le tenían en

el infierno.

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La entrada de Pipá en la taberna de la

Teberga fue un triunfo. Se le recibió con rugi-

dos de júbilo salvaje. Su disfraz de muerto en-

terrado pareció del mejor gusto a los de la tra-

lla, que en aquel momento fraternizaban, sin

distinción de coches. Pipá vio, casi con lágrimas

en los ojos, cómo se abrazaban y cantaban jun-

tos un coro un delantero del Correo y un zagal de la Ferrocarrilana.

No hubiera visto con más placer el pru-

dente Néstor abrazados a Agamenón y Aquiles.

Aquellos eran los héroes de Pipá. Su am-

bición de toda la vida ser delantero. Sus vicios

precoces, que tanto le afeaba el vulgo, creíalos

él la necesaria iniciación en aquella caballería

andante. Un delantero debía beber bala rasa y

fumar tagarninas de a cuarto. Pipá comenzaba

por el principio, como todo hombre de verda-

dera vocación que sabe esperar. Festina lente,

pensaba Pipá, aunque no en latín, y esperando

que algún día sus méritos y sus buenas relacio-

nes le hiciesen delantero, por lo pronto ya sabía

el aprendizaje del oficio. Blasfemaba como un

sabio, fumaba y bebía y fingía una malicia y

una afición al amor carnal, grosero, que no ca-

bía aún en sus sentidos, pero que era perfecta

imitación de las pasiones de sus héroes los za-

gales. El aguardiente le repugnaba al principio,

pero era preciso hacerse a las armas. Poco a poco le fue gustando de veras y cuando ya le

iba quemando las entrañas, era en Pipá este

vicio el único verdadero.

Todos los de la tralla, sin distinción de

empresas ni categorías, estaban borrachos.

Terminada la cena, habíase llegado a la serie

interminable de copas que había de dar con to-

dos en tierra. En cuanto Pipá, a quien se espe-

raba, estuvo dentro, se cerró la taberna. Y creció

entonces el ruido hasta llegar a infernal. Pipá

bailó con la Retreta, mujer de malísimos vicios,

que al final del primer baile de castañuelas co-

gió al pillete entre sus fornidos brazos, le llenó

la cara de besos y le prodigó las expresiones

más incitantes del cínico repertorio de sus ve-

nales amores. ¡Cómo celebró la chusma la gra-

cia con que la Retreta se fingió prendada de

Pipá! Pipá, aunque agradecido a tantas mues-

tras de deferencia, a que no estaba acostumbra-

do, sintió repugnancia al recibir aquellos abra-

zos y besos asquerosos. Se acordó de la falda de Julia que pocas horas antes le diera blando

asiento. Además, estaba allí la Pistañina. La

Pistañina, al lado de su padre que tocaba sin

cesar, cantaba a grito pelado coplas populares,

obscenas casi todas. Su voz ronca, desgarrada

por el cansancio, parecía ya más que canto, un

estertor de agonía. Aquellos inhumanos, bestias

feroces, la hubieran hecho cantar hasta que

cayera muerta. Cuando la copla era dulce, tris-

te, inocente, un grito general de reprobación la

interrumpía, y la Pistañina, sin saber porqué,

acertaba con el gusto predominante de la reu-

nión volviendo a las obscenidades.

Tengo frío, tengo frío,

dijo a su novio la Pepa;

él la apretó contra el pecho

y allí se le quedó muerta

cantó la niña y el público gritó: -¡Fuera!,

¡fuera!, ¡otra!

Y la Pistañina cantó:

Quisiera dormir...

-¡Eso, eso!, ¡venga de ahí!

La embriaguez estaba ya en la atmósfera.

Todo parecía alcohol; cuando se encendía un

fósforo, la Pistañina, la única persona que no

estaba embriagada, temía que ardiese el aire y

estallase todo.

Pipá, loco de alegría, viéndose entre los

suyos, comprendido al fin, gracias a la inven-

ción peregrina del traje de difunto, alternando

con lo mejor del gran mundo de la tralla, hizo

los imposibles de gracia, de desvergüenza, de

cinismo, olvidado por completo del pobre án-

gel huérfano que tenía dentro de sí. Creía que a

la Pistañina le agradaban aquellos arrebatos de pasión soez, aquellos triunfos de la desfachatez.

Tanto y tan bueno hizo el pillete, que la concu-

rrencia acordó, con esa unanimidad que sólo

inspira en las asambleas la borrachera del entu-

siasmo o el entusiasmo de la borrachera, acor-

dó, digo, celebrar la apoteosis de Pipá, como fin

de fiesta. Anticipando los sucesos, quisieron

celebrar el entierro de la sardina, enterrando a

Pipá. Este prometió asistir impasible a sus exe-

quias. Nadie se acordó allí de los antecedentes

que tenía en la historia esta fúnebre excentrici-

dad, y lo original del caso los embriagó de suer-

te -si algo podía ya embriagarlos-, que antes

hubieran muerto todos como un solo borracho,

que renunciar a tan divertido fin de fiesta.

Pipá, después de bailar en vertiginoso

baile con la Retreta, cayó en tierra como muerto

de cansancio. Quedó rígido como un cadáver y

ante las pruebas de defunción a que le sujeta-

ron los delanteros sus amigos, el pillastre de-

mostró un gran talento en el arte de hacerse el muerto. - ¡Tonino è moruto! -dijo un zagal que

recordaba esta frase oída a un payaso en el Cir-

co, y la oportunidad del dicho fue celebrada

con cien carcajadas estúpidas. ¡E moruto!, ¡mo-

ruto! , gritaban todos, y bailaban en rueda, co-rriendo y atropellándose hombres y mujeres en

derredor de Pipá amortajado. Por las rendijas

de puertas y ventanas entraba algo de la clari-

dad de la aurora. Los candiles y quinqués de

fétido petróleo se apagaban, y alumbraban la

escena con luz rojiza de siniestros resplandores

las teas que habían encendido los de la tralla

para mayor solemnidad del entierro. La poca

luz que de fuera entraba en rayas quebradas

parecía más triste, mezclada con la de aquellas

luminarias que envenenaban el aire con el

humo de olor insoportable que salía de cada

llama temblorosa. En medio de la horrísona

gritería, del infernal garbullo, sonaba la voz

ronca y desafinada de la Pistañina, que sostenía

en sus hombros la cabeza de su padre borracho.

Blasfemaba el ciego, que había arrojado la gui-tarra lejos de sí, y vociferaba la Pistañina des-

esperada llorando y diciendo: -¡Que se quema

la casa, que queman a Pipá, que va a arder

Pipá, que las chispas de las teas caen dentro de

la pipa!...-. Nadie oía, nadie tenía conciencia del

peligro. Pipá yacía en el suelo pálido como un

muerto, casi muerto en realidad, pues su débil

cuerpo padecía un síncope que le produjo el

cansancio en parte y en parte la embriaguez de

tantas libaciones y de tanto ruido; después fue

levantado sobre el pavés... es decir, sobre la

tapa de un tonel y colocado, en postura supina,

sobre una pipa llena de no sé qué líquido in-

flamable; acaso la pipa del petróleo.

La pipa estaba sin más cobertera que el

pavés sobre el que yacía Pipá, sin sentido. -Pipá no está muerto, está borracho -gritó Chiripa,

delantero de trece años. -Darle un baño, darle

un baño, para que resucite -se le ocurrió añadir

a Pijueta, un zagal cesante...- y entre Chiripa,

Pijueta, la Retreta y Ronquera, que estaba en la fiesta, aunque no era de la tralla, zambulleron

al ilustre Pipá en el terrible líquido que conte-

nía aquel baño que iba a ser un sepulcro. Nadie

estaba en sí: allí no había más conciencia des-

pierta que la de la Pistañina, que luchaba con

su padre furioso de borracho. La niña gritaba:

¡Que arde Pipá...!, y la danza diabólica se hacía

cada vez más horrísona; unos caían sin sentido,

otros con él, pero sin fuerza para levantarse;

inmundas parejas se refugiaban en los rincones

para consumar imposibles liviandades, y ya

nadie pensaba en Pipá. Una tea mal clavada en

una hendidura de la pared amenazaba caer en

el baño funesto y gotas de fuego de la resina

que ardía, descendían de lo alto apagándose

cerca de los bordes de la pipa. El pillastre su-

mergido, despierto apenas con la impresión del

inoportuno baño, hacía inútiles esfuerzos para

salir del tonel; mas sólo por el vilipendio de

estar a remojo, no porque viera el peligro sus-

pendido sobre su cabeza y amenazándole de

muerte con cada gota de resina ardiendo que caía cerca de los bordes, y en los mismos bordes de la pipa.

-¡Que se abrasa Pipá, que se abrasa Pipá!

-gritó la Pistañina. Los alaridos de la bárbara

orgía contestaban. De los rincones en que cele-

braban asquerosos misterios babilónicos aque-

llos sacerdotes inmundos salían agudos chilli-

dos, notas guturales, lascivos ayes, ronquidos

nasales de maliciosa expresión con que hablaba

el placer de la bestia. El humo de las teas, ya

casi todas extintas, llenaban el reducido espacio

de la taberna, sumiéndola en palpables tinie-

blas: la luz de la aurora servía para dar con su

débil claridad más horror al cuadro espantoso.

Brillando como una chispa, como una estrella

roja cuyos reflejos atraviesan una nube, se veía

enfrente del banco en que lloraba la Pistañina la

tea suspendida sobre el tonel de Pipá.

Pronto morirían asfixiados aquellos mi-

serables, si nadie les avisaba del peligro.

Pero no faltó el aviso. La Pistañina vio que la estrella fija que alumbraba enfrente, entre las nieblas que formaba el humo, caía rápida

sobre el tonel... La hija del ciego dio un grito...

que no oyó nadie, ni ella...

Todos salieron vivos, si no ilesos, del in-

cendio, menos el que se ahogaba dentro de la

pipa.

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