-¡Es un carbón!
-¡Un carbón completo!
-¡Lo que somos!
-¡No hay quien le conozca!
-¡Si no tiene cara!
-¡Es un carbón!
-¿Y murió alguno más?
-Dicen que Ronquera.
-Ca, no tal. A Ronquera no se le quemó
más que un zapato... que había dejado encima
de la mesa creyendo que era el vaso del aguar-
diente.
El público rió el chiste.
El gracioso era Celedonio; el público, el
coro de viejas que pide a la puerta de Santa
María.
El lugar de la escena, el pórtico donde
Pipá había vencido el día anterior a Celedonio
en singular batalla.
Pero ahora no le temía Celedonio. Como
que Pipá estaba dentro de la caja de enterrar
chicos que tiene la parroquia, como esfuerzo
supremo de caridad eclesiástica. Y no había miedo que se moviese, porque estaba hecho un
carbón, un carbón completo como decía Mari-
pujos.
La horrible bruja contemplaba la masa
negra, informe, que había sido Pipá, con mal
disimulada alegría. Gozaba en silencio la ven-
ganza de mil injurias. Tendió la mano y se atre-
vió a tocar el cadáver, sacó de la caja las cenizas
de un trapo con los dedos que parecían garfios,
acercó el infame rostro al muerto, volvió a pal-
par los restos carbonizados de la mortaja, pe-
gados a la carne, y dijo con solemne voz, lo que
puede ser la moraleja de mi cuento para las
almas timoratas:
-¡Este pillo! Dios castiga sin palo ni pie-
dra... Robó al santo la mortaja... y de mortaja le
sirvió la rapiña... ¡Esta es la mortaja que robó
ahí dentro! -todas las brujas del corro convinie-
ron en que aquello era obra de la Providencia.
Y dicha así la oración fúnebre, se puso en marcha el entierro.
La parroquia no dedicó a Pipá más hon-
ras que la caja de los chicos, cuatro tablones mal clavados.
Celedonio dirigía la procesión con traje
de monaguillo.
Chiripa y Pijueta con otros dos pilletes
llevaban el muerto, que a veces depositaban en
tierra, para disputar, blasfemando, quién lleva-
ba el mayor peso, si los de la cabeza o los de los
pies. Eran ganas de quejarse. Pipá pesaba muy
poco.
La popularidad de Pipá bien se conoció
en su entierro; seguían el féretro todos los gra-
nujas de la ciudad.
Los transeúntes se preguntaban, viendo
el desconcierto de la caterva irreverente, que
tan sin ceremonia y en tal desorden enterraba a un compañero:
-¿Quién es el muerto?
Y Celedonio contestaba con gesto y acen-
to despectivos:
-Nadie, es Pipá.
-¡Pipá que murió quemado! -añadían
otros pilletes que admiraban al terror de la pi-
llería hasta en su trágica muerte.
En el Cementerio, Celedonio se quedó so-
lo con el cadáver, esperando al enterrador, que
no se daba prisa por tan insignificante difunto.
El monaguillo levantó la tapa del féretro, y des-pués de asegurarse de la soledad... escupió so-
bre el carbón que había dentro.
Hoy ya nadie se acuerda de Pipá más que yo; y Celedonio ha ganado una beca en el se-
minario. Pronto cantará misa.
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