- VII -

-¡Es un carbón!

-¡Un carbón completo!

-¡Lo que somos!

-¡No hay quien le conozca!

-¡Si no tiene cara!

-¡Es un carbón!

-¿Y murió alguno más?

-Dicen que Ronquera.

-Ca, no tal. A Ronquera no se le quemó

más que un zapato... que había dejado encima

de la mesa creyendo que era el vaso del aguar-

diente.

El público rió el chiste.

El gracioso era Celedonio; el público, el

coro de viejas que pide a la puerta de Santa

María.

El lugar de la escena, el pórtico donde

Pipá había vencido el día anterior a Celedonio

en singular batalla.

Pero ahora no le temía Celedonio. Como

que Pipá estaba dentro de la caja de enterrar

chicos que tiene la parroquia, como esfuerzo

supremo de caridad eclesiástica. Y no había miedo que se moviese, porque estaba hecho un

carbón, un carbón completo como decía Mari-

pujos.

La horrible bruja contemplaba la masa

negra, informe, que había sido Pipá, con mal

disimulada alegría. Gozaba en silencio la ven-

ganza de mil injurias. Tendió la mano y se atre-

vió a tocar el cadáver, sacó de la caja las cenizas

de un trapo con los dedos que parecían garfios,

acercó el infame rostro al muerto, volvió a pal-

par los restos carbonizados de la mortaja, pe-

gados a la carne, y dijo con solemne voz, lo que

puede ser la moraleja de mi cuento para las

almas timoratas:

-¡Este pillo! Dios castiga sin palo ni pie-

dra... Robó al santo la mortaja... y de mortaja le

sirvió la rapiña... ¡Esta es la mortaja que robó

ahí dentro! -todas las brujas del corro convinie-

ron en que aquello era obra de la Providencia.

Y dicha así la oración fúnebre, se puso en marcha el entierro.

La parroquia no dedicó a Pipá más hon-

ras que la caja de los chicos, cuatro tablones mal clavados.

Celedonio dirigía la procesión con traje

de monaguillo.

Chiripa y Pijueta con otros dos pilletes

llevaban el muerto, que a veces depositaban en

tierra, para disputar, blasfemando, quién lleva-

ba el mayor peso, si los de la cabeza o los de los

pies. Eran ganas de quejarse. Pipá pesaba muy

poco.

La popularidad de Pipá bien se conoció

en su entierro; seguían el féretro todos los gra-

nujas de la ciudad.

Los transeúntes se preguntaban, viendo

el desconcierto de la caterva irreverente, que

tan sin ceremonia y en tal desorden enterraba a un compañero:

-¿Quién es el muerto?

Y Celedonio contestaba con gesto y acen-

to despectivos:

-Nadie, es Pipá.

-¡Pipá que murió quemado! -añadían

otros pilletes que admiraban al terror de la pi-

llería hasta en su trágica muerte.

En el Cementerio, Celedonio se quedó so-

lo con el cadáver, esperando al enterrador, que

no se daba prisa por tan insignificante difunto.

El monaguillo levantó la tapa del féretro, y des-pués de asegurarse de la soledad... escupió so-

bre el carbón que había dentro.

Hoy ya nadie se acuerda de Pipá más que yo; y Celedonio ha ganado una beca en el se-

minario. Pronto cantará misa.

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