Escena I

Anochece. A ser posible, imítese alguno de los ruidos propios del campo, en verano, en los valles del Noroeste de España; por ejemplo, voces lejanas de aldeanos, rechino apagado de carretas. De no conseguir una imitación apropiada, es preferible prescindir de todo esto. Al levantarse el telón, se oirá a lo lejos un aire del país en un instrumento rústico (algo como gaita, dulzaina, caramillo o cosa análoga). RITA (de unos dieciocho años), y PALMIRA (de cinco a siete años). RITA duerme de bruces sobre el montón de grava, viste traje de aldeana del país, mezclado con prendas de artesana de la ciudad, todo maltrecho, pobre. PALMIRA, cerca de ella, sentada sobre el polvo de la carretera, desgreñada, descalza. Llora con cierto ritmo, cansada ya del llanto. Cuando suena la música lejana, deja de llorar. Cesa la música, y vuelve el llanto. Pasan por la carretera algunos grupos de tres o cuatro mineros, unos silenciosos, otros en conversación confusa, lenta, desanimada. Los más, llevan lámpara de minero. Tuercen por el primer término de la izquierda, donde hace curva la carretera, y desaparecen. Después FERNANDO.

PALMIRA.

(Sentada en la carretera). ¡Madre!, ¡madre! ¡Mira: Rita no me da sopa! (Se acerca, arrastrándose, a RITA). ¡Rita! ¡Ritona! ¡Despierta, que me das miedo! ¡Sopa! ¡Ritona, dame pan! (Le mete una mano entre los labios).

FERNANDO.

(Llega por la carretera, primer término de la izquierda. Contempla un momento el grupo de niñas. Se acerca a ellas). Oye, nena, ¿por qué lloras?

PALMIRA.

(Al ver a FERNANDO se levanta de un brinco, y retrocede hacia la casa). ¡Madre, madre! ¡Rita! ¡Tengo miedo: un hombre!

FERNANDO.

No tengas miedo: ¡Calla, vida mía! Yo… te quiero a ti. ¿Por qué lloras? Ven acá; toma.

PALMIRA.

¡Madre!

FERNANDO.

¿Aquí otra niña? ¿Una joven? ¿Qué tiene? ¿Quién es? ¿Está mala?

PALMIRA.

¡Madre! ¡Rita! ¡Mira este señor…!

FERNANDO.

Oye, si me das un beso, te doy un perro… blanco, mira, un perro blanco. (Le enseña una peseta).

PALMIRA.

¡Una peseta! ¿Para mí toda? ¿Para Rita no?

FERNANDO.

No; para ti. ¿Rita es ésta?

PALMIRA.

Sí. (Dejándose besar).

FERNANDO.

¿Es tu hermana?

PALMIRA.

No.

FERNANDO.

¿Cómo te llamas tú?

PALMIRA.

Palmira.

FERNANDO.

(Para sí). ¡Como mi hermana! Sí: es su hija. Tu madre, ¿es Teresa?

PALMIRA.

Sí; Teresa de Roque.

FERNANDO.

¿Y Rita? (PALMIRA se encoge de hombros). ¿Qué es tuyo Rita?

PALMIRA.

Está en casa.

FERNANDO.

¿Criada?

PALMIRA.

No, de mi padre. ¡Es mala!

FERNANDO.

¿Te pega?

PALMIRA.

No: me deja sola; se queda así, dormida… ¡Quiero pan!

FERNANDO.

¿Tienes hambre? ¡Alma mía! ¿Dónde está tu madre?

PALMIRA.

En la fuente, y a buscar a padre. ¡Madre, madre!

FERNANDO.

No te oye: la fuente está lejos. Llamaremos a Rita. ¡A ver, Rita… despierta! (Mueve suavemente a RITA).

RITA.

¡Eh!, ¿quién? ¡Ay! ¡Palma, calla!

(Se pasa las manos por la cabeza, sujeta el pañuelo que le sirve de toca; se quita algunas briznas de heno que trae pegadas a la garganta; se incorpora, y, temblando, al andar, se deja caer sobre el banco de piedra debajo de la ventana. Arrima los brazos a la pared, apoya en ellos la cabeza; el peso hace deslizarse, pared abajo, todo el busto, y cae RITA de bruces sobre el banco, como estaba antes sobre el montón de grava).

FERNANDO.

Es una marmota. (Reparándola). No; es un ángel, pero un ángel enfermizo. ¡Oh, qué cansancio el suyo! (Le toma el pulso y le toca la frente). ¡Infeliz criatura! Agobiada por el trabajo; mal alimentada, de fijo… ¿Quién será? ¿Estará enferma? (Le quita yerbas pegadas a la frente). ¡Enferma, pero trabaja!

(Repara que PALMIRA corre por la carretera, hacia el foro, gritando).

PALMIRA.

¡Madre, madre! (Desaparece por el último término izquierda).

FERNANDO.

Por allí viene gente: un grupo. Serán mineros. Sí: Roque… y Teresa… y más serán. No quiero que me vean. Ahora no. La niña diría lo de la peseta; y ese Roque es altivo, creo. No querrá limosnas, de fijo. Además, le he visto mirarme con malos ojos. Tal vez sospecha. Pero yo he de verla, he de hablar con ella otra vez. Mañana, al ser de día, sale el tren, y he de marchar; no hay remedio. Sí: hablaré a Teresa esta noche. Si puedo, aquí, a solas, cuando él salga, pues sé que sale: va a perorar a la taberna. Y si no, con un pretexto, entraré luego ahí, aunque esté Roque. Se acercan. Ahora, a mi escondite, ahí, en la Foz, entre los árboles, donde la contemplé esta tarde… ¡tan triste, tan pobre, tan dulce en su miseria…! Perdida la lozanía… y más hermosa. ¡Mi pobre ilusión del amor humilde, puro, respetuoso… no desvanecida, no, transformada; deshecha en humo, no: convertida en olorosa nube de ideal incienso, de impasible abnegación, de tristeza inexorable! ¡Oh, realidad, maestra de la vida y de la muerte! ¡Poética en tus desengaños, como este crepúsculo en la aldea!

(Se oye a lo lejos rumor de voces en disputa áspera, sorda, lenta: otras veces la voz de PALMIRA que llama a su madre; y por fin, la gaita o caramillo, muy lejos, perdiéndose en la distancia. FERNANDO sale de la escena por el primer término izquierda: al sentir acercarse por la carretera un grupo de mineros).

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