Escena VI

FERNANDO, detrás; y a poco TERESA.

FERNANDO.

Parece que duerme profundamente.

TERESA.

Como un madero. Siempre duerme así. Trabaja mucho y es de pocos alientos… ¡Es decir, alientos…!, pero… vamos, que no responde la…

FERNANDO.

Calentura no creo que tenga; el pulso débil, pero regular…

TERESA.

¿También es médico el señorito?

FERNANDO.

No; pero cualquiera comprende…

TERESA.

¡Bah! ¡Lo que usted no sepa…! Tanto leer, tanto estudiar. Con las noches que yo le preparé la luz para velar y más velar había para aprender todas las sabidurías del mundo.

FERNANDO.

¿Te acuerdas de aquellos tiempos, Teresa?

TERESA.

Y la señora, aunque no lo decía, ¡qué orgullosa estaba de tal hijo!

FERNANDO.

¿Te acuerdas mucho de nosotros; verdad? Tu hija se llama Palmira, como mi pobre hermana.

TERESA.

Murió en mis brazos. ¡Pobre señorita Palmira! Claro; mi hija como ella. A la señora no la vi morir. Ya estaba yo aquí en el valle. Me casé aquel año. Yo me casé en febrero y la señora murió en marzo.

(Pausa. TERESA nota que FERNANDO la mira fijamente, y se impacienta, va y viene como desconcertada de la puerta de la calle al hogar).

FERNANDO.

¿Extrañas que te mire a la cara; que te observe…?

TERESA.

Yo… no. Es que… ¡Ay Dios! ¡Buena cosa mira! ¿Verdad señorito que parezco una sombra? Es el trabajo; los cuidados; la vida que ahora se hace, tan diferente de aquélla, al lado de la señora.

FERNANDO.

(Con resolución). ¿Eres desgraciada, Teresa?

TERESA.

Eso no; es decir… desgraciada… Todos los pobres son desgraciados. Dicen, que usted, don Fernando, estudia ahora eso. Pues ya irá usted viendo que es así. Y eso que en los libros no se aprende lo que es el que tiene miseria, quiero decir, el que carece… No; ni en los libros, ni viéndolo. No basta verlo, señorito.

FERNANDO.

¿Eres tú también socialista como tu Roque?

TERESA.

¿Quién le ha dicho que Roque…?

FERNANDO.

En la mina; sé quién es; que no es aldeano, aunque ahora se ayuda a vivir con esta poca tierra que lleváis en arriendo; sé que era armero allá en la ciudad…

TERESA.

Allí le conocí yo.

FERNANDO.

Y tuvo que dejar el oficio por exaltado, por díscolo, por no tolerar la disciplina.

TERESA.

(Impaciente). Roque trabaja como un león.

FERNANDO.

Y ruge. Dime la verdad, Teresa; yo tengo derecho a que me digas la verdad. A eso he venido. Cuando te vi hoy por primera vez, después de tantos años, sentí no sé que…

TERESA.

Se le puso una cara muy triste. Como si viera a una muerta. Ya lo esperaba yo. No me miro al espejo, pero sé que parezco otra. Siempre lo pensé: si el señorito vuelve a verme algún día, le pareceré un fantasma.

FERNANDO.

¿Y tú no esperabas que nos volviéramos a ver?

TERESA.

Esperar… no sé. Ni sí, ni no. Hace mucho tiempo que no espero nada bueno… ni desespero. Todo puede venir. (Silencio).

FERNANDO.

Mira… Teresa: por no hablarnos como debemos en este poco tiempo que podemos estar a solas, sin que nadie lo sepa (TERESA vuelve la cabeza hacia la puerta; después da en esta dirección un paso, retrocediendo sin volver la espalda a FERNANDO), me estás haciendo daño sin querer. Yo tengo que marchar sin falta mañana mismo, muy temprano; no sé cuándo podré volver…

TERESA.

¡Volver!

FERNANDO.

Sí; pero vuelva cuando vuelva, yo no quiero marchar así, sin saber cómo quedas; si eres muy desgraciada; si es verdad lo que oí en la mina… que tu Roque… ¡te maltrata!

TERESA.

¡Ah, don Fernando! ¿Quién ha dicho tal?

FERNANDO.

(Con mirada escrutadora). En casa no sabías mentir.

TERESA.

Es que… es muy largo de explicar… Roque, mi Roque… vale más que esos que dicen… ¡yo no me quejo! ¡Nadie sabe nada! Ellos son los que mienten. (Exaltada).

FERNANDO.

Tu Roque, sí; tu Roque; ya sabía yo; es tu marido; hay que quererle, sea como sea.

TERESA.

¡Claro! (Tono especial de convicción; con un timbre como extraño a la voz ordinaria de TERESA).

FERNANDO.

¡Ay, ese claro! El claro de mi madre; sonó tu voz como la suya. ¡Claro! Siempre era claro el deber, el sacrificio.

TERESA.

Claro. Y para usted lo mismo. (Acercándose). ¿A que no ha hecho el señorito en todos estos años, desde que es todo un hombre, y tiene obligaciones graves; a que no ha hecho nada de que tenga que avergonzarse? Pues yo lo mismo.

(Voz enérgica, algo seca. FERNANDO, que estará sentado hacia la derecha en primer término, se lleva una mano a los ojos. TERESA le mira, en pie, frente a él. Olvidada de la puerta, se acerca más a FERNANDO, nota que contiene su emoción, y se retira un paso, comprimiendo la suya).

FERNANDO.

Todo lo sé; todo lo sé. Pero… hay que atender a todos. (Transición). Sólo te diré una cosa; tu Roque es tuyo; pero yo también… soy algo tuyo.

TERESA.

(Voz temblorosa). ¡Ya lo creo! ¡El señorito! El hijo de la señora; mi señorito.

FERNANDO.

Sí; pero mi señorito… no es un parentesco.

TERESA.

Yo me entiendo.

FERNANDO.

Pero no me entiendes a mí. A lo que iba: hace un año, solo en el mundo, en una fonda, tuve una enfermedad. Estuve en peligro de muerte. Era nervioso… una angustia infinita; horror de la soledad en que vivía; era como cuando… ¿te acuerdas?

TERESA.

¡Ah, don Fernando, calle! ¡Por Dios, don Fernando!

FERNANDO.

¿No me quieres oír? ¿No me das este consuelo?

TERESA.

Sí, sí, hable; pero… Aquello no era nada. Se ponía muy nervioso… ¡unas ansias! Y su madre tenía que cogerle la cabeza; y yo, y todos, le hablábamos, le animábamos…

FERNANDO.

Sí, lo mismo; pero esta vez estaba solo. Llamaba a mi madre, y había muerto; llamaba a Palmira, y había muerto; te llamaba a ti… ¡y estabas tan lejos! (TERESA va acercarse a FERNANDO con ademán de cogerle la cabeza, que él tendrá inclinada hacia adelante, pero se contiene; se aparta; se sienta lejos, y apoya su frente entre las manos). Después tuve una especie de delirio.

TERESA.

¿Delirio? Eso, antes no.

FERNANDO.

Ahora sí. Y me dijeron después que llamaba a voces…

TERESA.

A la señora…

FERNANDO.

No, a Teresa; porque ya no tenía en el mundo más que a Teresa. (Pausa). De modo… que no sé si yo soy algo tuyo; pero ya ves como tú eres algo mío.

TERESA.

(Conteniéndose). La señora… era tan buena, tan cristiana, que criaba a los hijos y a los criados, como hijos de Adán todos, y todos hermanos en Cristo. Desde niños, nos tratábamos así. A mí me quería tanto… y sobre todo, después que murió la señorita…

FERNANDO.

Sí; pero hay que decirlo todo. Sí, todo, por lo que ya sabes; porque tengo que marcharme… ¡y así no quiero irme! (Se pone en pie exaltado). Teresa, mi madre quería que el señorito y la criada, se amasen como hermanos; pero si el señorito se hubiese enamorado de la criada, no le hubiese dejado decirle que la quería… casarse con ella. Si un día llegó a temer algo, no se sabe; lo cierto es que la criada salió de casa con un pretexto… y al año se casó; y a poco desapareció del pueblo… y vino a enterrarse en las minas.

TERESA.

Y Dios se lo pague a la señora, de gloria. ¿Qué hubiera sido de mí sin mi Roque? ¿Servir en otra casa? ¡Ay; yo no servía para eso! Otros amos, no.

FERNANDO.

¿Te buscaron a Roque?

TERESA.

Sí; me lo buscaron Dios y la señora.

FERNANDO.

¡Dios! ¿Pues merecías tú castigo?

TERESA.

(En pie). ¡Señorito! También yo tengo que explicarle algo… (Pausa). Para que nos entendamos. Yo a usted no quiero engañarle. Pero no sé decir lo que quiero. Hay cosas aquí dentro tan revueltas, que no les encuentro el nombre; entiéndame usted como pueda. Después que uno se casa… si se casa bien, como yo…

FERNANDO.

Yo no sé nada de eso; porque yo no me he casado…

TERESA.

Yo sí porque tenía miedo al hambre, a ser esclava, a humillarme, a estar sola en el mundo, a que me perdiera la miseria… usted no entiende de esto, señorito. Por muchas cosas… así… dulces… como de música, que tenga uno allá dentro… viviendo así… al aire libre, sin casa, sin amigos, sin pan seguro… se entrega uno a otra cosa más triste, más fría, más segura… más terca… Pero, después, en esa misma vida que es… como áspera, cuesta arriba, sin gracia, pena de cada día, de cada hora… sin consuelo de soñar, de sentir aquellas cosas de que hablaban los libros que me leía la señora… en esa misma miseria sin luz… va apareciendo una suavidad, una costumbre… un calor, un apego… y… yo, señorito, doy por usted la vida; pero no me hable mal de Roque.

FERNANDO.

Mal, no; pero hay que hablar de él y de mí, y de ti, y de todos. Cuando saliste de casa, porque mi madre sospechaba que yo te admiraba demasiado y temía que no pudiera contener mi… afición, como tanto tiempo la contuve… cuando consentí aquella crueldad…

TERESA.

¿Crueldad de quién?, ¿crueldad de una santa?

FERNANDO.

No; no es eso. Crueldad… del mundo, de las preocupaciones de clase, de los artificios sociales… tú no entiendes esto.

TERESA.

No; no lo entiendo. Sólo sé que Roque habla mucho de eso mismo cuando se exalta, cuando se desespera, cuando le falta la paciencia; y cuando le hacen beber esos miserables.

FERNANDO.

Cuando saliste de casa yo debí oponerme… o seguirte. No hice nada de eso. Entonces no comprendía lo que iba a perder, perdiéndote. La poesía del sacrificio inculcada en mi corazón y en mi cerebro por mi madre, por mis lecturas, por mis meditaciones, me hacía ver muy hermoso el dolor de perderte, de no seguirte, ¡egoísta!, sin reparar que había algo más que hacer que ser bueno pasivamente, como un esclavo. Yo debí seguirte, hacerte mía… Pero venció el respeto, venció el sacrificio… lo que creí el deber. Y a poco me vi solo en el mundo; sin mi madre, sin ti. Y a ti, ¡cómo te encuentro! (Pausa). No hablo de tu hermosura, no; no quiero ofenderte, no quiero molestarte. No quiero, ni puedo explicarte cómo para mí esa palidez, esos ojos tristes, esos pómulos que denuncian el martirio de la miseria como clavos de una crucifixión, hundidos en el rostro… en vez de borrar la gracia que siempre vieron en ti mis ojos y mi alma, la aumentan, la hacen sublime hermosura. ¡Tú no sabes, tú no puedes saber, cómo y por qué yo estoy al cabo de la calle de todos los engaños de la vida, y no creo en clases, y veo en tus harapos atavíos de princesa espiritual; tú no sabes lo que vales; tú no sabes lo que eres; tú no puedes saber cómo ni por qué vínculos que tú respetas, que tú tienes por santos, porque te lo enseñaron mi madre y tu corazón de mártir, para mí son vínculos, barrera, abismos, sólo porque tú quieres! ¡No se hable de que te quise; no se hable de que te quiero, ni de que te necesito; no se hable de que te respeté como a una santa cuando estabas en mi casa, durmiendo cerca de mi lecho, y los dos éramos jóvenes, lozanos, llenos de salud y de ilusión, y de esperanza, y de deseo… y yo leía en tus miradas furtivas, en los relámpagos de gloria que sin querer vertías sobre mi alma, que tú también hubieras sido para mí si te dejaran, si se pudiera!… ¡Ay, sí; se podía! ¡Eso ignorábamos! ¡Se podía!

TERESA.

¡Basta!… ¡Basta, señorito! Yo también quiero hablar. Mientras callo, le estoy engañando… y no quiero engañarle. Aquí se trata de todo menos de lo que más importa: de Roque, de esta casa, de esa hija que duerme ahí cerca… oiga, oiga cómo respira: ¡qué tranquila!, ¡qué confiada! Se durmió sin cenar, con un pedazo de pan en la boca… porque no siempre han de ser patatas… óigala; ¡qué tranquila, qué confiada en su madre! Así trabaja Roque en la mina, en el campo: confiado, seguro de mí, de su casa… Si un miserable mal pensamiento me pasara por aquí (la frente), mientras mi hija duerme o mi marido sufre en la mina, gastando la vida en ganarnos el pan… ¡con estas manos, me arrancaba esta cabeza!

FERNANDO.

¡Teresa, me estás ofendiendo mucho! Ya conozco que no me quieres nada, cuando tan mal me entiendes.

TERESA.

No sé si le ofendo; pero sé que no le quiero mal… Y, si a hacer daño vamos… ¿por qué me habla de lo que no se puede hablar… de lo que no se habló nunca?… Si todo aquello fue gloria, ¿por qué nos la enturbia ahora… desde lejos? Nunca me avergonzó el señorito metiéndose a averiguar lo que yo miraba, lo que yo sentía. Callamos siempre los dos. ¡Bien haya lo que callamos! No se arrepienta; no se arrepienta de haber obedecido a la señora; de haber respetado el único bien que yo tenía… Calle ahora, que importa más que nunca, y no se llame a engaño… créame a mí, que he padecido mucho… A veces… para ciertas penas, las mayores, nadie me acompaña a sufrir… Pero mientras soy buena, me parece que no estoy sola. A los malos se les muere el Ángel de la Guarda.

FERNANDO.

Sé buena; pero no como yo lo fui, dejándote marchar para caer en la miseria. No seas buena, olvidándote tanto de mí. Lo que yo digo es esto: que no puedo sufrir el tormento de que tú, a quien tanto quiero y necesito, y por esto te hablo de que te necesito y te quiero, padezcas hasta el martirio esta clase de dolores groseros, materiales: la miseria, los trabajos forzados; y la soledad de tu alma en el trato soez, áspero y brutal de estos… desgraciados. ¡Yo no puedo consentir eso! No; no puedo. Me remuerde la conciencia y me sangra el corazón. Mira como yo te veo; como yo te tengo que ver; para mí, tú eres mi mujer; mi mujer a quien yo por egoísmo brutal, por estupidez, abandoné un día… y que ahora encuentro cubierta de harapos, arrastrando el peso de una montaña de deberes que la oprimen, la humillan, ¡la matan…! ¡La idea de que tienes hambre, de que te… maltrata un hombre, a ti, a mi Teresa! ¡No; imposible! ¡Todo esto va a acabarse!

TERESA.

(Fría y solemne). ¿Cómo?

FERNANDO.

No sé; pero se acaba.

TERESA.

No olvide, señorito, que siendo Roque quién es, y cómo es, usted no puede hacernos ningún bien, y puede hacernos mucho daño.

FERNANDO.

Pues ¿cómo es Roque?

TERESA.

Figúrese que hubiera condes y marqueses, de eso que usted decía antes… del… socialismo… o cosa así; en fin, marqueses del orgullo de los pobres. Pues mi Roque es marqués, y duque, y conde. ¿No me entiende? Que para Roque hay clases, y la de usted es maldita; piensa, y no se trata de que tenga razón, sino de que lo piensa, y aquí es el amo, que de los señores no puede venir nada que no manche, que no deshonre si no se lo arranca la justicia del pueblo. Quiere lo que tienen los ricos para repartirlo, o no sé qué, pero no quiere nada de limosna. ¡Ay de mí, si de usted entrara un bocado de pan en mi casa! En cambio, no más con verle a usted aquí a estas horas, solo conmigo, ya creería que el señorito se lo había robado todo; porque, en rigor, ¿qué más tiene él que la honra que yo le guardo?

FERNANDO.

¡Ah, por Dios, Teresa, lo que dices! ¡Tu honra… a mí! ¡Ay, cuántas cosas has olvidado!

TERESA.

Eso, no, nada. Verá cómo recuerdo. Todas las noches, antes de meterse en su cuarto a velar, cuando la señora y yo nos íbamos a la cama, el señorito se quedaba paseando por aquella galería larga y estrecha. Al extremo estaba mi alcoba. Pasaba yo, y decía: ¡Buenas noches, señorito! (FERNANDO, que tiene oculta la cara entre las manos, inclinada la cabeza, hace signos de asentimiento) y entraba, y apagaba la luz… y oía sus pisadas que iban y venían… y ni una sola noche me cerré por dentro. Aquello sí que creería yo que sería ofenderle… A lo que usted era para mí… no le daba yo nombre… no soñaba con que usted me quisiera; no lo llamaba así, a lo menos. Pero de que estaba bien guardada por aquel centinela, estaba bien segura. ¿Acordarme? ¿Cómo he de olvidar aquella vida, si, cuando Roque grita furioso diciendo que no hay cielo… yo sé que por lo menos lo hubo? (Esto último lo dirá como ensimismada).

FERNANDO.

¡Ay, Teresa!

TERESA.

¡Silencio! (Ha creído oír algún ruido fuera. Se acerca a la ventana del primer término, y escucha; en el silencio de la escena se oirá, hacia la carretera del primer término izquierda, un rumor lejano, desigual, de voces, como de disputa, algunos gritos más altos a veces; todo vago y sordo todavía). ¡Ah, bueno fuera! (Se acerca a la puerta, la entreabre y saca fuera la cabeza para oír mejor, y observa). ¡Sí, es él; su voz; viene con otros… y ya está cerca! Pero ¿cómo vuelve tan pronto? Y ya están ahí… ¡Señorito, señorito!

FERNANDO.

Pero ¿qué pasa, qué tienes?

TERESA.

Perdone, don Fernando; pero… tiene que marcharse. No; y por ahí, de frente, no; daría con ellos…

FERNANDO.

¿Con quién? ¿Qué es esto? ¡Marchar! ¿Por qué?

TERESA.

(Más enérgica). Sí, marchar, y sin que le vean; no hay más remedio. ¡Por Dios se lo pido! ¡Por mí… por todos!

FERNANDO.

No te entiendo.

TERESA.

(Impaciente). Pues es bien claro: que viene Roque; que… no vendrá bueno; que no viene solo. Y no ha de verle a usted conmigo; solos aquí, a estas horas. (Le lleva del brazo hasta la puerta, sin oírle, atenta sólo a los de fuera).

FERNANDO.

¿Esconderme… yo huir de ti como un criminal? ¡Nunca! Tu marido, ¿qué puede sospechar?

TERESA.

Y pronto, pronto. (Fijándose ahora en lo que FERNANDO ha dicho). ¿Sospechar? Nada. Todo lo dará por seguro; y con él los otros; ¡y cómo vendrá! Por ahí, por ahí; por detrás del carro, a la carretera, hacia la mina, arrimado al seto…

FERNANDO.

¡Nunca!

TERESA.

¡Ahora mismo! ¡Por la memoria de la señora! No podría usted hacerme mayor daño que quedarse. Si no escapa, le juro que estoy perdida. ¡Por la señora! ¡Por lo que más quiera! (Vuelve a mirar fuera y se vuelve atrás de repente). ¡Oh, rabia! ¡Mísera de mí!, ¿qué culpa tengo yo?

FERNANDO.

Pero ¿qué es?

TERESA.

Que es tarde; que ya están ahí; que la luna alumbra traidora, y le verán si sale. (Mantiene la puerta cerrada y sujeta). ¡Don Fernando!

FERNANDO.

Pero… si… parece mentira…

TERESA.

Parece mentira… y hay que esconderse. Viniendo, como de fijo vendrá, ese infeliz; viéndole gente, compañeros; siendo usted un señor, el que yo llamo el señorito, el que me ha hecho a mí servil, como él piensa… y a estas horas, aquí solos, juntos, sin él saberlo… y como vendrá… ¡oh!, de seguro, no le respeta.

FERNANDO.

¡Cómo se entiende!

TERESA.

Si no es por usted; si es por mí… por lo único mío que no es un andrajo, una miseria; por esta honra que tan bien guardaban usted y su madre, allí en el palacio de Soto… ¡Porque yo no quiero que mi Roque me crea mala… y haya aquí sangre… y deshonra!… ¡Por esa hija que duerme con hambre!

(Se oyen más cerca los gritos; aparece en el primer término izquierda un grupo, en medio de él, ROQUE, vociferando).

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