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Si queremos dar un nombre a la tendencia

que predomina, en cuanto a la conducta

racional se refiere, en los pensadores y publicistas

que pretenden representar el movimiento de la civilización, según su genuino carácter en la

actualidad, podemos valernos de la palabra

escogida por un crítico inglés para señalar lo

que estimaba un prurito excesivo de su país;

podemos decir, con Matthew Arnold, que es el

utilitarismo lo que da el tono a la corriente

general de la vida moderna, en opinión de tales

escritores y sabios, que sabios son muchos de

ellos. Mas hay que tener en cuenta que, así como

el parlamentarismo, en cierto sentido, hoy

significa los abusos y excesos de un sistema

político, así el utilitarismo, que para un Bentham

y para un Stuart Mill es un título de gloria,

la palabra santa, pudiera decirse, significa, en la

acepción en que Matthew Arnold la emplea y a

que yo me refiero, algo que supone también

abuso, exclusivismo, limitación y decaimiento.

El utilitarismo, como en cierto sentido el

parlamentarismo, nació inglés; pero después

pueblos y más pueblos lo copiaron, y hoy toma un

aspecto de universalidad que a muchos engaña

y les hace creer que es cosa que está en la atmósfera de todas las naciones, un producto

natural del tiempo.

Se habla mucho, y es verdad en ciertos límites

, de que los franceses pretenden representar

en su vida nacional todo lo esencial de la cultura

moderna; se dice que para los franceses su

siglo son ellos, su país el mundo; y aun se añade

que esta vanidad los lleva a desdeñar y a

ignorar todo o casi todo lo que pasa, o importa,

más allá de sus fronteras. Pero si todo ello es

verdad, no exagerándolo, no lo es menos que

dentro de la misma Francia no falta quien

advierta con repetidas admoniciones la realidad y

los peligros de tal error, de tal enfermedad del

espíritu francés, puede decirse; y por lo que

toca a los demás pueblos de civilización adelan-

tada, si la imitación y casi exclusivo estudio de

todo lo francés predominó en tal o cual época, y

aún predomina entre ciertos elementos intelectuales

, lo que es la que pudiera llamarse aristocracia

de la cultura en cada país, ya no vivo

bajo tal prestigio, y más bien es moda, y como indicio, o apariencia a lo menos de saber mucho, desdeñar y hasta compadecer un tantico a

los franceses y volver los ojos... casi siempre del

lado de Inglaterra. Y esos mismos escritores y

maestros de París que advierten a los suyos que

deben ser humildes y estudiar lo de fuera, casi

siempre coinciden también con ese culto raciomal

que se rinde por la flor y nata de la inteligencia

en toda Europa y gran parte de América,

a los ingleses; y si juntamos esta admiración a

la que a sí propios se consagran, metódicamente

y por principios, los ingleses mismos, tenemos

una tendencia casi universal de espíritu

inglés, llamémoslo así, en aquellas altas regiones

de la inteligencia en que se fraguan las teorías

y los arranques del ingenio, y se da dirección

al globo, en cuanto del pensamiento

humano depende. Dios me libre de creer, y más

de decir, que no merece esa predilección general

Inglaterra; creo firmemente que, en lo más,

la ha conquistado con armas de buena ley, con

sus propios méritos; mas lo que digo es que ni en política, ni en pedagogía, ni en filosofía, ni

en costumbres deben prescindir los demás

pueblos de su espontaneidad, de lo que les es

propio, ni tomar por bueno todo lo inglés,

cuando en la misma isla no falta quien censura

y hasta pone motes a tendencias y cualidades

que el Continente admira, imita y hace objeto

de apologías sin cuento. ¡Cosa extraña! Jamás

ha faltado en Inglaterra misma, donde efectivamente

hay de todo, alguna personalidad

insigne que nos avisara de los peligros de ciertas

grandezas insulares que, vistas de lejos, nos

pasmaban. Lord Byron, dejando aparte sus excesos

y extravíos, su yo, mitad satánico mitad

angélico, tenía razón en mucho contra sus

perseguidores, que eran los representantes

genuinos del espíritu común de la vida moral de

Inglaterra. Ciertas protestas líricas del rival de

lord Byron, Shelley; no pocas páginas de los

grandes humoristas británicos; muchos pasajes

de las novelas de Thackeray, Eliot y Dickens; el

idealismo todo de Carlyle, con la gran obra

literaria, histórica y filosófica que produjo; algo

del pre-rafaelismo pictórico y poético, y las

enseñanzas y quejas de algunos críticos como

Vernon Lee y singularmente el citado Matthew

Arnold, más otros muchos elementos de la vida

intelectual inglesa, son otros tantos correctivos

de ese utilitarismo y de ese formalismo inglés,

que en sus excesos ha llegado a merecer amar-

ga sátira y diatribas y apodos como el cant, el

snobismo y otros, de nombre y calidad pura-

mente británicos. Mis escasas lecturas de los

poetas y críticos ingleses, sobre todo de los mo-

dernos, me inclinan a sospechar que el vulgo de

los admiradores de Inglaterra, en el Continente,

muchas veces se extasía ante ideas, sentimien-

tos y costumbres que las almas verdaderamente

escogidas de las islas miran como defectos de

su país, como desvaríos y pequeñeces de la

plebe moral de su tierra. Más diré; algunos ex-

tranjeros que han estudiado a Inglaterra de

cerca, con tal o cual propósito particular, por

ejemplo, este que hoy nos importa, el pedagó-

gico, han comenzado sus informes cantando

himnos de incondicional alabanza, y la fuerza

de la sinceridad los ha llevado a, concluir con-

signando rasgos de la vida inglesa en el orden

respectivo, que no eran dignos de envidia cier-

tamente, ni merecían imitarse. Así, por ejemplo,

el profesor Viese, de Berlín, que estudió la edu-

cación y la enseñanza inglesas por sus propios

ojos, y publicó después, como resultado de sus

observaciones, una obra importantísima, que

los mismos ingleses tradujeron y meditaron;

Viese, que admira en general la educación bri-

tánica y la coloca muy por encima de la alema-

na, al señalar los defectos de las instituciones y

costumbres que examina, pone bien en claro,

tal vez sin parar mientes en toda la fuerza de su

testimonio, el aspecto triste y antipático que

sirve de contrapeso a tantas excelencias. Y Ga-

belli, el ilustra pedagogo italiano, que en su

admirable libro acerca de La Instrucción en

Italia, publicado este verano, copia con deleite

páginas y más páginas del anglófilo alemán,

después de hacer consistir casi casi la reforma

útil de la enseñanza en la imitación de los in-

gleses, cuando más adelante llega a hablar por

propia cuenta, y más atento a su gran experien-

cia y claro juicio que a sugestiones forasteras,

viene, a mi entender, a contradecirse un poco al

buscar las cualidades que propiamente debe

anhelar el pedagogo italiano para la enseñanza

en su tierra. El entusiasmo de Arístides Gabelli

por la instrucción y su método, según los ingle-

ses, podría templarse un poco leyendo, o recor-

dando si lo había leído, lo que acerca de los

resultados de esa enseñanza escribe otro testigo

de vista, M. Texte, en un trabajo acerca de la

cuestión del latín en Inglaterra, del cual hemos

de hablar más adelante. Y aún más que las ate-

nuaciones del entusiasmo a que obliga lo ob-

servado directamente por José Texte, importa el

testimonio de ilustres autores ingleses, por el

mismo citados; por ejemplo, el del insigne

Freeman, que declara que durante su carrera

los exámenes no le han servido para hacerle

leer más que un libro útil: la Ética de Aristóte-

les. Y añade Freeman que no ha comenzado a

trabajar, en el verdadero sentido de la palabra,

hasta después de dejar atrás su último examen.

Y si se me pregunta ahora a qué viene toda

esta agua que pretendo arrojar sobre el sacro

fuego de la que, con licencia, podemos llamar

universal anglomanía, respondo que obedece

mi propósito a la necesidad que siento, no de

negar lo evidente, las grandezas de Inglaterra,

su prosperidad en el orden pedagógico cual en

casi todos, sino de comenzar desde el principio

oponiéndome a lo que veo ser corriente gene-

ral, que hace que se prejuzgue la cuestión que

quiero que sea asunto de este discurso.

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