Año primera publicación: 1891
Edición: Librería de Fernando Fé, Madrid, 1891
ILMO. SR.
El querido y muy discreto compañero que,
hoy hace un año, leía desde esta tribuna el
discurso de apertura de nuestras cátedras,
comenzaba su interesante oración consagrando un
recuerdo a sus propios dolores; a la memoria
de su madre que, pocos meses antes, había
perdido. Permitidme que yo también comience
hoy mi tarea evocando una pena, si no tan viva,
si menos intensa, no menos cierta: la que me
causa la ausencia eterna de un predilecto
discípulo del pasado curso, Evaristo García Paz, a
quien en vano hoy llamarán aquí tres veces
para que acuda a recoger los sendos premios
que en todas las asignaturas del primer año de
Derecho, y último de su vida, alcanzó, merced a
brillantes ejercicios y a méritos que, de seguro,
estarán recordando ahora los que fueron sus
condiscípulos, sus émulos y amigos. Jamás
puede ser inoportuno el pensamiento de la
muerte; si en el festín que nos describe un autor clásico la representa un esqueleto de metal precioso, en el banquete de la vida, ella, sin que la
traigan, se presenta con sus propios huesos. La
muerte es un episodio siempre verosímil y que
no descompone obra alguna racionalmente
ideada; y no habrá retórico ni moralista que me
contradigan. Pero si el morir, para las almas
tristes que se niegan a sí mismas, es un horror
necesario, para los amigos, más o menos
íntimos, de ese Platón, del cual nos manda huir un
pedagogo de quien he de hablar mucho, más
adelante; para los que creen en las ideas, la
muerte, que es una idea, sin dejar por eso de ser
una realidad, no es más que un símbolo edifi-
cante. Lo más grande y poético que ha habido
hasta ahora en la historia, ha sido la muerte de
algunos justos. Es lo más seguro y lo más
misterioso. Sobre la muerte no caben experimentos,
porque el morirse los demás es otra cosa. Como
hecho no puede ser observado, pues no habrá
positivista, por crudo que sea, que pretenda
haberse muerto; además, lo que se puede ver
desde fuera cuando se mueren otros, no es un
hecho, sino una serie de hechos; la ciencia, y
hasta la observación vulgar, nos dicen que el
morir es irse muriendo. Schopenhauer exagera
al reducir la muerte a una aprensión, pero es
indudable que es una idea; no hay muerte sin
cierta metafísica; y, como es cierto que hay
muerte, es cierto que hay cierta metafísica. Sí, la
muerte lleva a la idealidad: la religión más
espiritual del mundo viste de luto; la religión más
extendida por el mundo tiene un dios de la
muerte y en un modo de muerte ve lo que ella
entiende por gloria.
Digo todo esto, señores, no por importuno
afán de imitar las salidas filosóficas de nuestro
querido poeta asturiano, sino porque, en efecto,
la idea de este discurso que os leo se ha
engendrado al calor, calor digo, de la tristeza que me
causó este verano la noticia inesperada,
dolorosa, de la muerte de García Paz, que estaba
siendo, desde lejos, mi colaborador en este trabajo.
Partidario yo, como varios de mis queridos
compañeros, de que nuestra enseñanza sea ante
todo una amistad, un lazo espiritual, una
corriente de ideas, y también de afectos, que vaya
del profesor al discípulo y vuelva al profesor, y
jamás se reduzca a un puro mecanismo, cuya
única fuerza motriz sea la autoridad cayendo
de lo alto; partidario más de sugerir hábitos de
reflexión que de enseñar una ciencia, que acaso
yo no tenga, quería dar en esta mi primer
oración académica una muestra del trabajo de mi
cátedra, y para ello había invitado a García Paz,
a fin de que me ayudase en el esfuerzo de
resumir, recordándolas, algunas lecciones que
juntos habíamos estudiado al principio del curso
, al examinar, según mi costumbre, los caracteres
generales de nuestra labor escolástica y
sus antecedentes. Lo que era la actividad del
pensar dentro de todo hacer; lo que era el
pensar metódicamente y con propósito científico; y,
dentro de esta especie, lo que era el discurrir e
indagar en colectividad, como obra social; y,
aun dentro de esto, lo que era el investigar con
fin didáctico, y lo que era en lo didáctico la
enseñanza regular y constante, y las condiciones
racionales e históricas de sus grados, hasta
lleggar al nuestro, el llamado superior o de
facultad; y, por último, la relación de toda esta
doctrina a nuestro asunto propio: el derecho; tal, a
grandes rasgos, era la materia que a mí me
había servido de preliminar, entre otras, para
mis conferencias; y de esto quería yo hablar
hoy, ayudado por el trabajo de mi discípulo,
que se encargaría de condensar nuestras
lecciones de principio de curso, relativas a tales
asuntos, mientras yo me dedicaba a comparar estos
resultados con el de recientes lecturas de la
pedagogía modernísima, de última hora pudiera
decirse. García Paz era taquígrafo, y, lo que
importaba mucho más, inteligente, pensador, y
el fruto de sus apuntes iba siéndome de gran
provecho. Sí, porque ya había comenzado a
remitirme notas...; pero vino la muerte, y la
última lección me la dio mi discípulo con su
silencio. Desde aquel día cambié de propósito,
y a esa idealidad que sugiere la presencia de la
muerte, como un perfume de ultratumba, se
volvió mi ánimo, y bajo su influencia quise
escribir este discurso, sin abandonar el género del
asunto, la enseñanza, pero dejando el aspecto
general y total en que pensaba considerarlo,
para concretarme a la relación de esa actividad
misma. . no con la muerte, pero sí con el modo
de vida que en mi sentir inspira el recto pensar
y el natural modo de impresionarse ante la idea
de la necesidad de morirse.
No veáis necia extravagancia en este modo
de tratar el asunto de un discurso académico;
pronto encontraréis ceñido a rigorosa relación
lógica este punto de vista, que no es un tópico
declamatorio, sino posición estratégica que
tomo y que juzgo fuerte; aunque sin negar,
porque no hay para qué, la ocasión sentimental,
cabe decir, que me la ofrece. De este modo el
discípulo perdido, el compañero de trabajo que me dejó solo, continuará influyendo a su manera, como ahora cabe que influya en este opúsculo
, que le dedico con todas las veras y todas las
tristezas de mi alma. Porque si algo hubiera
que a los que tenemos cierta fe, a más de cierta
metafísica, pudiera quebrantarnos la esperanza
en el bien definitivo, en la justicia de lo que
llamaría Spencer lo Indiscernible, sería el
espectáculo de la lozana juventud muriendo, que es
como el ver morirse a la esperanza misma. Pero
no; ya lo dijo un poeta, que ni aun necesitó
llegar a ser cristiano para decirlo: «Los predilectos
de los dioses mueren jóvenes.» Por lo visto,
mientras nosotros preparábamos al buen
estudiante esos premios que no ha de recoger, él
había conquistado otro más alto.
Y ahora, señores, aun suponiendo que se
pueda llamar digresión a lo que me sirve para
llegar a la medula de mi idea, ¿habrá entre
vosotros quien se atreva a tachar de superfluas o
excesivas todas estas palabras consagradas a
honrar la memoria de un alumno escogido, de
un alma llena de promesas para el bien y para
la ciencia? Como la Iglesia tiene panegíricos
para sus santos niños, puede la Universidad
tenerlos para sus doctores malogrados. Yo por
mí, veo algo de noble y delicado, sobre todo de
oportuno, en medio de tanto incienso como se
tributa al mérito dudoso y al poder cierto, en el
elogio consagrado a un espíritu inocente, dulce,
como el de García Paz, que sólo pudo faltar a
sus promesas faltándole la vida; que se
desvaneció como lo que era, como una esperanza.