- III -

Ni la vida es para la utilidad empíricamente considerada, fuera de toda finalidad metafísica, ni la enseñanza es directamente para fin alguno ajeno a ella misma. Así como el arte sólo llega a ser útil a otros fines si primero se le deja ser quien es, sólo arte, así la ciencia sólo da sus frutos de bien individual y social cuando se cultiva ante todo por ella misma.

La influencia beneficiosa del saber en todas las demás esferas legítimas de actividad huma- na, es infalible, pero no ha de violentarse, no ha de profanarse con exigencias que lo más que pueden conseguir es tomar por ciencia un arti- ficio. Por ser así indirectas estas ventajas refle- jas, puede decirse, de la enseñanza, cuando se cultiva por sí misma, es muy atinada la obser- vación de M. Breal cuando dice: «Las cualida- des que la enseñanza científica da a una nación, se sienten más bien que se definen, y más fá- cilmente se nota su necesidad cuando faltan, que se describen sus ventajas, sin caer en la vulgaridad.»

Pero es el caso que la ciencia considerada así, y la enseñanza vista con tal carácter, exceden del criterio que lógicamente puede adoptar el utilitarismo, porque esto de saber por saber es pura idealidad. Una idealidad que se remonta a los tiempos oscuros de Salomón. Para muchos, las palabras del Eclesiastés tienen que ser de pura sabiduría; más aún: para el que en menos las estime, tienen que ser dignas de meditación y revelarle un hondo sentido.

Ya comienza el real predicador desde el ca- pítulo primero persuadiéndonos de la semejan- za de las cosas que son y fueron y serán; y aun- que al parecer se inspira en lo que hoy se lla- maría, con palabra impropia aplicada a este caso, pesimismo, como quiera que este deses- perado de las vanidades del mundo no deses- pera de Dios, y con Dios no hay pesimismo posible, hay que penetrar más y ver que de las palabras famosas del Eclesiastés se puede sacar doctrina análoga a la que ya indicaba yo al refe- rirme al modo vulgar de entender el progreso y la evolución. Ni la evolución ni el progreso hay que referirlos al universo, bajo pena de llegar inmediatamente a lo que llama Spencer un no- pensamiento. La evolución es siempre de algo particular que se considera aparte con abstrac- ción de lo que con ella subsiste; el progreso es siempre relativo a seres determinados. Y a más de esto, hay que tener en cuenta lo que pudiera llamarse la dignidad de cada momento, el valor real del objeto en cada instante de su evolución; de otro modo: que el progreso no es un eterno anhelar, no consiste en considerar lo que atrás queda como puro medio, como escalón para llegar más arriba; que no hay momentos sus- tanciales y momentos accesorios; que no vamos corriendo por la vida para alcanzar un fin que esté, como una meta, a lo último en un estado ideal, que es pura abstracción así considerado; cada día tiene su ideal, cada hora tiene su ideal; y así lo entienden los santos que en todos los momentos de su vida procuran ser perfectos.

Por eso no es melancólica la idea de dar a lo que atrás queda, igual valor, en lo esencial, que a lo que nos aguarda; por eso no debe darnos tristeza que la Iliada, después de tantos siglos, no haya sido vencida por ningún poema de los muchos buenos que hicieron más tarde los hombres, como el mismo Frary, buen humanis- ta, confiesa.

«Generación va y generación viene, dice Salomón, mas la tierra siempre permanece.» ¿Y qué? También se irá la tierra, mas no por eso se acabará el mundo. Amemos la realidad, no amemos el tiempo. Los afanes son por el tiem- po, por las mudanzas, por la forma. La sereni- dad de los dioses nació de su vista de águila, que abarcaba la igualdad fundamental de lo que fue, de lo que es y de lo que será un día. Y tened en cuenta que si no hubo jamás dioses, es decir, dioses falsos, hubo hombres capaces de inventarlos, y de pensar y sentir como debieran pensar ellos; y éste es el modo mejor que cabe de haber existido los dioses. Desde este punto de vista, en las palabras del rey sabio sobre la tristeza brilla la santidad, es decir, la dignidad sagrada de las cosas, y no cabe llamar ya a esto pesimismo. Y en cuanto al valor real de cada momento, a la igualdad de interés e importan- cia de cada cosa en su género, también en el libro de que hablo encontramos confirmacio- nes, pues el capítulo III comienza diciendo: «Para todas las cosas hay sazón, y todo debajo del cielo tiene su tiempo; hay tiempo de vivir y tiempo de morir, tiempo de agenciar y tiempo de perder...; tiempo de guardar y tiempo de arrojar; Dios todo lo hizo hermoso en su tiem- po, y aun el mundo dio en su corazón de mane- ra que no alcance el hombre la obra de Dios desde el principio hasta el cabo. Yo he conocido que no hay nada mejor para los hombres que alegrarse y hacer bien en su vida.» Todo esto que dice el sabio de la Biblia, está preñado de sanos y profundos preceptos pedagógicos, que fácil sería deducir de lo copiado. Fijémonos sólo en esto: el plan del Universo excede de los alcances del hombre; la utilidad definitiva no podemos nosotros decir cuál es; pero alegré- monos y hagamos el bien, que viene a ser lo mismo para el bueno: obrar bien es lo que im- porta, dice nuestro Calderón. ¡Cuán lejos del utilitarismo estamos! Pero en cambio estamos en plena idealidad. Aplicad todo esto a la cien- cia y a la enseñanza, y veréis que debemos hacer el bien del saber, que es buscar la verdad, por el bien mismo, por la verdad misma, no con el anhelo y el ansia de sacrificarlo todo al me- dro, a mejorar de fortuna, porque todo eso es vanidad y nada nuevo en suma; no porque no- sotros sepamos cuál es la utilidad definitiva de las cosas, porque esa está en manos de Dios, es decir, excede de nuestro horizonte visible, sino porque la verdad como tal, como bien, como alegría, es lo único que nos toca procurar. Pero hay más: en el capítulo II, Salomón trata direc- tamente nuestro objeto. Él es rey, un rey, como dice él mismo francamente, que ha sabido darse muy buena vida; dudo yo que los comisionistas y literatos de M. Frary que han de llegar a ex- plotar el comercio y la literatura, respectiva- mente, de Annam y de la América española, cuando sepan annamita y español, puedan lle- gar a tener el regalo y el ocio, suprema aspiración de sus estudios, de que disfrutaba el hijo de David. Él nos lo cuenta: se propuso agasajar su carne con vino, y así lo hizo: edificó casas, plantó viñas, hízose huertos y jardines, estan- ques para regar los bosques; tuvo siervos y siervas, e. hijos de familia; vacas y ovejas, plata y oro, cantores y cantoras, instrumentos músi- cos, todos los deleites; de nada privó a sus ojos, ningún placer negó a su corazón; ¿y qué resultó de todo esto? Que todo era vanidad y aflicción de espíritu, y nada más había debajo del sol. Y sin embargo, era el rey; y como él dice: ¿quién comerá y quién se cuidará mejor que yo? Harto de tanta utilidad... inútil, volviose Salomón a mitrar la sabiduría y los desvaríos y la necedad: y he visto, dice, que la sabiduría sobrepuja a la ignorancia como la luz a las tinieblas, porque el sabio tiene sus ojos en su cabeza (es decir, ve por sí mismo, otro gran principio de la ense- ñanza racional) y el necio anda en tinieblas.

Mas no por esto se crea que la sabiduría ha de servirlo al sabio para fines de interés material, para pasarlo mejor, para elevarse, en cuanto hombre, sobre las miserias comunes de la vida; el Eclesiastés nos lo dice inmediatamente des- pués de señalar un abismo entre saber y no saber: «Empero también entendí yo que un mismo suceso acaecerá al uno y al otro,» al ne- cio y al sabio. «En los días venideros ni de uno ni de otro habrá memoria.» Es verdad: la gloria tampoco es un fin desinteresado, y está envuel- ta en la vanidad de todo. «Morirá el sabio como el necio.» Mas todo esto le sirve a Dios para probar al hombre; y más lejos va la prueba, porque el sabio, como criatura mortal, no sólo iguala al ignorante, sino al animal miserable. «Porque el suceso de los hijos de los hombres y el suceso del animal, el mismo es; como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia, porque todo es vanidad. Todo va a un lugar; todo es hecho del polvo y todo se tornará en el mismo polvo. ¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres suba arriba y que el espíritu del animal descienda debajo de la tierra? Así que he visto, concluye el rey, que no hay bien como alegrarse el hombre con lo que hiciere».

No diré, señores, que esta teoría anti- utilitaria, desenvuelta poéticamente por Salo- món, sea algo idéntico al dilettantismo filosófi- co, entendido en toda su profundidad, de algu- nos pensadores modernos; pero es indudable que, sin violencia, de lo examinado se concluye que la sabiduría que el texto alaba es la desinte- resada, la que no sirve para fines extraños a ella misma, ni siquiera para sacarnos de la angus- tiosa duda de nuestro destino ultratelúrico. Ya lo visteis; el saber humano ni siquiera puede asegurarnos del vuelo que toma nuestro espíri- tu al llegar la muerte. Dios nos prueba deján- donos ignorarlo: la ciencia puramente humana en tiempo del Eclesiastés, no llegaba hasta sa- ber eso; hoy le pasa lo mismo. Y sin embargo, la ciencia es buena. Todos estos capítulos que he extractado parecen obra, no de mil años ante- rior a Jesús, o por lo menos de cien años ante- rior, según se crea, sino contemporánea nues- tra. Ved el sentido que da Taine al espíritu de la especulación en la filosofía del Continente, en oposición al de la filosofía utilitaria en Inglate- rra; ved la explicación que da Renan de su di- lettantismo racional, y hallaréis en el fondo lo mismo que el Eclesiastés nos enseña. Repasad el libro que el P. Didon consagra al pueblo ale- mán; ved lo que dice del fin que persigue la Universidad alemana, en su concepto; ved las rectificaciones de Lavisse al entusiasmo extre- mado del ilustre dominico; comparad la ten- dencia del criterio que preside a la enseñanza superior de escuelas especiales separadas y la tendencia de la enseñanza orgánica de la Uni- versidad alemana, y en todo eso no descubri- réis un principio diferente del que puede dedu- cirse del antiquísimo texto oriental: la ciencia no hay que mirarla como un remedio para los males del mundo, no es esclava de nuestras lacerias: la ciencia es buena porque es la verdad, sea la verdad lo que sea.

Mas si los que no admiten que el Eclesiastés sea obra de Salomón, como es posible suceda a M. Frary, me dijeran: todo eso no lo escribió el hijo de Bat-Shebá, sino un admirador suyo, que vivió probablemente más de ochocientos años después; un admirador de su sabiduría, de su hackma, es decir, de su habilidad política a lo oriental, respondo que, aunque así fuera, aquí podríamos decir lo que antes dije de los dioses, que lo esencial para mi asunto es que haya habido quien pensara así; y resultará siempre, como reconoce el mismo Renan, que «Salomón no hubiera rechazado como ajenas a su idea las elocuentes palabras que el Eclesiastés le atribu- ye para exponer el vacío absoluto de la vida cuando se la considera únicamente por el lado personal».

No faltará acaso quien encuentre hasta poco serio, por lo menos poco académico, que se empleen tantas páginas en fortificar una doc- trina con textos antiquísimos, tratándose de una cuestión de actualidad palpitante, como suele decirse. Para satisfacer a quien muestre escrúpulos de este género, voy a saltar a lo más moderno que cabe, a un libro póstumo del ma- logrado filósofo francés Guyau, uno de los más ilustres representantes de cierta juventud de ahora que se encamina con mucha ciencia, mu- cho corazón, mucha sinceridad y mucha pru- dencia, al descubrimiento de la filosofía nueva, que para muchos ha de ser una metafísica, sin ser una reacción metafísica. De estas pléyades interesantes, que ofrecen en todos sus hombres ciertos caracteres típicos, como son el respeto a la verdad, primero de todo, pero también el amor a lo tradicional, el cultivo del sentimiento, como dato para el conocer mismo, el cultivo de la estética y la atenta reflexión de las ideas ge- nerales, sin dejar el trabajo asiduo de lo particu- lar, del pormenor interesante; de estas pléyades de sabios jóvenes, esperanza de un porvenir mejor que el presente, digo que tenemos ejem- plares en España, por fortuna, aunque sólo fue-ra mi queridísimo condiscípulo el insigne y admirable Menéndez y Pelayo. Pues bien: este Guyau, que viene a ser un santo de la filosofía, dejó entre sus escritos un libro, titulado: Educa- ción y herencia, que se publicó el año pasado bajo la inspección de un ilustre maestro del autor, M. Fouillée. Guyau declara que la inspi- ración en el propósito educativo debe ser, lo mismo que yo he dicho, idealidad, y para él basta con demostrar que un precepto pedagó- gico obedece al utilitarismo, para creerlo con- denado. Lo principal en la educación del pen- samiento no es, para Guyau, el aprender por saber muchas cosas, por tener datos, y menos por sacar utilidad material, ventajas para el egoísmo, sino el despertar la propia reflexión, la iniciativa de la investigación con un propósi- to desinteresado. Mas ya se verá concretamente la idea de este filósofo respecto al desinterés de la instrucción y de la educación, cuando haya que recordar su doctrina en las dos cuestiones particulares que me propongo tratar brevemen- te en este discurso, después de haber conside- rado en general esta materia de la tendencia utilitaria en la enseñanza. No citaré por ahora más que algunas palabras suyas: «No hay que recomendar a los niños el bien moral por la utilidad que reporta, sino por su belleza»; es decir, por su elemento ideal, desinteresado. Y en otro pasaje dice: «Por conocimientos de lujo no entendemos de ningún modo las altas ver- dades y los principios especulativos de las cien- cias, las bellezas de la literatura y de las artes; este pretendido lujo es cosa necesaria a nues- tros ojos, porque es el único medio de elevar (y educar) los espíritus; de moralizarlos por el amor desinteresado de lo verdadero y de lo bello. Hay, pues, que distinguir en la enseñanza los conocimientos tenidos por no utilitarios y los conocimientos inutilizables; esta distinción es capital, pues la instrucción debe elevarse muy por encima de lo utilitario, de lo usual, de lo rastrero...»

Y dejándome ahora de autoridades antiguas y modernas, para concluir esta parte general de mi trabajo que sirve de principal y previo ar- gumento para las cuestiones particulares que vienen detrás, voy, en resumen, a combatir de frente, y con la concisión que pueda, la idea capital del utilitarismo pedagógico que se es- cuda con el amor de la patria.

El utilitarismo nace del egoísmo, y cuando se extiende a todo lo nacional, debe llamarse ego- ísmo nacional, como, en efecto, lo llama Ihe- ring, refiriéndose al pueblo romano, a quien compara, desde este punto de vista, con el pue- blo inglés. Para Ihering el egoísmo nacional es una gran fuerza, y no tiene el carácter bajo y repugnante del egoísmo individual. No cabe negar que el egoísmo social, sea del grado que sea, no ofrece tan visible ni tan grave corrup- ción moral como el egoísmo del individuo; pero es porque está mezclado con elementos de los que se llaman ahora altruistas o de abnegación, que pudiéramos decir. No es el egoísmo nacio- nal tolerable por lo que tiene de egoísmo, sino por lo que tiene de sacrificio, cuando lo tiene, a un bien superior de una sociedad, aunque sea limitada. Pero obsérvese que todavía hay gran- des males en ese egoísmo social; primeramente tiene la levadura del egoísmo individual que en cierto modo le acompaña: pues ¿por qué ama- mos exclusivamente esta nación y se lo sacrifi- camos todo? Porque es la nuestra. Yo veo en el bien de mi nación la razón suprema de obrar, porque es la mía; por este lado no tenemos más que el propio egoísmo agrandado. Y muchos así entienden y sienten el patriotismo. Alaban a su país por lo que se les parece, porque en él están los propios intereses y las propias vani- dades. Además, la mayor parte de las veces lo que sacrifica el egoísta nacional a su nación, no es lo suyo, sino lo ajeno. Se la quiera grande a costa de otras naciones, para vivir mejor, para poseer más en la parte alícuota de soberanía y prosperidad pública que a cada cual le corres- ponda. Cuanto más democrático es un país; cuanto más influye el ciudadano en el Gobierno y más garantías tiene de ser libre y no ser mo-lestado, más patriota se hace; pero suele ser por esto mismo, porque el egoísmo nacional de esta situación exige menos del individuo y le da más. El civis romanus defiende en Roma sus derechos políticos y privados, y casi siempre aplica el egoísmo nacional a los bárbaros, a los extraños, sacrificándolos efectivamente a la patria. El inglés defiende sus derechos at home, como cosa sagrada, y el Estado nacional se guardará muy bien de atacarle en este punto; donde el inglés muestra su gran deseo de en- grandecer a su patria a toda costa, es al en- grandecerla en otras islas y en los continentes. Pero, aun suponiendo el egoísmo nacional en lo que tiene de más noble, en la parte que exige sacrificio individual al interés común del país, como, v. gr., en ciertos esfuerzos de la educa- ción, que pueden ser penosos, que exigen traba- jo, constancia y hasta sacrificios de la sensibili- dad; aun aquí, si por un lado debemos alabar lo que hay de sacrificio, por otro tenemos que encontrar deficiente un criterio moral limitado que se detiene antes de llegar al motivo puro, y que puede verse en oposición con la ley racio- nal, con las exigencias de la naturaleza más nobles y armónicas. Así, por ejemplo, cuando los espartanos se criaban exclusivamente como ciudadanos militares de un pueblo que quería vencer a otros, subsistir como tal, olvidaban muchos sagrados aspectos de la vida, y la His- toria se encargó da dar la razón a sus rivales los atenienses. Sí; a la larga, son más grandes y más gloriosos los pueblos que tienen un ideal desin- teresado, humano, que los que alcanzan por unos pocos siglos, nunca muchos, una hege- monía material, a costa de supeditarlo todo a ese egoísmo de nación, que entusiasma a tan- tos. El pueblo de Israel, sólo por llamarse así, trajo al mundo una misión tan alta, que no cabe otra superior. Del templo de Jehovah no quedó piedra sobre piedra, pero la pasión religiosa de Israel dio la ley al mundo civilizado; y el por- venir ideal es suyo, en cuanto es de sus herederos. Atenas vivió un soplo en la Historia, y el espíritu ateniense es todavía la flor del espíritu humano, y hoy las almas más escogidas, a lo más que aspiran, es a comprender y sentir en toda su pureza el helenismo. Francia, cuyo pa- triotismo exaltado no sabe ser egoísta, estuvo a punto de perecer por la locura de su gran revo- lución de aspiraciones universales, de tenden- cia cosmopolita. Roma e. Inglaterra no se com- prometen por idealidades. Son más fuertes, pero tienen menos razón. No: no se puede decir primero la patria, después la humanidad, lo último el individuo; en esto no hay orden: si se ha de ser lógico, para que la patria vaya antes que la humanidad, hay que empezar de otra manera: primero yo, después la patria, después lo que queda. Y, en rigor, así hacen ordinaria- mente los que se crían para utilitarios naciona- les. Sólo diciendo: primero la idea, Dios, des- pués la humanidad, después la patria, yo lo último, hay autoridad racional para sujetar al egoísmo natural, verdadero, al más terrible, al más cierto, al de la bestia ángel de Pascal. Porque, señores, es muy fácil predicar el odio o el desprecio, que es peor, de la idealidad; decir, como dice M. Frary, que hoy por hoy no se puede fundar el motivo de la moralidad más que en el hábito, y después proclamar el utilita- rismo como regla de conducta, pero advirtien- do que se trata, no de nuestra utilidad perso- nalmente, sino de la utilidad de un grupo étni- co, o de una aglomeración histórica de gentes o de tribus. Lo difícil es que la realidad después responda a lo que se exige de los hombres a quien se manda sacrificarse a la nación, no por nada, sino por hábito, y esto contradiciendo y venciendo los instintos propiamente egoístas, que también tienen su valor hereditario. No negaré que sea imprudente la conducta de aquella clase de metafísicos que niegan que la moral pueda ser pura y constante en los hom- bres que no ven nada por encima de lo relativo; pero es, sin duda, más peligrosa la afirmación rotunda de M. Frary, que, hoy por hoy, no en- cuentra más fundamento para la moralidad que la fuerza del hábito. El egoísmo también puede presentar un remotísimo abolengo, y si al indi- viduo se lo pide que se sacrifique a su pueblo, no por nada, sino por seguir la costumbre, por obedecer a tendencias naturales, cuya razón no puede explicarse, es muy probable que el ego- ísmo arguya defendiendo su propio arraigo en la triste humanidad, en quien, sin duda, por cada arranque de abnegación se puede registrar mil y más de egoísmo. Mas quiero yo suponer al hombre utilitario completamente abnegado, dispuesto a sacrificarse, sin saber por qué, a su ciudad, es decir, hoy, a su nación, y si se quiere a la humanidad toda, pero siempre con fin utili- tario. El bien para el utilitarismo es necesaria- mente un provecho, una ventaja, un vivir me- jor, en el sentido de experimentar más satisfac- ciones, de cumplir más deseos legítimos; mien- tras no se admita criterio superior para la con- ducta que el originado de ese empirismo ético, no cabe pensar que el individuo vea el bien de sus semejantes en cosa diferente de lo que sería bien para él mismo; de otro modo, que los bie- nes que el individuo ha de procurar a la socie- dad sacrificándose, son como los que satisfarían su egoísmo si él pudiera dar a éste lo que le pide. Los seres que han de gozar del fruto de ese sacrificio son como el que se sacrifica, tie- nen las mismas necesidades y aspiraciones; porque sería absurdo pensar que la persona colectiva, aun dándole todos los caracteres per- sonales que se quiera, goza como tal persona colectiva, satisface deseos que no tienen los individuos que la constituyen. No: la persona social, así considerada, es un mito, un ídolo renovado. Luego nuestro utilitario altruista tiene que pensar, si no hay más que utilitaris- mo, en el bien positivo de los demás indivi- duos, que son los que pueden saborear esta clase de bienes. Pues bien; la dicha de los de- más, que son como él, no puede consistir en un constante trabajo para adquirir ventajas mate- riales... para la colectividad... que no puede, como tal, satisfacer necesidades de las que el utilitarismo satisface. El hombre que reflexiona y siente, sea utilitario o no, tendrá que ver por sí mismo lo que son los demás, y verá que no se trae dicha al mundo por acumular productos y formas sociales que no colman os anhelos del individuo, sino que procuran ciertas ventajas pasajeras que son para todos, pero que nadie aprecia en mucho, porque no responden a lo que pide principalmente la naturaleza de cada uno. Sabe, el que debe sacrificarse, que ha de morir, y que para él la vida con la idea de la muerte toma perspectivas ideales, que le aíslan del mundo, como la niebla forma un círculo de confusión y sombra en torno de cada cual. El mismo progreso general, los adelantos materia- les y las formas sociales que los facilitan, tienen, para todo el que no es un necio, un valor relati- vo, transitorio, por lo que a él propio toca. Se goza de todo, el verdad, y no son los idealistas muchas veces los que menos gozan, como vi- mos ya en Salomón, pero no se ve en este orden de dicha lo que más importa; y así, hasta las sociedades más sensuales, no siendo miserables e incultas, refinan sus placeres con ciertos con- dimentos de idealidad, como lo prueba el géne- ro de voluptuosidades que gozan las clases más elevadas en los grandes emporios de corrup- ción y cultura. Pues lo que lo sucede al altruista que nos estamos figurando, sabe él que les su- cede a los demás; todos han de morir, todos, como individuos, ven un gran negocio singular que a ellos directa, y, por lo pronto, exclusiva- mente importa; todos los adelantos de la indus- tria, todos los placeres que pueda procurar el comercio, toda la dicha que cabe apurar en la deliciosa copa... de una buena forma de Go- bierno, pongamos por ejemplo, le interesan al individuo, como ser uno, substractum especifi- co del egoísmo social, mucho menos que el asunto de su propio destino, de su muerte. Y generación va y generación viene, y siempre pasa lo mismo. ¿Quién queda para gozar de veras, sin las congojas de lo deleznable, esa dicha social, nacional, o como se quiera, que se va formando a costa de los sacrificios de ideali- dad y de esteticismo a que estamos obligados todos por amor a la patria? ¿Quién queda para disfrutar de ferrocarriles, globos, libertad de comercio, crédito moviliario, sufragio verdad y tantas y tantas venturas utilitarias, sin apren- sión, sin dudas, sin idealismos, sin sueños de muerte? No queda nadie, no queda nada. ¡Y por este resultado hemos de sacrificarnos! El utilitarismo es, en definitiva, el goce; pero el utilitarismo social, o aunque fuera cosmopolita, es el goce que exige el sacrificio del individuo para que, en definitiva también, no goce nadie. Sin duda que la persona social es algo más que una suma de sus componentes; pero no hay nada en ella que no sea de la sustancia de los elementos simples que la componen. Así lo ha entendido el cristianismo, que siendo ante todo una gran preocupación individualista, la salva- ción del alma, ha formado la sociedad más fuerte, como tal, que ha existido en el mundo.

La ciudad antigua, que sacrificaba el hombre al pueblo, ha desaparecido; y el cristianismo, que emancipa al hombre, ha llegado a ser un tejido social, cuya resistencia sin semejante es innega- ble. El utilitarismo, para lograr la dicha mate- rial, tangible, por decirlo así, de un ente de ra- zón, en lo que se refiere a gozar, mutila al hom- bre, le roba lo mejor de su herencia, desconoce su naturaleza. Si queréis tener buenos ciudada- nos, no volváis a la idea pagana del ciudadano fraccionario; no hagáis del altruismo una hipo- cresía, y educad al que ha de servir a la patria, no como un soldado, ni como un industrial, sino, ante todo, como un hombre. Y si amáis la democracia verdadera, no olvidéis que todos los hombres merecen que se les tome por hom- bres del todo; porque no hay unos que sean cuerpo y otros alma; todos tienen esto que lla- mamos espíritu; todos tienen facultades que responden a necesidades nobles; y si hay que reconocer que a un Dante, a un Leopardi, a un San Francisco de Asís, a un Beethoven, a un Goethe no se les podría hacer felices sólo con mucha agricultura, mucho comercio y buena administración, debemos ver en cada semejante un espíritu capaz de encaminarse por los mis- mos senderos de perfección, que elevarían sus gustos, que ennoblecerían sus anhelos. No seré yo quien diga que se enseñe griego a los capa- taces de minas, v. gr.; pero sí afirmo que si pu- diera llegar a existir una sociedad tan rica, tan adelantada, en que los capataces de minas y todos los hombres de su clase tuvieran tiempo y cultura suficientes para leer con fruto la Iliada y la Odisea en el original, nada se habría perdi- do, y no sería contrario al destino racional de esos hombres que emplearan sus ocios en tal género de recreo.

No lo dudemos: el individuo no vive de uti- litarismo; el individuo cree, o padece dudando, o se desespera y niega, o niega sin dolor, por enfermedad del espíritu, o por esfuerzo moral que puede tener su misteriosa grandeza, su idealidad, negativa, pero no menos idealidad. Hay que insistir en esto: todos los adelantos modernos; todas las doctrinas sensualistas y positivistas; toda la preponderancia económica, no han hecho del hombre un ser diferente de lo que era: un ser con espíritu racional para quien, satisfechas ciertas elementales necesidades eco- nómicas, lo principal es vivir para el alma, de una o de otra manera. La sociedad no muere, pero su organización está influida en mil res- pectos por la idea de la muerte. Bien se conoce en todo que es una sociedad de mortales. Y sin embargo, a lo que parece que tiende el utilita- rismo es a engañar al mísero mortal haciéndole trabajar en una clase de actividad de fines co- lectivos, si no superiores, extraños a la muerte. Pero ¿quién se deja engañar? Cada cual, pen- sando en la muerte, da cierto sentido trascen- dental a la vida. La idea de la muerte, decía yo antes, nos aísla del mundo; sí, del mundo que vemos y tocamos, del que nos rodea, pero nos abre otros horizontes ideales, nos hace dar un valor sustantivo, como simbólico de toda la realidad virtual que no vivimos, a la vida breve de que tenemos conciencia; más o menos, todos venimos a considerar la existencia sub specie aeternitatis podría decirse; el creyente no hay que decir por qué; el que no cree en otra vida, porque necesita concentrar en ésta toda la ca- pacidad poética y soñadora, toda la idealidad que su alma alimenta, no se olvide, ni más ni menos que el alma del creyente. Por la muerte la vida es artística, es dramática, es toda una obra de composición, a veces complicada sa- biamente, como en Goethe. Por la idea de muerte adquieren valor infinitas cosas que no son para alargar la vida. El desinterés, que sua- viza el dolor de morir, de la idea de muerte se alimenta. Y ese desinterés, referido a su fun- damento, es la idealidad, y esa idealidad, en relación a la belleza es el arte, y en relación al sentimiento de unidad fundamental es la reli- gión, y en relación a la verdad es la ciencia pu- ra, o por lo menos la investigación racional des- interesada. ¿Queréis ahora que la sociedad viva conforme a su propio bien? Buscad el cumpli-miento del fin racional de sus elementos huma- nos; haced que la sociedad viva principalmente atenta a esa idealidad que hemos visto que para el hombre es lo más interesante y lo más desin- teresado. Y como la educación del pensamien- to, la enseñanza, es uno de los fines sociales, concluyamos legítimamente que, en el sentido explicado, la instrucción debe inspirarse, en general, no en el utilitarismo, sea individual o colectivo, sino en la naturaleza humana, según es, para este respecto, el de conocer la verdad; a saber, desinteresada.

Nada menos que todo lo dicho, y acaso más, se necesita, en mi opinión, para llegar, con sóli- dos fundamentos, a estudiar cualquiera de las múltiples cuestiones que el empirismo moder- no gusta de tratar desordenadamente y por ocasión extraída a todo sistema, lo mismo en materias pedagógicas que en otras muchas. Es claro que el criterio señalado ha de influir en la solución de los muchos y graves problemas que abarca esa ciencia pedagógica que hoy sólo fragmentariamente existe; pero yo, en el angus- tioso término en que debo acabar mi discurso, sólo puedo ya referirme, con suma brevedad, a dos de esos asuntos que la pedagogía inspirada en la idea pura del saber tiene que mirar y tra- tar de modo muy diferente del que aconseja el utilitarismo. De todos los problemas pedagógi- cos de la actualidad, son acaso los más intere- santes, los que más preocupan la opinión y los de más trascendencia, en cuanto depende de la indicada diversidad de criterio, el problema de la enseñanza clásica y el problema de la ense- ñanza religiosa, de la enseñanza religiosa como fundamento racional y estético (en el rigoroso sentido de la palabra) de la moralidad de la educación intelectual. Estas dos cuestiones, diferentes por su objeto, nos ofrecen la unidad de relación a la materia que he tratado en gene- ral hasta ahora. El mantenimiento y reforma necesaria de la enseñanza clásica responde al criterio pedagógico no utilitario, de idealidad histórica; como la destrucción, que así puede llamarse, de las disciplinas griega y latina, que piden muchos, responde a una lógica conse- cuencia del utilitarismo en la enseñanza. Y en cuanto a la enseñanza influida por el elemento religioso-ético, directa y orgánicamente, no en abstracta separación, que mutila el espíritu, y seca la fe, y enfría la ciencia, y la reduce a fór- mulas abstractas, responde al criterio pedagó- gico no utilitario de idealidad filosófica y estéti- ca, a la idealidad metafísica y de conducta futu- ra, de finalidad y actividad eficaz y fecunda; mientras que la separación de la enseñanza y de la religión es también, en el laicismo utilita- rio, una consecuencia lógica del criterio general que el utilitarismo aplica a la educación intelec- tual de los pueblos.

Yo quisiera, señores, aun con lo poquísimo que sé, tener espacio para escribir sendos libros acerca de uno y otro asunto; pero aquí no pue- do ni siquiera consagrar a cada uno de ellos las páginas que exigirían las buenas proporciones de mi trabajo. Sin embargo, para la brevedad que en adelante necesito podrá servirme el haberme detenido a considerar en general mi asunto; como sirve, por ejemplo, en un tratado de derecho civil, para abreviar razones en la parte especial, el haberse extendido oportuna- mente en la investigación de los elementos ju- rídicos generales.

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