No se puede asegurar que las letras españolas
valgan hoy más que hace veinte años, y
también sería aventurado sostener que valen
menos; pero sí me parece indudable que ahora
hay más público que entonces para la literatura;
que se escribe más y se lee más; que interesan a
muchos españoles asuntos de arte que no ha
mucho preocupaban sólo a pocos. Muy lejos
está de ser la vida literaria española lo que
debiera y lo que tiene derecho a pedir la ambición
legítima de los escritores verdaderos; sobre
todo, si nos comparamos con ciertos países
amigos, como Francia, resalta la pobreza de
nuestro espíritu literario de tal suerte, que
desconsuela; pero, atendiendo sólo a nosotros
mismos, a lo que éramos y a lo que somos, el
progreso de las letras, en el sentido indicado,
es evidente.
Sin que deje la política de ocupar el lugar
principal en la atención pública, y por desgracia
casi siempre la política de los aventureros, de
los jugadores de ventaja del parlamento, algu-
nas veces los sucesos literarios llaman a sí po-
derosamente el interés del público; y un drama,
una novela, un poema, un artículo de crítica, un
discurso artístico son materia obligada de las
conversaciones; y por algún tiempo consiguen
que muchos españoles hablen más de poesía,
de arte, de algo puramente ideal, que de minis-
terios que suben o bajan, partidos que se juntan
o se dividen, hombres de estado que se enga-
ñan, distritos que se venden, y demás tópicos
de la política al uso.
Pues así como el escritor político aprovecha
la presencia de algún acontecimiento importan-
te de la vida política para dar a la estampa en
un folleto sus ideas y sus impresiones respecto
del caso, así yo pretendo, fundándome en ese
interés creciente que atribuyo a nuestra vida
literaria, publicar de vez en cuando, siempre
que la ocasión me parezca oportuna, un opús-
culo o folleto literario que tenga por objeto el
interés actual de las letras. No se trata de un
periódico, porque lo primero que a estos folle-
tos les faltará será la condición de la periodici-
dad; saldrán a luz cuando convenga, cuando las
circunstancias lo aconsejen; no tendrán deter-
minada cantidad de lectura, pues serán de más
o menos páginas, según lo pida la materia; ni
ésta será siempre la misma, porque unas veces
me concretaré a un asunto particular que por sí
solo merezca muchas hojas, v. gr., la cuestión
del teatro nacional, la de la enseñanza oficial de
la literatura, la del estado actual de la prensa, la
de la economía literaria, la de nuestra novela, la
de nuestra lírica, etc., etc.; y otras veces abraza-
ré el conjunto de la producción literaria durante
un tiempo determinado. En suma, la variedad y
la oportunidad son bases de esta publicación
que emprendo animado por el buen éxito de
empresas análogas antes llevadas a cabo, por el
resultado de mis observaciones y además por el
calor y entusiasmo con que acoge el proyecto
un editor inteligente y valeroso.
Además, si en algunas publicaciones puedo
escribir, y suelo hacerlo, con libertad segura,
como prueban mis artículos de El Globo, Madrid
Cómico y La Ilustración Ibé rica, es claro que en ninguna parte he de ser tan independiente co-mo en mi casa, y mi casa vendrán a ser estos
folletos.
Sigo pensando que uno de los mayores ma-
les de nuestra vida literaria actual es la benevo-
lencia excesiva de la crítica: huyo de ella siem-
pre, y esa benevolencia me persigue, me inva-
de, quiere imponérseme; parece un ambiente
que no hay más remedio que respirar si no se
quiere morir. Pues estos folletos son un parape-
to para defenderme de los ataques de la bene-
volencia: quiero ser justo, quiero ser franco,
quiero ser imparcial; nunca he aspirado a otro
mérito en mis humildes trabajos de revistero
literario, como con justicia me llama un pobre
diablo mi enemigo, y ¿por qué perder esta úni-
ca cualidad buena? Que me llamen cruel, duro, implacable, apasionado, algunos espíritus
blandos y perezosos que acaso me quieren bien,
¿qué importa? Más razón tienen los que dicen
que debo seguir los impulsos de mi tempera-
mento. Sí, esto quiero, a esto me decido. Si de
aquí puede nacer alguna sorpresa para algún
lector, quizá para algún autor, en buen hora;
todo menos torcerme, todo menos decir lo que
no siento.
Viviendo en Madrid, tal vez un santo podría
ser crítico del todo imparcial; pero quien no
llegue a tal perfección, aunque pique en beato,
no conseguirá librarse de esa influencia maléfi-
ca del trato constante, de los escritores, entre
los cuales los hay muy malos que son muy
buenos, es decir, que tienen excelente corazón,
y apenas pecan al día más de las siete veces que
peca el justo. Y no librándose de esa influencia
no se puede ser imparcial, no se puede llamar
tontos a todos los que lo son, no se puede pres-
cindir de achacar al escritor alguna cualidad
buena que tiene el hombre. La benevolencia es un abismo en que el crítico madrileño cae tarde
o temprano. Mientras se dan batallas contra
molinos de viento tomándolos por gigantes,
mientras se escriben terribles censuras que na-
die lee, mientras se es anónimo, mientras no se
conoce a nadie, la severidad no solo es fácil
sino muy socorrida; cuando se va siendo cono-
cido, y se ha estrechado la mano de todos los
literatos de algún nombre, y se asiste a sus, cír-
culos y tertulias, la severidad (que sigue siendo
justa, entendámonos) se convierte en una ex-
centricidad, en una quijotada, casi casi en falta
de educación... y no faltará quien diga si usted
insiste en ser severo: «Ese es malo.» Senda de
flores se abre a los pies del crítico cuyo voto
pesa algo y que vota que sí, que aquello, cual-
quier cosa, es bueno. Cuanto mejor corazón se
tiene más seduce la benevolencia: todo hombre
sensible y nervioso tiene algo de coqueta, quie-
re ser querido; las sonrisas, los apretones de
manos, los elogios discretos, son las formas de
la tentación, la masa resbaladiza con que se
unta la cuesta por donde se rueda a la sima de
la benevolencia. Todos los literatos de Madrid
acuden a una cervecería; todos se conocen, to-
dos se tratan; todos se despellejan verbalmente
y se adulan por escrito. Hablar bien de un escri-
tor a otro del mismo género es crearse un ene-
migo casi siempre y decir algo malo por escrito
del antes elogiado de palabra es tener ya dos
enemigos. Lo corriente es lo contrario: a Fulano
se le habla mal de Mengano y ya hay un amigo,
Fulano; en la prensa se alaba a Mengano y ya
hay dos amigos. No hacer esto es sembrar cule-
bras o vidrios rotos: cuando se echa a andar los
pies chorrean sangre a los pocos pasos. El mejor
día, cuando más sol lleváis en el alma, os en-
contráis con que os odia toda una multitud;
habéis hecho, como Abraham, un gran pueblo,
pero de enemigos. Porque éstos se engendran
unos a otros; el enemigo literario nace también
por analogía, si habláis mal de un poeta malo se
dan por aludidos todos los que se le parecen. Y
además, queda para odiaros aquella muche-
dumbre de los que os mandan libros que no
leéis, a pesar de las dedicatorias en que abunda
lo de «ilustre y eminente»; queda para odiaros
la turba multa de los periodistas que se creen
retratados cuando pintáis al periodista ignoran-
te, atrevido y de intención aviesa; queda para
odiaros el pópulo bárbaro de los majaderos que
siguen a los necios como otras tantas resonan-
cias del absurdo; y quedan para odiaros el dilet-
tante de la injuria; el amateur de la envidia, que ya aborrecen antes de saber a quién.
¡Es tan suave, tan perfumado el ambiente en
que vive el crítico benévolo! Júntanse autores y
críticos, la cortesía les impone la alabanza, el
amor propio convierte en sustancia las fórmu-
las de la cortesía, la vanidad se sube a la cabeza,
y a poco rato de estar juntos, todos están borra-
chos de vanagloria; hay luz en todos los ojos,
carmín en todas las mejillas; todos ríen, las car-
cajadas se toman por esprit, cualquier salida de
tono pasa por rasgo de ingenio: aquello es una orgía de vanidades...
Y ¿cómo huir de esta vida artificial, y falsa
viviendo en Madrid, en ese Madrid literario tan
pequeño? Punto menos que imposible. Habría
que ser un asceta. Pero, un asceta ¿continuaría
siendo crítico?
Yo no sé lo que será de mí si algún día vuel-
vo a ser vecino de la villa, hoy coronada; pero
mientras vivo ausente de ella quiero conservar
mi manera de entender la crítica, y en vez de
ablandarme más cada día, como me aconsejan
«mi médico, mis amigos
y los que me quieren mal»,
voy a seguir el dictamen de los que piensan que lo poco que valgo, lo valgo por sincero y claro y
hasta duro ¿por qué no? con quien lo merece.
Para conseguir tal propósito, me servirán
estos folletos míos, en que diré mi opinión con
absoluta independencia.
Lo que no haré será ceñir mis trabajos de
crítica a la forma clásica del artículo doctrinal,
seriote y cachazudo en que muchos entienden
se ha de encerrar siempre el que censura. ¡No
en mis días! «¡Lealtad y amenidad!» este es mi
lema; la lealtad depende de mi albedrío; la
amenidad no, pero sí el procurarla.
Así, irá la crítica en estos folletos envuelta
muchas veces en formas muy variadas; algunas
poco usadas para esta clase de asuntos. Por
ejemplo, en este primer opúsculo con que ensa-
yo mi proyecto, se trata de las obras de actuali-
dad en estos últimos meses; pero como en este
tiempo el autor ha dado una vuelta por Madrid
después de más de dos años de ausencia, mez-
cladas con la crítica irán las impresiones senti-
das al ver de nuevo aquel antiguo teatro de mi vida literaria, donde como tantos otros, gocé y
padecí, aprendí algo bueno y mucho malo. La
literatura se relaciona estrechamente con otros
muchos intereses de la vida, y así, de unas en
otras, llegaré muchas veces, sin sentirlo, a tratar
de materias que no sean del dominio de la pura
crítica. ¿Y qué? El lector no me lo echará en cara
si lo que digo, por azar, llega a importarle.
Creo haber dado, aunque sin orden, aproxi-
mada idea de mi propósito al emprender la
publicación de estos folletos literarios. Ahora dos advertencias para terminar esta especie de pró-
logo.
Tal vez con los folletos míos alternen los de
algunos amigos que se parezcan a mí, por lo
menos en lo de proponerse hablar claramente y
sin traje de pedagogos.
Tal vez algún día no lejano, estos folletos
dejen de publicarse por entrar su autor a for-
mar parte de una empresa parecida, pero mu-
cho más importante, en la que trabajen escrito-
res de verdadero mérito y nombradía indispu-
table; y entonces se mostrará orgulloso, siendo
cola de león, quien ahora se contenta con ser
cabeza de este mísero ratoncillo. Vale.
CLARÍN.