Un viaje a Madrid

Canta, musa, las emociones de un exmadrile-

ño, hoy humilde provinciano, que vuelve a la

patria de su espíritu después de tres años de

ausencia. Amarrado, no a la concha de Venus,

como el poeta, sino al imperioso deber de la

residencia en una cátedra, como conviene a un

prosista, había sentido pasar muchos meses y algunos años y no pocas glorias tan falsas como

efímeras, sin ver por mis ojos las maravillas que

de la corte contaban los papeles.

Y al fin entraba en Madrid por la puerta de

San Vicente, que de par en par se me abría, me-

tido, en compañía de una sombrerera, un para-

guas, una manta, un baúl maleta y, valga la

verdad, unos chanclos, en el mísero espacio que

contiene un coche de punto. Fue mi observa-

ción primera puramente analítica y propia de

un escritor naturalista al por menor; noté que

los simones parecían nuevos, los caballos algo

mejores que los de años atrás, y que los galle-

gos o Faetontes, como se dijo en tiempos más

felices, usaban una especie de librea, que daba

un aire pseudo-aristocrático al vulgo de los

alquilones peseteros. La segunda observación,

también analítica, se refirió a la cuesta de San

Vicente, que se había convertido en calle em-

pedrada de guijarros puntiagudos. Lo demás,

todo era lo mismo que otras veces: a la derecha

el palacio real, donde se me antojaba leer sobre las más altas cornisas un inmenso letrero que

decía: «Viuda e hijos de Alfonso XII.» La ma-

ñana estaba triste; la lluvia flotaba en el aire en

forma de polvo húmedo; todo era gris, del gris

de que han de ser los pollinos, según el Diccio-

nario; el palacio real parecíame una elegía ver-

dadera, no de las que escriben los poetas falsos

cuando se mueren los reyes. Obreros y lavan-

deras subían y bajaban silenciosos a paso largo;

nadie miraba a nadie; todos parecían preocu-

pados con una idea fija. Se me antojaba que

aquellos mismos hombres y mujeres los había

visto yo subir y bajar, así, silenciosos, cabizba-

jos, por aquella cuesta, años atrás, muchas ve-

ces, al entrar yo en Madrid como ahora entraba.

Esta primera impresión glacial de un pueblo

grande que se vuelve a ver después de una au-

sencia, es de las que más contribuyen a que la

fantasía dé argumentos a la razón para negar el

albedrío, pata inclinarse a creer por lo menos

que la vida social es cosa de maquinaria, y que

los hombres damos vueltas alrededor de unos

cuantos deseos, como los peces que en una pe-

cera trazan círculos sin fin.

Pocas horas más tarde, cuando después de

lavarme, vestirme y almorzar entraba en la cer-

vecería Inglesa, la misma impresión de fatali-

dad volvió a sugerirme la fantasía: alrededor de

unas cuantas mesas de mármol los grupos ne-

gros de siempre; periodistas políticos, literatos,

bolsistas, vagos y gente indefinible, vestidos

todos casi lo mismo, afeitados todos, sin salir

de tres o cuatro tipos de corte de la barba, todos

con ideas parecidas, con anhelos iguales; lo

mismo, lo mismo que años atrás, lo mismo que

siempre. Casi todos aquellos señores tan pul-

cros, tan semejantes, tan fáciles de olvidar, que-

rían ser diputados. Se hablaba de Sagasta, de D.

Venancio, de Romero, de Cánovas, se repetían

cinco o seis ideas de valor parecido al de esos

nombres... y vuelta a empezar; el hecho era

este: que todos querían ser diputados. Y sorbí-

an el café sin saber lo que hacían. Casi todos

estaban pálidos, con una palidez digna de unos amores de Romeo. ¡Y pensar que aquel espectá-

culo era diario, y se venía repitiendo años y

años, y se repetirá sabe Dios hasta cuándo! Sí,

porque llegaría un día en que el establecimiento

se cerrase, o por cesación de industria, o por

causa de derribo, etc., etc., pero ¿y qué? los

grupos negros se irían a otra parte a hablar de

lo mismo, a pensar lo mismo, a repetir aquellas

veinte palabras del repertorio. Tal vez entonces

no se hablaría ya de Romero, ni de Cánovas, ni

de Sagasta, pero ¿qué importa? se hablaría de

otros, y se continuaría queriendo lo mismo: ser

diputado. Las generaciones sucedían a las ge-

neraciones en este afán inútil, y las unas, des-

engañadas, al cabo, dispersas, maltrechas, no

avisaban a las otras de la vanidad de los esfuer-

zos, de la ironía de la suerte, de la monotonía

del juego. Como los granos del molino resbalan

empujándose unos a otros y caen por el fatal

agujero para que los aplaste la muela, hombres

y hombres, anónimos y anónimos, unos de hoy,

otros de mañana, todos muy bien vestidos, todos afeitados, como si valiese la pena, se atro-

pellaban, se amontonaban, gastaban la vida en

aquel afán inconsciente; caían por el agujero,

iban a formar parte, en la sombra del olvido, de

la plasta general en el subsuelo; y otros venían,

en flujo inacabable, a ocupar su puesto, a ro-

dear de negro y de ruido las blancas mesas de

mármol, servidos por imperturbables camare-

ros, usureros de la propina, pálidos también,

gallegos que cuentan los minutos que aún ha

de atormentarlos la nostalgia, no con granos de

arena, sino por perros chicos...

Esta clase de ideas y representaciones fantás-

ticas acaban por dar náuseas y jaqueca...

«¡Oh! me dije saliendo a la calle, este asce-

tismo a lo Kempis es una especie de pelo de la

dehesa, que se deja uno crecer por allá, y sólo

se echa de ver cuando se vuelve a Madrid. En

la soledad -y soledad es cierta vida de provin-

cia- el yo crece, crece a sus anchas, y cuando se

viene a poblado no cabe uno en ninguna parte

donde hay gente. Así se explica la impresión dolorosa que causa la multitud al solitario. Es

que aquí le estrujan y le pisan a uno el egoís-

mo.»

Sin embargo, sea lo que quiera de mis apren-

siones nerviosas, es evidente que en Madrid se

vive demasiado en el café y que ahora hay de-

masiados candidatos para los pocos cientos de

distritos que puede ofrecer el Gobierno.

He notado que en nuestra alegre capital, la

moda es voluble cuando se trata de usos bue-

nos, y que los vicios arraigan de modo que no

hay quien los arranque. Todas sus malas cos-

tumbres las atribuye el madrileño al carácter

nacional y las conserva por patriotismo. Cuan-

do yo me marché de Madrid hace tres años

predominaba, si no en el arte, donde debiera

estar el arte, el género flamenco: en los carteles

de los teatros se leía: ¡Eh, eh, a la plaza! Torear

por lo fino y cosas así, todo asunto de cuernos,

chulos y cante; vengo ahora y me encuentro

con cante, chulos y cuernos; los carteles dicen:

¡Viva el toreo! ¡Ole tu mare! y gracias por el estilo. Hace tres años los madrileños pasaban seis

horas en el café, tres por la tarde y tres por la

noche y ahora sucede lo mismo. Hace tres años

todos hablaban del libro nuevo sin haberlo leído,

y ahora siguen el mismo procedimiento para

juzgar las obras ajenas; hace tres años, nadie

hablaba más que de los asuntos del día, según

los exponían y comentaban los periódicos po-

pulares, todos esperaban el pan del espíritu de

la prensa de la mañana; hoy no pasa otra cosa.

La vida de la mayor parte de los madrileños es

de una monotonía viciosa que les horrorizaría a

ellos mismos si pudieran verla en un espejo.

Todos esos parroquianos del Suizo, las dos

Cervecerías, Levante, etcétera, etc., me recuer-

dan a aquel Mr. Parent que Guy de Maupassant

nos pinta envejeciendo en un café, sin conocer-

lo; un día se mira en el espejo, delante del cual

se sienta desde hace veinte años y ve que el

cristal le devuelve una imagen de la muerte

próxima, un rostro descompuesto, un pellejo

arrugado, de color de pergamino, una cabeza

nevada... ¿qué ha hecho él para envejecer así?

Nada, dejar que pase el tiempo entre el ajenjo

de la mañana y el ajenjo de la noche... ¡Y cuán-

tos viven así! Entre tanto se inventa el vapor, el

telégrafo, el teléfono, la luz eléctrica, la sinceri-

dad electoral, mil maravillas; todo progresa

menos el hombre, menos el español, menos el

madrileño que ayer se envenenaba noche tras

noche con las emanaciones del quinqué apesto-

so, y ahora palidece y toma aires de cómico

bajo la acción del gas, y ya empieza a quedarse

ciego gracias a la luz eléctrica... El mundo mar-

cha, es indudable; pero en los cafés hay más

ociosos cada día; más ociosos y más candida-

tos...

Por salir de este círculo vicioso de reflexio-

nes, me traslado al día siguiente de mi llegada.

Bajo al comedor de la fonda en que vivo y allí

veo...

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