- I -

-¿Cómo se llama V.? -preguntó el catedrático, que usaba anteojos de cristal ahumado

y bigotes de medio punto, erizados, de un castaño claro.

Una voz que temblaba como la hoja en el

árbol respondió en el fondo del aula, desde el

banco más alto, cerca del techo:

-Zurita, para servir a V.

-Ese es el apellido; yo pregunto por el nombre.

Hubo un momento de silencio. La cátedra, que se aburría con los ordinarios prelimi-

nares de su tarea, vio un elemento dramático, probablemente cómico, en aquel diálogo que provocaba el profesor con un desconocido que tenía voz de niño llorón.

Zurita tardaba en contestar.

-¿No sabe V. cómo se llama? -gritó el catedrático, buscando al estudiante tímido con aquel par de agujeros negros que tenía en el rostro.

-Aquiles Zurita.

Carcajada general, prolongada con el santo propósito de molestar al paciente y alterar el orden.

-¿Aquiles ha dicho V.?

-Sí... señor -respondió la voz de arriba, con señales de arrepentimiento en el tono.

-¿Es V. el hijo de Peleo? -preguntó muy serio el profesor.

-No, señor -contestó el estudiante cuando se lo permitió la algazara que produjo la gracia del maestro. Y sonriendo, como burlándose de sí mismo, de su nombre y hasta de su señor padre, añadió con rostro de jovialidad lastimosa-: Mi padre era alcarreño.

Nuevo estrépito, carcajadas, gritos, patadas en los bancos, bolitas de papel que buscan, en gracioso giro por el espacio, las narices del hijo de Peleo.

El pobre Zurita dejó pasar el chubasco,

tranquilo, como un hombre empapado en agua

ve caer un aguacero. Era bachiller en artes,

había cursado la carrera del Notariado, y estaba

terminando con el doctorado la de Filosofía y

Letras; y todo esto suponía multitud de cursos

y asignaturas, y cada asignatura había sido oca-

sión para bromas por el estilo, al pasar lista por

primera vez el catedrático. ¡Las veces que se

habrían reído de él porque se llamaba Aquiles!

Ya se reía él también; y aunque siempre procu-

raba retardar el momento de la vergonzosa

declaración, sabía que al cabo tenía que llegar,

y lo esperaba con toda la filosofía estoica que

había estudiado en Séneca, a quien sabía casi de memoria y en latín, por supuesto. Lo de preguntarle si era hijo de Peleo era nuevo, y le hizo

gracia.

Bien se conocía que aquel profesor era

una eminencia de Madrid. En Valencia, donde

él había estudiado los años anteriores, no tení-

an aquellas ocurrencias los señores catedráti-

cos.

Zurita no se parecía al vencedor de Héc-

tor, según nos le figuramos, de acuerdo con los

datos de la poesía.

Nada menos épico ni digno de ser canta-

do por Homero que la figurilla de Zurita. Era

bajo y delgado, su cara podía servir de puño de

paraguas, reemplazando la cabeza de un perro

ventajosamente. No era lampiño, como debiera,

sino que tenía un archipiélago de barbas, páli-

das y secas, sembrado por las mejillas enjutas.

Algo más pobladas las cejas, se contraían cons-

tantemente en arrugas nerviosas, y con esto y el titilar continuo de los ojillos amarillentos, el

gesto que daba carácter al rostro de Aquiles era

una especie de resol ideal esparcido por ojos y

frente; parecía, en efecto, perpetuamente des-

lumbrado por una luz muy viva que le hería de

cara, le lastimaba y le obligaba a inclinar la ca-

beza, cerrar los ojos convulsos y arrugar las

cejas. Así vivía Zurita, deslumbrado por todo lo

que quería deslumbrarle, admirándolo todo,

creyendo en cuantas grandezas le anunciaban,

viendo hombres superiores en cuantos metían

ruido, admitiendo todo lo bueno que sus mu-

chos profesores le habían dicho de la antigüe-

dad, del progreso, del pasado, del porvenir, de

la historia, de la filosofía, de la fe, de la razón,

de la poesía, de la crematística, de cuanto Dios

crió, de cuanto inventaron los hombres. Todo

era grande en el mundo menos él. Todos oían el

himno de los astros que descubrió Pitágoras;

sólo él, Aquiles Zurita, estaba privado, por sor-

dera intelectual, de saborear aquella delicia;

pero en compensación tenía el consuelo de gozar con la fe de creer que los demás oían los cánticos celestes.

No había acabado de decir su chiste el

profesor de las gafas, y ya Zurita se lo había

perdonado.

Y no era que le gustase que se burlaran

de él; no, lo sentía muchísimo; le complacía

vivamente agradar al mundo entero; mas otra

cosa era aborrecer al prójimo por burla de más

o de menos. Esto estaba prohibido en la parte

segunda de la Ética, capítulo tercero, sección

cuarta.

El catedrático de los ojos malos, que tenía

diferente idea de la sección cuarta del capítulo

tercero de la segunda parte de la Ética, quiso

continuar la broma de aquella tarde a costa del

Aquiles alcarreño, y en cuanto llegó a la oca-

sión de las preguntas, se volvió a Zurita y le

dijo:

-A ver, el señor don Aquiles Zurita.

Hágame V. el favor de decirme, para que po-

damos entrar en nuestra materia con funda-

mento propio, ¿qué entiende V. por conoci-

miento?

Aquiles se incorporó y tropezó con la ca-

beza en el techo; se desconchó este, y la cal cu-

brió el pelo y las orejas del estudiante. (Risas.)

-Conocimiento... conocimiento... es... Yo

he estudiado Metafísica en Valencia...

-Bueno, pues... diga V., ¿qué es conoci-

miento en Valencia?

La cátedra estalló en una carcajada: el

profesor tomó la cómica seriedad que usaba

cuando se sentía muy satisfecho. Aquiles se

quedó triste. «Se estaba burlando de él, y esto

no era propio de una eminencia».

Mientras el profesor pasaba a otro alum-

no, para contener a los revoltosos, a quien sus

gracias habían soliviantado, Zurita se quedó

meditando con amargura. Lo que él sentía más

era tener que juzgar de modo poco favorable a

una eminencia como aquella de los anteojos.

¡Cuántas veces, allá en Valencia, había sabo-

reado los libros de aquel sabio, leyéndolos en-

tre líneas, penetrando hasta la médula de su

pensamiento!

Tal vez no había cinco españoles que

hubieran hecho lo mismo. ¡Y ahora la eminen-

cia, sin conocerle, se burlaba de él porque tenía

la voz débil y porque había estudiado en Va-

lencia, y porque se llamaba Aquiles, por culpa

de su señor padre, que había sido amanuense

de Hermosilla!

Sí, Aquiles era un nombre ridículo en él.

Su señor padre le había hecho un flaco servicio;

¡pero cuánto le debía!, bien podía perdonarle

aquella ridiculez recordando que por él había

amado los clásicos, había aprendido a respetar las autoridades, a admirar lo admirable, a ver a

Dios en sus obras y a creer que la belleza está

en todo y que la poesía es, como decía el gran

Jovellanos, «el lenguaje del entusiasmo y la obra del genio». ¡Oh dómine de Azuqueca, tu hijo no

reniega de ti, ni de tu pedantería, a la que debe

la rectitud clásica de su espíritu, alimento fuer-

te, demasiado fuerte para el cuerpo débil y tor-

cido con que la naturaleza quiso engalanarle

interinamente!

Pero, aquel mismo señor catedrático, se-

guía pensando Zurita, ¿hacía tan mal en burlar-

se de él? ¡Quién sabe! Acaso era un humorista;

sí, señor, uno de esos ingenios de quien hablan

los libros de retórica filosófica al uso. Nunca se

había explicado bien Aquiles en qué consistía

aquello del humour inglés, traducido después a todos los idiomas, pero ya que hombres más

sabios que él lo decían, debía de ser cosa buena.

¿No aseguraban algunos estéticos alemanes

(¡los alemanes!, ¡qué gran cosa ser alemán!) que el humorismo es el grado más alto del ingenio?

¿Que cuando ya uno, de puro inteligente, no

sirve para nada bueno, sirve todavía para reírse

de los demás? Pues de esta clase, sin duda, era

el señor catedrático: un gran ingenio, un humo-

rista, que se reía de él muy a su gusto. Claro, ¿a

quién se le ocurre llamarse Aquiles y haber

estudiado en Valencia?

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