Tenía ya treinta años. Hasta los quince
había ayudado a su padre a enseñar latín; a los
veinte se había hecho bachiller en artes en el
Instituto de Guadalajara; después había vivido
tres años dando paso de Retórica, Psicología,
Lógica y Ética a los niños ricos y holgazanes.
Un caballero acaudalado se lo llevó a Oviedo
en calidad de ayo de sus hijos, y allí pudo cur-
sar la carrera del Notariado. A los veinticinco
años la historia le encuentra en Valencia sir-viendo de ayuda de cámara, disfrazado de
maestro, a dos estudiantes de leyes, huérfanos,
americanos. A cada nuevo título académico que
adquiría Zurita cambiaba de amo, pero siempre
seguía siendo criado con aires de pedagogo.
Parecía que su destino era aprenderse de me-
moria, a fuerza de repetirlas, las lecciones que
debían saber los demás. Al cabo supo todo lo
que ignoraban los que medraron mucho más
que él. Zurita les enseñaba... y ellos no aprendí-
an; pero ellos subían y él no adelantaba un pa-
so.
Estas reflexiones no son de Zurita. Aqui-
les seguía pensando que era muy temprano
para medrar. A los veintisiete años emprendió
la carrera de filosofía y letras, que, según él, era
su verdadera vocación. «Ahora me toca estu-
diar a mí» se dijo el infeliz, que no había creci-
do de tanto estudiar; que tenía una palidez
eterna, como reflejo de la palidez de las hojas de sus libros.
¿De qué vivía Zurita después que dejó de
enseñar Retórica y cepillar la ropa a sus discí-
pulos? Vivía de sus ahorros. El ahorro era una
religión y una tradición familiar para Aquiles.
El amanuense de Hermosilla, el que había co-
piado en hermosa letra de Torío toda la Ilíada
en endecasílabos, había sido, además de huma-
nista, avaro; guardaba un cuarto y lo ponía a
parir; y a veces los cuartos del dómine de Azu-
queca parían gemelos. Desde niño Aquiles que
tenía la moral casera por una moral revelada, se
había acostumbrado al ahorro como a una se-
gunda naturaleza. La idea del fruto civil le pa-
recía tan inherente a las leyes de la creación
como la de todo desarrollo y florecimiento. Así
como la tierra -o sea Demetera según Zurita- de
su fecundo seno saca todos los frutos, así el
ahorro en el orden social produce el interés, su
hijo legítimo. Malgastar un cuarto le parecía al
tierno Aquiles tan bárbara acción como hacer malparir a una oveja o aplastarle en el vientre
los póstumos recentales, o como destrozar un
árbol robándole la misteriosa savia que corría a
nutrir y dar color de salud a los frutos incipien-
tes.
Cuando leyó, hombre ya, la apología que
escribió Bastiat del petit centime, Aquiles lloró enternecido. Bastiat fue para él un San Juan del
evangelio económico.
Aquello que la ciencia le decía lo había él
adivinado. Pero ¡con qué elocuencia lo demos-
traba el sabio! ¡La religión del interés! ¡La reli-
gión del ahorro! ¡Las armonías del tanto por
ciento!... Esto era lo que él había aprendido
empíricamente en el hogar bendito. «El dómine
de Azuqueca era, además de un Quintiliano, un
Bastiat inconsciente!». Zurita alababa la memoria de su padre, que tenía un altar en su corazón; y
prestaba dinero a interés a sus condiscípulos.
Como él era estoico, le costó poco trabajo vivir
como un asceta; apenas comía, apenas vestía; su posada era la más barata de Valencia; le sobraba casi todo el sueldo que le daban los estu-
diantes americanos, como antes le había sobra-
do la soldada que recibía del ricacho de Ovie-
do. Cuando Zurita se decidió a estudiar de veras, con independencia, sin dar lecciones ni limpiar
botas, reunía, merced a sus ahorros y a los que
heredara de su padre, una renta de dos mil
trescientos reales, colocada a salto de mata, en
peligrosos parajes del crédito, pero a un interés
muy respetable, en consonancia con el riesgo.
Cobraba los intereses a toca-teja, sin embargo,
merced a su fuerza de voluntad, a su constancia
en el pedir y a la pequeñez de las cantidades
que tenían que entregarle sus deudores. Por
cobrar una peseta de intereses daba tres vueltas
al mundo, y abrumaba al deudor con su pre-
sencia, y se dejaba insultar. Siempre cobraba.
Peseta a peseta y a lo más duro a duro, recogía
sus rentas, las rentas de aquel capital esparcido
a todos los vientos. De los dos mil trescientos
reales le sobraban al año los trescientos para aumentar el capital. Las matrículas no le costa-ban dinero, sino disenterías, porque las ganaba
a fuerza de estudiar. Su presupuesto exigía que
los estudios se los pagase el Estado. Tenía por
consiguiente, que ganar de seguro el premio
llamado... matrícula de honor; tenía que estudiar de manera que a ningún condiscípulo pudiese
ocurrírsele disputarle el premio. Y conseguía su
propósito. No había más que sacrificar el estó-
mago y los ojos. Con sus dos mil reales pagaba
la posada y se vestía y calzaba. Su ambición
oculta, la que apenas se confesaba a sí mismo,
era ir a Madrid. Su gran preocupación eran las
eminencias, a quien también llamaba aquellas lumbreras. Aunque sus aficiones intelectuales y los recuerdos de las enseñanzas domésticas le
inclinaban a las ideas que se suele llamar reac-
cionarias, en punto a lumbreras admiraba las de todos los partidos y escuelas, y lo mismo se
pasmaba ante un discurso de Castelar que ante
una lamentación de Aparisi. ¡Si él pudiese oír
algún día y ver de cerca a todos aquellos sabios que explicaban en la Universidad Central, en el
Ateneo y hasta en el Fomento de las Artes! A
los muchachos valencianos que estudiaban en
Madrid les preguntaba, cuando volvían por el
verano, mil pormenores de las costumbres, fi-
guras y gestos de las lumbreras. Leía todos los libros nuevos que caían en sus manos, y se desesperaba cuando no entendía muy bien las mo-
dernas teorías.
Quedarse zaguero en materia científica o
literaria se le antojaba el colmo de lo ridículo, y
los autores que le atraían a su causa en seguida
eran los que trataban de ignorantes, fanáticos y
trasnochados a los que no seguían sus ideas.
Por más que el corazón le llamaba hacia las
doctrinas tradicionales, al espiritualismo más
puro, los libros de cubierta de color de azafrán,
que entonces empezaban a correr por España
anunciando, entre mil galicismos, que el pen-
samiento era una sección del cerebro, trastor-naban el juicio del pobre Zurita.
La duda entró en su alma como un te-
rremoto, y sus entrañas padecieron mucho con
aquellos estremecimientos de las creencias.
Muchas veces, mientras sacaba lustre a las bo-
tas de algún discípulo muy amado, su pensa-
miento padecía torturas en el potro de una du-
da acerca de la permanencia del yo. -¿El yo de hoy es el yo de ayer, señor Zurita? -le había preguntado un filósofo que acababa de cursar
el doctorado de letras en Madrid, y venía con
una porción de problemas filosóficos en la ma-
leta.
Zurita a sus solas meditaba: «Mi yo de
hoy ¿es el mismo de ayer? Este que limpia estas
botas ¿es el mismo que las limpió ayer?». Y
para sacar mejor el lustre, contrayendo los
músculos de la boca, arrojaba sobre la piel de becerro el aliento de sus pulmones.
El aliento salía caliente, y esto le recorda-ba la teoría de Anaxímenes y en general las de
toda la escuela jónica; y el materialismo anti-
guo, empalmado con el moderno se le volvía a
aparecer mortificándole con sus negaciones
supremas de lo espiritual, inmortal y suprasen-
sible. El pobre muchacho pasaba las de Caín
con estas dudas. En materias literarias también
su pensamiento había sufrido una revolución, co-mo decía Zurita, imitando sin querer el estilo
de las lumbreras. -¡Él, que se había criado en el estilo más clásico que pudo enseñar amanuense
de retórico!- Ya se había acabado la retórica
complicada de las figuras, y según veía por sus
libros, y según lo que le decían los estudiantes
que venían de Madrid, ahora la poesía era obje-
tiva o subjetiva, y el arte tenía una finalidad propia con otra porción de zarandajas filosóficas todas extranjeras. Para enterarse bien de todas
estas y otras muchas novedades, deseaba, sin
poder soñar con otra cosa, verse en la corte en
las cátedras de la Universidad Central, cara a
cara con el profesor insigne de Filosofía a la moda y con el de literatura trascendental y en-revesada.
Llegó el día esperado con tal ansia, y Zu-
rita entró en la corte, y antes de buscar posada,
fue a matricularse en el doctorado de Filosofía
y Letras. Licenciado ya se había hecho, según
queda apuntado.
En la fonda de seis reales sin principio en
que hubo de acomodarse, encontró un filósofo
cejijunto, taciturno y poco limpio que dormía
en su misma alcoba, la cual tenía vistas a la
cocina por un ventanillo cercano al techo... y no
tenía más vistas.
Era el filósofo hombre, o por lo menos fi-
lósofo, de pocas palabras, y jamás a los dispara-
tes que decían los otros huéspedes en la mesa
quería mezclar los que a él pudieran ocurrírse-
le. Zurita le pidió permiso la primera noche
para leer en la cama hasta cerca de la madru-
gada. Separaba los dos miserables catres el espacio en que cabía apenas una mesilla de nogal
mugrienta y desvencijada; allí había que colo-
car el velón de aceite (porque el petróleo apes-
taba), y como la luz podía ofender al filósofo,
que no velaba, creyó Zurita obligación suya
pedir licencia.
El filósofo, que tendría sus treinta y cua-
tro años y parecía un viejo malhumorado, seco
y frío, se desnudaba mirando a Zurita, que ya
estaba entre sábanas, con gesto de lástima orgu-
llosa, y contestó:
-Usted, señor mío, es muy dueño de leer
las horas que quiera, que a mí la luz no me
ofende para dormir. El mal será para V., que
con velar perderá la salud y con leer llenará el
espíritu de prejuicios.
No replicó Zurita, por falta de confianza
pero no dejó de asombrarle aquello de los pre-
juicios. Poco a poco, pero sin trabajo, fue consi-
guiendo que el filósofo se dignara soltar delante de él alguna sentencia, no a la mesa al almor-
zar o al cenar, sino en la alcoba antes de dor-
mirse.
Como Zurita observase que el señor don
Cipriano, que así se llamaba, y nunca supo su
apellido, sobre todo asunto de ciencia o arte
daba sentencia firme y en dos palabras conde-
naba a un sabio y en media absolvía a otro, se le
ocurrió preguntarle un día que a qué hora es-
tudiaba tanto como necesitaba saber para ser
juez inapelable en todas las cuestiones. Sonrió
don Cipriano y dijo:
-Ha de saber el licenciado Zurita que no-
sotros no leemos libros, sino que «aprendemos en
la propia reflexión, ante nosotros mismos, todo lo que hay puesto en la conciencia para conocer en
vista inmediata, no por saberlo, sino por serlo».
Y se acostó el filósofo sin decir más, y a
poco roncaba.
Zurita aquella noche no podía parar
atención en lo que leía, y dejaba el libro a cada
pocos minutos, y se incorporaba en su catre
para ver al filósofo dormir.
Empezaba a parecerle un tantico ridículo
buscar la sabiduría en los libros, mientras otros
roncando se lo encontraban todo sabido al des-
pertar.
Algunas veces había visto al don Cipria-
no en los claustros de la Universidad; pero,
como sabía que no era estudiante, no podía
averiguar a qué iba allí.
Una noche, en que la confianza fue a más
se atrevió a preguntárselo.
El filósofo le dijo que él también iba a cá-
tedra, pero no con el intento de tomar grados ni
títulos, sino con el de comulgar en la ciencia con sus semejantes, como también Zurita podía
hacer, si le parecía conveniente.
Contestó Aquiles que nada sería más de
su agrado que estudiar desinteresadamente y
comulgar en aquello que se le había dicho.
A los pocos días Zurita comenzaba a ser
krausista como el señor don Cipriano, con
quien asistía a una cátedra que ponía un señor
muy triste. Sin dejar las clases en que estaba
matriculado, consagró lo más y lo principal de
su atención a la nueva filosofía (nueva para él)
que le enseñaba el señor taciturno, con ayuda
del filósofo de la posada. Don Cipriano le decía
que al principio no entendería ni una palabra;
que un año, y aun dos, eran pocos para comen-
zar a iniciarse en aquella filosofía armónica,
que era la única; pero que no por eso debía
desmayar, pues, como aseguraba el profesor,
para ser filósofo no se necesita tener talento.
Estas razones no le parecían muy fuertes a Zu-
rita, porque ni él necesitaba tales consuelos, ni
había dejado de entender una palabra de cuan-
tas oyera al profesor.
A esto replicaba don Cipriano que lo de creer entenderle era un puro prejuicio, preocupación subjetiva, y el declarar que entendía,
prueba segura de no entender.
Cada día iba estando más clara para el
buen Aquiles la doctrina del maestro; pero co-
mo don Cipriano se obstinaba en probarle que
era imposible que comprendiese de buenas a
primeras lo que otros empezaban a vislumbrar
a los tres años de estudio, el dócil alcarreño se
persuadió al cabo de que vivía a oscuras y de
que el ver la luz de la razón iba para largo.
Tendría paciencia.
Cuando el catedrático de los anteojos le
preguntó si era hijo de Peleo y lo que era cono-
cimiento en Valencia, Aquiles desahogó la tris-
teza que le produjo el ridículo en el pecho de su
filósofo de la posada.
-Merecida se tiene usted esa humillación,
por asistir a esas cátedras de pensadores me-
ramente subjetivos, que comienzan la ciencia desde la abstracción imponiendo ideas particulares como si fueran evidentes.
-Pero, señor don Cipriano, como yo nece-
sito probar el doctorado...
-Déjese usted de títulos y relumbrones.
¿No es usted ya licenciado? ¿No le basta eso?
-Pero, como quiero hacer oposición a cá-
tedras...
-Hágalas usted.
-¿Cómo, sin ser doctor?
-A cátedras de Instituto.
-Pero esas no tienen ascensos, ni derechos
pasivos, y si llego a casarme...
-¡Ta, ta, ta! ¿Qué tiene que ver la ciencia
con las clases pasivas ni con su futura de usted?
El filósofo no se casa si no puede. ¿No sabe usted, señor mío, amar la ciencia por la ciencia?...
Concrétese usted a una aspiración; determine
usted su vocación, dedicándose, por ejemplo, a
una cátedra de Psicología, Lógica y Ética, y
prescinda de lo demás. Así se es filósofo, y sólo
así.
Zurita no volvió a la cátedra del señor de
los ojos ahumados.
Perdió el curso, es decir, no se examinó
siquiera, ni volvió a pensar en el doctorado,
que era su ambición única allá en Valencia.
Lo que a él le importaba ahora ya no era
un título más, sino encontrar a Dios en la conciencia, siendo uno con Él y bajo Él.
Buscaba Aquiles, pero Dios no aparecía
de ese modo.
Su vida material (la de Zurita) no tenía accidentes dignos de mención. Pasaba el día en
la Universidad o en su cuartito junto a la coci-
na. En la mesa le dejaban los peores bocados y
los comía sin protestar. La patrona, que era
viuda de un escritor público y tenía un lunar
amarillo con tres pelitos rizados cerca de la
boca, la patrona miraba con ojos tiernos (restos
de un romanticismo ahumado en la cocina) a su
huésped predilecto, al pobre Zurita, capaz de
comer suelas de alpargata si venían con los
requisitos ordinarios de las chuletas rebozadas
con pan tostado. Nunca atendía al subsuelo
Aquiles. Debajo del pan, cualquier cosa; él de
todos modos lo llamaría chuleta. Mascaba y
tragaba distraído; si el bocado de estopa, o lo
que fuese, oponía una resistencia heroica a
convertirse en bolo alimenticio y no quería pa-
sar del gaznate, a Zurita se le pasaba por la
imaginación que estaba comiendo algo cuya
finalidad no era la deglución ni la digestión;
pero se resignaba. ¡Era cuestión tan baladí averiguar si aquello era carne o pelote!
¡Con qué lástima miraba Aquiles a un
huésped, estudiante de Farmacia, que todos los
días protestaba las chuletas de doña Concha (la
patrona), diciendo que «aquello no constituía
un plato fuerte, como exigían las bases del con-trato, y que él no quería ser víctima de una mis-
tificación»! ¡Si estaría lleno de prejuicios aquel estudiante! Doña Concha le servía un par de
huevos fritos sucedáneos de la chuleta. El estu-
diante de Farmacia, por fórmula, pedía siempre
la chuleta, pero dispuesto a comer los huevos.
La criada acudía con el plato no constituyente, como le llamaban los otros huéspedes; el de
Farmacia, con un gesto majestuoso, lo rechaza-
ba y decía «¡huevos!» como pudiera haber di-
cho Delenda est Carthago. La chuleta del estu-
diante, según los maliciosos, ya no era de carne,
era de madera, como la comida de teatro. Esto
se confirmó un día en que doña Concha,
haciendo la apología de la paciencia gástrica de Zurita, exclamó: «¡Ese ángel de Dios y de las
escuelas sería capaz de comerse la chuleta del
boticario!».
Don Cipriano ya no almorzaba ni comía
en la casa. No venía más que a dormir.
Zurita le veía pocas veces en la cátedra
del filósofo triste. El otro le explicaba su ausen-
cia diciendo:
-Es que ahora voy a oír a Salmerón y a
Giner. Usted todavía no está para eso.
En efecto, Zurita, aunque empezaba a
sospechar que su profesor de filosofía armónica
no daba un paso, se guardaba de dar crédito a
estas aprensiones subjetivas, y continuaba creyendo al sabio melancólico bajo su palabra.
Una noche D. Cipriano entró furioso en
la alcoba; Zurita, que meditaba, con las manos
cruzadas sobre la cabeza, metido en la cama, pero sentado y vestido de medio cuerpo arriba;
Zurita, volviendo de sus espacios imaginarios,
le preguntó:
-¿Qué hay, maestro?
-¡Lea V.! -gritó D. Cipriano, y le puso de-
lante de los ojos un papel impreso en que al
filósofo de seis reales sin principio y a otros
como él les llamaban, sin nombrarles, attachés, o sea agregados, del krausismo. Zurita se encogió
de hombros. No comprendía por qué D. Ci-
priano se irritaba; ni ser agregado de la ciencia le parecía un insulto, ni quien escribía aquello,
que era un pensador meramente discursivo, de
ingenio, pero irracional (según la suave jerga de D. Cipriano), merecía que se tomase en cuenta
su opinión.
El filósofo llamó idiota a Zurita y apagó
la luz con un soplo cargado de ira.