- III -

Muy en serio había tomado Aquiles lo de

ver dentro de sí -siendo uno con él- a Su Divina

Majestad. Se le antojaba que de puro zote no

encontraba en sí aquella unidad en el Ser que

para D. Cipriano y el catedrático triste era cosa

corriente.

El filósofo se retiraba tarde, pero dormía

la mañana. Aquiles se acostaba para que no se

le enfriasen los pies al calentársele la cabeza; y

sentado en el lecho, que parecía sepultura, me-

ditaba gran parte de la noche, primero acom-

pañado de la mísera luz del velón, después de

las doce a oscuras; porque la patrona le había

dicho que aquel gasto de aceite iba fuera de la

cuenta del pupilaje. Mientras D. Cipriano ron-

caba y a veces reía entre sueños, Zurita pasaba

revista a todos los recursos que le habían ense-

ñado para prescindir de su propio yo, como tal

yo finito (este que está aquí, sin más). El sueño le rendía, y cuando empezaban a zumbarle los

oídos, y se le cerraban los ojos, y perdía la con-

ciencia del lugar y la del contacto, era cuando

se le figuraba que iba entrando en el yo en sí, antes de la distinción de mí a lo demás. . y en tan preciosos momentos se quedaba el pobre dor-mido. De modo que no parecía Dios.

Se quejaba el infeliz a su mentor, y don

Cipriano le decía:

-Cómprese V. una cafetera y tome mucho

café por la noche.

Así lo hizo Aquiles, aunque a costa de

grandes sacrificios. Como se alimentaba poco y

mal, y no tomaba ordinariamente café, por es-

píritu de ahorro, el moka de castañas y otros

indígenas le produjo los primeros días excita-

ciones nerviosas, que le ponían medio loco.

Hacía muecas automáticas, guiñaba los ojos sin

querer y daba brincos sin saberlo. Pero conseguía su propósito: no se dormía.

Aunque el Ser en la Unidad no acababa

de presentársele, tenía grandes esperanzas de

poseer la apetecida visión en breve. ¡El café le

hacía pensar cada cosa! A lo mejor le entraba,

sin saber por qué y sin motivos racionales, un

amor descomunal a la Humanidad de la Tierra,

como decía él, copiando a D. Cipriano. Lloraba

de ternura considerando las armonías del Uni-

verso, y la dignidad de su categoría de ser

consciente y libre le ponía muy hueco. Todo

esto a oscuras y mientras roncaba D. Cipriano.

Pero ¡oh dolor!, al cabo de pocas semanas

el café perdió su misterioso poder, y le hizo el

mismo efecto que si fuese agua de castañas,

como efectivamente era. Volvía a dormirse en

el instante crítico de disolverse en lo Infinito,

siendo uno con el Todo, sin dejar de ser este que individualmente era, Zurita.

-Pero V., D. Cipriano -preguntaba des-

consolado el triste Aquiles al filósofo cuando

este despertaba (ya cerca de las doce de la ma-

ñana)-, ¿V. ve realmente a Dios en la Concien-

cia, siendo uno con Él?

-Y tanto como veo -respondía el filósofo

mientras se ponía los calcetines, de que no haré

descripción de ningún género. Baste decir, por

lo que respecta a la ropa blanca del pensador,

que no había tal blancura, y que si era un se-

pulcro D. Cipriano, no era de los blanqueados

por fuera; la ropa de color había mejorado, pero

en paños menores era el mismo de siempre.

-Y diga V., ¿dónde consiguió ver por

primera vez la Unidad del Ser dentro de sí?

-En la Moncloa. Pero eso es accidental; lo

que conviene es darse grandes paseos por las

afueras. En las Vistillas, en la Virgen del Puerto,

en la Ronda de Recoletos, en Atocha, en la Ven-

ta del Espíritu Santo y en otros muchos parajes

por el estilo he disfrutado muchas veces de esa vista interior por que V. suspira.

Desde entonces Zurita dio grandes pa-

seos, a riesgo de romper las suelas de los zapa-

tos, pero no consiguió su propósito; le robaron

el reloj de plata que heredara de sus mayores,

mas no se le apareció el Ser en la Unidad.

-¿Pero V. lo ve? -repetía el aprendiz.

-¡Cuando le digo a V. que sí!

Zurita empezaba a desconfiar de ser en la

vida un filósofo sin prejuicios. «¡Este maldito yo finito, de que no puedo prescindir!».

Aquel yo que se llamaba Aquiles le tenía

desesperado.

Nada, nada, no había medio de verse en

la Unidad del ser pensado y el ser que piensa

bajo Dios. ¡Y para esto había él perdido el curso

del Doctorado!

El hijo del dómine de Azuqueca se hubie-ra vuelto loco, de fijo, si Dios, que veía sus bue-

nas intenciones, no se hubiera compadecido de

él apartando de su trato a don Cipriano, que se

fue a otra posada, y no volvió por la de Zurita

ni por la Universidad, y trayendo a España

nuevas corrientes filosóficas, que también habí-

an de volverle la cabeza a Aquiles, pero de otro

lado.

Por aquel tiempo recibió una carta de

una antigua amiga de Valencia que se había

trasladado a Madrid, donde su esposo tenía

empleo, y le llamaba para que, si era tan bueno,

diese lección de latín a un hijo de las entrañas,

mucho más mocoso que amigo de los clásicos.

No pensaba Zurita aceptar la proposición, pues

aunque sus rentas eran lo escasas que sabemos,

a él le bastaban, y la filosofía, además, no le

permitía perder el tiempo en niñerías por el vil

interés; pero fue a ver a la señora para decírselo

todo en persona.

Era la dama, o rica o amiga de aparentar-lo, porque su casa parecía de gran lujo y allí

vio, palpó y hasta olió Zurita cuanto inventó el

diablo para regalo de los sentidos perezosos. Lo

peor de la casa era el marido, casi enano, bizco,

y de tan malos humores, que los vomitaba en

forma de improperios de la mañana a la noche;

pero estaba poco en casa, de lo que se mostraba

muy contenta la señora. Esta llamada doña En-

gracia, era beata de las orgullosas, de las que se

ponen muy encarnadas si oyen hablar mal de

los curas malos, como si fuesen ellas quien les

cría; su virtud parecía cosa de apuesta, más la

tenía por tesón que por amor de Dios, que era

como no tenerla. Siempre hablaba de privacio-

nes de penitencias; pero, como no fuera de lo

desagradable, lo pobre y lo feo, no se sabía de

qué se privaba aquella señora, rodeada de seda

y terciopelo, que pisaba en blanduras recostan-

do el cuerpo, forrado de batista, en muebles

que hacían caricias suaves como de abrazos al

que se sentaba o tendía en ellos. Verdad es que

ayunaba y comía de vigilia siempre que era de precepto, y otras veces por devoción; pero sus

ayunos eran pobreza del estómago, que no re-

sistía más alimento, y sus vigilias comer maris-

cos exquisitos y pescados finos y beber vinos

deliciosos. No tenía amante doña Engracia, y

como el marido bizco y de forma de chaparro

no hacía cuenta, sus veintinueve años (los de la

dama) estaban en barbecho. No le faltaban de-

seos, tentaciones, que ella atribuía al diablo;

pero por salir con la suya rechazaba a cuantos

se le acercaban con miras de pecar. Mas la ocio-

sa lascivia hurgaba, y como no tenía salida,

daba coces contra los sentidos que se quejaban

de cien maneras. Pasaba la señora el día y la

noche en discurrir alguna traza para satisfacer

aquellas ansias sin dejar de parecer buena, sin

que hubiera miedo de que el mundo pudiese

sospechar que las satisfacía. Y al cabo el diablo,

que no podía ser otro, le apuntó lo que había de

hacer, poniéndole en la memoria al don Aqui-

les Zurita que había conocido en Valencia.

Para abreviar (que no es esta la historia de doña Engracia, sino la de Zurita), la dama

consiguió que el filosofastro «le sacrificara»,

como ella dijo, una hora cada día para enseñar

latín al muchacho. Al principio la lección la

tenían a solas maestro y discípulo; pero, pasada

una semana, la madre del niño comenzó a dejar

olvidados en la sala de la lección pañuelos, ovi-

llos de hilo, tijeras y otros artículos, y al cabo no

hacía ya más que entrar y salir, y más al cabo

no hacía más que entrar y no salir; con lo que

Zurita, a pesar de su modestia e inocencia prís-

tina, comenzó a sospechar que doña Engracia

se había aficionado a su persona.

¡Rara coincidencia! Observación parecida

había hecho en la posada, notando que la pa-

trona, doña Concha, suspiraba, bajaba los ojos y

retorcía las puntas del delantal en cuanto se

quedaba sola con él. Los suspiros eran de bom-

ba real allá en la noche, cuando Aquiles medi-

taba o leía, y la viuda, que dormía pared por

medio, velaba distraída en amorosas cavilacio-nes. En una ocasión tuvo el eterno estudiante

que dejar las ociosas plumas (que eran de paja

y pelote duro) porque la disentería le apuraba -

¡tanto estudiar!- y a media noche, descalzo y a

oscuras, se aventuró por los pasillos. Equivocó

el camino, y de golpe y porrazo dio en la alcoba

de doña Concha. La viuda, al sentir por los pa-

sillos al joven, había apagado la luz y esperaba,

con vaga esperanza, que una resolución heroica

del muchacho precipitase los acontecimientos

que ella en vano quería facilitar a fuerza de

suspiros simbólicos. Doña Concha era románti-

ca tan consecuente como Moyano, y hubiera

preferido una declaración a la luz de la luna y

por sus pasos contados, con muchos preparati-

vos, graduada y matizada; pero, ya que el ar-

diente doncel prefería un ataque brutal, ella

estaba dispuesta a todo, aunque reservándose

el derecho de una protesta tímida y débil, más

por lo que se refería a la forma que por otra

cosa. Doña Concha tenía cuarenta años bien conservados, pero cuarenta...

Cuando conoció su error, que fue pronto,

Zurita se deshizo en excusas y buscó precipita-

damente la puerta. Entonces el pudor de la pa-

trona despertó como el león de España de 1808

y comenzó a gritar: «¡Ladrones!, ¡ladrones!

¿Quién anda ahí?... ¡Oigan la mosquita muer-

ta!», y otros tópicos de los muchos que ella co-

nocía para situaciones análogas. El amor propio

no le dejó a la viuda creer lo de la equivocación,

y se inclinó a pensar que el prudente Aquiles,

en un momento de amor furioso, se había le-

vantado y había acometido la empresa formi-

dable de que luego se arrepintiera, tal vez por

la pureza de su amor secreto.

Ello es que la viuda siguió suspirando, y

hasta se propasó, cuando vino la primavera, a

dejar todas las mañanas en un búcaro de barro

cocido un ramo de violetas sobre la mesilla de

noche del filosofastro.

Comprendiendo Aquiles que aquella pa-

sión de doña Concha le distraía de sus reflexio-

nes y le hacía pensar demasiado en las calida-

des del yo finito, decidió dejar la posada de las chuletas de cartón-piedra, y sin oír a los sentidos, que le pedían el pasto perpetuamente ne-

gado, salió con su baúl, sus libros y su filosofía

armónica de la isla encantada en que aquella

Circe, con su lunar junto a la boca, ofrecía ca-

ma, cocido y amor romántico por seis reales...

sin principio.

Más peligrosa era la flirtation de doña

Engracia, que cada día se insinuaba con mayor

atrevimiento. Vestía aquella señora en casa

unos diablos de batas de finísima tela que se

pegaba al cuerpo de diosa de la enemiga como

la hiedra al olmo; se sentaba en el sofá, y en la

silla larga, y en el confidente (todo ello blando,

turgente y lleno de provocaciones), con tales

posturas, doblándose de un modo y enseñando

unas puntas de pie, unos comienzos de secretos

de alabastro y unas líneas curvas que marea-ban, con tal arte y hechicería, que el mísero Zu-

rita no podía pensar en otra cosa, y estuvo una

semana entera apartado de su investigación de

la Unidad del Ser en la conciencia, por no creer-

se digno de que ideas y comuniones tan altas

entrasen en su pobre morada.

Según huían los pensamientos filosóficos,

despertaban en el cerebro del hijo del dómine

recuerdos de los estudios clásicos y se le apare-

cía Safo con aquel zumbar de oídos, que a él también le sorprendiera algunas veces cuando do-

ña Engracia se le acercaba hasta tocarle las rodi-

llas con las suyas. Entonces también le venía a

la memoria aquello de Ovidio en la Elegía IV

de Los Amores:

Quidquid ibi poteris tangere, tange mei...

¡Ovidio! De coro se lo sabía Aquiles, pero

¡con qué desinterés! Sin que un mal pensamien-

to surgiese en su mollera, consagrada a las humanidades, en la juventud risueña Aquiles

había traducido y admirado, desde el punto de

vista del arte, todas las picardías galantes del

poeta de las Metamorfosis. Sabía cómo había que enamorar a una casada, las ocasiones que se

debían aprovechar y las maniobras a que se la

sujetaba para que no pudiera inspirar celos al

amante el marido. Pero todo esto le parecía

antes a Zurita bromas de Ovidio, mentiras

hermosas para llenar hexámetros y pentáme-

tros.

Mas ¡ay!, ahora los dísticos del poeta de

los cosméticos volvían a su cerebro echando

fuego, cargados de aromas embriagadores, con

doble sentido, llenos de vida, significando lo

que antes Aquiles no podía comprender.

¡Cuántas veces, mientras estaba al lado de doña

Engracia, como un palomino aturdido, sin dar

pie ni mano, venían a su imaginación los pérfi-

dos consejos del poeta lascivo!

¡Y qué extraña mezcla harían allí dentro los versos del latino y los sanos preceptos de

los Mandamientos de la Humanidad vulgarizados

en francés por el simpático filósofo de Bruselas

Mr. Tiberghien! «¡Vaya una manera de buscar

lo Absoluto dentro de mí siendo uno conmi-

go!», pensaba Zurita.

-Sin embargo -añadía- yo no sucumbiré,

porque estoy decidido a no declararme a doña

Engracia, y ella, es claro que no se atreverá a ser

la que envide; porque, como dice el condenado

pagano, no hay que esperar que la mujer em-

prenda el ataque, aunque lo desee:

Vir prior accedat; vir verba precantia dicat: Excipiet blandas comiter illa preces.

Ut potiare roga; tantum cupit illa rogari.

A pesar de tanto latín, Aquiles y Ovidio se equivocaron por esta vez, porque doña Engracia, convencida de que el tímido profesor de

Humanidades jamás daría el paso definitivo, el

que ella anhelaba, se arrojó a la mayor locura.

Pálida, con la voz temblona, desgreñada, se

declaró insensata un día al anochecer, estando

solos. Pero Aquiles dio un brinco enérgico y

dejó el bastón (pues capa no tenía) en casa de aquella especie de Pasifae enamorada de un

cuadrúpedo.

-¡Sí, un cuadrúpedo! -iba pensando por la

calle él- por que debiendo haber huido antes,

esperé a esta vergüenza, y estoy en ridículo a

los ojos de esa mujer, y no muy medrado a los de mi conciencia, que mucho antes quiso el

remedio de la fuga, y no fue oída.

Pero si al principio se apostrofó de esta

suerte, más tarde, aquella misma noche, re-

flexionando y leyendo libros de moral, pudo

apreciar con más justicia el mérito de su resis-

tencia. Comió muy mal, como solía, pues para

él mudar de posada sólo era mudar de hambre,

y las chuletas de aquí sólo se diferenciaban de

las de allá en que las unas podían ser de jaco

andaluz y las otras de rocín gallego; mas para

celebrar el triunfo moral del ángel sobre la bestia, como él decía, se toleró el lujo de pedir a la criada vino de lo que costaba a dos reales bote-lla. Ordinariamente no lo probaba. Salió de su

casa Aquiles a dar un paseo. Hacía calor. El

cielo ostentaba todos sus brillantes. Debajo de

algunos árboles de Recoletos, Zurita se detuvo

para aspirar aromas embriagadores, que le re-

cordaban los perfumes de Engracia. ¡Oh, sí,

estaba contento! ¡Había vencido la tentación!

¡Aquella hermosa tentación!... ¿Quién se lo

hubiera dicho al catedrático de los anteojos

ahumados? Aquel pobre Aquiles tan ridículo

había rechazado en poco tiempo el amor de dos

mujeres. Dejemos a un lado a doña Concha,

aunque no era grano de anís; pero ¿y doña En-

gracia? Era digna de un príncipe. Pues bien, se

había enamorado de él, le había provocado con

todas las palabras de miel, con todos los suspi-

ros de fuego, con todas las miradas de gancho,

con todas las posturas de lazo, con todos los

contactos de liga... y la mosca, la salamandra, el

pez, el bruto, el ave no habían sucumbido. ¿Por

qué se había enamorado de él aquella señora?

Zurita no se hacía ilusiones; aun ahora se veía

en la sombra, entre los árboles, y reconocía que

ni fantaseada por la luz de las estrellas su figu-

ra tenía el patrón de Apolo. Doña Engracia

había amado en él el capricho y el misterio.

Aquel hombre tímido, para quien un triunfo

que otros divulgaban era una abominación, un

pecado irredimible, callaría hasta la muerte. El placer con Zurita era una singular manera del

placer solitario. «Además, añadía para sus

adentros Aquiles, yo sé por la Historia que ha

habido extrañas aberraciones del amor en ilus-

tres princesas; una se enamoró de un mono,

otra de un enano, aquella de un cretino... y Pa-

sifae de un toro, aunque esto es fabuloso; ¿por

qué no se ha de enamorar de mí una mujer ca-

prichosa?». Esta humildad positiva con que

Zurita reconocía la escasez de sus encantos,

esta sublime modestia con que se comparaba a

un mono, le inundaba el alma de una satisfac-

ción y de un orgullo legítimos.

Y así, muy en su derecho, suspiró, como

quien respira después de un aprieto, mirando

a su sombra desairada, y en voz alta, para oírse

a sí mismo, exclamó contento ( compos voti, pen-só él):

-¡Oh, lo que es psicológicamente conside-

rado... no soy una vulgaridad!

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