Capítulo II

 

Ambas permanecieron silenciosas por espacio de un minuto, ya que tan grande era el asombro que no tenían palabras para expresarlo; luego, y a un mismo tiempo, saltaron las dos y tocaron tímidamente la torta con un dedo, preparadas para verla volar por los aires arrastradas por alguna fuerza mágica. Sin embargo, el postre permaneció tranquilamente en el fondo de la cesta. Las niñas exhalaron entonces un profundo suspiro de alivio porque, aunque no creían en hechicerías, lo que acababa de ocurrir parecía cosa de magia.

—¡El perro no la comió!…

¡Sally no se la llevó!…

—¿Cómo lo sabes?

—Ella no nos la habría devuelto…

—¿Quién lo hizo, pues?

—Lo ignoro, pero de cualquier manera, lo perdono.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Betty pensando que después de aquel susto iba a ser imposible sentarse tranquilamente a tomar el té.

—Comamos la torta lo más rápido que podamos. —Y dividiendo la torta con un solo golpe de cuchillo Bab aseguró su trozo contra todo posible riesgo.

Pronto le dieron fin acompañándola con sorbos de leche, y mientras comían apresuradamente no dejaban de mirar en derredor, pues temían que el extraño perro volviera a aparecer…

—Bueno, ¡quisiera ver ahora quién se atreve a quitarme mi trozo de torta!… —exclamó Bab en son de desafío al mismo tiempo que mordía su mitad de la B.

—¡O el mío!… —tosió Betty, ahogada por una pasa que no quiso pasar rápidamente por su garganta.

—Deberíamos limpiar todo esto y simular que nos azotó un terremoto —sugirió Bab, juzgando que sólo semejante conmoción de la naturaleza podía explicar el aspecto desolado que ofrecía su familia.

—¡Buena idea!… A mi pobre Linda la golpearon en la nariz. ¡Querida mía!… ¡Ven con tu mamá que ella te sanará! —murmuro Betty levantando a su ídolo que yacía entre una maraña de pasto y limpiando el rostro de Belinda que, sin embargo, sonreía heroicamente.

—Con toda seguridad que esta noche tendrás tos ferina. Sería bueno preparar una tisana con un poco de agua y el azúcar que nos queda… —manifestó Bab a quien agradaba en extremo inventar recetas para las muñecas.

—Quizás ocurra lo que tú dices, pero entretanto no necesitas ponerte a estornudar por mis hijos —replicó Betty fastidiada, pues los últimos acontecimientos habían alterado su natural carácter conciliador.

—¡Yo no estornude!… Bastante tengo con conversar, llorar y toser por mis pobres criaturas para ocuparme de las tuyas —gritó Bab más enfadada aún que su hermana.

—¿Quién lo hizo, entonces? Yo he oído un estornudo con toda claridad —y Betty miro hacia el verde techo como si el sonido hubiera provenido de allí. A excepción de un pajarito amarillo que piando se balanceaba sobre las grandes lilas no había ningún otro ser viviente a la vista.

—Los pájaros no estornudan, ¿verdad? —preguntó Betty dirigiendo al animalito una mirada de sospecha.

—¡Tonta!… ¡Por supuesto que no!…

—Me agradaría saber entonces quién anda por aquí estornudando y riéndose. Quizá sea el perro… —sugirió Betty algo tranquilizada por esa idea.

—Excepto el de mamá Hubbard ningún perro se ríe. Pero éste es tan extraño que tal vez también él separa hacerlo. ¿Adónde se habrá ido? —y Bab echó un vistazo hacia ambos lados de la avenida con el deseo de volver a ver al gracioso animal.

—Lo que se es adonde me voy a ir yo —dijo Betty guardando las muñecas en su delantal con más apuro que cuidado—. Voy derecho a casa a contarle a mamá lo ocurrido. No me gustan estas cosas y además tengo miedo.

—Yo no, pero creo que está por llover de manera que también tendré que irme —contesto Bab aprovechando la excusa que le ofrecían unas nubes que cruzaban el cielo, ya que le molestaba demostrar que sentía temor por algo.

Bab levanto la mesa rápidamente tomando el mantel por las cuatro puntas, puso la vajilla en su delantal, amontono encima a sus hijos y declaro que estaba lista para partir. Betty se demoró un instante guardando las cosas que la lluvia podía estropear y cuando se volvía para recoger el rojo dogal que colgaba del llamador vio sobre los escalones de piedras dos hermosas rosas rojas.

—¡Oh, Bab!… ¡Mira!… He aquí las rosas que tanto deseábamos. ¿No es maravilloso que el viento las haya arrojado a nuestros pies? —gritó levantándolas y corriendo tras de su hermana quien se alejaba preocupada sin poder dejar de pensar en declarada enemiga Sally Folsom.

Las flores llenaron de alegría a las dos niñas. Mucho las habían deseado, pero resistieron con firmeza la tentación de treparse a las rejas para cortarlas. La mamá les había prohibido semejantes piruetas desde que Bab se cayera por querer alcanzar una rama de madreselva que florecía sobre el dintel del «porch».

Se fueron a su casa y divirtieron a la señora Moss contándole lo ocurrido. Porque a ella no le impresionaron ni los misteriosos estornudos ni las extrañas risas, e imaginó que todo sería consecuencia de alguna travesura de las niñas.

—El lunes haremos una excursión para descubrir qué hay oculto por allí —fue su único comentario.

Pero la señora Moss no pudo cumplir su promesa porque el lunes llovió. Protegidas por sus botitas de goma, las pequeñas fueron al colegio chapoteando como dos patitos en cuanto charco encontraban. Llevaron sus almuerzos, y a mediodía, entretuvieron a un grupo de compañeras relatándoles lo que vieran hacer al misterioso perro, el cual andaba merodeando por la vecindad y había sido visto por varias niñas en el patio del fondo de sus casas. A todas se había dirigido como si quisiera pedirles algo, pero ante ninguna había hecho las exhibiciones y proezas que hiciera ante Betty y Bab, razón por la cual ellas se daban importancia llamándolo nuestro perro. El paseo de la torta continuaba siendo un enigma, ya que Sally Folson declaro solemnemente que esa tarde, y a esa misma hora, ella había estado jugando al tejo en el granero de Mamie Snow. A excepción de las dos niñas, nadie se había acercado a la viera casa, de modo que ninguna pudo arrojar una luz sobre aquel sino alar suceso.

La historia produjo gran efecto, pues basta la maestra se mostró interesada y relato las habilidades de un prestigitador por obra de quien ella viera como una pila de pasteles permanecían suspendidos en el aire por espacio de varios minutos. Durante el primer recreo Bab casi se desarticulo parte del cuerpo tratando de imitar las contorsiones del perro. Las había practicado en la cama con gran éxito, pero el piso de madera era cosa muy distinta como lo demostraban sus codos y rodillas.

—¡Parecía tan fácil!… Pero no sé cómo lo hizo… —dijo después de darse un tremendo golpe al tratar de caminar sobre las manos.

—¡Mi Dios!… ¡Helo aquí!… —gritó Betty quien estaba sentada sobre una pila de leños junto a la puerta, mirándolo con curiosidad.

Se produjo una corrida general y dieciséis niñas, no obstante la lluvia, asomaron sus curiosas cabecitas como si en lugar de un pobre perro que trotaba sobre el barro fueran a ver la carroza de la Cenicienta.

—¡Llámalo y hazlo bailar!… —pidieron las pequeñas trinando a coro. Parecía que una bandada de gorriones había tomado posesión del cobertizo

—Lo llamare. Él me conoce —y Bab se incorporó olvidando que dos días antes había perseguido y maldecido al animal.

Pero, evidentemente, éste no lo había olvidado, porque, aunque se detuvo y las miro ansiosamente, no se acercó y permaneció parado bajo la lluvia, manchado de barro, moviendo con lentitud el pompón de la cola y dirigiendo la punta de su rosada nariz hacia donde estaban, ya vacías, las canastas de la merienda.

—Tiene hambre; dale algo de comer así se convencerá de que no queremos hacerle daño —sugirió Sally ofreciéndole ella misma su último trozo de pan con manteca.

Bab tomo su cesta vacía y recogió todas las sobras y restos de comida; luego trató de convencer a la pobre bestia para que entrara a comer y a buscar un poco de consuelo. Pero el perro sólo se acercó hasta la puerta y sentándose sobre sus patas traseras suplicó con ojos tan conmovedores que Bab dejo en el suelo el canastito y retrocediendo unos pasos dijo:

—¡Está muerto de hambre!… Dejemos que coma tranquilo todo lo que quiera.

Las niñas se retiraron haciendo comentarios llenos de compasión e interés. Pero hay que advertir que la caridad de las niñas no fue recompensada como ellas esperaban, pues no bien el perro vio el campo libre, se abalanzo hacia la cesta, y tomándola entre los dientes, desapareció calle abajo a toda velocidad. Las niñas lanzaron grandes gritos, especialmente Bab y Betty, quienes habían sido violentamente despojadas de su cesta nueva. Pero nadie pudo perseguir al ladrón, porque sonó la campana y las niñas tuvieron que regresar a clase; mas lo hicieron en tal estado de excitación, que los varones se acercaron en tumulto a averiguar la causa de tamaño alboroto.

A la hora de salida el sol brillaba en el cielo y Bay y Betty corrieron a casa para contarle a la madre lo que ocurriera seguras de que ella las consolaría como lo hizo efectivamente.

—No se preocupen, queridas; yo les comprare una cesta nueva si el perro no se las devuelve como la vez anterior. Ya que está muy húmedo para jugar afuera, iremos a visitar la vieja cochera como les prometí. No se quiten los zapatos de goma y vamos.

La perspectiva de tan extraordinaria excursión calmó el desconsuelo de las pequeñas, y para allá salieron saltando alegremente por el arenoso sendero mientras la señora Moss las seguía recogiéndose la falda con una mano y llevando en la otra un gran manojo de llaves. Ellas vivían en el pabellón de entrada, y la señora tenía a su cargo el cuidado de la casa grande.

La puerta pequeña de la cochera estaba cerrada por dentro, pero la principal tenía un candado que fue abierto rápidamente para permitir que las niñas entraran. Tal era la curiosidad y ansiedad que las embargaba, que ni siquiera atinaron a lanzar una exclamación cuando se encontraron dueñas del viejo coche que tanto habían deseado. El carruaje se hallaba polvoriento y mohoso, pero tenía un asiento alto, una puertecilla, una escalerilla y varios detalles más que a los ojos de las niñas superaban todas las maravillas imaginables.

Bah se dirigió derecho al pescante y Betty a la portezuela, pero ambas descendieron más rápido de lo que habían subido al oír un ladrido que salía del interior del coche y una voz muy baja que decía:

—¡Quieto, Sancho!… ¡Quieto!…

—¿Quién está allí? —preguntó la señora Moss con acento autoritario mientras retrocedía en dirección a la puerta con ambas niñas colgadas de sus faldas.

Una cabeza blanca, lanuda y bien conocida apareció por la ventanilla rota y emitiendo un suave quejido pareció decir:

«No se alarmen, señoras; no les liaremos daño».

—¡Sal en seguida si no quieres que vaya a buscarte!… —ordenó la señora Moss súbitamente envalentonada al ver que por debajo del coche asomaba un par de pequeños zapatos polvorientos.

—Sí, señora saldré tan pronto como pueda… —respondió una voz, humildemente, cuyo dueño resultó ser un atado de harapos que surgió de la oscuridad seguido del perro, el cual se sentó a los pies de su ama, en actitud vigilante como si quisiera decir que saltaría sobre cualquiera que osase acercarse demasiado.

—¿Me dirás quién eres y cómo llegaste hasta aquí? —inquirió la señora Moss procurando hablar con severidad, aunque su mirada reflejaba una gran piedad al posarse en la triste figura que tenía delante de sí.

 

 

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