Capítulo III

 

—Dispense, señora. Mi nombre es Ben Brown, y estoy viajando.

—¿Adónde vas?

—A donde pueda encontrar trabajo.

—¿Qué clase de trabajo sabes hacer?

—De todo un poco. Estoy acostumbrado a cuidar caballos…

—¡Dios bendito!… ¿Una criatura tan pequeña como tú?…

—¡Tengo doce años, señora, y puedo montar cualquier animal de cuatro patas!… —manifestó el muchacho con un gesto de orgullosa seguridad.

—¿No tienes familia? —preguntó la señora Moss divertida, pero también apenada al contemplar aquella tostada carita delgada, de ojos hundidos por el hambre y los sufrimientos, y la harapienta figura que se apoyaba en una de las ruedas del coche como si careciera de fuerzas para mantenerse de pie.

—No, señora; no tengo a nadie, y la gente con quien vivía me castigaba tanto que… me escapé —respondió con decisión el pequeño.

Las últimas palabras pareció haberlas pronunciado muy a pesar suyo, como si no hubiera podido resistir a la simpatía de la mujer que sin darse cuenta iba ganando su confianza.

—Entonces no te haré ningún reproche. Pero ¿cómo viniste a parar aquí?

—Estaba tan cansado que no pude proseguir mi camino, y se me ocurrió que la gente de la casa grande podría darme algún trabajo. Pero el portón estaba cerrado y yo me hallaba tan desesperado que me dejé caer por allí afuera sin pensar en nada más.

—¡Pobrecito, me imagino tu estado!… —murmuró la señora, mientras las niñas contemplaban al muchacho profundamente interesadas al oírle mencionar el portón de ellas.

El niño suspiró profundamente y sus ojos brillaron en tanto que proseguía su relato; por su parte el perro paró las orejas cuando oyó que lo mencionaban.

—Mientras descansaba oí que alguien entraba, me asomé y vi a estas dos niñas jugando. Confieso que deseé las cosas que ellas traían, pero yo no toqué nada; fue Sancho el que me trajo la torta.

Bab y Betty dieron un respingo y miraron con expresión de reproche al lanudo animal el cual entrecerró los ojos con gesto humilde pero lleno de picardía.

—¿Y tú se la hiciste devolver? —indagó Bab.

—Sí.

—¿Y fuiste tú quien estornudó? —agregó Betty.

—Sí.

—¿Y luego dejaste las rosas? —gritaron ambas.

—Sí; y a ustedes les, gustaron, ¿verdad?

—Pues, ¡es claro que sí!… Pero ¿por qué te escondiste? —inquirió Bab.

—No podía presentarme con esta facha —murmuró Ben, mirando sus andrajos con ganas de desaparecer en las profundidades del coche.

—¿Cómo entraste aquí? —preguntó la señora Moss, recordando de pronto su responsabilidad.

—Oí a las niñas hablar de una enredadera que cubría una ventanita del cobertizo, y cuando ellas se alejaron la busqué y entré. El vidrio está roto de modo que lo único que hice fue descorrer el pestillo. Le aseguro que no he hecho nada malo durante las dos noches que he dormido aquí. Estaba tan fatigado que no logre continuar mi camino a pesar de haberlo intentado el domingo.

—¿Volviste aquí?

—Sí, señora. Se estaba muy mal bajo la lluvia mientras que este lugar era casi tan acogedor como una casa. Además, oí conversar a las niñas y Sancho me conseguía algo de comer. Estaba muy cómodo…

—¡Por Dios!… —articuló la señora al mismo tiempo que levantaba una punta del delantal para secarse los ojos, porque la idea de que aquel pobre niño desamparado había pasado dos noches con el pasto por lecho y sin más alimento que los restos de comida que le conseguía el perro le destrozaba el corazón.

—¿Sabes qué voy a hacer contigo? —manifestó luego procurando permanecer serena e impasible mientras un lagrimón corría por su redonda mejilla y una sonrisa de bondad se dibujaba en la comisura de sus labios.

—No, señora; pero eso no me preocupa. Sólo le pido que no sea severa con Sancho. Es muy bueno conmigo y los dos nos queremos mucho, ¿no es así, viejo amigo? —dijo el muchacho, echando un brazo alrededor del cuello del perro, ansioso por la suerte que pudiera correr el pobre animal más que por la suya propia.

—Te llevare a casa; te lavarás, vestirás y acostarás en una buena cama, y mañana…, bueno, ya veremos que ocurre mañana.

—Usted es muy buena señora, y yo sería inmensamente feliz si pudiera trabajar para usted. ¿No tiene un caballo para que lo cuide? —preguntó ansiosamente el muchacho.

—No, sólo tengo gallinas y un gato.

Bab y Betty echaron a reír al oír a su madre y Ben esbozó una sonrisa. Sin duda se habría unido a la alegría de las niñas si sus fuerzas se lo hubieran permitido, pero le temblaron las piernas y experimentó un ligero mareo. Atinó a sostenerse tomándose de Sancho y parpadeó como lo hacen los búhos frente a la luz.

—Vamos, vamos a casa. Corran niñas adelante, pongan el resto del caldo a calentar y llenen la pava de agua. Yo me ocupare del muchacho —ordenó la señora Moss. En seguida tomó el pulso a aquella nueva carga que acababa de echarse encima, pues de pronto se le ocurrió que el niño podría estar enfermo y que entonces sería peligroso llevarlo a casa.

La mano que tomó era escuálida pero limpia y fresca, y los ojos oscuros, aunque rodeados de profundas ojeras, brillaban sanos. Lo único que tenía el niño era que estaba medio muerto de hambre.

—Estoy harapiento, pero limpio. Anoche me di un baño bajo la lluvia, y estos últimos días he vivido casi permanentemente debajo del agua —explicó el niño, extrañado de que la señora lo observara con tanto cuidado.

—Saca la lengua…

Él obedeció, pero en seguida la escondió para decir precipitadamente:

—No estoy enfermo. Sólo tengo hambre. Durante estos tres días no he comido más que lo que Sancho me traía y compartiéndolo con él, ¿no es cierto, Sancho?

El perro ladró repetidas veces y se paseó nerviosamente entre su dueño y la puerta como si comprendiera cuanto pasaba y quisiera recomendar que saliesen en seguida en busca del alimento y el abrigo prometidos. La señora Moss adivinó la insinuación y rogó al muchacho que la siguiera y llevara consigo todas sus cosas.

—No tengo nada que llevar. Unos hombres me robaron mi atado de ropa. Por eso me encuentro en este estado. Lo único que guardo es esto. Lamento que Sancho le tomara; yo lo habría devuelto de buena gana si supiese de quién es —y mientras hablaba sacó del fondo del coche la nueva cesta de las niñas.

—Eso tiene arreglo: es mía. Me alegro de que fueran para ti los restos de comida que consiguió tú perro. Y ahora vamos, debo cerrar —la señora Moss hizo sonar significativamente el manojo de llaves.

Ben salió renqueando y apoyándose en el mango de una azada rota, pues sus miembros estaban entumecidos de vivir en la humedad y su cuerpecito rendido por la fatiga de tantos días de vagar por esos caminos bajo el sol y la lluvia. Sancho mostraba gran alegría, pues adivinaba que tanto las penas como las fatigas tocaban a su fin, y brincaba alrededor de su amo ladrando de contento o bien se restregaba contra los tobillos de su benefactora quien gritaba: «¡Fuera! ¡Fuera!» y se sacudía la falda como lo hacía para espantar al gato o las gallinas.

Un hermoso fuego brillaba en la cocina bajo la escudilla de saldo y la pava con agua, y Betty, cuya mejilla mostraba una gran mancha de tizne, agregaba más leños, mientras Bab cortaba gruesas tajadas de pan con tal entusiasmo que ponía en peligro sus deditos. Antes de que Ben advirtiera dónde estaba, se hallaba ya sentado en la vieja silla de hamaca devorando los trozos de pan con manteca como sólo puede hacerlo un muchacho muerto de hambre.

Y Sancho, a sus pies, roía un hueso como si fuera un lobo con piel de cordero.

Mientras los recién llegados se dedicaban a tan grata tarea, la señora Moss hizo salir a las niñas de la cocina y les lio las siguientes órdenes:

—Bab, corre hasta la casa de la señora Barton y pídele alguna ropa vieja de Billy que él ya no use. Tú Betty, irás a casa de los Cutters y les dirás a la señorita Clarindy que te dé un par de camisas de esas que cosimos los otros días. Un par de zapatos, sombrero, medias, cualquier cosa le vendrá bien a este pobrecito que no tiene más que hilachas sobre el cuerpo.

Partieron las niñas ansiosas por poder vestir a su recogido, y tan bien abogaron por él entre los buenos vecinos que Ben apenas se reconoció cuando hora y media más tarde salió del dormitorio vestido con un descolorido traje de franela de Billy Barton, una camisa de algodón que regalaran los Dorcas y calzado con un par de zapatos viejos de Milly Cutters.

También Sancho estaba más presentable, pues luego que su amo se hubo dado un baño caliente, se dedicó a lavar a su perro mientras la señora Moss daba algunas puntadas a la nueva ropa vieja. Y cuando Sancho reapareció, se parecía más que antes al perrito que estaba sobre la chimenea. El pelo bien cepillado era blanco como la nieve, y el animal movía orgullosamente el gracioso pompón de la cola.

Sintiéndose respetables y presentables, los dos vagabundos aparecieron y fueron recibidos con sonrisas de aprobación por parte de las niñas en tanto que la señora, con maternal sonrisa, los acomodaba junto a la estufa, pues ambos estaban aún húmedos después de la prolija limpieza.

—Confieso que no los habría reconocido —exclamó la buena mujer observando satisfecha al muchacho; pues aunque el niño estaba muy delgado y pálido, tenía un aspecto agradable y el traje, no obstante ser holgado, le sentaba bien. Los alegres ojos negros lo miraban todo, la voz tenía un acento sincero y la tostada carita parecía más infantil al desaparecer la expresión de desconsuelo que la ensombrecía.

—Son ustedes muy buenas, y Sancho y yo les estamos muy agradecidos, señora —murmuró Ben, turbado y ruborizándose bajo la mirada cariñosa de los tres pares de ojos que estaban fijos en él.

Bab y Betty limpiaban la vajilla del té con desusada presteza, pues querían estar libres para poder atender al huésped, y en el momento en que Ben hablaba Bab dejó caer una taza. Para gran sorpresa suya no golpeó contra el suelo, pues el muchacho, inclinándose rápidamente, la recogió en el aire, y se la ofreció sobre, la palma de la mano haciéndole una ligera reverencia.

—¡Cielos!… ¿Cómo lo hiciste? —preguntó Bah, a quien aquello le pareció cosa de magia.

—¡Bah!… ¡Eso no es nada!… ¡Mira! —Y Ben tomó dos platos y los arrojó hacia arriba recogiéndolos en seguida para volverlos a arrojar, con tal velocidad que Bab y Betty quedaron boquiabiertas como si fueran a tragarse los platos si llegaban a caerse, mientras la señora Moss, con el repasador aún entre las manos, contemplaba los saltos que daba su loza, con la ansiedad propia de una ama de casa.

—¡Esto va a terminar mal!… —fue lo único que alcanzó a decir, mientras Ben, deseando demostrar su gratitud en la única forma que sabía hacerlo, sacó de un canasto que había por allí varios ganchos de la ropa, tiró los platos al aire, los tomó con los broches y colocando éstos sobre el mentón, la nariz, la frente, caminó luciendo aquella especie de hongos que le habían salido en la cara.

Las niñas se divertían enormemente, y la señora Moss estaba tan entretenida que hasta habría sido capaz de prestarle la sopera de porcelana si el muchacho se la hubiese pedido. Pero Ben se hallaba cansado para demostrar todas sus 'habilidades esa misma noche, de modo que se detuvo casi arrepentido de haber iniciado aquella maravillosa exhibición.

—Se me ocurre que has trabajado con algún malabarista —insinuó la señora Moss, quien observó de inmediato que la cara del muchacho reflejaba aquella misma expresión que tomara cuando dijera su nombre, Ben Brown; la expresión de quien no dice toda la verdad…

—Sí, señora… Solía ayudar al señor Pedro, el Rey de los Magos, y aprendí algunos de sus juegos de mano —tartamudeó Ben con gesto inocente.

—Óyeme, muchacho, es mejor que cuentes tu historia completa, sin ocultar nada, de lo contrario tendré que enviarte a casa del juez Morris. No me gustara hacer eso, porque el señor Morris es un hombre un poco duro. Si tú no has hecho nada malo no tienes por qué temer que conozcan tu historia. Yo haré cuanto pueda por ti —aseguró la señora con seriedad al mismo tiempo que se sentaba en el sillón de hamaca como un juez que se dispone a escuchar una declaración.

—¡Yo no he hecho nada malo! ¡No tengo miedo, sólo que no deseo regresar, y si digo de dónde vengo, usted es capaz de hacerles saber que estoy aquí!… —murmuró Ben, atribulado por su deseo de confiarse a su nueva amiga y el temor de tener que volver junto a sus viejos enemigos.

—Si ellos te maltrataron yo nunca les haré saber dónde estás. Cuéntame la verdad que yo te protegeré. ¡Niñas!, vayan ustedes a buscar la leche.

—¡Oh, mamá!, ¡deja que nos quedemos aquí!… ¡Nosotras no contaremos ni una sola palabra!… ¡Lo prometemos! ¡Lo prometemos!… —gritaron Bab y Betty consternadas ante la idea de tener que alejarse precisamente en el instante en que iban a poder conocer un importante secreto.

—Por mí pueden quedarse —manifestó Ben, gentilmente.

—Muy bien. Quedaos entonces, quietas y calladas. Y ahora, muchacho, dime: ¿¿de dónde vienes? —preguntó la señora Moss mientras las pequeñas se ubicaban con toda rapidez frente a su madre, en el banco que era propiedad de ellas, llenas de curiosidad y satisfechas de poder enterarse de algo interesante.

 

 

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