Capítulo V

 

Al despuntar el día siguiente, Ben miro a su alrededor medio desorientado. No vio ni la carpa de lona, ni descubrió encima de su cabeza el techo de un granero o el azul del cielo, sino que diviso un blanco cielo raso donde se posaban un grupo de moscas muy sociables. Del exterior llegaban a sus oídos el cacareo de las gallinas y el sonido de dos vocecitas que repetían a coro la tabla de multiplicar en lugar de aquellos otros ruidos que estaba acostumbrado a escuchar: coces de caballos, piar de pájaros, el rugido de los animales salvajes.

Sancho, sentado frente a la ventana abierta observaba como la vieja gata se lavaba la cara y trataba de imitarla, mas con tal torpeza, que Ben se echó a reír y Sancho, para ocultar su confusión saltó de la silla a la cama y comenzó a lamer el rostro de su amo tan enérgicamente que el muchacho se escondió bajo las sábanas para escapar a su cariñosa lengua.

Un ruido que provenía del piso de abajo obligó a ambos a salir de un brinco de la cama, y diez minutos después un muchacho de rostro sonriente y un perro juguetón descendieron corriendo la escalera. El primero saludo con un:

—¡Buen día, señora!… —Y el segundo agitó alegremente la cola al olor del jamón que se freía en la hornalla y por el cual era particularmente afecto.

—¿Dormiste bien? —preguntó la señora Moss, dándole la bienvenida tenedor en mano.

—¡Ya lo creo!… Jamás dormí en una cama mejor. Estaba acostumbrado a dormir sobre un colchón de heno y a cubrirme con la manta de los caballos, y últimamente, ni siquiera eso tenía: el cielo era mi único techo y la tierra mi mullida cama —bromeó Ben riéndose de las penurias pasadas y agradecido de las comodidades que le brindaban.

—El heno no es lecho malo para los huesos jóvenes, aunque a éstos los cubra tan poca carne como a los tuyos —comentó la señora Moss dándole un cariñoso golpecito en la cabeza al pasar a su lado.

—En nuestra profesión no se tolera la gordura. Cuanto más delgado más ágil para bailar sobre la cuerda floja o saltar en los trapecios. Músculo es lo que se necesita, y ahí lo tiene usted…

Ben estiró su bracito delgado como un alambre, el puño cerrado con la actitud de un joven Hércules dispuesto a jugar a la pelota con la cocina si le daban permiso para ello. Contenta de verlo de tan buen humor la señora señaló el pozo que estaba afuera y dijo amablemente:

—Bien, prueba tus músculos trayendo agua fresca.

Ben buscó el balde y corrió decidido a ser útil: y mientras aguardaba que el balde se llenara miró a su alrededor y se sintió complacido por todo lo que viera: la pequeña casita rojiza con un penacho de humo que salía por la chimenea, las dos hermanitas sentadas al sol, las verdes colinas, por aquí y por allá, campos recién sembrados, un arroyuelo que atravesaba saltando la huerta, pájaros que cantaban en la avenida de los olmos y toda la tierra cubierta de ese hermoso color verde que sólo se ve a principios del verano.

—¿No te parece esto muy bonito? —preguntó Bab cuando la mirada del niño, después de su prolongado recorrido en que pareció querer abarcarlo todo se detuvo sobre ella.

—¡Jamás he visto sitio más hermoso! Sólo se necesitaría un caballo que anduviera dando vueltas por aquí para que el cuadro fuese completo —contestó Ben al mismo tiempo que tiraba de la larga soga que subía el balde lleno de agua.

—El juez tiene tres, pero los cuida tanto que ni siquiera nos deja acercarnos a ellos y arrancarles tres pelos de la cola para hacer anillos —se quejó Betty cerrando su libro de aritmética.

—Cuando el juez no está en casa y Mike los lleva al bebedero, me deja a menudo montar el caballo blanco. ¡Es tan divertido pasearse sentada sobre su lomo, bajar hasta el valle y luego regresar!… ¡Yo adoro a los caballos!… —exclamó Bab saltando en el banco tratando de imitar los movimientos de Jenny, la yegua blanca.

—Me parece que eres una niña muy valiente. —Y Ben dirigió a Bab una mirada de aprobación al pasar a su lado sin olvidarse por eso de salpicar con agua a la señora Puss que arqueó el lomo y mostró las uñas al ver a Sancho.

—¡Al tomar el desayuno!… —llamó la señora Moss; y por espacio de veinte minutos poco se dijo, pero en cambio el cereal y la leche desaparecieron con tal rapidez que hasta Jack el gigante, de la bolsa de cuero, se habría asombrado de ello.

—Ahora, niñas, a volar a hacer vuestros quehaceres. Tú, Ben, ve y corta un poco de leña; yo arreglaré la casa. Luego saldremos todos juntos —dijo la señora Moss al mismo tiempo que se esfumaba el último bocado y Sancho se relamía los bigotes saboreando las migas que de su parte se le habían caído.

Ben se puso a cortar leña con tanto entusiasmo que las astillas volaban a su alrededor y cubrían el piso de la leñera; Bab acomodaba con peligrosa rapidez las tazas sobre una bandeja y Betty barría levantando una nube de polvo en tanto que la madre parecía estar en todas partes a la vez. Hasta Sancho que comprendía que su destino se hallaba unido al de esta gente procuraba ayudar a su modo: ora brincaba alrededor de Ben a riesgo de que le cortaran la cola, ora corriendo a meter la nariz por los armarios y habitaciones que la señora Moss abría y cerraba en sus rápidas evoluciones por toda la casa, ora arrastrando el felpudo para que Betty lo cepillase o, parado sobre las patas traseras, inspeccionando los platos que lavaba Bab. Y si lo echaban no se ofendía sino que se iba a ladrar a Puss, refugiada en un árbol, espantaba a las gallinas o enterraba con cuidado un zapato viejo donde ya había escondido un hermoso hueso de cordero.

Cuando todos estuvieron preparados, Sancho, tranquilo ya, trotó detrás de la comitiva como un perro bien educado y acostumbrado a pasear con damas. Se separaron al llegar a un cruce de caminos: las niñas corrieron a la escuela mientras la señora Moss y Ben subían la colina hasta la casona del señor alcalde.

—No te asustes, muchacho; yo me ocuparé de contarle por qué has escapado. Si el señor alcalde te emplea, dale las gracias y procura ser juicioso y trabajador. No me cabe la menor duda de que si así lo haces progresarás —manifestó ella al mismo tiempo que hacía sonar la campanilla de una puerta lateral sobre la, cual brillaba escrito con grandes letras un nombre: MORRIS.

—¡Adelante! —chilló una voz áspera, y Ben, aunque se sentía como si fueran a sacarle una muela, siguió dócilmente a la buena mujer, la cual esbozaba su más agradable sonrisa ansiosa de causar buena impresión.

Un anciano caballero de cabeza blanca que leía un diario sentado en un sillón, dirigió a, los recién llegados una mirada escrutadora por sobre sus anteojos y dijo con un tono rudo que habría atemorizado a quien ignorase que bajo su amplio chaleco se ocultaba un gran corazón.

—¡Buenos días, señora! ¿Qué le trae hoy por aquí? ¿Acaso ha pillado a algún ladronzuelo robándole sus pollos?

—¡Por Dios!… No, señor —exclamó la señora Moss sobresaltada. En seguida, en pocas palabras, le relató la historia de Ben y con un tono tan patético refirió las penurias y el abandono del muchacho, que logró despertar el interés del juez y conmover al mismo Ben como si no fuera de él de quien estaba hablando.

—Vamos a ver, muchacho, ¿qué sabes hacer? —preguntó el anciano después de escuchar con expresión comprensiva el relato de la señora Moss clavando la penetrante mirada que asomaba bajo sus tupidas cejas en el pobre Ben quien se sintió atravesado por ella como si fuese transparente.

—De todo un poco, señor…

—¿Sabes arrancar yuyos?

—Nunca lo he hecho, señor, pero puedo aprender…

—¿A arrancar las remolachas y dejar los yuyos? ¿Te enseñaron a recoger frutillas?

—No, señor. Lo único que he hecho ha sido comerlas…

—Humm… También hay que saber hacer esa parte del trabajo. ¿Puedes conducir al caballo que arrastra el arado?

—¡Eso sí, señor! —y los ojos de Ben se encendieron de alegría. Quería mucho a esos nobles animales, los cuales, en los últimos tiempos, habían sido sus más leales camaradas.

—Pero no se permite ninguna clase de bromas. Mi caballo es un animal muy delicado y yo le tengo mucho afecto.

El alcalde habló muy seriamente, mas en sus ojos brillaba una luz de picardía. La señora Moss por su parte procuraba disimular una sonrisa; porque el caballo del alcalde era el hazmerreír de toda la ciudad, tenía más de veinte años y un paso muy característico: levantaba las patas delanteras como si fuese a emprender una veloz carrera, pero luego no pasaba de un lento trote. Los muchachos decían que galopaba hacia adelante y luego retrocedía y se reían del gran animal de nariz roma el cual, sin embargo, no permitía que se tomaran ninguna libertad con él.

—¡Quiero mucho a los caballos para hacerles daño, señor! Y en cuanto a montarlo, me atrevo a hacerlo sobre cualquier bicho de cuatro patas. El Rey de Morocco daba coces y mordía como si fuese una fiera, pero yo lograba dominarlo con bastante facilidad.

—Tal vez puedas entonces llevar las vacas a pacer al campo…

—He conducido elefantes y camellos, avestruces y osos pardos, mulas y seis ponnies. Si me empeño quizá pueda cuidar vacas… —contestó Ben tratando de mostrarse humilde y respetuoso aunque le ofendía terriblemente que pusieran en duda su capacidad para cuidar vacas.

Al alcalde le agradó la mezcla de indignación y picardía que asomaba a los ojos del muchacho y la sonrisa socarrona que jugueteaba en sus labios.

Divertido por la lista de animales que enumeraba Ben, manifestó con gravedad:

—Por estos alrededores no criamos elefantes ni camellos. Hubo osos, pero la gente se cansó de ellos. Abundan las mulas, mas sólo las de la especie de dos patas, y en general preferimos las gallinas a los avestruces.

No pudo continuar porque Ben lo interrumpió con una alegre carcajada a la que ellos se unieron; y la risa los hizo ponerse de acuerdo mejor que las palabras. Tratando de recuperar la seriedad el señor alcalde dio unos golpecitos en la ventana que estaba tras de él y dijo:

—Te probaremos como cuidador de vacas. El peón te indicará adónde debes llevarlas y te dará algún otro trabajito para que hagas durante el día. Así sabremos para qué sirves, y por la noche se lo diré a usted, señora Moss. El niño podrá dormir en su casa, ¿verdad?

—Desde luego. Continuará en casa y vendrá a trabajar si así lo desea. Yo me ocuparé de que no sea una carga para nadie —respondió la señora Moss.

—Y yo procuraré descubrir el paradero de tu padre, muchacho. Mientras tanto pórtate bien para que podamos darle buenos informes de ti cuando venga en tu busca —manifestó el señor alcalde haciendo un gesto de advertencia con el índice.

—Gracias, señor. Le obedeceré. Estoy seguro de que papá vendrá tan pronto como le avisen, si no está enfermo o se ha perdido —murmuró Ben al mismo tiempo que para sus adentros se felicitaba de no haber hecho nada que lo hiciera temblar delante de aquel dedo.

En ese momento, un irlandés pelirrojo apareció en el vano de la puerta, el cual, mientras escuchaba las órdenes que comenzó a darle el juez, echó al muchacho una mirada de poca simpatía.

—Pat, este niño quiere trabajar. Llevará las vacas al prado y las traerá de regreso. Haz que se ocupe de algunas tareas livianas y comunícame cómo se comporta.

—Sí, señoría… Vamos, muchacho, ya te indicaré qué es lo que debes hacer —exclamó Pat. Y Ben, después de despedirse con un ligero adiós de la señora Moss, lo siguió con la secreta intención de jugarle una mala pasada para vengarse de lo mal que lo recibiera.

Pero olvidó por completo la existencia de Pat en cuanto divisó en el patio a «Duque de Wellington», el caballo, al que llamaban así por su nariz. Si Ben hubiese leído a Shakespeare habría exclamado

—¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!… —porque eso era lo que clamaba su corazón. Echó a correr adonde se hallaba el majestuoso animal. «Duke» paró las orejas y movió la cola con enojo, pero Ben lo miró a los ojos, le dio un amistoso golpecito en la nariz e hizo un particular sonido con la boca que tranquilizó al animal.

—Te pateará si lo sigues molestando. Déjalo y ocúpate de las vacas como lo ordenó su señoría —ordenó Pat quien respetaba en público a «Duke», pero lo castigaba brutalmente en privado.

—¡Yo no le tengo miedo! Tú no me harás daño, ¿no es así viejo amigo? Mira, sabe que soy su amigo y como a tal me recibe —dijo Ben pasando su brazo alrededor del cuello del animal y pegando su mejilla al hocico del caballo.

Porque él entendía la mirada de la inteligente bestia y comprendía que sus relinchos eran un amistoso saludo.

El alcalde presenció la escena detrás de la ventana y sospechando por la cara de Pat que algo desagradable se preparaba, ordenó:

—Deja que el niño ate el caballo al coche, si puede… Probaremos si sirve para eso. Debo salir en seguida.

Ben se puso tan contento y desplegó tal actividad que en menos de lo que canta un gallo el caballo estuvo atado al coche, y cuando el alcalde salió encontró que lo aguardaban ya «Duke» y el sonriente y pequeño palafrenero.

Al anciano caballero satisfizo la destreza del muchacho y el afecto que demostraba por el caballo, pero no se lo dijo a Ben y sólo hizo un gesto de aprobación con la cabeza y exclamó

—Muy bien, muchacho… —Y en seguida se alejó en el carruaje que rechinaba e iba dando tumbos.

Poco después cuatro vacas lustrosas salían por el portón que abriera Pat, y Ben las llevó a que pacieran a un lejano prado donde el pasto tierno aguardaba a las hambrientas segadoras. Pasaron junto a la escuela y el niño, con un poco de compasión, miró a través de la ventana abierta las cabezas rubias y morenas que inclinadas repasaban la lección. A un muchacho como él que tanto amaba la libertad le parecía algo terrible tener que permanecer encerrado tantas horas en una mañana semejante.

Una ligera brisa que jugaba alegremente por el sendero, sin saberlo, hizo a Ben un gran favor. Al soplar con un poco más de fuerza arrastró hasta los pies del muchacho una hoja de papel que aquél levantó al ver que tenía una ilustración. Sin duda se había desprendido de algún viejo y usado manual de historia, pues la lámina mostraba unos barcos muy curiosos, próximos a la costa, un grupo de hombres vestidos con extraña indumentaria que echaban pie a tierra y en la orilla una multitud de indios bailando. Ben procuró descifrar lo que decía acerca de estos extravagantes personajes pero, para desdicha del joven lector, la tinta se había corrido y manchado la hoja de modo que de poco pudo enterarse.

—Les preguntaré a las niñas. Puede ser que ellas sepan lo que esto significa —dijo Ben, y luego de buscar en vano otras hojas siguió su camino escuchando con alegría el canto de las aves, gozando del calor del sol y tan agradable era la sensación de paz y seguridad que experimentaba, que se puso a silbar jubilosamente como si fuera un mirlo.

 

 

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