Capítulo IV

 

—Me escapé de un circo —comenzó Ben, pero no pudo continuar, porque las niñas, dando un salto gritaron a un mismo tiempo llenas de entusiasmo

—¡Nosotras estuvimos en uno cierta vez!… ¡Qué hermosos son los circos!…

—No pensarían así si los conocieran tan bien como yo —exclamó Ben frunciendo el ceño y encogiéndose como si aún sintiera sobre sus espaldas los golpes recibidos.

—Nosotros no los consideramos hermosos, ¿verdad, Sancho? —agregó produciendo un ruido extraño que hizo que el perro comenzara a gemir y a golpear el suelo con la cola mientras se pegaba a los pies de su amo como si quisiese hacerse amigo de los nuevos zapatos de éste.

—¿Cómo fuiste a parar allí? —preguntó la señora Moss asombrada e inquieta.

—Mi padre era «el feroz jinete de los llanos». ¿Nunca oyeron hablar de él? —inquirió Ben extrañado de que no lo conocieran.

—¡Dios mío, hijito!… Hace diez años que no voy a un circo y te aseguro que ya no recuerdo lo que viera entonces —replicó la señora Moss divertida y también enternecida por la evidente admiración que demostraba el hijo por su padre.

—¿Ustedes tampoco lo conocen? —interrogó volviéndose hacia las niñas.

—Nosotras vimos varios indios, acróbatas, a los saltimbanquis de Borneo; vimos un payaso, monos y un asno enano de ojos azules. ¿Era tu padre alguno de ésos? —dijo Betty inocentemente.

—¡Uf!… Mi padre no alternó nunca con esa clase de gente. Guiaba dos, cuatro, seis, ocho caballos a la vez y mientras fui pequeño yo le acompañaba. Era el primer domador de caballos —explicó Ben con tanto orgullo como si su padre hubiese sido el mismísimo presidente de la república.

—¿Murió tu papá? —indagó la señora Moss.

—Lo ignoro y eso es lo que quiero saber. —Y el pobre Ben carraspeó para disimular un sollozo que estaba a punto de sofocarlo.

—Cuéntanos qué pasó, querido, y quizás entre todos podamos descubrir el paradero de tu papá —dijo la señora Moss inclinándose para acariciar la negra cabecita doblada sobre la del perro.

—Así lo haré, señora… —Haciendo un esfuerzo compuso la voz y prosiguió la historia.

—Papá fue siempre muy bueno conmigo y a mí me gusto ir a vivir con el después que abuelita murió. Estuve con ella hasta que cumplí siete años; luego papá me llevó consigo y me enseñó a montar. Hubieran tenido que verme entonces todo vestido de blanco, con un cinturón dorado, subido sobre los hombros de papá o colgado de la cola del viejo General que galopaba veloz mente o bien, siempre conmigo sobre los hombros papá conducía dos o tres caballas mientras yo agitaba unas banderas y la gente aplaudía delirante de entusiasmo.

—¡Oh!… ¿No te morías de miedo? —preguntó Betty temblando de sólo pensar en aquello.

—¡Qué esperanza!… ¡A mí me gustaba hacerlo!

—También a mí me hubiera gustado… —exclamó Bab entusiasmada.

—Luego aprendí a conducir los cuatro «ponnies» que tiraban de una pequeña carroza cuando desfilábamos —continuó Ben— o me sentaba sobre el gran globo que llevaba en el techo el gran carro arrastrado por Hannibal y Nero. Pero eso no me gustaba; el globo estaba muy alto y se sacudía mucho, el sol demasiado fuerte, los árboles me golpeaban el rostro y las piernas me dolían de tenerlas recogidas.

—¿Quiénes eran Hannibal y Nero? —preguntó Betty.

—Los grandes elefantes. Papá no permitía que me sentaran allí arriba y no se atrevieron a hacerlo hasta después que él se hubo marchado. Entonces tuve que obedecer, si no me castigaban.

—¿Nadie te defendía? —interrogó la señora Moss.

—Sí, señora; casi todas las mujeres me protegían. Eran muy buenas conmigo, especialmente Melia. Ésta juró que no saldría a escena si me golpeaban, porque yo me negaba a ayudar al viejo Buck a cuidar los osos. De modo que tuvieron que dejarme tranquilo porque entre las mujeres no había quien pudiese reemplazar a Melia.

—¿Tenían osos? ¡Oh!, ¡cuéntanos, cuéntanos qué hacían! —exclamó Bab alborozada. Ella tenía pasión por los animales.

—Buck era dueño de cinco osos —malos bichos— y los exhibía. Por divertirme me puse a jugar con ellos en cierta ocasión y a Buck se le ocurrió que sería toda una sensación que yo los presentara ante el público. Pero los osos muerden y arañan, cosa nada agradable, y uno no puede saber nunca cuando están de buen humor o cuando tienen ganas de arrancarle la cabeza de un mordisco. Por esa razón Buck tenía el cuerpo cubierto de cicatrices y yo no quería que a mí me ocurriera lo mismo. Y me libré gracias a la intervención de la señorita St. John quien se puso de mi parte.

—¿Quién era la señorita St. John? —preguntó la señora algo confundida al oír constantemente nombres nuevos.

—La señorita Melia… La señora de Smithers… La esposa del dueño del circo. Ésta ya no usaba su nombre, Montgomery, ni el verdadero apellido de ella que era St. John. Todos se cambian el nombre por alguno que produzca más efecto en los carteles. Papá se hacía llamar José Montebello y yo Adolphus Bloomsbury en cuanto dejé de ser Cupido y el niño Prodigio.

Soltando la risa, la señora Moss se echó hacia atrás ante el asombro de las niñas que habían quedado muy impresionadas por la elegancia de aquellos nombres.

—Prosigue tu historia, Ben, y dinos por qué huiste y qué se hizo de tu papá —dijo la dama recobrando la seriedad y verdaderamente interesada por la suerte del niño.

—Pues bien, papá se peleó con el viejo Smithers y partió de improviso el otoño pasado, al finalizar la temporada. Me dijo que iba a trabajar en una gran escuela de equitación de Nueva York y que, cuando lograra asegurar su posición, enviaría por mí. Yo tuve que quedarme en el circo y ayudar a Buck en sus exhibiciones de prestidigitación. Era éste un hombre bueno, yo le quería, Melia iba a verme a menudo y durante el primer tiempo no extrañé nada. Pero papá no me mandaba a buscar y entonces comencé a soportar malos tratos. Si no hubiera sido por Melia y Sancho mucho antes me habría escapado…

—¿Qué te obligaban a hacer?

—Una infinidad de cosas, pues los tiempos eran difíciles y yo demostraba ser un muchacho listo. Así pensaba Smithers y yo tenía que obedecer sus órdenes sin chistar. A mí no me importaba ayudar en los números de prestidigitación o hacer exhibiciones con Sancho, pues papá lo había amaestrado y él estaba acostumbrado a actuar conmigo. Pero querían obligarme a beber gin para que me conservara pequeño y yo me negaba, pues sabía que a papá no le gustaban esas cosas. Solía viajar encaramado al carro más alto y eso me agradó, hasta que me caí y me lastimé la espalda. Después, aunque sufría horriblemente y me mareaba tuve que continuar haciéndolo.

—¡Qué hombre bruto debía ser el dueño del circo!… Y Melia, ¿por qué no puso fin a tus sufrimientos? —preguntó la señora indignada.

—Ella había muerto, señora. Ya no me quedaba nadie más que Sancho. Fue entonces cuando decidí huir.

Tornó Ben a acariciar a su perro tratando de ocultar las lágrimas que se le escaparon al recordar a su difunta amiga.

—¿Qué pensabas hacer?

—Encontrar a papá. Pero no lo hallé. No estaba en la escuela de equitación y allí me dijeron que se había ido al Oeste a comprar potros salvajes para un señor que quería una tropilla. Entonces me encontré desorientado sin saber a dónde ir ya que ignoraba el paradero de mi padre y no quería regresar al circo donde volverían a maltratarme. Procuré ingresar a la escuela de equitación, mas allí no querían niños. Tuve, pues, que continuar mi peregrinación en busca de trabajo y si no hubiera sido por Sancho me habría muerto de hambre. Al huir lo había dejado atado, pues no quería que dijeran, si me lo llevaba conmigo, que lo había robado. Es un perro de mucho valor, ¿sabe usted, señora? Es el mejor perro amaestrado que he visto en mi vida, y sin duda desearán más su regreso que el mío. Era de papá, y a mí me dolía tener que dejarlo; no obstante, así lo hice. Una noche oscura lo dejé atado y nunca pensé que volvería a verlo. A la mañana siguiente, estaba tomando el desayuno a varias millas de distancia del circo cuando lo vi aparecer mojado y cubierto de barro, arrastrando un trozo de soga. Había mordido hasta romperlo el cordel que lo sujetaba y siguió mis pasos sin perder mi rastro en ningún momento. Ya no volveré a abandonarlo, ¿no es así, viejo camarada?

Sancho había escuchado esta parte del relato con gran interés, y cuando Ben se dirigió a él, se levantó, puso sus patas delanteras sobre los hombros del muchacho, lamió la cara de éste y emitió un suave aullido que podía traducirse tan claramente como si hubiera dicho con palabras:

—Quédate tranquilo, mi pequeño amo. Los padres pueden desaparecer y los amigos morir, pero yo nunca te abandonaré.

Ben apretó contra sí y por encima de la blanca cabeza lanuda sonrió a las niñas, quienes batieron palmas de alegría al observar aquel cuadro encantador, y se acercaron a acariciar al buen animal para asegurarle que le habían perdonado definitivamente el robo de la torta y la cesta. Movido por estas ternezas y por unas indicaciones que por lo bajo le dio su amo, Sancho se aprestó a realizar sus mejores pruebas con extraordinaria gracia y destreza.

Baby Betty bailaban por la habitación locas de entusiasmo, mientras la señora Moss declaraba que le daba miedo tener en su casa un animal tan maravilloso. Las alabanzas que dirigían a su perro complacieron a Ben más de lo que leí hubieran satisfecho las dirigidas a él, y cuando el entusiasmo se calmó un poco, el muchacho entretuvo a su auditorio con un colorido relato sobre la inteligencia de Sancho, su fidelidad y las numerosas aventuras en las que aquél había desempeñado su parte con gran nobleza.

Mientras el niño hablaba la señora Moss deliberaba acerca de lo que haría con él, y cuando Ben concluyó de enumerar las perfecciones del perro, dijo ella gravemente:

—¿Te quedarías aquí si yo te encontrara alguna ocupación?

—¡Sí, señora! ¡Me agradaría mucho quedarme!… —respondió Ben entusiasmado. Él veía un hogar en aquella casa, y la señora Moss le parecía casi tan buena y maternal como la señora Smithers.

—Bien… Mañana iré a visitar al alcalde para consultar su parecer. No sería extraño que te tomara para que cuidaras su establo, si eres tan listo como aseguras. Durante el verano emplea siempre un peón, y aún no he visto ninguno por allí. ¿Podrías cuidar vacas?

—¡Ya lo creo!… —y Ben se encogió de hombros como si considerase ridículo que le hiciesen esa pregunta a él que había conducido a cuatro «ponnies» que arrastraban una carroza dorada.

—No será un trabajo tan interesante como el de montar elefantes o jugar con osos, pero será una tarea honrada y te resultará más agradable azotar a Brindle y a Butter que recibir tú los azotes —declaró la señora Moss acercando al niño su rostro sonriente.

—¡Oh, sí!… —murmuró Ben con súbita humildad al recordar los malos tratos de que fuera víctima y que le obligaran a huir.

Poco después le enviaron a dormir a una pequeña pieza, y a Sancho junto con él para que lo cuidara. A ambos les resultó difícil conciliar el sueño debido al ruido que hacían las niñas en el piso superior. Bab insistía en que era un oso y que iba a devorar a la pobre Betty a despecho de los lamentos de ésta. Pero la madre pronto puso fin al alboroto amenazando enviar lejos a Ben y a su perro si no se quedan quietas como dos gatitos.

Ellas prometieron obedecer y casi en seguida estaban soñando con carrozas doradas y grandes carruajes, con muchachos fugitivos, cestas que desaparecían, perros danzarines y tazas voladoras.

 

 

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