Capítulo VII

 

Al día siguiente Ben fue a trabajar con el manual de Historia Elemental en el bolsillo, y las vacas del alcalde dispusieron de mucho tiempo para desayunarse con las hierbas que crecían al borde del camino antes de llegar al campo de pastoreo. Para entonces Ben no había concluido de leer la amena lección porque tuvo que ir hasta la ciudad a hacer un mandado; pero presto mucha atención a lo que leía, se detuvo en las palabras difíciles y dejo los trozos que no entendía para que Bah se los explicase por la noche.

Tuvo que hacer alto en «La Primera Fundación» porque había llegado frente al colegio y debía devolver el libro. En seguida descubrió el hueco junto al gran arce y allí, bajo la ancha piedra dejó una pequeña sorpresa. Con dos caramelos en forma de bastoncitos, uno rojo y otro blanco, pagaba Ben el privilegio de sacar libros de la nueva biblioteca.

Cuando llego la hora del recreo, grande fue la sorpresa y la alegría de las niñas al hallar el inesperado regalo, pues a la señora Moss no le sobraban las monedas para caramelos, y las pequeñas encontraron que éstos tenían un sabor particularmente exquisito, pues habían sido comprados con la única moneda que poseía el agradecido Ben. Las niñas compartieron las golosinas con sus compañeras más íntimas, pero nada les dijeron acerca de su plan temerosas de que éste se malograra sin llegaba a ser conocido. Empero se lo comunicaron a su madre, quien les dio permiso para que prestasen sus libros a Ben y animaran a éste a estudiar. También les propuso que aprendiesen a coser y le ayudaran a hacer algunas camisas azules para Ben. La señora Barton le había dado el género necesario para ello, y se le ocurrió que era una excelente ocasión para iniciar las lecciones de costura y al mismo tiempo hacer un regalo útil a Ben, quien, como todos los muchachos, no se preocupaba por lo que se pondría cuando se le gastara la ropa que tenía en uso.

El miércoles por la tarde era día de costura, de modo que las dos pequeñas «B» trabajaron afanosamente confeccionando las mangas de las camisas. Sentadas en un banco junto a la puerta mientras las agujas se movían sin cesar, cantaban con sus voces infantiles canciones escolares que interrumpían a cada dos por tres para charlar un poco.

Durante una semana Ben trabajo con mucho entusiasmo y nunca se le oyó protestar o quejarse no obstante las tareas rudas y desagradables que le ordenaba hacer Pat y lo monótonas y fastidiosas que le resultaban las faenas domésticas. Su único consuelo era saber que la señora Moss y el alcalde estaban satisfechos con él; sus únicos placeres, estudiar las lecciones mientras apacentaba las vacas y recitarlas por las tardes cuando se reunía con las niñas bajo las lilas para «jugar al colegio».

Comenzó sin intenciones de ponerse a estudiar y no se dio cuenta que era eso lo que estaba haciendo cuando leía los libros que sacaba de la biblioteca. Pero las pequeñas lo interrogaban acerca de lo que ellas sabían, y él se sintió mortificado al descubrir cuán ignorante era. No lo dijo, mas recibió muy contento cuanto ellas le transmitían de su pequeña sabiduría. Deletreaba palabras «sólo para que Betty se divirtiera»; dibujaba para Bob todos los osos y tigres que le pedía a condición de que ella le enseñase a hacer sumas sobre las lajas, y a menudo se entretenía durante sus solitarios paseos repasando en alta voz la tabla de multiplicar como lo hacían las niñas. El martes por la noche, el alcalde le pago un dólar, le dijo que era «un buen muchacho» y que podía quedarse una semana más si lo deseaba. Ben dio las gracias y pensó quedarse, pero a la mañana siguiente, después de haber levantado las barras del portón, se sentó en lo alto de la verja a estudiar sus perspectivas, pues le molestaba la idea de tener que soportar la compañía del grosero Pat. Como la mayoría de los muchachos odiaba el trabajo, a menos que éste fuese de su gusto; en ese caso era capaz de trabajar como un castor sin cansarse nunca. Su vida errante no le había permitido adquirir hábitos de disciplina, y no obstante ser un niño excepcionalmente dotado para sus años, le gustaba demasiado vagar y gozar de una vida variada e interesante.

Pero en aquellos momentos sólo veía delante de él días de trabajo paciente y aburridor. Estaba harto de trabajar en la huerta: hasta la tarea de ensillar a Dulce frente a su amo había perdido su interés y sabía que muy pronto tendría que apilar en el cobertizo los leños que estaban desparramados en el patio. Inmediatamente después de plantar espárragos tendría que recoger las frutillas; luego habría que seriar el heno, v así transcurriría todo el verano, sin diversiones, hasta que su padre fuera a buscarlo.

Sin embargo, no estaba obligado a quedarse contra su voluntad. Con ropa nueva, un dólar en el bolsillo, las canastas con las viandas colgadas en la despensa del colegio adonde podría ir en busca de provisiones si se atrevía, ¿qué cosa más fácil que escapar otra vez? Cuando hacía buen tiempo vagar sin rumbo fijo tenía sus encantos y Ben había vivido durante muchos años bajo las carpas como un gitano. No tenía miedo a nada, y empezó a mirar los caminos cubiertos de hojas con expresión ansiosa e inquieta a medida que la tentación de partir se hacía cada vez más fuerte.

Sancho daba muestras de compartir esa inquietud porque ladraba, saltaba y corría un trecho: luego regresaba y se sentaba a los pies de su amo a quien miraba con ojos inteligentes que parecían decir: «Vamos, Ben, escapemos por ese alegre camino para no detenernos hasta que nos rinda el cansancio». Pasaban las golondrinas, blancas nubes volaban conducidas por el fragante viento del oeste, una ardilla corrió a lo largo del muro, todo respondía al deseo del niño de tirar la carga y correr libre como ellos. Una cosa lo detenía: la idea de que la señora Moss lo considerara un ingrato y que las niñas sufrieran al perder a sus dos nuevos compañeros de juego. Mientras así pensaba, algo sucedió que impidió que hiciera aquello de lo cual se habría arrepentido, sin duda, más adelante.

Los caballos habían sido siempre sus mejores amigos, y uno de ellos llego trotando a prestarle un servicio; mas él no lo supo hasta mucho tiempo después. En el momento en que iba a dar un salto para lanzarse al camino el sonido de los cascos de un caballo al que no acompañaba ruido alguno de ruedas le obligó a aguzar el oído; se mantuvo quieto y ansiosamente observo quién llegaba a ese paso.

El rápido trote se detuvo en la curva del camino y en seguida vio acercarse lentamente a una dama que montaba una yegua baya; una dama joven y bonita, vestida con un traje azul oscuro, luciendo en la solapa un ramillete de dientes de león que parecían estrellas amarillas; de la montura de su cabalgadura pendía un rebenque plateado el cual, sin duda, sólo servía de adorno. La hermosa yegua cojeaba un poco y sacudía la cabeza como si algo la molestara, mientras su dueña, inclinándose para saber qué le ocurría, exclamaba con un tono que parecía exigir contestación:

—Vamos, Chevalita, si te has clavado una piedra en una pata, yo la encontraré y la sacaré. ¿Por qué no miras dónde caminas y me evitas así estas molestias?

—No se preocupe, señorita; yo me ocuparé de eso. ¡Permítamelo usted! —exclamó una voz anhelante, que, por lo inesperada, sobresaltó a la amazona y a su cabalgadura, que vieron en ese momento a un muchacho que descendía del muro de un salto.

—Me harías un favor. No tengas miedo, Lita es mansa como una oveja —replicó la dama, quien sonrió divertida por la solicitud del muchacho.

—Es un animal muy hermoso —murmuro Ben al mismo tiempo que levantaba una después de otra las patas del animal hasta encontrar la piedra que extrajo con alguna dificultad.

—Lo has hecho muy bien y te lo agradezco. ¿Puedes decirme si este atajo lleva hasta los Olmos? —preguntó la dama, quien prosiguió su camino lentamente acompañada por Ben.

—No lo sé, señora; recién he llegado a estos lugares y sólo sé dónde viven el alcalde y la señora Moss.

—Deseo ver a ambos, de modo que indícame el camino. Viví aquí hace mucho tiempo y creí que podría encontrar el camino que conduce a la vieja casa de la Avenida de los Olmos y el gran portal, mas no lo he logrado.

—Conozco la casa. Ahora la llaman «Las lilas» porque estas plantas crecen a lo largo del sendero y del muro. Bab y Betty juegan allí; yo también.

Ben no pudo dejar de sonreír al recordar su primera aparición en aquel sitio e interesada tal vez por la sonrisa y las palabras, la dama preguntó amablemente:

—¿De quién hablas? ¿Bab y Betty son tus hermanas?

Olvidando por completo su intento de fuga, Ben comenzó a relatar su historia con todos los detalles y hablo de sus nuevos amigos animado por la expresión de bondad, las preguntas interesadas y la sonrisa de simpatía que lo acompañaron hasta el final de su relato. Al llegar a la esquina del colegio se detuvo y dijo extendiendo los brazos a modo de señales:

—Por allí se va a «Las lilas», y por este camino a la casa del alcalde.

—Ahora estoy muy apurada para visitar la vieja casa. Iré primero por aquí si tú tienes la amabilidad de llevarle mis saludos a la señora Moss y de comunicarle al alcalde que la señorita Celia almorzará con él. No me despido de ti porque volveremos a vernos luego.

Con un movimiento de cabeza y una sonrisa la joven se alejó al galope y Ben ascendió la colina para llevar los mensajes, experimentando la sensación de que iba a suceder algo agradable, de modo que decidió postergar la fuga un tiempo, por lo menos.

La señorita Celia llego a la una en punto y Ben tuvo el placer de ayudar a Pat a llevar a Chevalita al establo. Luego de comer ligero su almuerzo se dedicó a la ingrata tarea de apilar los leños con desusada energía; es que mientras lo hacía podía echar una mirada en dirección al comedor, donde, entre dos cabezas canas, pues eran tres los comensales, se veía una castaña y ensortijada. Como las ventanas se hallaban abiertas no pudo de dejar de oír una que otra palabra y esa conversación escuchada a medias despertó su curiosidad. Los nombres de «Thorny», «Celia» y «George» eran repetidos con frecuencia y de vez en cuando se oía una alegre carcajada de la joven señora que sonaba a música en aquel sitio habitualmente tan silencioso.

Cuando el almuerzo concluyo, la furia del trabajo abandono a Ben, y desganadamente llevo de uno a otro lado la carretilla hasta que la invitada partió. Pero esta vez no tuvo ocasión de prestar ayuda porque Pat, que quería ganarse una propina, atendió con mucha diligencia a la yegua y a su ama hasta el momento de la partida. Pero la señorita Celia no había olvidado a su pequeño guía y descubriendo una carita contrita tras la pila de leños, se detuvo en el portón e hizo un gesto que acompaño con su más encantadora sonrisa. Si en aquel instante Pat se le hubiera cruzado por el camino, lo habría derribado Ben, quien, saltando la cerca, corrió con el rostro radiante deseando que ella le pidiera un último favor. Inclinándose la señorita Celia deslizo una moneda en la mano del muchacho al mismo tiempo que decía:

—Lita quiere que te dé esto por haberle sacado la piedra de la pata.

—Gracias, señorita. Lo hice con gusto. Me duele ver que los animales sufran, especialmente cuando son tan lindos como esta yegua —contestó Ben acariciando con amor el cuello lustroso.

—Dice el alcalde que conoces mucho a los caballos, de modo que supongo conocerás su lenguaje. Es muy hermoso yo lo estoy aprendiendo —rio la señorita Celia. Chevalita relincho suavemente y metió el hocico en uno de los bolsillos de Ben.

—No, señorita. Yo, no he ido al colegio.

—No es allí donde se enseña. Cuando regrese por aquí te traeré un libro para que lo aprendas. Gulliver fue al país de los caballos y allí los oyó hablar en su propia lengua.

—Mi padre ha estado en las praderas donde hay cientos de potros salvajes, pero nunca los oyó hablar. Sin embargo, aunque no hablen, yo sé lo que quieren —contestó Ben sospechando que era objeto de una broma más sin llegar a descubrirla.

—No lo dudo. No obstante, no olvidaré el libro. Adiós, amigo, pronto volveremos a yernos —y la señorita Celia se alejó velozmente como si le corriera mucha prisa.

—Si tuviera un vestido rojo y una pluma blanca sería tan bonita como Melia. Es tan buena y monta tan bien como ella. ¿Adónde irá? ¡Ojalá vuelva pronto!… —pensó Ben que no aparto la mirada hasta que la última onda del vestido azul se perdió en un recodo del camino. Entonces regreso a sus quehaceres sin apartar la cabeza del libro prometido, deteniéndose de tanto en tanto para hacer sonar las dos monedas de plata que ya tenía junto con la nueva y pensando qué podría comprar con una suma tan enorme.

Entretanto, Bab y Betty habían tenido un día muy agitado: cuando al mediodía regresaron a su casa, encontraron allí a la hermosa dama, quien les hablo como si fuese una vieja amiga. Les hizo dar una vuelta a caballo, y cuando las niñas regresaron al colegio les dio un beso a cada una. Por la tarde la dama había partido, mas hallaron, en cambio, la vieja casona abierta y a la madre barriendo, limpiando y ventilando las habitaciones con gran animación. Ellas se divirtieron mucho saltando sobre las camas de pluma, sacudiendo alfombras, abriendo cajones y corriendo desde la bohardilla a la despensa como un par de gatitos traviesos.

Así las encontró Ben, a quien abrumaron con las novedades, las cuales excitaron al muchacho tanto como a ellas: la señorita Celia era la dueña de la casa, vendría a vivir allí y había que poner todo en orden lo antes posible. Cada uno entreveía una hermosa perspectiva: la señora Moss, para quien la vida había sido muy triste durante ese año en que tuvo a su cargo la vieja casa; las pequeñas, quienes habían oído rumores de que enviarían muchos animales, y Ben, que al saber que vendrían un niño y un burro, resolvió que sólo la presencia de su padre lo arrancaría de aquel lugar que comenzaba a tornarse realmente interesante.

—Tengo muchas ganas de ver y oír gritar a los pavos reales. Ella dijo que gritan y que reiremos cuando el viejo Jack rebuzne —exclamó Bab saltando sobre un pie sin poder dominar su impaciencia.

—¿El «faeton» es algún pájaro? Dijo que lo guardarían en la cochera —comentó Betty en tono de interrogación.

—Es un carruaje —explico Ben haciendo unas cabriolas y divertido por la ignorancia de Betty.

—Eso es. Lo busqué en el diccionario. Pero no se dice Phaeton aunque se escriba con p —agregó Bab a quien le gustaba aprovechar cualquier ocasión para formular una regla, sin confesar, por supuesto, que se había roto la cabeza buscando la palabra en la f hasta que una compañera le enseñó cómo se escribía.

—No serás tú quien me dé lecciones a mí sobre clases de carruajes. Además, lo que ahora me interesa sabes es donde pondrán a Lita —exclamó Ben.

—La dejarán en las caballerizas del alcalde hasta que todo esté en orden. Luego tú la traerás aquí. Él mismo vino a decírselo a mamá, asegurándole que podía confiarse en ti, pues ya te habían probado.

Ben no contestó, pero secretamente agradeció a su buena estrella que le hubiese detenido cuando estaba a punto de huir, con lo cual habrá perdido, por desagradecido, todas aquellas nuevas alegrías.

—¡Qué hermoso será ver la casa siempre abierta!… Podremos entrar, ver los cuadros y los libros cuantas veces queramos. Sé que podremos hacerlo porque la señorita Celia es muy buena —comenzó a decir Betty, quien prefería esas cosas a los pavos reales o a los burros.

—Tendrás que aguardar a que te inviten —indicó su madre cerrando detrás de ellas la puerta principal—. Es mejor que recojan los juguetes; a ella no le gustará verlos desparramados por el patio. Ben, si no estás muy cansado podrías pasar el rastrillo mientras yo cierro las persianas. Quiero que todo esté limpio y en orden.

Las pequeñas exhalaron gritos de aflicción y observaron con tristeza el querido «porch», las vueltas de la avenida por donde ellas acostumbraban a correr «mientras el viento silbaba en sus cabellos», como decían los libros de cuentos.

—¿Qué haremos? En el altillo hace calor, el cobertizo es muy pequeño y el patio está siempre lleno de ropas y gallinas. Tendremos que guardar nuestras cosas y no volver a jugar e lamento Bab, trágicamente.

—Quizá Ben pueda construirnos una casita en la huerta —sugirió Betty, quien creía firmemente que Ben era capaz de hacer cualquier cosa.

—No tendrá tiempo. A los muchachos no les gusta hacer casas para las muñecas —rezongo Bab con gesto desconsolado terminando de recoger sus efectos y sus bienes que quedaban sin hogar.

—Ya verás cuán poco nos importará todo esto cuando lleguen cosas nuevas —exclamó alegremente la pequeña Betty quien descubría un rayo de sol en medio de las nubes más negras.

 

 

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