Capítulo VIII

 

Como Ben no se hallaba muy cansado, comenzó la limpieza esa misma noche. Y su premura no era exagerada, ya que dentro de uno o dos días iban a llegar las cosas, para felicidad de las niñas, quienes consideraban que una mudanza era uno de los juegos más divertidos. El faetón fue lo primero que llegó, y Ben dedico todos sus momentos libres a admirarlo al mismo tiempo que, con secreta envidia, pensaba quién sería el muchacho que ocuparía el pequeño asiento trasero, y decidió que, cuando fuera rico, viajaría en un carruaje igual que aquél y llevaría a dar una vuelta en él a cuanto muchacho encontrase en el camino.

Luego llego la parte del mobiliario, y las niñas lanzaron exclamaciones de admiración al ver el piano, algunas sillas pequeñas y una mesa baja a la que consideraron adecuada para sus juegos. Después trajeron los animales, y éstos causaron un gran revuelo en el vecindario; pues los pavos reales eran desconocidos allí, el burro con sus rebuznos inquieto a los demás animales y despertó la hilaridad de la gente, los conejos se escapaban continuamente de sus cuevas, construidas en el jardín y Chevalita escandalizo al viejo Duke con sus paseos por el establo del que éste había sido único morador durante muchos años.

Finalmente, llegaron la señorita Celia, su joven hermano y dos criadas, pero era ya tan tarde, que sólo la señora Moss acudió para ayudarlos a instalarse. Los niños se consideraron defraudados, pero los conformaron asegurándoles que irían por la mañana a saludar a los recién llegados.

Se levantaron muy temprano, pero tanta impaciencia tenían, que la señora Moss los dejó salir aunque advirtiéndoles que sólo hallarían levantadas a las criadas. Se equivocaba, sin embargo, pues cuando la procesión se acercaba a la casa, una voz les gritó

—¡Buenos días, pequeños vecinos!…

Y el saludo llegó tan inesperadamente, que Bab estuvo a punto de derramar la leche, Betty dio un respingo tal que los huevos acabados de recoger casi se le caen del plato donde los tenía en tanto que la cara de Ben, que asomaba sobre el atado de alfalfa que llevaba para los conejos, se iluminaba con una amplia sonrisa, y, al mismo tiempo que saludaba con la cabeza, el niño dijo alegremente:

—Lita está muy bien, señorita; se la traeré en cuanto usted quiera.

—La necesitaré a las cuatro de la tarde. Thorny no podrá viajar, pues está muy cansado, pero yo necesito ir al correo caigan rayos o centellas. —Y mientras así hablaba, las mejillas de la señorita Celia se colorearon de rubor provocado, tal vez, por un pensamiento feliz, tal vez, por la turbación que le produjera la mirada de aquellos sinceros ojos juveniles que sin reparo mostraban su admiración por la dama vestida de blanco que se hallaba de pie bajo las madreselvas.

La aparición de Miranda, la criada, les recordó el motivo de su visita, y después de ofrecer sus presentes con gran confusión se disponían a partir cuando los detuvo la amable voz de la señorita Celia.

—Quiero agradecerles la ayuda que han prestado poniendo todo en orden. He visto rastros de manos hacendosas y de pies ligeros por la casa y el jardín.

—Yo pasé el rastrillo a los canteros —dijo Ben mirando con orgullo los perfectos óvalos y círculos de tierra.

—Yo barrí todos los senderos —agregó Bab al mismo tiempo que observaba con disgusto algunas hojas de trébol que del manojo de alfalfa habían caído sobre el sendero.

—Yo limpié el «porch». —Y el delantal de Betty se infló y desinfló a consecuencia del profundo suspiro que emitió la niña al echar una mirada a lo que había sido la residencia veraniega de su pobre familia exilada.

La señorita Celia comprendió el sentido de ese melancólico suspiro, y se apresuró a trocarlo en una alegre sonrisa preguntando rápidamente:

—¿Qué se ha hecho de vuestros juguetes? No los veo por ninguna parte…

—Mamá dijo que a usted le desagradaría ver nuestras cosas dando vueltas por aquí, por eso las guardamos en casa —contestó Betty con expresión apenada.

—Pues a mí me gusta ver juguetes desparramados por el jardín. Siempre he querido a las muñecas y echo de menos no verlas en el «porch» o caídas en el sendero. ¿Por qué no vienen a tomar el té conmigo esta tarde y traen, algunas? Me apenaría mucho privarlas del sitio donde acostumbraban venir a jugar.

—¡Nosotras vendremos, 'sin duda alguna!… Y traeremos nuestros más hermosos juguetes.

—Mamá nos deja llevar el juego de té y el perro de porcelana cuando vamos a jugar con alguien —dijeron Bab y Betty casi al mismo tiempo.

—Traigan todo lo que quieran; yo buscaré mis antiguos juguetes. Ben vendrá también y a su perro lo invitamos especialmente —agregó la señorita Celia al ver a Sancho que se acercaba a ella suplicante, como si sospechara que estaban tratando un agradable proyecto.

—Gracias, señorita. Yo les dije a las niñas que a usted le gustaría que la visitásemos de vez en cuando. Ellas adoran este lugar y yo también —dijo Ben, pensando que pocos sitios ofrecían la ventaja de reunir árboles por los que se pudiera trepar, un portón con arcada, un largo muro y muchas otras maravillas, especiales para un muchacho que, desde los siete años, ha desempeñado el papel de Cupido volador.

—Y yo —agregó con calor la señorita Celia—. Hace diez años, cuando era apenas una niña, llegué aquí; bajo esos mismos árboles tejí guirnaldas de lilas, junté pajitas para los pajaritos y por estos senderos paseé al pequeño Thorny en su cochecito. Entonces abuelito vivía aquí y en su compañía pasamos días muy felices. Pero todos han partido ya y sólo nosotros dos hemos quedado.

—Tampoco nosotras tenemos papá —murmuró Bab, quien creyó ver algo en el rostro de la señorita Celia que la impresionó como si, de pronto, tina nube hubiera oscurecido el sol.

—En cambio yo, si lo encontrara, podría presentarles a mi padre, que es extraordinario —comentó Ben mirando ansiosamente en dirección al sendero como si esperase hallar a alguien aguardándole del otro lado del portón cerrado.

—Tú eres un muchacho afortunado y ustedes un par de niñas felices que tienen una mamá muy buena; yo misma lo he comprobado.

Y el sol volvió a brillar cuando la joven agitó la cabeza alegremente y miró a las sonrientes niñas, de pie delante de ella.

—Ya que usted no tiene mamá puede compartirla con nosotras —musitó Betty con una mirada tan compasiva que sus ojos azules parecieron convertirse en dos suaves y húmedas violetas.

—¡Con mucho gusto!… Y ustedes serán mis hermanitas menores. Como no he tenido ninguna me causará una gran alegría que ustedes sean mis hermanas.

Y la señorita Celia tomó entre las suyas las dos manecitas regordetas, dispuesta a amar a todos, aquella primera y hermosa mañana que pasaba en su nuevo hogar, donde esperaba ser muy dichosa.

Bab sacudió la cabecita con satisfacción y contempló los anillos que brillaban en la bella mano que sostenía la suya. Betty, en cambio, echó los brazos al cuello de su nueva amiga y la besó con tanta suavidad, que el corazón ansioso de ternura de la señorita Celia experimentó un delicioso calor. Pues eso era lo que aquél anhelaba, ya que Thorny no había aprendido aún a retribuir ni la mitad de la ternura que se le prodigaba. Sostuvo a la pequeña junto a sí, y mientras jugaba con sus trenzas rubias, les habló de una, niñas alemanas que ella viera, las cuales usaban graciosas cofias de seda negra, polleritas cortas, zapatones de madera y cuidaban gansos o llevaban cerdos al mercado, tejiendo o hilando por el camino.

De pronto, «Randa» —así llamaba ella a su robusta criada— apareció para decirle que el señorito Thorny no quería esperar ni un minuto más. Entonces la señorita entró a desayunar con muy buen apetito mientras los niños corrían en busca de la señora Moss, a quien aturdieron contándole todos al mismo tiempo, como locos, lo sucedido.

—Quiere el faetón a las cuatro…

—Estaba muy linda, con su vestido blanco…

—Esta tarde iremos a tomar el té con ella; llevaremos a Sancho, pues él y todas las muñecas han sido invitados.

—¿Podemos ponernos nuestros vestidos de los domingos?

—Lita tendrá nuevos y hermosos arneses…

—Y a ella le gustan las muñecas…

—¡Cómo nos divertiremos!…

Con gran dificultad la señora logró formarse una idea aproximada del asunto y no sin trabajo consiguió que los niños se sentaran a tomar el desayuno, pues la perspectiva de la reunión se había trastornado completamente.

Bab y Betty pensaban que el día no acabaría nunca y pasaron las horas imaginando y magnificando de antemano los futuros placeres, hasta un punto tal, que sus compañeras quedaron tristes al no poder ir ellas también. A mediodía la madre tuvo que contenerlas para que no corrieran a la casa grande. Entonces las pequeñas, para consolarse, fueron hasta el bosquecillo de lilas desde ronde pudieron aspirar los ricos olores que llegaban de la cocina donde Katy, sin duda, estaría preparando deliciosos bocados para la hora del té.

Ben trabajó frenéticamente hasta las cuatro de la tarde, luego e acercó a Pat quien cepilló a Lita hasta dejarle el cuero lustroso.

En seguida el muchacho se hizo cargo del animal y con todo cuidado lo condujo hasta la cochera donde tuvo la satisfacción de colocarle los arneses «él solo».

—¿Doy la vuelta y la espero junto al portón, señorita? —preguntó Ben una vez que todo estuvo preparado mirando en dirección al «porch» desde donde la joven dama lo contemplaba mientras se colocaba los guantes.

—No, Ben. El gran portón no se abrirá hasta octubre. Yo entraré y saldré por la puerta pequeña y dejaremos que sólo el césped y las flores recorran la avenida principal —contestó la señorita Celia al mismo tiempo que, muy sonriente, subía al coche y tomaba las riendas.

Pero no partió, ni aún después que Ben sacudió el nuevo rebenque que luego dejó delicadamente sobre las rodillas de la dama.

—¿No está todo en orden? —preguntó el niño ansiosamente.

—No todo. Falta algo. ¿No te das cuenta?

La señorita Celia observó el rostro preocupado del muchacho, cuyos ojos iban desde la punta de las orejas de Lita hasta las ruedas traseras del faetón tratando de descubrir lo que faltaba.

—No, señorita, yo no… —comenzó mortificado ante la idea de haber olvidado algo.

—¿No te parece que un pequeño palafrenero sentado en el asiento de atrás completaría el buen aspecto del carruaje? —dijo ella con una expresión tal que no cabía duda de que «él» iba a ser el dichoso muchacho que ocuparía el asiento posterior.

Ben, enrojecido de placer, pero contemplando sus pies descalzos y su blusa azul, vaciló y tartamudeó:

—No estoy presentable, señorita… No tengo otro traje.

La señorita Celia sonrió más bondadosamente que antes y con un tono que Ben comprendió mejor que las mismas palabras, contestó

—Cierto gran hombre dijo que toda su armadura eran las mangas de su camisa y un excelso poeta dedicó sus versos a un niño descalzo. ¿He de ser yo tan orgullosa como para que me moleste lleva a un muchacho sin zapatos en mi coche? ¡Arriba, Ben, pequeño palafrenero!… Vamos, de lo contrario llegaremos luego tarde a nuestra fiesta.

De un salto el nuevo palafrenero se encaramó en su sitio donde se sentó muy derecho, las piernas rígidas, los brazos cruzados y la cabeza alta, como él había visto que lo hacían los verdaderos palafreneros cuando acompañaban a sus amos en los coches. La señora Moss los saludó cuando pasaron por la puerta, y Ben se tocó el roto sombrero con toda seriedad sin poder evitar, sin embargo, una sonrisa de placer, la que se transformó en franca risa de alegría en cuanto Lita arrancó con un trote vivo por la suave carretera, rumbo a la ciudad.

Con tan poco se puede hacer feliz a un niño, que es una pena que los mayores no lo recuerden más a menudo y distribuyan un poco de placer entre la gente menuda como quien reparte migas de pan entre los gorriones. La señorita Celia sabía que Ben estaba contento, aun cuando éste no encontrara palabras para expresar su agradecimiento por la gran alegría que ella le había proporcionado. Sólo atinaba a saludar con una inclinación de cabeza a cuantos cruzaban por el camino, a sonreír cuando la punta del largo velo gris de la señorita Celia le rozaba la cara, mientras de lo más profundo de su corazón brotaba el deseo de abrazar a su nueva amiga como lo hiciera tantas veces cuando su querida Melia conmovía su ternura.

Cuando pasaron frente al colegio, los alumnos estaban en clase, y la clara de asombro que pusieron niños y niñas cuando vieron a Ben tan tieso en el coche, fue todo un espectáculo. Lo mismo que la soberbia indiferencia con que aquél contempló a la humilde grey que marchaba a pie. Sin embargo, no pudo tejar de saludar amablemente a Bab y Betty porque éstas se hallaban bajo el gran arce y, al recordar la librería circulante, la gratitud le hizo olvidarse de su dignidad.

—La próxima vez las llevaremos también a ellas —prometió la señorita Celia cuando comenzaron a ascender la loma—, pero hoy deseo hablar contigo. Mi hermano ha estado enfermo y lo he traído aquí para que se restablezca. Quiero hacer cuanto pueda para entretenerlo y divertirlo y pienso que tú puedes ayudarme de muchas maneras. ¿Te gustaría trabajar para mí en lugar de hacerlo para el alcalde?

—¡Ya lo creo que sí!… —exclamó Ben con tanto entusiasmo que no fue necesario que agregase nada más, razón por la cual la señorita Celia continuó muy complacida:

—Verás: el pobre Thorny está muy débil y es muy miedoso, no le gusta hacer esfuerzos a pesar de lo cual se lo ha sacado a pasear a menudo para que olvide sus pequeñas preocupaciones. No puede caminar mucho aún, por eso le he comprado una silla de ruedas para llevarlo. Como los senderos son buenos, será fácil pasearlo. Ésa es una de las cosas que tú puedes hacer. Otra, será cuidar sus animales preferidos hasta que él esté en condiciones de hacerlo. También, le relatarás tus aventuras y conversarás con él como sólo un muchacho puede hacerlo con otro. Eso lo entretendrá mientras yo escribo o salgo; nunca lo dejo mucho tiempo solo, y espero que pronto podrá correr como el resto de nosotros. ¿Qué te parece el trabajo que te propongo?

—De primera. Cuidaré muy bien al pequeño y haré cuanto pueda para complacerlo, lo mismo que Sancho, pues éste quiere mucho a los niños —contestó Ben entusiasmado, ya que el nuevo trabajo era en todo de su agrado.

La señorita Celia rio y enfrió un tanto el entusiasmo del muchacho con las siguientes palabras:

—No sé qué diría Thorny si te oyera llamarlo «pequeño». Tiene catorce años y cada día está más alto. A mí me parece un niño porque tengo casi diez años más que él. Cuando lo veas, no deben atemorizarte ni sus piernas largas ni sus grandes ojos: está demasiado débil para causar daño alguno, y sólo procurarás no incomodarte si te manda demasiado.

—Estoy acostumbrado a ello. Tampoco me enojaré si me grita o me tira algo por la cabeza —aseguró Ben recordando su última experiencia al lado de Pat.

—Puedo prometerte que tal cosa no ocurrirá, y estoy segura de que Thorny te querrá. Le he contado tu historia y está ansioso por conocer al «muchacho del circo», como te llama. El alcalde Allan dice que puedo confiar en ti y eso me alegra, porque de lo contrario, me habría dado mucho trabajo encontrar lo que necesitaba. Tendrás buena comida y buena ropa, excelente trato y conveniente paga si resuelves quedarte conmigo.

—Está decidido: me quedaré con usted hasta que papá venga a buscarme. El alcalde le ha escrito a Smithers, pero no ha recibido aún ninguna contestación. Como están de gira, pasará mucho tiempo antes de que lleguen noticias —respondió Ben, quien ante tan magnífica proposición que le acababan de hacer, tenía menos impaciencia por partir.

—Bueno. Entretanto, veremos cómo nos llevamos y quizá consigamos que tu padre te deje con nosotros durante el verano mientras él viaja. Ahora, guíame hasta la panadería, la confitería y el correo —concluyó la señorita Celia cuando llegaron a la calle principal de la población.

Ben se mostró muy eficiente, y una vez realizadas todas las diligencias recibió, como recompensa, un par de zapatos y un sombrero de paja adornado con una cinta azul, en cuyos extremos brillaban dos anclas plateadas. Y de regreso, mientras su nueva ama leía la correspondencia, le fue permitido conducir el coche. Una de las cartas, particularmente larga, con una extraña estampilla en el sobre, fue leída dos veces por la joven, quien no volvió a pronunciar una palabra durante el resto del viaje. Luego, Ben tuvo que llevar a Lita y entregar las cartas al alcalde, no sin prometer realizar con premura estas diligencias para estar de regreso a la hora del té.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook