Capítulo XXIV

 

A la mañana siguiente los Brown se levantaron tan temprano que Bab y Betty temieron que hubiesen huido durante la noche. Pero al ir a buscarlos los hallaron observando a Lita con ojos de entendidos, las manos en los bolsillos, mordiendo una paja con los dientes y tan iguales el uno al otro como podía serlo un elefante grande y uno chico.

—Es una yegüita muy bonita. Hacía tiempo que no veía otra igual —decía Ben padre, en el momento en que las niñas hacían su aparición corriendo de la mano y sacudiendo sus trencitas terminadas en moños azules.

—Ésta es mi favorita, pero aquélla corre mejor, aunque es dura de boca —comentó Ben dándose tales aires de experto jockey que su padre se echó a reír.

—Vamos muchacho. Olvidemos esa jerga ya que hemos resuelto abandonar la antigua vida. Esta buena gente ha hecho un caballero de ti y no quiero estropear la obra. Acérquense, queridas. Yo les enseñaré cómo se dice buenos días en California —agregó haciendo señas a las invitadas que llegaban sonrosadas y sonrientes.

—El desayuno los espera, señor —comunicó Betty contenta de haberlos encontrado.

—Creímos que se había marchado —explicó Bab extendiendo las manos para apretar las que se tendían hacia ella.

—Eso hubiese sido una mala jugada. Pero pienso escaparme con ustedes —y antes de que las niñas se diesen cuenta de lo que ocurría, el señor Brown las cargó a ambas sobre sus hombros en tanto que Ben, acordándose que era domingo hizo un esfuerzo para dominarse y no ir dando vueltas de carnero hasta la puerta donde los estaba aguardando la señora Moss.

Después del desayuno Ben desapareció para reaparecer al cabo de unos momentos vestido con su traje dominguero, tan pulcro y tan bien puesto que su padre lo observó con orgullo y sorpresa mientras el niño se acercaba lleno de infantil satisfacción al poder lucir esas hermosas galas.

—¡Esto es lo que se dice un joven elegante! ¿Te has arreglado así para salir a pasear con tu padre? —preguntó el señor Brown acariciando la cabecita, habían quedado solos en ese momento, pues la señora Moss y las niñas habían subido a arreglarse para ir a la iglesia.

—Pensé que podríamos ir a misa primero —sugirió Ben mirándolo tan contento que habría sido imposible rehusarle nada.

—Yo estoy muy mal vestido, hijito; de otro modo te acompañaría con mucho gusto.

—La señorita Celia dice que a Dios no le importa que la ropa sea pobre y a mí me llevó un día que estaba más desarreglado que tú —murmuró Ben haciendo dar vueltas a su sombrero entre las manos.

—¿Tú tienes muchos deseos de ir? —preguntó el padre sorprendido.

—Quiero complacerla a ella, si tú no te opones. Podríamos ir de paseo por la tarde…

—Yo no he vuelto a la iglesia desde que murió tu madre y creo que me costará trabajo volver, aunque comprendo que debo intentarlo ahora que voy A vivir contigo —y el señor Brown miró con seriedad alegrándose de estar vivo en aquel hermoso mundo otoñal después de los peligros y penas pasados.

—La señorita Celia dice que la iglesia es el mejor lugar para llevar nuestros dolores. Yo fui por primera vez cuando te creí muerto y quiero volver ahora que te sé vivo.

Como nadie los podía ver, Ben dio rienda suelta a sus deseos y estrechó a su padre con un fuerte abrazo, que le fue devuelto con la misma intensidad.

—Iré a darle las gracias al Señor por haber hallado a mi hijo mejor de lo que lo dejé.

Durante unos segundos, lo único que se oyó fijé el tic tac del reloj y los gruñidos de Sancho que había sido atado en el cobertizo para que no fuera a hacer su aparición en la iglesia a donde no había sido invitado.

Después, como se percibiera el sonido de unos pasos en la escalera, el señor Brown tomó rápidamente el sombrero diciendo:

—No estoy lo bastante presentable como para entrar con ellas en la iglesia. Explícaselo. Yo me sentaré en uno de los últimos asientos, después que todos hayan entrado. Sé el camino. —Y antes de que Ben pudiese contestarle había desaparecido.

No lo vieron cuando se dirigieron a la iglesia, pero él sí pudo distinguir la pequeña comitiva y nuevamente se regocijó al contemplar a su hijo tan cambiado y mejorado. Ben demostraba que había sabido mantener puro su corazón a través de las borrascas de la vida.

«Prometí a Mary que cuidaría al pequeño que ella tuvo que abandonar, pero hay alguien que ha hecho más que yo por él y le prestó su ayuda en el momento que más lo necesitaba. No me humilla ser yo quien lo siga a él ahora», pensó el señor Brown mientras torcía por la carretera principal luego de haber cruzado por un atajo, y se dijo que resultaría muy agradable quedarse por esos tranquilos lugares que lo harían, sin duda, tan feliz como a su hijo.

La campana ya había llamado a los feligreses cuando él llegó, pero un solitario muchacho estaba sentado aún en los escalones de la entrada cuando él se aproximó y corrió a su encuentro diciendo con una mirada de reproche:

—No te iba a dejar solo para que la gente creyera que me avergüenzo de mi padre. Ven, papá; nos sentaremos juntos.

Y Ben condujo a su padre hasta el banco del alcalde y lo hizo sentar a su lado con expresión tan llena de alegría e inocente orgullo que mucha gente habría sospechado la verdad si él no se hubiese encargado de contarla antes. El señor Brown, confuso y avergonzado de sus ropas gastadas, demostraba cierta turbación, pero el apretón de manos del señor alcalde y el bondadoso saludo de la señora Allen le dieron ánimos para enfrentar la curiosidad de la concurrencia entera, cuya parte juvenil lo miró fijamente durante todo el tiempo que duró el sermón, no obstante los ceños fruncidos de los respectivos y las advertencias de las madres.

Pero lo que coronó gloriosamente el día fueron las palabras que dijo el alcalde a Ben con voz lo bastante alta que hasta Sam pudo oírlo:

—He recibido una carta de la señorita Celia para ti. Ven conmigo y trae a tu padre que quiero hablar con él.

El muchacho escoltó muy orgullosamente a su papá hasta el viejo coche y, después de sentarse atrás con la señora Allen, tuvo la satisfacción de ver delante de él el sombrero blando de fieltro al lado del sombrero dominguero del alcalde no bien arrancó «Duke» muy briosamente, como si sintiera la fuerza de la mirada experta que se posaba sobre él.

El interés que despertó el padre en un principio fijé debido al afecto que se tenía por el hijo, pero cuando se conoció su historia, Ben, el viejo, conquistó muchos amigos, no sólo por los infortunios que había soportado con tanta valentía, sino porque no ocultaba su agradecimiento por lo que habían hecho por su hijo, y manifestaba su deseo de realizar cualquier trabajo honesto que le permitiese mantener a Ben feliz y contento en el hogar que hallara allí.

—Le daré una carta de recomendación para Town Smithers me habló muy bien de usted, aunque creo que su propia habilidad será la mejor recomendación —dijo el alcalde al despedirlos en la puerta de su casa después de entregar a Ben la carta.

Ya hacía quince días que la señorita Celia se había ido y todos deseaban que volviese. A la semana, de haberse ido, Ben recibió un diario que traía una marca alrededor de un aviso en la sección matrimonios señalado con una mano al margen. Thorny había enviado aquello, y a la semana siguiente llegó una gran encomienda para la señora Moss. Al abrirla encontraron una caja con una porción de la torta de bodas para cada uno de los miembros de la familia, incluso Sancho, que la devoró de un bocado y luego se quedó largo rato lamiendo la cinta de papel que la envolvía. Se cumplía la tercera semana de ausencia y como si no fuera bastante la felicidad gozada durante ese día, Ben leyó en la carta que su querida señorita regresaría el próximo sábado, Uno de los pasajes que más le alegró decía:

«Me gustaría que abrieran la puerta principal para que el nuevo dueño haga su entrada por ella. Procura tú que todo se realice según mis deseos y que las cosas estén en orden. Randa te dará la llave y si quieres puedes sacar a relucir todas tus banderas para que la vieja casona nos parezca más alegre a nuestro regreso al hogar.»

Aunque era domingo; Ben no pudo contenerse, y agitando la carta sobre su cabeza corrió a contar a la señora Moss las felices nuevas, dispuesto a empezar al momento los preparativos para recibir y dar la bienvenida a la señorita Celia (Él no podía llamarla de otra manera.)

Durante el paseo por la tarde y bajo el cálido sol, Ben continuó hablando de ella sin cansarse de comentar lo feliz que había sido durante el verano que pasara bajo su techo. Y el señor Brown no se fatigaba de oírlo, porque a cada minuto que transcurría él comprobaba con más claridad, la buena influencia que ella había ejercido sobre el alma del niño. Aumentaba entonces su gratitud y el deseo de devolver de cualquier forma y aunque fuese muy humildemente, toda aquella bondad pudo realizar ese deseo suyo cuando menos esperaba que se presentaría una oportunidad.

El lunes fue a ver al señor Town y gracias a la buena, recomendación del alcalde lo contrataron a prueba por un mes, Pero se mostró tan hábil y se hizo tan necesario que pronto comprendieron que era el hombre ideal para aquel trabajo. Vivía en la parte alta de la colina, pero no dejaba de bajar diariamente, al atardecer, en dirección a la casita roja para ver a Ben, quien estaba tan atareado como si estuviesen por llegar el presidente y todo su gabinete.

Ordenaron la casa por dentro y por fuera. Limpiaron el gran portón principal, y después de grandes chillidos de goznes fue abierta de par en par. El primero en cruzarla fue Sancho, que lo hizo arrastrando una enredadera que había crecido en la cerradura del portón.

Las heladas de octubre habían respetado algunas hojas para que lucieran en esa ocasión. Y el sábado el cerco de la entrada fue adornado con alegres guirnaldas, cubrieron las banderas con rojo y oro, mientras el «porch» era una fiesta de color cubierto por la enredadera cuyas hojas había dorado el otoño.

Afortunadamente los niños tenían otra vez vacaciones, y podían prepararse y conversar con toda libertad, y las pequeñas corrían por todas partes poniendo graciosas decoraciones hasta en sitios a donde nadie se le ocurriría ir a mirar. Ben, dedicado a sus banderas, las distribuyó a lo largo de la avenida, y el señor Brown lo ayudó en esta tarea. Desplegaron tanta actividad que la señora Moss se habría afligido si no fuera porque ella misma estaba muy ocupada dando el último toque al acomodo de las habitaciones, mientras Randa y Katy preparaban un suculento té.

Todo prometía salir bien y faltaba una hora para que llegase el tren cuando Bab estuvo a punto de transformar la alegría en dolor y la fiesta en desastre. Cuando oyó que su madre dijo a Randa «debería haber fuego en todas las habitaciones; el aire está frío y la casa parecerá más alegre» salió corriendo sin detenerse a escuchar la explicación de que en algunas chimeneas no podía encenderse fuego. Llenó su delantal de astillas e hizo un buen fuego en la chimenea de la habitación del frente, que había sido dejada sin encender porque su respiradero no funcionaba bien. Encantada con las llamas luminosas y el crepitar del fuego, Bab volvió a llenar su delantal de maderas y a avivar la fogata. Pero la chimenea empezó a retumbar siniestramente, aparecieron chispas en la parte superior mientras el hollín y hasta un nido de golondrinas cayó entre las brasas. Entonces, asustada por lo que había hecho, la pequeña traviesa tapó rápidamente el fuego, barrió las basuras y escapó pensando que nadie descubriría su travesura si ella no lo contaba.

Como todos estaban muy ocupados, la enorme chimenea continuó arrojando llamaradas y haciendo ruido sin que nadie lo advirtiera, hasta que una nube de humo llamó la atención de Ben que estaba concluyendo de colocar el adorno de banderas, en una de las cuales había escrito con letras rojas muy grande: «Papá ha llegado».

—¡Hola!… Parece que han preparado fuegos artificiales sin consultarme. La señorita Celia nunca lo permitió porque el cobertizo y los alrededores estaban muy resecos.

—Debo de investigar eso. ¡Ayúdame a bajar, papá!… —gritó Ben saltando del olmo sin preocuparse en donde iba a caer, como una ardilla que salta de rama en rama.

Su padre lo recibió en los brazos y corrió detrás de su hijo que recorrió la avenida para detenerse a la entrada de la casa asustado por el espectáculo que se ofreció a sus ojos. Las chispas que volaban habían encendido el techo en varios sitios y la chimenea vomitaba humo y tronaba como un pequeño volcán mientras con gritos desesperados Katy y Randa pedían agua.

—Sube con unos trapos mojados mientras yo saco la manguera —gritó el señor Brown, quien de una ojeada abarcó la magnitud del peligro.

Ben desapareció, y antes de que el padre desenrollara la manguera del jardín, ya estaba en el techo con una sábana chorreando agua. La señora Moss se percató al instante de lo que ocurría y corrió a cerrar la chimenea para que no entrara más aire. Luego de preguntar a Randa si las chispas no habían quemado el interior, corrió a ayudar al señor Brown, quien no sabía dónde estaban las cosas. Pero no en vano él había recorrido tanto mundo; sin mucho buscar encontraba los objetos que necesitaba. Viendo que la manguera resultaba demasiado corta para alcanzar el techo de la casa, buscó dos baldes de agua y apagó el fuego antes de que hubiese hecho daño. Siguió con ese procedimiento hasta que apagaron la chimenea, y Ben recorrió la galería para ver si no había quedado alguna chispa encendida que pudiese continuar el fuego.

Mientras todos trabajaban. Betty corría de un lado a otro con su baldecito lleno de agua tratando de ayudar y Sancho ladraba violentamente. Pero ¿dónde estaba Bab que siempre se presentaba cuando había alguna algaraza? Nadie la echó de menos hasta que el fuego fue sofocado y la gente se reunió a comentar el peligro del que habían escapado.

—¡Pobre señorita Celia!… No le habría quedado techo donde cobijarse si no hubiese sido por usted, señor Brown —exclamó la señora Moss dejándose caer en una sillita de la cocina, pálida aún de emoción.

—Habría ardido todo con mucha facilidad, pero, por suerte, el peligro ha pasado. Vigilen el techo que yo daré una vuelta por el altillo para ver si allí no ha ocurrido nada. ¿No sabían que esa chimenea estaba sucia? —preguntó el hombre mientras se secaba la transpiración de su rostro tiznado.

—Sí, Randa me lo había dicho y me sorprende que haya ido a prender fuego allí —empezó a decir la señora Moss mirando a la mucama que pasaba con un caldero lleno de hollín.

—¡Por favor, señora! …, no crea que a Katy o a mí pudo ocurrírsenos semejante cosa. Debe haber sido esa pícara Bab que ahora no se atreve a presentarse —respondió Randa enojada porque se había mojado su habitación.

—¿Dónde está la niña? —preguntó entonces la madre. Y comenzó a buscarla de inmediato ayudada por Betty y Sancho, en tanto que los demás se alejaban:

Inquieta y ansiosa, Betty buscó por todas partes. Llamo, gritó, pero todo en vano, y estaba ya por darse por vencida cuando Sancho se metió dentro de su perrera nueva y salió tirando de un zapato que tenía un pie adentro, mientras se oía una voz que gemía desde el fondo del jergón de paja.

—¡Oh, Bab!… ¿Cómo pudiste hacer eso? Mamá se asustó terriblemente —murmuró Betty tirando suavemente de la pierna arañada, mientras Sancho introducía otra vez su cabeza dentro de la covacha en busca del otro zapato.

—¿Se quemó todo? —preguntó una voz ansiosa desde el interior de la casilla.

Solamente una parte del techo. Ben y el padre apagaron el fuego y yo los ayudé —explicó Betty alegrándose un poco al recordar su participación en el hecho

—¿Qué castigo se les da a los que incendian una casa? —preguntó la misma voz angustiada.

—No lo sé, pero no temas porque no ha sido mucho el daño y la señorita Celia te perdonará, ¡es tan buena!…

—Pero Thorny no lo es. Él me llama «la fastidiosa» y creo que lo soy, —suspiró la invisible culpable con sincero arrepentimiento.

—Yo le pediré que te perdone. Él es muy condescendiente conmigo. Llegarán de un momento a otro, así que sal y ve a arreglarte un poco —sugirió procurando tranquilizarla.

—No saldré jamás de aquí porque sé que todos me odian —sollozó Bab metida entre la paja mientras volvía a esconder el pie como si quisiese abandonar para siempre ese mundo que le era hostil.

—Mamá no te castigará. Está muy ocupada haciendo la limpieza, de modo que es el momento oportuno para salir. Corramos a casa. Nos lavaremos las manos y estaremos limpias cuando nos vean —insistió Betty queriendo convencer a la pobre pecadora y proponiendo lo que creía más acertado para conseguir el perdón de los mayores, que aún debían estar un poco enojados.

—Quizá sea mejor que vuelva a casa. Sancho querrá su cama… —Y Bab se aferró a esa excusa para abandonar su escondite y aparecer con una cara compungida y el vestido arrugado y el cabello lleno de paja.

Betty la llevó lejos, no obstante las protestas de la hermana, que aseguraba que nunca se atrevería a presentarse delante de nadie. Pero quince minutos después ambas reaparecieron de muy buen humor y bien arregladas. Y Bab escapó por aquella vez de una merecida represión porque el tren estaba a punto de llegar.

Al primer sonido del silbato todos los ánimos se calmaron como por arte de magia. En seguida corrieron hacia el portón olvidando todos los contratiempos para esperar a los viajeros. La señora Moss se adelantó vivamente y fue la primera que saludó a la señora Celia cuando el coche se detuvo a la entrada de la avenida para que pudieran bajar el equipaje.

—Caminaremos hasta la casa y así podrá usted contarme las novedades —dijo la joven señora con su gentil manera después que la señora Moss les hubo dado la bienvenida y hubo presentado sus respetos al caballero, quien estrechó su mano con un cálido apretón que la convenció de que Thorny tenía razón cuando aseguraba que era «sencillo y llano», no obstante su condición de ministro protestante.

Para informarla de todo se había adelantado la buena mujer y le contó las últimas noticias lo más brevemente que pudo. Los recién llegados se alegraron al saber feliz a Ben, y poca atención prestaron al relato del fuego que prendiera Bab, aunque hubieran corrido el riesgo de quedarse sin techo.

—No hablemos más de eso. Todos tenemos que estar contentos hoy —dijo el señor George con tal afecto de bondad que la señora Moss experimentó la sensación de que le quitaban un gran peso del corazón.

—Bab siempre pedía fuegos artificiales, pero creo que, por ahora, tendrá suficiente —rio Thorny, quien escoltaba galantemente a la madre de Bab a lo largo de la avenida.

—Todos ustedes son muy amables. La maestra estaba con los niños en la puerta de la escuela para saludarnos a nuestro paso, y aquí han puesto todo muy hermoso para recibirnos —manifestó la señora Celia sonriendo con lágrimas en los ojos, mientras se acercaba al gran portal que presentaba un aspecto imponente.

Randa y Katy, luciendo sus mejores ropas, estaban de pie a un costado; el señor Brown medio oculto tras el pórtico, del otro lado, sosteniendo a Sancho para que presentara sus respetos cuando apareciese la novia. Como las flores estuvieran escasas, en los dos testeros estaban dos sonrosadas niñas batiendo palmas, mientras que saliendo de tener las ramas de un macizo rojo y amarillo se veían la cabeza y las espaldas de Ben, quien agitaba su bandera más grande que tenía escrito con letras azules «¡Bienvenidos!»

—¡Qué maravilla!… —exclamó la señora Celia, arrojando besos a los niños, estrechando las manos de las mucamas y dirigiendo su brillante mirada al desconocido que sujetaba a Sancho.

—Mucha gente adorna la puerta de entrada con figuras de piedra, vasos o guirnaldas. Pero estos adornos vivientes son muchos mejores, queridos, sobre todo ese alegre niño del medio —dijo el reverendo George, mirando a Ben con interés, no obstante haber estado a punto de tropezar con la bandera que agitaba el niño.

—Tú tendrá que terminar lo que yo sólo he comenzado —manifestó Celia, agregando alegremente cuando Sancho, consiguiendo recuperar la libertad, se acercó a ambos a ofrecerle su pata y sus felicitaciones—: Sancho, presenta a tu amo que tengo que agradecerle que haya llegado justo a tiempo para salvar mi vieja casa de un desastre inminente.

—Aunque hubiese salvado doce casas no habría pagado ni la mitad de lo que usted ha hecho por mi hijo, señora —contestó el señor Brown, saliendo de detrás del pórtico rojo de gratitud y placer.

—Yo hice todo con mucho gusto, de modo que, por favor, recuerde que éste continuará siendo el hogar del niño hasta tanto usted pueda brindarle el suyo. ¡Gracias a Dios él ya no es huérfano!… Y el dulce rostro de la joven expresaba mucho más de lo que decían sus palabras cuando su blanca mano estrechó con un apretón cordial la morena manchada de tizne.

—Entremos, hermana. Veo la mesa del té servida y estoy terriblemente hambriento —interrumpió Thorny, que no se dejaba dominar por los sentimientos, aunque se alegrara mucho de que Ben hubiese recuperado a su padre.

—Acérquense, mis pequeños amigos, y déjenme que les agradezca esta amable bienvenida —y la señora Celia elevó su mirada divertida desde las cabezas infantiles a la vieja chimenea que aún continuaba echando humo.

—¡No mire usted!… —gritó Bab ocultando la cara.

— ¡Ella lo hizo sin querer!… —agregó Betty para disculparla.

—¡Tres hurras por la novia!… —exclamó Ben agitando su bandera cuando su querida señorita pasó bajo el arco apoyada en el brazo de su marido y continuó por el sendero hacia la casa que cobijaría su hogar feliz durante muchos, muchísimos años. El portal cerrado ante el cual se había detenido cierta vez el pequeño y solitario vagabundo, permanecería siempre abierto, y el sendero donde sólo jugaban las niñas ofrecería libre entrada a cualquier caminante, a quien se brindaría una cálida bienvenida, fuese rico o pobre, joven o viejo, feliz o desgraciado, bajo las Lilas.

 

 

Fin

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