Capítulo XXIII

 

Durante las siguientes semanas, Bab y Betty se entretuvieron jugando por las tardes en la avenida de árboles. Pero en cuanto las sombras comenzaban a invadirlo todo, las niñas abandonaban sus juegos y se sentaban en el pórtico a esperar a Ben quien, en compañía de los otros niños, se dedicaba a recolectar nueces. Cuando jugaban en la casa, Bab siempre hacía de padre y partía de caza o de pesca en las que tenía gran éxito, pues regresaba con toda clase de bichos, desde elefantes y cocodrilos hasta picaflores y mojarritas. Betty era la madre y la más habilidosa de las esposas; pues preparaba imaginarios y deliciosos manjares mezclando arena en ollas y sartenes viejos que ponía en un horno de su propia construcción.

Ambas habían trabajado mucho cierto día y estaban contentas cuando se retiraron a su lugar favorito de descanso donde Bab practicaba equilibrio sobre la balaustrada y Betty gozaba hamacándose y mirando cómo se reponía su hermana de los golpes. En aquella ocasión, luego de que ambas hubieran disfrutado de sus respectivos placeres dejaron sus juegos para conversar un poco sentándose una al lado de la otra como un par de pollitos que quieren descansar.

—¿Qué te parece? ¿Traerá Ben su canasto lleno? Nos divertiremos comiendo nueces y castañas mientras anochece —manifestó Bab cruzando las manos bajo su delantal porque era octubre y el aire se ponía muy fresco.

—Mamá dijo que podemos calentar las castañas en nuestras ollitas y Ben nos prometió la mitad de su cosecha —dijo Betty pensando aún en sus tareas culinarias.

—Guardaré algunas para Thorny.

—Y yo muchas para la señorita Celia.

—¿No te parece que ya ha pasado mucho tiempo desde su partida?

—Quisiera saber qué nos traerán.

Antes que Bab tuviese oportunidad de hacer conjeturas al respecto ruido de pasos y un silbido familiar las hizo mirar ansiosamente en dirección al camino y prepararse para gritar a voz en cuello: «¿Cuántas trajiste?» Pero ambas permanecieron sin pronunciar ni una sola palabra porque la figura que se detuvo frente a ellas no era le da Ben sino la de un desconocido, la de un hombre que dejó de silbar y se acercó lentamente quitándose el polvo de los zapatos en el pato y cepillándose las mangas de su gastada chaqueta de pana como si quisiese conseguir un aspecto más presentable.

—Es un vagabundo. ¡Huyamos!… —susurró Betty luego de dirigir una rápida ojeada al desconocido.

—Yo no tengo miedo —aseguró Bab resolviendo adoptar una actitud valiente, pero un repentino estornudo echó por tierra su compostura y tuvo que tomarse con fuerza del portón.

El hombre levantó la vista, mostró su rostro curtido y clavó en ellas la mirada de sus ojos renegridos con tal fijeza que Betty se echó a temblar y Bab pensó que hubiese sido mejor ponerse a salvo detrás del portón.

—¿Cómo están ustedes? —preguntó el hombre con bondadosa sonrisa procurando tranquilizar a las niñas que lo miraban asombradas y asustadas.

—Muy bien, gracias, señor —respondió Bab cortésmente devolviendo el saludo.

—¿Hay gente en la casa? —preguntó el hombre mirando hacia la vivienda por encima de las cabezas de las niñas.

—Solamente está mamá. Los demás han ido a casarse.

—Eso suena muy bien y produce alegría. En otros lugares la gente sólo habla de entierros —y el hombre rio al mismo tiempo que observaba la gran casona sobre la colina.

—¿Conoce usted al alcalde? —inquirió Bab muy sorprendida y ya tranquilizada.

—Tengo el propósito de ir a verlo. Ahora estoy dando unas vueltas para entretenerme hasta que él regrese —dijo el desconocido exhalando un impaciente suspiro.

—Betty creyó que usted era un vagabundo, pero yo no le tuve miedo. Me gustan los vagabundos desde que conocí a Ben —explicó Bab.

—¿Quién es Ben? —Y el hombre se aproximó tanto a ella que Betty casi se cae al querer retroceder—. No te asustes, pequeña. A mí me gustan los niños, de modo que tranquilícense y cuéntenme lo que sepan acerca de Ben —pidió el hombre con tono persuasivo e inclinando tanto su rostro el de las dos hermanas, que éstas pudieron apreciar bien aquellos rasgos que no les resultaban desconocidos.

—Ben es el ayudante de la señorita Celia. Lo encontramos desfallecido dentro de la cochera y desde entonces está con nosotros —explicó Bab.

—Dime algo más acerca de él. A mí también me gustan los vagabundos —y pareció que era verdad lo que el hombre decía, lo confirmaba su expresión mientras escuchaba el relato de Bab matizado con sus comentarios infantiles que lo hacían más interesante.

—Ustedes han sido muy buenas con el cobre muchacho —fue todo cuanto dijo el hombre cuando la niña terminó su relato, a veces un poco confuso, pues mezclaba en él la descripción de la vieja cochera de la señorita Celia, sus cacerolas y ollas, las castañas y el circo.

—Naturalmente, porque también él es muy bueno y nosotros lo queremos mucho —manifestó Bab sinceramente.

—Sobre todo yo —aseguró Betty perdido el temor al ver que le suavizaba la mirada de los ojos negros y el rostro moreno adquiría una expresión de intensa alegría.

—No se admiren si les digo que ustedes son al par de niñas más encantadoras que he conocido en estos últimos tiempos —y el hombre extendió sus brazos como si quisiese abrazarlas. Pero no lo hizo limitándose a sonreírles y a dirigirles nuevas preguntas que las niñas, muy confiadas y conversadoras contestaban sin vacilar conquistadas por aquel desconocido que ya no lo era para ellas, tan familiar les resultaba su rostro. Bab preguntó de pronto:

—¿No lo conozco yo a usted? Me parece haberlo visto antes…

—Es la primera vez en la vida que nos encontramos, pero tal vez han conocido a alguien parecido a mí.

Los ojos negros se clavaron en las caritas asombradas y luego el hombre continuó:

—Ando en busca de un niño fuerte y ágil. ¿Creen ustedes que Ben me servirá? Necesito un niño como él.

—¿Es usted empresario de circo? —preguntó Bab rápidamente.

—No, creo que no. Por lo menos, ahora no trabajo en eso… —Me alegro que así sea. Nosotros no estamos de acuerdo con esa vida aunque yo, particularmente, creo que es maravillosa. Bab empezó a hablar repitiendo las palabras de la señorita Celia, pero terminó con aquella expresión de admiración que contrastaba con su primera declaración.

Betty agregó ansiosamente:

—No dejaremos partir a Ben bajo ningún pretexto. Él tampoco querrá irse y la señorita Celia se enojará si eso ocurriera. Por eso, no le pida que lo acompañe.

—Supongo que él resolverá lo que desee. ¿No tiene parientes?

—No. Su padre murió en California y él sufrió mucho al enterarse. Nosotros también nos apenamos como él y le ofrecimos que compartiera nuestra mamá para que no se sintiese tan solo —explicó Betty con su tierna vocecita y con una mirada tan suplicante que el hombre se inclinó para acariciarle la mejilla y decir muy suavemente:

—¡Dios te bendiga por eso, hija mía!… Yo no lo llevaré lejos ni haré nada que pueda ocasionarle algún sufrimiento a quienes han sido tan buenos con él.

—Allí se acerca. Oigo a Sancho que ladra a las vizcachas —exclamó Bab incorporándose para ver mejor.

El hombre se volvió rápidamente y Betty observó que parecía muy agitado mientras clavaba la mirada hacia el poniente donde el sol, al desaparecer, levantaba una hoguera roja entre los arces.

Y en ese lugar, iluminado apareció el desprevenido Ben silbando «Rory O'Moore» con toda energía y caminando y cargando tina pesada bolsa de castañas sobre sus espaldas iluminado por los últimos resplandores del sol. Sancho fue el primero que vio al desconocido, pues la luz enceguecía a Ben. Desde que se perdiera odiaba a los vagabundos y no bien distinguió al hombre comenzó a gruñir y a mostrar los dientes queriendo prevenirlo.

—No te hará daño… —comenzó a decir Bab para tranquilizarlo, pero antes de que pudiese agregar una palabra más el perro había dado un formidable salto y se había lanzado al cuello del desconocido como si fuese a morderlo.

Betty gritó y Bab se aprestaba a socorrer al hombre cuando vieron que el animal le lamía la cara con alegría y que aquél abrazaba la crespa cabeza y decía:

—Mi bueno y viejo Sancho… Ya sabía que no olvidarías a tu amo.

—¿Qué sucede? —preguntó Bab acercándose rápidamente con los puños apretados.

Pero no hubo necesidad de darle explicaciones, porque cuando entró en la sombra y vio al hombre se quedó mirándolo como si fuese un fantasma.

—¡Benny!… ¡Soy papá!… ¿No me conoces? —preguntó el hombre con voz temblorosa mientras apartaba al perro y tendía sus brazos al muchacho.

Las nueces rodaron por el suelo y gritando: «¡Oh, papá!… ¡papito mío! …» Ben se arrojó a los brazos del desconocido de chaqueta de terciopelo raída mientras el pobre Sancho daba vueltas en derredor ladrando locamente como si ésa fuese la única manera de demostrar su alegría.

—Bab y Betty no se detuvieron a mirar lo que ocurrió después porque como dos asustados pollitos saltaron y corrieron para comunicar la asombrosa noticia de que… el padre de Ben ha vuelto y Sancho lo reconoció al instante.

La señora Moss acababa de concluir sus tareas y se disponía a descansar antes de poner la mesa, pero saltó del sillón hamaca cuando las niñas le contaron la extraordinaria historia y exclamó no bien las niñas terminaron.

—¿Dónde está él? Tráiganlo para aquí. Esa noticia me ha trastornado.

Antes de que Bab tuviese tiempo de obedecer o su madre ocasión de tranquilizarse llegó Sancho y se puso a dar vueltas en derredor como un trompo enloquecido, ya parándose sobre la cabeza, caminando sobre las patas traseras, danzando y ladrando al mismo tiempo, pues el buen animal había perdido en tal forma la cabeza que hasta habíase olvidado de la pérdida de su cola.

—¡Mi Dios!… ¡Pero si son iguales!… En cualquier lugar que lo hubiese encontrado habría adivinado que era el papá de Ben —exclamó la señora Moss corriendo muy agitada en dirección a la puerta.

En verdad se parecían mucho y resultaba cómico ver las mismas piernas combas, el sombrero puesto igual, idéntico brillo en los ojos, la misma sonrisa bondadosa y el andar elástico. El viejo Ben llevaba la maleta en una mano mientras el joven se colgaba de la otra, un poco confuso por la emoción que apenas podía dominar y que denunciaban las mejillas húmedas de lágrimas, pero demasiado feliz para disimular la alegría enorme que experimentaba al tener de nuevo a su padre junto a él.

La señora Moss, sin que ella se diera cuenta de eso, estaba muy hermosa cuando de pie, en la puerta de su casa, el rostro resplandeciente de júbilo y los brazos extendidos decía con voz amable que era una cordial bienvenida:

—¡Me alegro mucho de saberlo vivo y sano, señor Brown!… Pase y póngase cómodo. Creo que esta noche no debe haber niño más feliz que Ben.

—Y yo sé que no hay hombre más agradecido que yo por sus bondades con mi pobre y abandonado muchacho —respondió el señor Brown dejando a un lado la maleta y desprendiéndose del niño para poder dar un fuerte apretón de manos a la gentil señora.

—¡Vamos!… ¡Vamos!… A no decir ni una palabra más sobre ese asunto. A sentarse y descansar que yo en seguida prepararé un poco de té. Ben estará cansado y hambriento, pero se encuentra tan feliz que ni siquiera debe darse cuenta de ello —rio la señora Moss alejándose para ocultar las lágrimas que brotaban de sus ojos y deseando brindar un recibimiento cómodo y probar su hospitalidad.

Pensando así sacó su mejor juego de porcelana y llenó la mesa con golosinas en cantidad suficiente para una docena de comensales dando gracias a su buena estrella de que ese día lo hubiese dedicado a hacer cosas al horno y que todo le hubiera salido tan rico. Ben y su padre conversaron sentados junto a la ventana hasta que fueron llamados para sentarse a la mesa y servirse todo lo que gustaran, ofrecimiento hecho con tanta bondad que las golosinas les resultaron más ricas aún a la hambrienta pareja.

Ben hacía una pausa de rato en rato para tocar con los dedos sucios de manteca la áspera manga del saco como si quisiera convencerse de que «papa» estaba realmente allí y el padre procuraba olvidar todas sus preocupaciones y emociones alimentándose como si la comida fuese algo desconocido en California. La señora Moss les sonreía a los dos por detrás de la enorme tetera con su sonrisa cándida de luna llena mientras Bab y Betty se interrumpían la una a la otra ansiosas de contar más cosas de Ben y referir cómo había perdido Sancho su cola.

—Bueno, ahora dejen hablar al señor Brown. Todos deseamos saber «cómo volvió a la vida» —pidió la señora Moss en tanto que todos se acomodaban cerca del fuego y dejaban tranquilos los pocillos de té.

No fue una historia larga la que relató, pero sí muy interesante. Contó toda su vida en lugares desiertos adonde fue en busca de potros salvajes, la patada que recibiera y que casi lo mata; los largos meses pasados inconscientes en un hospital de California; la lenta convalecencia, el viaje de regreso, el relato del señor Smithers sobre la desaparición del muchacho y luego la ansiosa búsqueda para ir a casa del alcalde Allen en procura de noticias del niño.

—Les pedí a los enfermeros del hospital tan pronto como me repuse que te escribieran y ellos prometieron hacerlo. Pero se olvidaron; por eso, tan pronto como me dieron de alta, fui en tu busca esperando hallarte donde te había dejado. Luego temí que te hubieras marchado también de aquí porque sé que te gusta viajar tanto como a tu padre.

—Estuve a punto de hacerlo varias veces, pero la gente de aquí es tan buena conmigo que no pude irme —confesó Ben, secretamente sorprendido de que la perspectiva de tener que irse con su padre le producía una extraña angustia. El niño se había arraigado en aquel suelo amigo y ya no era un vagabundo a quien arrojaba hacia cualquier parte el viento que soplaba sobre él.

—Sé cuánto les debo a todos ellos. Nosotros procuraremos ahora pagar esa deuda aunque necesitemos toda la vida para hacerlo o dejaremos de llamarnos «B», «B» —dijo el señor Brown dando un enfático golpe sobre su rodilla que Ben imitó inconscientemente mientras agregaba lleno de calor:

—¡Así se hará!… —Y luego agregó con más calma—: ¿Qué piensas hacer ahora? ¿Volver con Smithers al antiguo trabajo?

—¡Ni pienso en eso después del trato que te dieron, hijo!… He terminado con Smithers y estoy seguro de que quedó sin ganas de verme por un buen tiempo —respondió el señor Brown con un fiero brillo en los ojos que le recordó a Bab el que viera en los ojos de Ben cuando éste la sacudió por la pérdida de Sancho.

—Hay otros circos además del suyo en el mundo, pero yo tendré que entrenarme mucho antes de estar en condiciones de volver a ese trabajo —dijo el muchacho extendiendo y observando sus nervudos brazos con una mezcla de satisfacción y de pena.

—Has estado viviendo en la abundancia y has engordado, tunante —y el padre lo palmeó como hacía el señor Smithers con el gordo Wackford cuando lo exhibía como ejemplar de una famosa dieta—. No creas que podría levantarte como antes; sobre todo, porque yo no he recuperado las fuerzas y ambos estamos fuera de entrenamiento. Pero no me interesa. He resuelto dejar ese trabajo y asentarme en cualquier sitio por una temporada. En un lugar donde pueda ganarme el sustento —prosiguió el padre cruzándose de brazos y mirando el fuego pensativamente.

—Me preguntó si a usted no le gustaría quedarse por estos lados. El señor Town tiene una gran caballeriza no lejos de aquí y siempre ha dicho, que necesita un ayudante —comentó la señora Moss, ansiosamente, porque temía que Ben se alejara, ya que nadie podría impedir al padre que se lo llevase.

—Me gusta esa idea. Gracias, señora, procuraré hablar con ese hombre y probar suerte. ¿Te parece que tu padre descendería mucho si se convirtiera en un simple peón de caballos después de haber sido el primer jinete en el «Gran Coliseo y Casa de Fieras», Ben? —preguntó el señor Brown subrayando aquel pomposo título con grandes risas.

—No, no me importaría. Debe ser hermoso ver el gran establo lleno de animales y tener que cuidar más de ochenta caballos. El señor Town me llamó para que fuese a ayudarlo cuando monté la yegua arisca a la que todos temían. Estuve por aceptar, pero la señorita Celia había comprado los libros y pensé que se entristecería si no regresaba al colegio. Ahora estoy contento de no haber aceptado, pues soy uno de los mejores alumnos Y me gusta ir a la escuela.

—Has hecho bien, hijo. Estoy contento contigo. No seas nunca ingrato con los que te han hecho bien si quieres prosperar. Visitaré la caballeriza el lunes Y veré qué se puede hacer. Debo marcharme, pero volveré mañana por la mañana si usted me permite que lleve a pasear a Ben. Me gustaría pasar el domingo con él para que conversemos, ¿no te parece, hijito? —Y el señor Brown, que se había puesto de pie para partir, apoyó una mano sobre el hombro de Ben como si le costara separarse de él por una noche. La señora Moss se dio cuenta de eso y olvidando que el hombre era aún un desconocido, dejó hablar a su corazón bondadoso, que dijo:

—El camino hasta la posada es largo y tenemos una piecita desocupada en el fondo. No me producirá ninguna molestia, y si a usted no le incomoda pasar la noche en un lugar tan estrecho, puede quedarse.

El señor Brown se mostró complacido, pero vaciló antes de aceptar otro favor de aquella gentil señora que tanto había hecho por ellos. Pero Ben no le dio tiempo para responder, porque, corriendo hacia la puerta, la abrió de par en par y haciéndole señas con la mano le dijo ansiosamente:

—¡Quédate, papá!… ¡Será muy hermoso tenerte aquí!… Es un lindo cuarto. Yo pasé allí la primera noche y la cama me resultó muy cómoda después de dormir quince días en el suelo.

—Me quedaré y como estoy muy fatigado, pido permiso para retirarme ya —contestó el nuevo huésped. Luego, y como si el recuerdo de lo bien que habían tratado a su pobre muchachito sin hogar se apoderase de su corazón, el señor Brown se detuvo en la puerta para decir precipitadamente poniendo ambas manos sobre las cabezas de Bab y Betty en actitud de hacer una formal promesa:

—No olvidaré sus amabilidades, señora, y estas niñas no tendrán amigo mejor mientras viva Ben Brown.

Luego cerró la puerta con tal presteza que no escuchó el ansioso, «¡Escucha!», que le dirigió el otro Ben.

—Supongo que habrá querido decir que nosotros tendremos una parte de Ben como éste tuvo una parte de nuestra mamá —comentó Betty sencillamente.

—Eso es, ¿no crees que es un señor muy bueno, mamá? —exclamó Bab entusiasmada.

—¡Vayan a dormir, niñas!… —fue la respuesta de la mamá. Pero cuando las pequeñas se hubieron alejado y mientras lavaba las tazas de té la señora Moss miró mes de una vez en dirección a cierta percha donde desde hacía cinco años no se colgaba ningún sombrero de hombre y pensó qué aspecto natural y qué aire protector emanaba de aquel sombrerete que colgaba en esos momentos de la percha.

Si una boda no fuese suficiente para una historia infantil podemos sugerir algo que nuestros lectores nunca soñaron. Antes de que pasara un año del encuentro de los Brown, Ben había hallado una madre y Bab y Betty un padre y el sombrero del señor Brown colgaba de la puerta de la cocina como si estuviese en su casa. Pero, por ahora será mejor que no digamos nada más sobre esto.

 

 

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