capítulo xiii

 

Tras los últimos sucesos la paz tomó a Plumfield, y reinó sin interrupción durante algunas semanas. Los niños mayores se consideraban, hasta cierto punto, culpables de la pérdida de Nan y Rob, y se mostraban afectuosos y dóciles.

—Esto es demasiado para que dure mucho —exclamaba tía Jo, aleccionada por la experiencia y sabedora de que las calmas infantiles son precursoras de tempestades. Así, en vez de creer que los chicos se habían vuelto santos, se preparó para la erupción repentina del volcán doméstico.

Una de las causas de la paz infantil fue la visita de Bess, que pasó en Plumfield ocho días, mientras sus padres hacían un breve viaje. Los niños consideraban a Pelito de oro como una mezcla de ángel, criatura y hada; efectivamente, la pequeña era tan linda como cariñosa, y el áureo cabello que bordeaba su cabecita era algo así como un velo tras el cual sonreía a las personas que le eran simpáticas, y tras el que se ocultaba de quienes la enojaban.

Delicadísima por naturaleza, influía saludablemente sobre los descuidados muchachos que la rodeaban. No se dejaba tocar bruscamente, ni por manos sucias, resultando de ello un consumo extraordinario de jabón, porque los muchachos estimaban como señalado honor el que se les permitiera llegar a Su Alteza, y les dolía mucho verse rechazados, y oír que Pelito de oro les decía: "¡Vete, que estás sucio!...".

Nan se benefició muchísimo con la convivencia de aquella que, aun siendo muy pequeña, estaba muy bien educada. Bess miraba a Nan con admiración y miedo; y cuando la oía gritar y patalear, la contemplaba aterrada, abriendo enormemente sus ojazos azules, y huía de ella como de un animal salvaje. Esto disgustaba mucho a Nan. Al principio decía: "¡Bah! ¡No me importa!". Pero le importaba y se le oprimió el corazón cuando Bess manifestó: "Yo 'chero' mucho a mi `pirra' Daisy, `poque' es muy buena"; se hartó de darle estrujones y empujones a Daisy, y huyó luego al granero para llorar allí desconsolada. Allí, refugio de tristes y afligidos, solía encontrar la traviesa muchacha calma y buenos consejos. Acaso las golondrinas, desde los nidos de barro labrados en la techumbre, le ofrecían, entre gorjeos, lecciones de sensatez y de ternura. Lo cierto es que salió amansada y buscó en la huerta manzanas dulces tempranas que agradaban mucho a Bess. Con esta ofrenda de paz, se llegó humildemente a la princesa, y tuvo la dicha de ver aceptado el obsequio.

Todos los chicos experimentaron la dulce influencia de Su Alteza, y todos, sin saber cómo ni porqué, mejoraron; los niños obran milagros en los corazones de aquellos a quienes aman. El infortunado Billy se pasaba las horas muy satisfecho contemplándola, y aunque a ella no le agradase, se prestó gustosa cuando le hicieron comprender que aquel pequeño era un enfermo muy necesitado de afecto y de cuidados. Dick y Dolly la surtían de pitos de madera —único juguete que sabían fabricar—y la princesita aceptaba el regalo, sin usarlo nunca. Rob la acompañaba como rendido galán; Teddy la seguía como un perrito faldero; Jack no era para Pelito de oro persona grata, por tener la voz áspera y las manos llenas de verrugas; Zampabollos tampoco era de los predilectos, por no comer con la pulcritud debida; el pobre George se esforzó en moderar su glotonería para no disgustar a la encantadora niña, que se sentaba en la mesa frente a él; Ned fue desterrado de la corte y cayó en desgracia, por haberlo sorprendido atormentando a unos ratoncitos. Su Alteza no olvidaba el triste espectáculo, huía del chico y le decía, afligida y colérica:

—¡Vete! No te "chero"; eres malo, les arrancabas los rabos a los pobres ratoncitos..., ¡y chillaban!

Daisy, cediendo el primer lugar a Bess, se asignó el cargo de cocinera mayor; Nan era la doncella de servicio, Emil actuaba de ministro de Hacienda y derrochaba el tesoro público organizando espectáculos que llegaron a costar nueve peniques. Franz era el primer ministro, y proyectaba grandes reformas en el reino; manteniendo la paz con las potencias, Medio-Brooke desempeñaba a maravilla las funciones de consejero de Estado; Dan constituía el ejército permanente y defendía con bravura los territorios; Tommy era el bufón, y Nat la orquesta. Papá y mamá Bhaer gozaban viendo desarrollarse aquella inocente farsa, donde los chiquitines imitaban a los mayores, pero sin salirse nunca de la comedia, ni llegar a la tragedia.

—Me convenzo de que tenías razón al creer que eran convenientes las niñas entre los varones. Nan ha sido un estímulo para Daisy, y Bess está domesticando a nuestros cachorros. Si esto sigue así, igualaré pronto al doctor Blimber, con sus "caballeritos modelos" —decía el maestro, riendo, cuando veía que Tommy no sólo se quitaba el sombrero sino que obligaba a Ned a que se descubriese para entrar en el salón donde la princesa paseaba en un cochecito, escoltada por Rob y Teddy, que, cabalgando en sillas, actuaban de caballerizos.

—Nunca, aun cuando te lo propusieras, serías un Blimber; nunca nuestros niños serán mozalbetes afeminados y amanerados; son americanos y adoran la libertad. Sin embargo, conviene que en medio de sus travesuras sean corteses, como tú, mi querido Fritz, ¡mi niño grande!

—¡Bueno! Si vamos a piropearnos, empiezo y no acabo —exclamó papá Bhaer muy satisfecho—. Sólo te diré que te debo la tranquilidad y la dicha de mi vida.

—Pues oye: tengo otra prueba de la benéfica influencia de Pelito de oro; Nan aborrece la costura y, sin embargo, se ha pasado media tarde cosiendo para hacer una bolsa muy bonita que, llena de manzanas, quiere ofrecer a Bess como regalo de despedida. Cuando elogié su laboriosidad, me contestó con su habitual viveza. "Me gusta coser para otros, pero me fastidia coser para mí." Tomé buena nota de ello y pienso encargarle que cosa camisitas y delantales para los niños de la señora Cameyl. Nan es generosa y compasiva, y no se cansará de la labor ni lamentará pincharse los dedos.

—Pero, Jo, la costura es labor poco distinguida.

—Bueno; pues las niñas aprenderán cuanto yo pueda enseñarles, y hasta si se resignan, latín, álgebra y otras cosas que de nada les servirán, pero que ahora impone el buen tono. Amy, que está educando exquisitamente a Bess, le ha enseñado ya numerosos bordados, que estima en más que el pájaro de barro sin pico que modeló y fue orgullo de Laurie.

—También tengo una prueba de la influencia de la Princesita. Jack está disgustado de que Su Alteza lo trate con igual desvío que a Zampabollos y que a Ned. Hace un rato me ha rogado que le cauterizara las verrugas. Se lo había propuesto muchas veces, pero siempre se negaba; ahora aguantará la cauterización, y se consuela con la esperanza de obtener el favor de Su Alteza cuando tenga las manos limpias.

Mamá Bhaer soltó la carcajada.

En aquel momento entró Zampabollos a preguntar si podría ofrecer a Bess parte de los bombones que recibiera.

—¿Se los comerá? Sentiría que le hiciesen daño —observó el muchacho mirando el dulce, pero sin tocarlo.

—No; si le digo que son para mirarlos y no para comerlos, los guardará semanas enteras sin probarlos. ¿Te atreverías tú a hacer otro tanto?...

—Sí, señora. ¡Por algo soy mayor que Bess! —contestó indignado Zampabollos.

—Pues, entre amigos, con verlo basta. Coloca tus bombones en este saquito y vamos a ver cuánto tiempo los guardas intactos. Déjame que los cuente: dos corazones, cuatro peces de colores, tres caballitos, nueve almendras y una docena de pastillas de chocolate. ¿Está bien?... — murmuró tía Jo, guardando los dulces en la bolsa.

—Sí —contestó Zampabollos, reprimiendo un suspiro y marchándose a ofrecer el regalo a Bess. Esta lo aceptó agradecida e invitó a George a acompañarla al jardín.

—Este pobre muchacho tiene mejor corazón que estómago, y se esfuerza por merecer el afecto de Pelito de oro —exclamó mamá Bhaer.

—¡Feliz el hombre que puede aprender abnegación de tan dulce maestro! —murmuró papá Bhaer, contemplando desde la ventana a George (Zampabollos) paseando muy complacido junto a Bess, que miraba con deleite una rosa de azúcar y decía que hubiera preferido una de verdad, "que goliera" muy bien.

Cuando tío Laurie, el padre de Bess, llegó a buscarla, el descontento fue unánime; los regalos de despedida aumentaron el equipaje en tales términos que el señor Laurie indicó que iba a necesitar el ómnibus para poder llevarlo todo. Ningún chico dejó de hacer un obsequio a la princesita, y no fue empresa fácil empaquetar ratones blancos, pasteles, caracoles, manzanas, un conejo vivo que rebullía en un saco; una lechuga enorme para su ensalada; una botella con peces lindísimos, y un ramillete de flores.

La despedida fue conmovedora; Su Alteza tomó asiento en la mesa del salón, rodeada de sus súbditos. Besó a sus primos y cambió apretones de manos con los demás que no disimulaban su emoción; habían aprendido a no ocultar lo que se siente.

—¡Qué vuelvas pronto, querida Bess! —murmuró Dan, colocándole en el sombrero una mariposa verde y oro.

—¡Que no me olvides, princesita de los cabellos de oro! —exclamó Tommy, acariciándole la rubia melena.

—La semana que viene iré a tu casa y volveré a verte —gritó Nat, consolándose con esta esperanza.

—Ya puedes darme la mano—advirtió orgullosamente Jack, tendiéndole la diestra limpísima y sin verrugas.

—Te traemos dos pitos nuevos, para que te acuerdes de nosotros — manifestaron Dick y Dolly.

—Tengo que hacerte un registro para tus libros, y espero que lo conservarás siempre —observó Nan, abrazándola.

La despedida más conmovedora fue la del propio Billy. No se resignaba a perder a su ídolo, y cayó de rodillas sollozando:

—¡No te vayas! ¡No te vayas!

Bess, emocionada, le dijo:

—No llores, querido Billy. Toma un beso. Volveré pronto.

—¡Yo quiero un beso! ¡Yo quiero un beso! —clamaron Dick y Dolly.

—¡Y yo! ¡Y yo! —insinuaron los demás.

La princesita abrió los brazos y murmuró:

—¡Besaré a todos!

Como enjambre de abejas a una flor, los muchachos rodearon a Bess y la besaron con delicadeza y entusiasmo, hasta enrojecerle las mejillas. Luego, Su Alteza se alejó con tío Laurie, sonriendo y saludando con la mano, mientras los niños chillaban como bandada de gallinas: "¡Que vuelvas! ¡Que vuelvas!...". Todos la extrañaron y todos fueron mejores por influencia de aquella criatura tan bella, tan delicada, tan buena. Bess les despertó el instinto caballeresco, la admiración y el respeto.

 

 

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