capítulo xii

 

Choque estrepitoso de cacerolas de hojalata, carreras alborotadas y peticiones de comestibles anunciaron, una tarde de agosto, que los niños iban a buscar zarzamoras. Para ellos, significaba tanto como si fuesen a descubrir el Polo.

—Vayan, hijitos, salgan cuanto antes, sin que se entere Rob —dijo mamá Bhaer, atando a Daisy las cintas del sombrero de paja, y arreglándole a Nan el delantal azul. Pero Rob se había enterado y estaba resuelto a formar parte del grupo expedicionario. Cuando la tropa comenzó a desfilar asomó el hombrecito, con el sombrero puesto, el rostro jubiloso y una luciente cacerola en la mano.

—¡Buena la hemos hecho! —suspiró la tía Jo, que sabía lo difícil de contentar que era su hijo mayor.

—Ya estoy listo —gritó Rob.

—Van muy lejos y te fatigarás; quédate acompañándome.

—Ya se queda Teddy; yo soy mayor, y tú me has dicho que los mayores pueden ir a todas partes.

—Mira, vamos hasta los pastos, y como hay mucho que andar, no queremos estorbos —advirtió Jack.

—Yo no soy estorbo y puedo ir sin cansarme. Mamá, ¡déjame que vaya! Quiero traerte esta cacerola nueva llena de zarzamoras. ¡Voy a ser bueno!...

—Pero te vas a fatigar y a acalorar demasiado. Otro día irás conmigo y traerás todas las zarzamoras que quieras.

—Tú nunca sales, porque siempre tienes que hacer, y yo quiero traerte moras —dijo Rob, rompiendo a llorar.

Todos se conmovieron al ver caer los lagrimones del niño en la brillante cacerola. Daisy se brindó a quedarse acompañándolo. Nan, muy resuelta, dijo:

—Que venga con nosotros; yo me encargo de él.

—Si Franz los acompañara, me quedaría tranquila, pero Franz está segando con papá, y no confío mucho en ustedes.

—Rob no debe venir; vamos muy lejos —murmuró Jack.

—Si yo pudiera, lo llevaría —suspiró Dan.

—Gracias, tú tienes que cuidarte el pie. Yo también iría si pudiera. Pero, esperen, veremos de arreglar todo —dijo mamá Bhaer, corriendo hacia el camino y agitando el delantal.

Silas, que pasaba con la carreta de heno, se prestó a llevarlos hasta los pastos y a ir a buscarlos a las cinco de la tarde.

—Esto será un retraso para usted; pero lo indemnizaremos dándole pasteles y compota de moras —dijo tía Jo, conocedora de las debilidades del jardinero.

—Bueno, señora —contestó alegremente Silas—; ¿usted quiere sobornarme?... ¡Pues me dejo sobornar!...

—¡Niños! ¡Pueden ir todos! —exclamó tía Jo.

—Por ti, he ideado esta combinación. No andes mucho: siéntate y dedícate a buscar objetos para tus colecciones.

—¡Yo voy! ¡Yo voy! —exclamó regocijadamente Rob.

—Sí, hijo mío, Daisy y Nan tendrán mucho cuidado contigo. Silas irá a buscarlos a las cinco.

Rob abrazó agradecido a su madre, y le ofreció llevarle todas las moras que recogiera, sin comerse ni una.

Alborotadamente se instalaron todos en el carro, mostrando Rob especial contento al verse entre las dos niñas que, como madrecitas temporales, se brindaron a cuidarlo.

¡Qué tarde tan feliz disfrutaron los excursionistas, a pesar de los contratiempos inevitables en estas salidas!

Tommy pasó un mal rato, al caer sobre un nido de tábanos, que le picaron sañudamente; el chico aguantó con valentía el dolor, hasta que Dan recomendó que se aplicase tierra mojada sobre las heridas, con lo cual se alivió mucho.

Pero de todas las aventuras de la tarde, la más sonada y memorable fue la ocurrida a Nan y a Rob. Después de haber comido y brincado; después de llenarse el vestido de desgarrones y la cara y las manos de arañazos, Nan comenzó formalmente a recoger moras. Pero a pesar de su agilidad y destreza, no satisfecha, cosechaba menos que Daisy, que estaba consagrada tranquilamente a la faena. Rob iba tras de Nan, tanto por simpatizar más con la intrépida muchacha que con la apacible Daisy, y porque ambicionaba hacer gran provisión de fruto, para cumplir lo prometido a su madre.

—No consigo llenar la cacerola y empiezo a cansarme —exclamó el niño sentándose fatigado; sentía mucho calor, pero volvió a levantarse para seguir, brincando, a Nan.

—Cuando estuvimos aquí, había muchísimas moras detrás de ese muro y además vimos una cueva y los niños encendieron lumbre. Vamos; en un instante llenamos las cacerolas, y, después, nos escondemos en la cueva y dejamos que se mareen buscándonos —propuso Nan.

Rob accedió y ambos escalaron el muro, se deslizaron por el declive del lado opuesto y quedaron ocultos por rocas y árboles. Efectivamente, abundaban allí las moras, y en seguida llenaron las vasijas. La sombra era grata y un manantial calmó su sed.

—Ahora vamos a la cueva; descansaremos y merendaremos —dijo Nan, muy satisfecha del buen éxito de la correría.

—¿Conoces el camino?... —preguntó Rob.

—¡Claro que lo conozco! Estuve una vez y me basta para recordarlo siempre. ¿No fui yo sola a recoger mi equipaje?...

Rob convencido, siguió a la muchacha, que, después de muchos rodeos, lo llevó a una cueva, donde varias piedras ennegrecidas mostraban huellas de lumbre.

—¿No es esto lindísimo? —preguntó Nan, devorando su ración de pan y manteca, no muy limpia por haber sido mezclada, en el bolsillo, con piedras, clavos y anzuelos.

—Sí; pero, ¿nos encontrarán pronto? —murmuró Rob, que empezaba a encontrar muy solitario aquel paraje.

—No lo sé; cuando los oiga, me esconderé; quiero divertirme confundiéndolos.

—¿Y si no vienen?...

—No importa; sé el camino a casa. —Deberíamos irnos ahora mismo.

—Yo no me voy hasta recoger las moras que se me han derramado — dijo la muchacha.

—¡Tú ofreciste cuidar mucho de mí! —suspiró el chico, mirando al sol ocultarse tras la colina.

—¡Y estoy cumpliendo lo que ofrecí! No seas fastidioso.

Rob se sentó y esperó con paciencia mezclada de inquietud; se sentía intranquilo, pero tenía mucha confianza en Nan.

—Pronto será de noche —observó, sintiendo la picadura de un mosquito, y oyendo a las ranas preludiar su nocturno concierto en el vecino estanque.

—¡Válgame Dios! ¡Tienes razón! Vámonos ya antes de que se marchen todos en el carro.

—Hace una hora que oí tocar una bocina; acaso estuvieran llamándonos —exclamó Rob, corriendo y tropezando tras de su guía, que trepaba por la colina.

—¿Hacia dónde sonó?...

—Hacia allí —murmuró el chico, señalando con un dedito muy sucio, en cualquier dirección.

—Pues vamos allá y los encontraremos —gritó Nan, descendiendo a saltos, porque no lograba dar con el camino que antes recorrieran. Pasaron un buen rato dando vueltas, desorientados, deteniéndose para ver si oían sonar la bocina. Pero no era fácil: el chico tomó por sonar de bocina el "muú" de una vaca que iba al establo.

—¿Sabes si al venir pasamos por estas piedras?...

—Lo que sé es que quiero volver a casa —murmuró acongojado Rob.

Nan lo acarició, lo tomó en brazos, y le dijo resueltamente:

—Ya vamos monín; al salir al camino, te llevaré a cuestas.

—¿Dónde está el camino?...

—Detrás de ese árbol grande. ¿Te acuerdas de que ahí se cayó Ned?...

—Bueno. ¿Nos estarán esperando?... Quisiera volver en el carro —insinuó, algo consolado, el pequeño.

—Prefiero ir andando —afirmó la niña, convencida de que no había más remedio que ir a pie.

Caminaron largo, tropezando, alumbrados por los agonizantes fulgores del crepúsculo. Un nuevo desencanto los esperaba. Al llegar, se encontraron con que no era el mismo árbol, y no vieron señal alguna de camino.

—¿Nos hemos perdido? —sollozó el muchachito.

—No. No veo bien el camino. Gritaremos para que vengan a buscarnos.

Gritaron ambos hasta enronquecer, pero nadie les contestó.

—Allí hay otro árbol grande; acaso sea el que buscamos —dijo Nan, que ya se estaba acobardando.

—No puedo caminar más —suspiró Rob, sentándose.

—Pues entonces tendremos que pasar aquí la noche. No me importa, siempre que no vengan culebras.

—Pues yo le temo mucho a las culebras, y no quiero pasar aquí la noche —dijo Rob, y ya iba a romper a llorar, cuando de repente, exclamó tranquila y confiadamente—: Mamá vendrá a buscarme; siempre me busca; ya no siento miedo.

—Pero si no sabe dónde estamos.

—Tampoco lo sabía cuando me quedé encerrado en la heladera, y, sin embargo, me encontró. Seguramente vendrá.

Nan se consoló al oír al niño, y murmuró con cierto remordimiento.

—No debimos correr y alejarnos de todos.

—Tú tienes la culpa; pero, a mí no me importa; mamá me quiere siempre y vendrá por mí.

—Tengo hambre; debemos comemos las moras —propuso la muchacha al pequeño, que empezaba a dar cabezadas.

—También yo tengo hambre, pero no me comeré las moras; ofrecí llevárselas a mamá.

—Siendo mucho más bonito el día, no sé para qué habrá hecho Dios la noche.

—Para dormir —bostezó el niño.

—Pues, durmamos.

—¡Yo quiero dormir en mi cama! ¡Quiero ver a mi hermano Teddy! — exclamó Rob, que, al oír piara los pajarillos en los nidos, recordó con tristeza su casa.

—Tu madre no nos encontrará; está muy oscuro, y no es posible que nos vea—refunfuñó la muchacha.

—Más oscura estaba la heladera, y aun cuando ni siquiera llamé, mamá me vio —afirmó confiadamente Rob, poniéndose de pie, como si ya llegase el socorro anhelado—. ¡Ya la veo! ¡Ya la veo! —gritó corriendo velozmente hacia un bulto negro que se iba aproximando. De repente, se detuvo y retrocedió aterrado—: ¡Es un oso! ¡Es un oso negro, muy grande!...

Nan se aturdió, se acobardó y se disponía a correr, cuando oyó un "¡Muú!" tranquilizador, que la hizo brincar de alegría.

—¡Es una vaca, Rob! ¡Es la vaca negra, tan bonita que vimos esta tarde!...

El manso rumiante debió considerar extraño encontrarse con niños de noche y se detuvo filosóficamente. Nan sintió ganas de ordeñar a la vaca.

—Mira, Rob; Silas me enseñó a ordeñar; las moras deben estar riquísimas con leche.

Vació en el sombrero el contenido de la cacerola y comenzó audazmente el ordeñe.

El animal había sufrido ya el ordeñe en el establo y apenas si suministró media ración de leche a los sedientos chicuelos.

—¡Arre! ¡Vete ya! ¡Eres un animalucho viejo! —exclamó ingrata Nan, al ver frustradas sus esperanzas. La vaca se alejó mugiendo dulcemente.

—Bebamos un sorbito cada uno y sigamos andando para no dormimos. Cuando uno se pierde no debe dormir.

El paseo fue muy corto, porque el chico se caía de sueño y daba tantos traspiés que Nan se desconcertó, comprendiendo la responsabilidad que había contraído.

—Si vuelves a caerte, te doy azotes —gruñó, tomándolo cariñosamente en brazos. Nan parecía más áspera de lo que era.

—No me des azotes; es que las botas me hacen resbalar —dijo Rob, sofocando el llanto; y luego añadió con acento que conmovió a la muchacha:

—Si los bichos no me picaran, dormiría hasta que llegara mamá.

—Pues echa la cabeza en mi falda y te taparé con el delantal; a mí no me da miedo la noche —exclamó Nan, procurando convencerse de que no se asustaba de las sombras ni de los misteriosos crujidos que sonaban a su alrededor.

—Despiértame cuando llegue mamá—dijo Rob.

La muchachita estuvo sentada un cuarto de hora, mirando inquieta a todas partes y antojándosele un siglo cada minuto. Comenzó a brillar una luz pálida en la cumbre de la colina y pensó:

—Va a amanecer; me gustaría ver salir el sol, en seguida nos iremos a casa.

Antes de que la redonda faz de la luna asomase matando aquella ilusión, Nan se durmió recostada sobre el tronco de un fresno, y soñó con gusanitos de luz, con delantales azules y con que Rob le enjugaba el llanto a una vaca negra que decía: ¡Quiero ir a mi casa! ¡Quiero ir a mi casa!...

Mientras los niños dormían pacíficamente, arrullados por enjambres de mosquitos, en la casa Plumfield reinaba conmoción indescriptible. Cuando el carro, a las cinco de la tarde, fue a recoger a los niños, todos estaban prontos para regresar, menos Jack, Emil, Nan y Rob. Franz guiaba sustituyendo a Silas, y cuando los muchachos le dijeron que los cuatro que faltaban se habían ido a pie atravesando el bosque, Franz exclamó disgustado:

—Rob se cansará con una caminata tan larga; debieron decirle que en el carro vendría mejor.

—El camino es más corto, y si se cansa lo llevarán en brazos —observó Zampabollos, presuroso por comer.

—¿Están seguros de que Nan y Rob se marcharon con Jack y con Emil?

—Sí; los vi saltar la cerca, y los oí que gritaban: "¡Hasta luego!" — advirtió Tommy.

—Bueno, pues a sentarse bien y vamos andando —ordenó.

El carro rodó chirriando y dando tumbos, conduciendo a los cansados niños, con abundante provisión de moras.

Tía Jo se puso muy seria al enterarse, y mandó a Franz montar en el borriquillo y salir a buscar a los retrasados expedicionarios. Al terminar la cena, Franz apareció polvoriento y bañado en sudor, exclamando:

—¿No han vuelto?...

—No.

Tía Jo se levantó bruscamente.

—No he logrado dar con ellos —dijo Franz.

—¡Hola! —gritaron Jack y Emil, entrando en la casa.

—¿Dónde están Nan y Rob? —preguntó tía Jo.

—No lo sé. ¿No han vuelto con todos?...

—No. Tommy aseguró que habían ido con ustedes.

—Pues no los hemos visto. Hemos venido por el bosque y nos bañamos en el estanque —declaró Jack alarmado.

—Llamen a papá Bhaer; traigan las linternas, y avisen a Silas.

Los muchachos obedecieron rápidamente. En diez minutos, papá Bhaer y Silas iban camino del bosque; Franz, sobre un caballejo, caminaba hacia los pastos. Tía Jo tomó alguna comida de la mesa, sacó una botella de aguardiente del armario, empuñó la linterna, ordenó a Jack y Emil que la acompañaran y encargó a los demás que no se movieran de la casa. En seguida, sin detenerse a tomar abrigo ni sombrero, montó en el borriquillo y salió. Oyó que alguien la seguía, y, al volverse, se encontró con Dan.

—¿Qué haces?... Mandé a Jack que me acompañara...

—Yo me opuse; ni él ni Emil habían comido, y yo deseaba acompañarla —contestó resueltamente el chico, sonriendo y tomando la linterna de manos de tía Jo.

Esta se apeó y le hizo montar en el burro, a pesar de que el muchacho quería andar. Lentamente, recorrieron el polvoriento camino, deteniéndose de vez en cuando para llamar y sofocando la respiración para tratar de oír algo. Al llegar a los pastos, ya brillaban otras luces, de un lado para otro, como almas en pena. Se oía la voz de papá Bhaer gritando: ¡Nan!... ¡Rob!... ¡Rob!... ¡Naaan! Silas silbaba y voceaba estrepitosamente. Dan exploraba con ahínco, cabalgando sobre el borriquillo, que, como comprendiendo el caso, trepaba ágil y dócilmente por los sitios más escabrosos. Por momentos, tía Jo imponía silencio, y, reprimiendo un sollozo, decía:

—Pueden asustarse; callen; yo los llamaré; Rob conoce mi voz — y con acento estentóreo pero tierno, pronunciaba el nombre del pequeño; lo repetía el eco y moría en el silencio de la noche, sin encontrar respuesta.

El cielo se había encapotado; algunos relámpagos surcaban los oscuros nubarrones, y, a lo lejos, se escuchaban rumores que anunciaban la proximidad de una tormenta estival.

—¡Pobre Rob! ¡Pobre hijo mío! —sollozaba tía Jo, vagando acompañada de Dan, que parecía un gusanito de luz—. ¿Qué le diré al padre de Nan, si le ocurre una desgracia a esa niña? ¿Por qué la dejé salir?... ¿No oyen algo?

Cuando le contestaban que no, se afligía más y más.

Dan, de un brinco, se bajó del burro, lo ató a un árbol, y dijo con su decisión habitual:

—Acaso hayan bajado al manantial; voy a ver.

Saltó rápidamente la cerca; mamá Bhaer lo siguió con trabajo; cuando llegaron al manantial, el chico bajó la linterna y mostró, con alegría, huellas recientes de piececitos estampados en la tierra húmeda. La pobre madre cayó de rodillas, y luego, tras breve examen, se puso de pie exclamando:

—Sí; las señales son de las botitas de mi Rob. Sigamos.

¡Fatigosa fue la búsqueda! La angustiada madre caminaba guiada por certero instinto. Momentos después, Dan lanzó un grito y recogió un objeto brillante. Era la tapa de la cacerola de Rob. Tía Jo la besó tiernamente, y cuando Dan se disponía a llamar a todos, la buena señora se lo impidió, diciéndole, mientras seguía caminando:

—No; quiero encontrarlos yo: yo permití salir a Rob, y debo ser yo quien se lo devuelva a su padre.

Anduvieron un poco más, y tropezaron con el sombrero de Nan; al fin, tras nuevas pesquisas, dieron con los niños, que estaban durmiendo. Nunca olvidó Dan el cuadro que su linterna alumbró. Imaginó que mamá Bhaer rompería a llorar; pero la señora sólo dijo: ¡Hum!... levantando suavemente el delantal de Nan, para ver el rostro del niño dormido. Rob tenía los labios entreabiertos y teñidos por zumo de moras, alborotado el cabello, y, en las sucias manecitas, apretaba la cacerola, llena aún de fruto.

Aquel espectáculo y la emoción de las angustias pasadas perturbaron a tía Jo, que, abrazándose estrechamente a su hijo, rompió a llorar. El chiquitín se despertó desconcertado, pero al recordar lo sucedido, gritó, abrazando a su madre:

—Ya sabía yo que vendrías. ¡Me hacías falta!...

Durante un rato, se besaron y acariciaron, olvidándose de todo. Por más traviesos que sean los hijos, las madres los perdonan y olvidan todo al estrecharlos en sus amantes brazos. ¡Feliz el hijo que tiene siempre confianza absoluta en su madre y paga con abnegación y cariño el amor maternal! Dan, entretanto, con dulzura sólo empleada al tratar con Teddy, despertó a Nan y la tranquilizó. La muchachita rompió a llorar de alegría al verse entre los suyos, después del miedo y las angustias pasadas.

—¡Pobre hija mía, no llores! Ya estás a salvo, y nadie te reñirá esta noche —le dijo tía Jo, acariciándola y cobijando a ambos niños como gallina a extraviados polluelos bajo las protectoras alas.

—Yo he tenido la culpa; pero estoy muy arrepentida. Ofrecí cuidara Rob, y lo tapé, y lo dejé dormir, y a pesar de tener hambre no me comí sus moras... Pero estoy muy arrepentida... Nunca más lo volveré a hacer... ¡Nunca! ¡Nunca!...—exclamó Nan, llorando, alegre y compungida al mismo tiempo.

—Dan, llama a los demás y vámonos —ordenó tía Jo.

Saltó la cerca el muchacho y lanzó un jubiloso grito de "¡Aquí están!", que repercutió en el valle.

Se emprendió el regreso. Franz se adelantó en el caballejo, para llevar cuanto antes la noticia a casa; Dan rompía la marcha sobre el borriquito; luego iba Nan en los robustos brazos de Silas, que no dejó de burlarse de sus travesuras; detrás iba papá Bhaer, que no quiso ceder a nadie el dulce trabajo de llevar en brazos a Rob; el chiquitín, completamente despabilado, hablaba con alegría, juzgándose un héroe; la madre no se apartaba de él, tomada de sus manos y cambiando cariñosos besos, complaciéndose en oírle decir: "Ya sabía yo que mamá vendría a buscarme"; o aceptando alguna mora que el pequeño le ofrecía y le hacía comer: "Porque las había juntado todas para mamá”.

Cuando se aproximaron a la casa, brillaba esplendorosamente la luna; los niños salieron a recibir a los viajeros, y llevaron en triunfo hasta la mesa del comedor a Nan y a Rob. Estos, prosaicamente, pidieron de comer y devoraron un tazón de sopa con leche, dejándose admirar. La niña, jovialmente, relató los graves peligros que corrieran. Rob, de repente, dejó caer la cuchara y gimió dolorosamente.

—¿Por qué lloras, hijo mío? —le preguntó su madre.

—¡Porque me perdí!

—Pero ya has aparecido. Nan dice que no lloraste en el campo, y me complace saber que eres valiente.

—Tenía tanto miedo, que no me atreví ni a llorar. Pero ahora lloro, porque no me gusta perderme —balbuceó el chico luchando entre el sueño y una sopa de leche.

Los muchachos soltaron una carcajada, y Rob, contagiado, rompió a reír muy contento.

—Son las diez; cada mochuelo a su olivo —dijo el señor Bhaer, mirando el reloj.

—Gracias a Dios, no habrá ninguna camita vacía esta noche —dijo tía Jo, contemplando a Rob, que iba en busca de los paternos brazos, y a Nan, que andaba escoltada por Daisy y por Medio-Brooke, con aspecto de heroína.

—Mamá Bhaer está tan cansada que debemos ayudarla a subir la escalera—dijo Franz, ofreciéndole el brazo.

—La llevaremos en una butaca —propuso Tommy.

—Gracias, hijos, basta con que uno me dé el brazo.

—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! —exclamaron todos con tanto afecto como emoción. Al ver que aquello se consideraba como un honor, tía Jo dio el brazo a Dan, exclamando:

—Le corresponde por derecho; él fue quien encontró a los niños.

Dan enrojeció de orgullo y satisfacción.

—Buenas noches, hijo mío. ¡Qué Dios te bendiga! —le dijo tía Jo al llegar a su cuarto.

—Quisiera yo ser hijo de usted —balbuceó el muchacho.

—Serás mi hijo mayor —le contestó dándole un beso.

Al día siguiente, Rob se hallaba muy bien, pero Nan tenía dolor de cabeza, y se tumbó en el sofá de mamá Bhaer, friccionándose la cara con vaselina, pues se le había levantado la piel con el sol. Ya no tenía remordimientos; al contrario, pensaba que había perdido una gran ocasión de divertirse.

Tía Jo, que no quería dejar pasar sin correctivo la escapatoria de la víspera, habló seriamente a Nan, explicándole, con ejemplos, la diferencia entre la libertad y licencia o abuso. Uno de ellos le sugirió la idea del extraño castigo que convenía imponer a la traviesa muchacha.

—Todos los niños necesitan correr a sus anchas —observó la chicuela.

—Algunos, corriendo a sus anchas, se extraviaron y no fueron hallados.

—¿Se perdió usted alguna vez? —le preguntó Nan.

—Sí —contestó ésta riendo.

—Bueno, ¿cuál fue el castigo que le impuso su madre por la escapatoria?...

—Atarme a uno de los pies de la cama, con una cuerda que me dejaba andar, pero no salir de la habitación, y tenerme allí todo el día, con los zapatos rotos a la vista, para recordarme mi falta.

—¡Buen correctivo! —murmuró la muchachita, que amaba la libertad sobre todas las cosas.

—Bueno fue, porque me curó, y espero que a ti también te cure; voy a hacer la prueba—dijo tía Jo, sacando una madeja de cuerda que había en el cajón de la mesa de costura.

Nan la miró muda por el asombro, se dejó pasar la cuerda alrededor de la cintura y vio que la ataba a un brazo del sofá.

—No me agrada tratarte como a un perrito travieso, pero ya que tienes menos memoria que un perro, así te trataré.

—Igual me da que me aten o me dejen suelta. Me gusta jugar al perro — contestó Nan con cierto retintín, y principió a ladrar y a arrastrarse por el suelo.

Tía Jo hizo como que no veía ni oía; dejó un libro y un pañuelo para dobladillar a disposición de la cautiva, y se fue.

La soledad no le resultó agradable a la muchacha; después de estar sentada un rato, trató de desatar la cuerda, pero, como la tenía atada por detrás, tuvo que deshacer, por serle más cómodo, el nudo que la unía al brazo del sofá. Viéndose suelta, y cuando ya se disponía a asomarse a la ventana, oyó a tía Jo, que, atravesando el salón, decía:

—Creo que no se escapará; en el fondo es una niña muy buena y sabe que la corrijo por su bien.

Nan, impresionada, retrocedió, volvió a atarse y comenzó a coser furiosamente. Momentos después apareció Rob y le agradó tanto aquel castigo que buscó un trozo de cuerda y se ató en el otro extremo del sofá.

—Yo también me perdí y debo estar atado como Nan —dijo el chico a su madre, cuando ésta lo vio prisionero.

—También, también mereces castigo, pues sabías que era malo lo que hacías.

—Nan me llevó —dijo Rob, que sentía agrado por la novedad del castigo, pero que no le gustaba que le regañasen.

—Pues no debiste ir. Aunque eres pequeño, tienes conciencia y debes aprender a sentirla.

—Pues no me remordió la conciencia cuando Nan me dijo: ¡Vamos a saltar la cerca!

—Pues hay que despertarla. Es un mal grave tener embotada la conciencia. Por lo tanto, aquí te quedas hasta la hora de comer y así puedes hablar con Nan acerca de este asunto. Espero que no se desatarán hasta que yo lo ordene.

—No nos desataremos —afirmaron ambos, sintiendo como una virtud contribuir al castigo propio.

Durante una hora, fueron bonísimos; después se aburrieron de estar tanto rato en aquella habitación, y desearon salir. Nunca se les antojó el salón tan seductor como entonces; hasta los dormitorios les parecieron muy atrayentes y soñaron con hacer tiendas de campaña con las colchas de las camitas. Al salir todos los chicos de la escuela, encontraron a Nan y a Rob atados como si fueran dos potrillos salvajes; el espectáculo fue divertido y edificante porque todos recordaban la aventura de la noche anterior.

—Suéltame ya, mamá; para otra vez estoy seguro de que la conciencia me punzará como un alfiler —suspiró Rob, cuando sonó la campana y vio a Teddy que lo contemplaba sorprendido y triste.

—Ya veremos —contestó la madre, dejándole en libertad. El chico atravesó corriendo el salón, llegó al comedor y volvió en seguida junto a Nan, preguntándole compasivo:

—¿Puedo traerle la comida?...

—¡Qué bueno es mi hijito! Sí, pon la mesa y tráele una silla —dijo tía Jo tranquilizando a los dos, que rabiaban de hambre.

Nan comió sola; la tarde del cautiverio le resultó interminable; mamá Bhaer le alargó la cuerda para que pudiera asomarse a la ventana, y allí estuvo viendo los juegos de los niños y mirando cómo disfrutaban de libertad las aves y los insectos. Daisy obsequió con una merienda campestre a las muñecas y se colocó bajo la ventana, para que Nan participase con la vista de la diversión. Tommy, para consolarla, dio los saltos mortales más notables de su repertorio; Medio-Brooke se sentó en la escalinata leyendo en voz alta entretenidas historias, que distrajeron a la cautiva; en fin, Dan le hizo admirar las bellezas de un sapito vivo. Nada de esto la compensaba de la pérdida de libertad; aprendió a amarla con sólo perderla por algunas horas. Muchos y muy buenos pensamientos acudieron a su cabecita en los últimos momentos de la tarde, cuando todos los niños se fueron al arroyo a presenciar la botadura del nuevo barco de Emil. Nan había sido la encargada de bautizarlo, y de romper en la proa una botellita de vino, mientras pronunciaba el nombre de "Josephine", en honor de mamá Bhaer. Lamentaba haber perdido la ocasión, pensando que Daisy no sabría representar dignamente el papel de madrina. Las lágrimas se le saltaron al recordar que todo era culpa suya; y dijo en voz alta, dirigiéndose a una abeja que rondaba las rosas té que crecían al pie de la ventana:

—Si te has escapado, lo mejor que puedes hacer es irte pronto a tu casa, y decirle a tu madre que sientes mucho haberla desobedecido y que nunca más la desobedecerás.

—Me alegra oírte dar buenos consejos; mira, creo que los sigue — exclamó mamá Bhaer, asintiendo, mientras la abeja, extendiendo las rubinegras alas, se alejaba.

Nan enjugó con la mangados gotitas transparentes, líquidas, que brillaban en el marco de la ventana. Tía Jo abrazó a la niña, la sentó en su falda y le preguntó:

—¿Crees que mi madre me curó bien de las escapatorias?...

—Sí, señora.

—¿No intentarás otra correría?...

—Creo que no.

Mamá Bhaer, satisfecha, se abstuvo de sermonear.

Entró Rob llevando con exquisito cuidado lo que Asia llamaba "pastel salero"; pastel cocido al horno con salsa.

—Está hecho con algunas de las moras que recogí, y cuando comamos te daré la mitad ~dijo el chico.

—¿Por qué me obsequias, habiendo sido yo tan mala?

—Porque nos perdimos juntos. Pero ya no volverás a ser mala, ¿verdad?... —Jamás —contestó resueltamente la muchachita.

—Bueno, pues vamos a que Mary Ann nos parta el pastel, para comerlo cuando llegue la hora del postre.

Nan dio un paso; luego se detuvo y murmuró:

—Se me olvidaba; no puedo ir.

—Prueba a ver —observó tía Jo, que acababa de desatar rápidamente la cuerda.

Nan, al verse libre, besó con estrépito a mamá Bhaer y salió corriendo, seguida por Rob, que, inadvertidamente, iba dejando tras de sí un reguero de la dulce salsa del pastel.

 

 

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