capítulo xv

 

El viejo sauce fue testigo de muchas escenas y recibió muchas confidencias aquel verano. Los niños hicieron del árbol su retiro predilecto, y pasaron en él horas deliciosas. Un sábado, el sauce fue muy visitado. Varios pajaritos contaron lo que allí pasó.

Primero llegaron Nan y Daisy con baldes y pedacitos de jabón, dispuestas a lavarla ropa de las muñecas. Asia no consentía que lavasen en la cocina, y el lavado en el cuarto de baño estaba prohibido desde que, una vez, Nan dejara el grifo abierto, e inundara la casa. Daisy emprendió la tarea, lavando primero la ropa blanca y luego la de color, poniéndola a secar en una cuerda tendida entre dos árboles, y sujetando las prendas con pinzas chiquitas de madera, que Ned le fabricó.

Nan dejó todos los trapitos en remojo dentro del balde y se olvidó de ellos para cortar flores de cardo con las cuales pensaba llenar una almohada destinada a una muñeca llamada nada menos que Semíramis, reina de Babilonia.

En esta tarea invirtió el rato; y, cuando en funciones de "señora de Giddygaddy" fue a dar vuelta la ropa, se encontró con todas las prendas llenas de manchas verdes, porque había dejado entre ellas una cofia de seda verde que manchó las batas azules y las camisitas y enaguas blancas.

—¡Válgame Dios! ¡Qué desgracia! —exclamó.

—Déjalas sobre la hierba para que blanqueen —le aconsejó sabiamente su compañera.

—Bueno, y, mientras, nos subiremos al nido, para cuidar de que no se las lleve el viento.

Quedó extendido sobre la hierba el guardarropa de la reina de Babilonia; los baldes fueron colocados boca abajo para que escurriesen, y las dos lavanderas treparon al nido, y entablaron conversación, igual a las mujeres en los descansos de las faenas domésticas.

—Voy a tener un lecho de plumas con mi nueva almohada —dijo Nan, actuando de señora de Giddygaddy, pasando las flores de cardo del bolsillo, al pañuelo, y perdiendo más de la mitad en la operación.

—Yo no. Tía Jo dice que los lechos de plumas no son higiénicos. No consiento que mis niños duerman sino sobre jergones—afirmó resueltamente Daisy, en funciones de la señora Shakespeare Smith.

—Me río de la higiene. Mis niños son tan fuertes que duermen en el suelo y no se quejan ni les pasa nada. Además, no puedo comprar nueve jergones; pero como me gusta hacer camas, voy a tener camas.

—¿Tommy facilitará plumas de sus gallinas?...

—Sí; no pienso pagarle, pero creo que no se incomodará.

—Enjuagando la ropa, tal vez se quiten las manchas verdes —indicó la señora Shakespeare Smith, cambiando la conversación y mirando al suelo.

—Poco me importa. Y estoy harta de muñecas; estoy pensando tirarlas y dedicarme a cuidar el jardín.

—Pero no debes abandonarlas; se morirán sin su madre.

—¡Qué se mueran! ¡Ya me tienen aburrida! Prefiero jugar con los muchachos; ellos me extrañan.

—Me gustan mucho los quehaceres domésticos; cuando mi hermano sea mayor y vivamos juntos, pienso tener una casita muy bien arreglada.

—Pues yo —exclamó Nan— ni tengo hermanos ni me gusta la casa. Pienso tener un buen botiquín lleno de frascos, gavetas, bebidas y polvos. Saldré a caballo para visitar y curar enfermos. ¡Eso sí que es bonito!

—¡Puf! ¡Qué asco! Tendrás que oler el ricino y andar con jarabes, purgantes y otras cosas malolientes.

—¡Qué importa! Yo no he de tomarlos; servirán para curar a mis enfermos, y eso sí me gusta. ¿No le curé a mamá Bhaer el dolor de cabeza, con una infusión de salvia?... ¿No se le calmó, antes de cinco horas, el dolor de muelas a Ned con mi elixir?... ¡Ya ves que sí!

—Y ¿pondrás sanguijuelas, arrancarás muelas y cortarás piernas a las personas? —murmuró, aterrada, Daisy.

—¡Naturalmente! No me importa que una persona se haga pedazos; yo la compondré. Mi abuelo era médico; una vez le cortó a un hombre un pedazo de la cara; yo vi la operación y tuve la esponja; mi abuelo dijo que era muy valiente.

—¡Qué valor tienes!... A mí me disgusta que las personas enfermen, y me agrada cuidarlas; pero me asusto en seguida.

—Bueno; serás mi enfermera y sujetarás a mis enfermos cuando yo les dé masajes y les corte las piernas.

—¡Barco a la vista! ¿Dónde anda Nan?...

—Aquí estamos.

—¡Ay! ¡Ay! —gimió la misma voz, y apareció Emil tapándose una mano, y haciendo gestos de dolor.

—¿Qué te pasa? —preguntó agitada Daisy.

—Una pícara espina se me ha clavado en el pulgar. No puedo sacármela. ¿Quieres quitármela, Nan?

—Está muy honda y no tengo aguja —contestó la curandera, examinando concienzudamente la lesión.

Daisy sacó del bolsillo un estuche de costura y agujas.

—Tú siempre tienes lo que necesitamos —observó Emil.

Nan se prometió llevar siempre un papelillo de agujas para estas curas, que eran muy frecuentes. Daisy se tapó los ojos, mientras la cirujana pinchaba con pulso sereno, atenta a las indicaciones de Emil, en términos no médicos.

—¡Por la proa! ¡Firmes, muchachos! ¡A babor! ¡Orza!

—¡Aquí está!

—¡Me duele!

—Dame un pañuelo y te pondré una venda.

—No tengo; toma esos trapos que han puesto a secar.

—¡Ay que gracia! ¡No, hijito, no! No hay que tocar los vestidos de las muñecas —gritó Daisy, muy indignada.

—¡Chúpate el dedo! —ordenó el doctor, examinando la espina extraída.

Emil agarró el primero que halló a mano... ¡Las enaguas blancas de Semíramis, reina de Babilonia! Nan, sin protestar, desgarró la regia prenda, aplicó un vendaje y despidió al paciente, advirtiéndole:

—Conserva mojada la venda y no te dolerá la herida.

—¿Qué te debo?... preguntó, riendo, el Comodoro.

—Nada; he establecido un dispensario, o sea un lugar en donde se cura gratuitamente a los enfermos.

—Gracias, doctor "Giddygaddy". Tenme por cliente tuyo —dijo Emil; alejándose riendo pero agradecido, se volvió para decir—: Doctor, el viento se lleva los trapos que tienes ahí.

Pasando por alto el irrespetuoso epíteto, bajaron de prisa las niñas a recogerla ropita lavada y ya seca, y se fueron a casa para encenderla cocinita y planchar.

Leve ráfaga de viento movió el viejo sauce, que pareció reír blandamente por lo que acababa de escuchar. Momentos después, otra pareja de pajaritos se encaramó al nido del árbol, para charlar confidencialmente.

—Bueno, amigo Nat, voy a revelarte el secreto.

—Empieza cuando quieras, querido Tommy.

—Oye; nuestros compañeros hablaban, hace poco, acerca "del último e interesante caso de circunstancial evidencia"—exclamó el muchacho, citando, disparatadamente, frases de un discurso pronunciado en el club por Franz—, y yo propuse que en prueba de afecto, de respeto y de ... ¿ya me comprendes?, ofreciéramos a Dan algún recuerdo bonito y útil. ¿Qué crees que hemos elegido?...

—Una manga para cazar mariposas; es lo que más necesita —contestó Nat, lamentando que se le anticiparan, pues ése era el obsequio que él preparaba a su amigo.

—Te equivocas; le regalaremos un magnífico microscopio, para que podamos ver los bichitos del agua, las estrellas del cielo, los huevos de hormiga, y todos los insectos. ¿Qué te parece el regalo? ... —dijo Tommy, confundiendo los microscopios con los telescopios.

—¡Admirable! ¡Extraordinario! Pero debe costar caro...

—Sí; pero contribuiremos todos. Yo doy mis cinco dólares.

—¡Eres la criatura más generosa del mundo!...

—Mira, el pícaro dinero me ha dado disgustos y preocupaciones; renuncio a guardar, y así ni me envidiarán, ni me robarán, ni sospecharé de nadie.

—¿Te lo permitirá papá Bhaer?...

—Sí; y aprueba mi plan; dijo que los mejores hombres que él ha conocido invertían el dinero en vida, en vez de guardarlo para que riñesen sus herederos al repartírselo.

—Tu padre es rico: ¿qué hace con el dinero?...

—No lo sé; me da lo que necesito. Le hablaré de esto cuando lo vea, y verá en mí un buen ejemplo.

—¿Te atreverás a quedarte sin dinero?...

—Ya lo verás. Papá Bhaer me aconsejará el modo de emplearlo. En principio los cinco dólares son para el microscopio de Dan. Luego, cuando reúna un dólar, favoreceré a Dick; sólo tiene cinco centésimos semanales para sus gastos.

—Te admiro y te imitaré, renuncio a comprarme un violín; regalaré a Dan la manga para cazar mariposas, y si me queda dinero obsequiaré a Billy; me quiere mucho, y aunque no es pobre, le agradará tener un recuerdo mío.

—Bueno; ven y le preguntaré a papá Bhaer si puedes acompañarme a la ciudad el lunes por la tarde; mientras yo compro el microscopio tú compras la manga. Franz y Emil vendrán, y pasaremos bien el rato curioseando las tiendas.

Los muchachos pasearon discutiendo sus planes, y sintiendo ya la complacencia de favorecer al pobre y desvalido.

—Esto está fresco; descansaremos un poco —propuso Medio-Brooke a Dan, al regresar de un largo paseo por el bosque.

—Bueno —contestó Dan, subiendo al nido del sauce.

—Oye; ¿por qué se mueven las hojas del abedul más que las de los otros árboles?...

—Porque cuelgan de distinto modo. Fíjate y verás que la hoja está unida al vástago por una especie de pinza; esto hace que se agiten al más leve soplo de viento; en cambio las de roble penden rígidas y permanecen más quietas.

—¡Es curioso! ¿Les sucede a éstas lo mismo? —preguntó Medio-Brooke, señalando un tallo de acacia.

—No; ésas pertenecen a una especie que se cierra cuando las tocan. Pon el dedo en mitad del tallo, y verás plegarse las hojas —contestó Dan, examinando un trozo de mica.

Medio-Brooke hizo la prueba y en el acto las hojas se plegaron, hasta que el vástago mostró en vez de una línea doble una línea sencilla de hojas.

—¡Es admirable! Y ¿para qué sirven estas otras hojas? —interrogó Medio-Brooke, enseñando una nueva rama.

—Estas son hojas de morera; sirven para alimentar a los gusanos de seda hasta que empiezan a hilar. Una vez estuve en una fábrica de seda y vi salones llenos de tablas cubiertas con hojas; los gusanos comían tan de prisa que armaban mucho ruido. A veces comían tanto que se morían. Dile esto a Zampabollos —murmuró Dan, riendo. —Sé algo de estas hojas; las hadas las usan para adornarse.

—Si yo tuviera, ¡que ni lo tengo ni lo tendré!, un microscopio, te enseñaría cosas más lindas que las hadas. Conocí a una viejecita que cosiendo unas con otras las hojas de morera se hacía gorros de dormir, que le aliviaban las jaquecas.

—¡Qué gracia tiene! ¿Era tu abuela?...

—No he conocido a mis abuelas. Era una viejecita muy rara que vivía en una casa ruinosa, sin más compañía que diecinueve gatos. Decían que era bruja, pero no era verdad. Conmigo era muy cariñosa y me dejaba calentarme en su chimenea, cuando yo huía de los malos tratos del asilo.

—¿Has estado en un asilo?...

—Poco tiempo; pero eso ni viene al caso ni te importa; no... me gusta recordarlo —contestó Dan.

—Háblame de los gatos —suplicó Medio-Brooke, lamentando su indiscreción.

—Sé que tenía siempre muchos y que los encerraba en un tonel por las noches; yo me entretenía en soltarlos y en verlos correr; entonces, la vieja, regañando y gritando furiosamente, los perseguía, los atrapaba y los encerraba de nuevo.

—Pero, ¿los trataba bien?

—Creo que sí. ¡Pobrecilla! Recogía a todos los gatos perdidos y enfermos de la población y cuando alguien necesitaba un gatito acudía a Marm Webber, que lo proporcionaba de la clase y del pelo que se le pedía, satisfecha con cobrar nueve peniques y saber que los animalitos estarían bien cuidados.

—Me gustaría conocer a Marm Webber. ¿Podré conocerla si voy alguna vez por ese pueblo?...

—Ha muerto. Toda la gente que yo conocí antes de venir a Plumfield ha muerto...

—Lo siento mucho. Y... ¿curaba la viejecita a los gatos?

—Algunas veces. Cuando se rompían una pata se la entablillaba y sanaban; a los que tenían tos los curaba con cocimientos de hierbas medicinales.

—Tengo que contarle todo eso a mi hermana. Tú sabes muchísimas cosas y has vivido en ciudades grandes, ¿Verdad?...

—¡Ojalá no hubiera sido así!...

—¿Porqué?... ¿No lo recuerdas con gusto?...

—No.

—¡Es raro!

—¡Qué demonio ha de ser raro!... Digo... no, he querido decir... — murmuró Dan, lamentando que se le hubiese escapado la exclamación, sobre todo delante del Diácono.

—Bueno, haré como que no la he oído y estoy seguro de que no la repetirás.

—No la repetiré, si puedo evitarlo. Esta es otra de las cosas que yo no debía recordar —murmuró Dan, abatido.

—Te corregirás; ya no dices ni la mitad de las palabrotas que decías antes; tía Jo está muy contenta porque comprende que es una de las costumbres más difíciles de corregir.

—¿Dice eso?...

—Tú deberías guardar los juramentos en el cajón de las faltas, y luego echar llave; eso hago yo con mi maldad.

—¿De qué hablas?... —dijo Dan, interesado.

—Verás, es uno de mis entretenimientos particulares y te lo voy a explicar, aunque imagino que te vas a reír. Pienso que mi mente es una habitación redonda, y mi alma un animalito con alas que vive allí. Las paredes están llenas de estantes y cajones, y en ellos guardo mis pensamientos, mi bondad, mi alma, etc. Los buenos los guardo donde pueda verlos; los malos, los encierro con doble llave, pero se escapan, y tengo que encerrarlos otra vez con mucho cuidado. Los domingos pongo la habitación en orden y hablo con el espíritu chiquito que ocupa, y le digo lo que debe hacer. El espíritu chiquito es muy malo, y a veces tengo que reñirle y acusarlo ante su papá. Este consigue que se porte bien y sienta que obre mal, y me da buenos pensamientos y me enseña a guardar los malos. ¿Por qué no pruebas a imitarme? Te convendrá.

—No hay cerradura bastante fuerte para guardar mi maldad. Tengo el cuarto tan revuelto, que no sé cómo arreglarlo.

—¿Por qué no has de poder hacer lo mismo que los demás?...

—Porque nunca lo he hecho, ni sé cómo se hace. ¡Enséñame tú!

—Con mucho gusto haré lo que pueda, pero yo no sé aconsejar como papá Bhaer; lo intentaré y te ayudaré.

—Bueno; pues revísalo y de vez en cuando vendremos a hablar sobre eso. Yo, te referiré cosas de animales. ¿Convenido?... —preguntó Dan tendiendo la mano.

—¡Convenido! —contestó el pequeño, oprimiendo la mano de su camarada. En aquel mundo infantil, leones y corderos retozaban juntos, y los inocentes chicos eran, a veces, maestros de los niños mayores.

—¡Mira! —exclamó Dan, señalando hacia la casa, de la cual salía tía Jo, paseando lentamente y leyendo un libro, mientras Teddy corría jugando con un carrito.

—Esperemos a que nos vean —dijo Medio-Brooke, Permanecieron callados, mientras los paseantes se acercaban; tía Jo iba tan entretenida con la lectura, que por poco se mete en el arroyo si Teddy no la hubiera detenido gritando:

—¡Mamá "chero" un pez!

Tía Jo interrumpió su interesante lectura y buscó algo que pudiera servir de caña de pescar. Como llovida del cielo le cayó a los pies una varita de sauce; alzó la cabeza y vio a los niños riendo en el nido.

—¡Aúpa! ¡Aúpa! —exclamó Teddy, queriendo subir.

—Bajaré y te dejaré sitio—dijo Medio-Brooke, y se marchó corriendo para contar a su hermana la historia de la bota, del tonel y de los diecinueve gatos. Dan instaló a Teddy en el nido y exclamó riendo:

— Suba, mamá Bhaer; yo le ayudaré hay sitio para todos.

Tía Jo miró y como no viera a nadie contestó alegre:

—Bueno, guárdenme el secreto; voy a subir. Subió ágilmente y añadió:

—Desde que me casé no he trepado a un árbol; de niña me gustaba mucho.

—Siga usted leyendo si quiere; yo cuidaré de Teddy —propuso Dan, fabricando una caña de pescar para él.

—No me importa la lectura. ¿Qué hacían aquí tú y Medio-Brooke ?...

—Charlábamos. Yo le hablaba de hojas, de plantas y de animales, y él me contaba sus fantasías. ¡Eh! Mi general: ¡a pescar! —murmuró Dan, entregando al pequeño la varita de sauce de la cual pendía una cuerda con un alfiler encorvado y cebado con una mosca azul.

Teddy se entregó a la pesca; Dan lo sostuvo por el vestido para evitar que cayese al arroyo.

—Me alegro de que tuvieras esa conversación con Medio-Brooke; me complace que lo instruyas y que lo lleves a pasear.

—A mí me gusta, porque es muy inteligente, pero...

—Pero, ¿qué?

—Que como es un niño tan bueno y yo soy de tan mala condición, temía su oposición a que nos reuniéramos.

—Tú no eres de "mala condición"; tengo gran confianza en ti; veo que procuras corregirte y lo vas consiguiendo.

—¿De veras?

—Sí. ¿No lo notas?...

—Procuro ser bueno, pero no sé si lo soy.

—Lo vas siendo. Como prueba y recompensa por tu excelente conducta, voy a confiarte no sólo a Medio-Brooke, sino a Rob. Tú puedes enseñarles muchas cosas mejor que nosotros.

—¿Yo?... —contestó Dan, estupefacto.

—Medio-Brooke, por razones de educación y de familia, necesita lo que tú debes darle: conocimientos generales, fuerza y ánimo. Te admira como al niño más valiente del mundo; te oye con arrobamiento. Más que los cuentos de los libros, le recrearán y le instruirán tus verídicos relatos acerca de plantas, pájaros, abejas y otros animales curiosos... ¿Comprendes lo que puedes hacer y por qué quiero confiártelo?

—Pero, yo, sin querer, puedo decir alguna palabrota. Hace un rato, involuntariamente, exclamé: "¡demonio!".

—Bueno, sé que cuidarás de no hacer ni decir nada malo; la compañía de Medio-Brooke te será provechosa, porque es un niño bueno, discreto y educado. Y, a cambio de la instrucción que le ofrezcas, él te brindará educación; tú lo irás haciendo algo sabio; él facilitará que seas más bueno.

Dan estaba tan complacido como emocionado. Nadie, hasta entonces, había tenido confianza en él; nadie había tratado de descubrir ni de fomentar los sentimientos buenos que, potencialmente, existían en su alma. Hosco y rudo, lo conquistaba el afecto y la ternura. Nada podía halagarle más que el verse convertido en maestro del inocente Rob y del inteligente Medio-Brooke. Animado, Dan refirió a tía Jo el convenio que hiciera con el Diácono. La señora Jo se alegró de veras. El muchacho comprendía que ya no estaba solo; que tenía amigos; que su trato sería útil; que la vida tenía objeto digno.

¡Indudablemente, Dan estaba salvado! Gritó alegremente Teddy, que, para sorpresa de todos, acababa de pescar una trucha siendo de advertir que hacía muchísimos años que no se veían truchas en el arroyo. El chicuelo, encantado con aquel extraordinario éxito, se empeñó en lucir su botín antes de que Asia lo guisase. Descendieron los tres del nido y se marcharon juntos, muy satisfechos.

Luego, Ned estuvo un rato en el nido del sauce mientras Dick y Dolly cazaban saltamontes y grillos. Ned, para divertirse con Tommy, quena echarle en la cama unas cuantas docenas de animalitos, a fin de que éste, al acostarse, tuviera que pasar un buen rato de cacería. Cuando los cazadores terminaron la tarea, Ned les pagó lo estipulado, y marchó a prepararle la cama a Tommy.

Durante una hora el sauce suspiró, cantó y habló con el susurrante arroyuelo acerca de las bellezas del crepúsculo. De repente un niño atravesó el prado, llegó a Billy, que estaba junto al arroyo, y le dijo con gran misterio:

—¿Quieres, sin que se entere nadie, rogarle a papá Bhaer que venga a verme?...

Billy asintió con la cabeza y se marchó a cumplir el encargo. El recién llegado se encaramó en el nido.

En cinco minutos, apareció el maestro y, deteniéndose ante el sauce, exclamó afectuosamente:

—Me alegro mucho de verte, Jack. ¿Por qué no has ido a buscarnos en seguida?...

—Señor, ante todo, yo quería verlo a usted. Mi tío me ha ordenado volver. Yo sé que no merezco nada, pero le suplico que me traten con compasión.

—No creo que procedan contigo injustamente, pero tampoco que te traten con gran cariño. Siendo inocentes, Nat y Dan han sufrido por tu causa. Tú, que eres culpable, debes sufrir algo..., ¿verdad? —preguntó el maestro, compadeciendo al chico, pero pensando que merecía un correctivo.

—Sí, señor. Ya le devolví el dinero a Tommy, y dije por escrito que lo sentía muchísimo..., ¿no es bastante? —suspiró entristecido el muchacho.

—No. Creo que debes pedir perdón francamente a los niños. No esperes de ellos respeto ni confianza hasta que pase algún tiempo y se convenzan de que estás arrepentido. Yo te ayudaré a rehabilitarte. El hurto y la mentira son cosas abominables y espero que esto te sirva de lección.

—Haré una subasta y venderé mis bienes a precio ínfimo —propuso Jack, queriendo así castigarse en su espíritu comercial.

—Mejor será que los regales, y que emprendas un negocio nuevo. Adopta como lema: La honradez es la mejor política, y tenlo siempre presente en pensamientos, palabras y obras.

La cosa era dura. Sin embargo, Jack accedió porque deseaba reconquistar la amistad de los niños. Su fuerte arraigo del sentimiento de propiedad se rebelaba ante la idea de desprenderse de objetos que le eran muy preciados. Comparado con esto, pedir públicamente perdón era cosa fácil. Con todo, poco apoco, entendía que hay muchas cosas que no se ven ni se tocan, y que valen más que los cortaplumas, anzuelos, etc., y que el dinero mismo.

—Bueno, haré todo lo que usted me ha indicado —dijo con resolución repentina, que satisfizo mucho al señor Bhaer.

—¡Así me gusta! Cuenta conmigo y... ¡manos a la obra!...

Papá Bhaer condujo al desacreditado niño a la sociedad infantil que, al principio, lo recibió fríamente; pero, poco a poco, se reconcilió con él al convencerse de que la lección le había sido provechosa y de que Jack, sinceramente arrepentido y corregido, estaba ansioso por dedicarse a mejores negocios, sobre la base de su nuevo artículo de comercio: la honradez.

 

 

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