capítulo xvi

 

—¿Qué será ese niño en el mundo? —se preguntaba tía Jo, viendo a Dan brincar, correr, saltar, trepar los muros y dar vueltas por el jardín, hasta caer rendido.

—¿Estás ensayando para disputar el gran premio de algún concurso de corredores? —le preguntó desde la ventana.

—No, señora —contestó jadeando, el muchacho—. Le estoy dando salida al vapor.

—¿Y no encuentras mejor procedimiento?... Vas a tener una insolación—le advirtió la señora, riendo y echándole un abanico de hojas de palma. —No puedo remediarlo; necesito correr.

—¿Te resulta chica la casa?...

—Me gusta; celebraría que fuese algo más grande. Pero el diablo se mete dentro de mi cuerpo, y tengo que dar saltos —murmuró con tristeza e inquietud el chico.

Tía Jo se quedó contemplando a Dan, y al ver su desarrollo físico y recordarla libertad de que antes gozara, comprendió que la disciplina escolar resultaba pesada, a veces, para aquel espíritu libre. "Este halcón salvaje necesita jaula más espaciosa. Si lo dejo volar, me expongo a que se pierda. Tengo que buscar algo que le retenga aquí." Luego exclamó en voz alta:

—Me explico lo que te sucede; no es que tengas el diablo en el cuerpo; es que, como todos los jóvenes, deseas libertad. Yo también he sentido eso mismo, y deseaba brincar.

—¿Por qué no brincaba? —preguntó Dan.

—Por comprender que era una tontería; ahora agradezco infinito a mi madre que no me dejase en libertad.

—Yo no tengo madre.

—Creí que ahora la tenías —dijo mamá Bhaer acariciándolo.

—Usted es buenísima y cariñosísima; nunca podré expresarle toda mi gratitud —respondió Dan melancólico—; pero, ¿equivale todo esto al amor de una madre?...

—No, hijo mío; hay diferencia muy grande. Pero ya que no tienes madre, déjame suplir esa falta. Temo no haber hecho lo bastante para que nunca pensaras abandonarnos.

—¡Usted ha hecho más de lo que debía, y de lo que merezco! No quiero irme; no debo irme; procuraré no irme. A veces siento como una explosión en el pecho y necesito correr, galopar, o dar saltos mortales. ¿Por qué?... Lo ignoro —exclamó Dan, con acento veraz y enérgico.

—Bueno, Dan, corre cuanto lo necesites; pero no vayas muy lejos, y no dejes de volver a mi lado cuanto antes.

Se aturdió el muchacho al recibir el permiso de explayarse, y hasta perdió las ganas de usarlo. Tía Jo había comprendido que el chico sufriría mal las restricciones, y que, en cambio, se sentiría más cohibido por la libertad amplísima, al mismo tiempo que por el deseo de no estar lejos de la persona a quien más quería. El cálculo estaba bien hecho y dio buen resultado. Dan, silencioso, rompiendo inconscientemente el abanico, vio que le hablaban al corazón y a la gratitud, y exclamó:

—No volveré a correr ni a vagar, sin su permiso.

—Muy bien. Ahora quiero ver si encuentro medio de que des salida al vapor, sin correr como un loco, ni romper abanicos, ni pelear con tus compañeros. ¿Te agradaría hacerme los mandados?

—¿Ir a la ciudad a despachar los encargos de la casa?...

—Sí; Franz está cansado de esa tarea; Silas tiene mucho que hacer, y a papá Bhaer le falta tiempo. El viejo Andy es un caballo manso; tú montas bien, y conoces perfectamente el camino a la ciudad. ¿Te gustaría más montar dos o tres veces por semana a caballo, que vagabundear y salir una vez cada mes?...

—Sí, señora. Pero a condición de ir solo; no quiero que me acompañen otros chicos.

—Bueno; tenemos que contar con el permiso de papá Bhaer. Emil protestará, pero a él no se le puede confiar un caballo, y a ti sí. A propósito, mañana es día de mercado. Podrías ir arreglando el carrito, y encargándole a Silas que prepare la fruta y las legumbres. Habrá que madrugar mucho, para volver a la hora de la escuela. ¿Te atreves?...

—Convenido.

Y dicho esto, Dan fue a ponerle cuerda nueva a su látigo, a preparar el carrito, y a dar las órdenes a Silas.

—Antes de que se canse de esto, ya inventaré otra cosa para que descargue su fogosa actividad —dijo tía Jo, al escribir la lista de los encargos, y lamentando que todos los niños no se parecieran a Dan.

Papá Bhaer no aprobó del todo el proyecto, pero accedió a que se hiciera a título de ensayo; esto hizo concebir planes estupendos a Dan. A la mañana siguiente, el muchacho se levantó muy temprano; resistió heroicamente la tentación de jugar y correr con los aldeanitos que llevaban la leche a la ciudad; estuvo en el mercado; despachó concienzudamente todos los encargos, y regresó a la hora de la escuela, con gran sorpresa del maestro, y enorme satisfacción de tía Jo. El Comodoro se disgustó, envidiando la preferencia otorgada a Dan; pero se conformó con un lindo candado para su nuevo arsenal, y pensó, además, que los marinos debían ocuparse de cosas más importantes que guiar carritos y hacer recados domésticos. Dan, durante muchas semanas, desempeñó su nuevo oficio admirablemente, sin pensar en vagabundeos ni en travesuras.

Pero un día el profesor lo sorprendió golpeando a Jack, que procuraba defenderse y pedía socorro.

—¡Creí que no volverías a las andadas, Dan!

—Era una broma. Estábamos jugando—murmuró el muchacho. —Me ha pegado en serio —dijo Jack.

—Empezamos en broma, pero luego no pude dominarme y apreté. Siento haberte hecho daño, compañero —exclamó Dan avergonzado.

—Te comprendo. No has podido resistir el deseo de golpear. Eres algo así como el famoso corsario Berserker, y el pelear es para ti tan necesario como la música para Nat.

—No puedo contenerme. Mira, Jack, te agradeceré que no me propongas que volvamos a luchar en broma.

—Cuando necesites pegar en serio, yo te proporcionaré algo más duro y resistente que Jack —observó el maestro, y, llevándolo a la leñera, le mostró gruesos troncos y enormes raíces de árboles que esperaban ser reducidos a leños y astillas—. Cuando sientas ganas de pelear, en vez de golpear a tus compañeros, ven aquí, da escape a tus energías y yo te lo agradeceré —le advirtió el señor Bhaer.

—Así lo haré —contestó Dan, y, sin más, tomó el hacha y descargó tan formidable golpe sobre un troncón, que lo redujo a astillas.

Dan cumplió la promesa y, a menudo, se le vio muy entretenido partiendo leña, en mangas de camisa, inflamadas las mejillas y chispeantes los ojos.

—¿Qué inventaré para cuando se canse de partir leña? —se decía tía Jo. Pero Dan buscó nueva ocupación y disfrutó con ella mucho antes de que se descubriera la causa de su contento.

Aquel verano había en los pastos de Plumfield un lindísimo potro, propiedad del señor Laurie. El animalito andaba suelto en el prado inmediato al arroyo. Los niños, al principio, se divertían viendo al potro galopar, correr, brincar, y echar al viento la sedosa cola. Pero pronto se cansaron.

Únicamente Dan no se cansaba de admirar al caballo; iba a verlo diariamente y le llevaba pan, manzanas o terrones de azúcar como regalo. "Príncipe" era agradecido y simpatizó con él. Aun cuando estuviese bien distante, acudía el potro a galope tendido cuando Dan le silbaba entre la empalizada.

—Nos entendemos, ¿verdad, "Príncipe"? —decía Dan. Y el animalito enarcaba el cuello lanzando alegre relincho.

Tan celoso estaba el muchacho de esta nueva amistad, que a nadie informó de ella y nunca dejó que nadie, excepto Teddy, le acompañase en la visita diaria al prado. Tío Laurie, que iba de vez en cuando a vera "Príncipe", habló de ensillarlo para el otoño, y dijo:

—No necesitará mucho tiempo de doma, es un animal muy noble y cariñoso. Cualquier día vendré a ensillarlo.

—Tolera que le ponga una manta, pero no creo que, ni aun por usted, se deje ensillar —observó Dan, que asistía siempre a las visitas que a "Príncipe" le hacía su amo.

—Lo intentaré, si bien al principio la ha de dejar caer. Nunca lo han castigado, y, aun cuando se sorprenda, al menos no se asustará. Además, procuraré que los arreos le molesten poco. En fin, creo que se dejará montar.

—Lo dudo —murmuró Dan, viendo al señor Laurie alejarse con papá Bhaer.

Deseo vivísimo asaltó al muchacho de montar al potro; el animal estaba junto a la empalizada, como brindando tentadoramente el lustroso lomo. Sin pensar en el peligro, mientras "Príncipe" comía la manzana que su amigo le llevara, éste, con gran agilidad, se dejó caer y cabalgó sobre el potro. En realidad, apenas si llegó a cabalgar; "Príncipe" resopló asombrado, dio un salto y arrojó al suelo a Dan. El muchacho no se hizo daño, porque el césped era blando, se puso de pie y exclamó riendo:

—¡Ha sido una broma! ¡Ven acá, bribonzuelo, y ensayaré de nuevo!

"Príncipe" no se prestó a que el experimento se repitiera, y Dan se marchó resuelto a conseguir su propósito.

Al día siguiente logró ponerle una cabezada y, llevándolo de la mano, corrió al potro, hasta cansarlo un poco; seguidamente se encaramó el chico a la cerca, dio pan al animal y, acechando una oportunidad, se le plantó sobre el lomo. "Príncipe" quiso despedir al jinete, pero éste se mantuvo firme, por haber adquirido cierta práctica cabalgando sobre el borriquito, que estaba algo mal acostumbrado. El potro, con indignación y asombro, y después de dar saltos y de pararse sobre las patas de atrás, arrancó a galope tendido, obligando a Dan a apearse por las orejas. Otro chico menos bravo o menos ágil se hubiera roto la cabeza; Dan se dejó caer hábilmente.

—¿Pensabas que me había estrellado?... ¡Pues te equivocaste! Veremos quién puede más. Estoy decidido a montarte —dijo Dan resuelto.

Días después, ideó otro procedimiento. Sujetó en el lomo de "Príncipe" una manta doblada y lo dejó caer, saltar y brincar a sus anchas. Tras fieros arranques de rebeldía, el potro se sometió, y, al fin, pudo montarlo Dan. El animalito separaba en firme, relinchaba y parecía decir: "No entiendo lo que pasa; esto es nuevo para mí; ya veo que no me haces daño; me conformaré".

Una noche mientras recibía órdenes para el día siguiente, Silas dijo a su amo:

—¿No sabe usted lo que ha hecho últimamente el niño?

—¿Qué niño? —preguntó el señor Bhaer, resignadamente, esperando oír algo muy desagradable.

—¡Dan! Ha estado domando al potro, señor, y lo cierto es que lo ha hecho admirablemente.

—¿Cómo lo sabe usted?...

—Sin que los niños lo noten, procuro vigilarlos; cuando noté que Dan iba diariamente al prado y volvía sudoroso, polvoriento y con algunas contusiones, callé y me dediqué a observarlo. Desde las ventanas altas del granero, lo vi obstinado en domar a "Príncipe". De vez en cuando salía despedido y daba tumbos formidables; pero siempre se levantaba ileso y, alegremente, sin asustarse, volvía a la tarea.

—Pero, Silas, ¡debió impedirlo! Dan pudo matarse.

—No había peligro, señor. "Príncipe" es tan noble como gallardo y cedió, al fin, en la lucha. Ya se deja montar por Dan, que es un jinete consumado. Casi no ha de costar trabajo concluir de domar al potro.

—Ya veremos —murmuró papá Bhaer, alejándose para averiguar directamente lo ocurrido.

Dan lo confesó todo, y demostró prácticamente que Silas no exageraba al hablar de la doma del potro; a fuerza de halagos, de habilidad y perseverancia, el triunfo del niño sobre el animal era indiscutible.

Al señor Laurie le divirtió el relato del suceso, celebró el valor y la destreza del muchacho y le permitió que continuase educando al caballo. Gracias a Dan, "Príncipe" aceptó la silla, la brida, y hasta la indignidad del bocado. Tío Laurie perfeccionó la doma del animalito, y Dan, con gran admiración y envidia de los demás niños, obtuvo permiso para montar a su discípulo.

—¿No es una preciosidad?... ¿No parece, por lo manso, un cordero? —dijo un día el muchacho, acariciándolo.

—Sí; ¿y no es un animal más útil y agradable que el potro cerril que se pasaba los días brincando por el prado? —exclamó tía Jo, apareciendo en la puerta de la casa.

—Sí, señora. ¡Ya lo creo! Ahora no se escapa, aunque lo dejo suelto, y viene en cuanto le silbo. Lo he domado bien, ¿verdad?

—También yo estoy domando un potrillo cerril, y creo que, como el tuyo, veré realizado mi empeño, si tengo paciencia y perseverancia — murmuró tía Jo, sonriendo significativa e intencionadamente.

 

 

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