capítulo xviii

 

Los jardines marchaban admirablemente aquel verano. En septiembre, con gran alegría, se procedió a la recolección. Jack y Ned juntaron sus haciendas, cosecharon papas, que era artículo de fácil salida y vendieron a buen precio hasta cien kilos a papá Bhaer, porque las papas se consumían pronto en Plumfield. Emil y Franz desgranaron sus cereales, los llevaron al molino y volvieron, orgullosamente, con harina bastante para el budín y los bollos de muchos meses. Se negaron a cobrar la harina, porque Franz decía:

—Aun cuando pasáramos la vida cosechando trigo, no pagaríamos a tío lo que ha hecho por nosotros.

Nat recogió habas en tal abundancia, que no sabía cómo trillarlas.

Tía Jo resolvió el problema. Le aconsejó extender las vainas en el granero, que tocara el violín e invitara a bailar a los niños. Así se hizo la trilla.

Tommy, que pensara obtener una cosecha de habas en seis semanas, sufrió grave desengaño; el calor perjudicó a la siembra, el chico no le dio el riego necesario, y las orugas y cizaña acabaron con las plantas. Tommy cavó de nuevo la hacienda y sembró arvejas. Pero ya era tarde; los pájaros se comieron muchas; los plantones se cayeron con el viento; nadie cuidó de las plantas cuando brotaron, y como ya había pasado la época, pereció la sementera en el abandono. El muchacho se consoló con un caritativo esfuerzo; trasplantó a su huerto cuantos cardos borriqueros encontró, y se los ofreció al veterano borriquito, como manjar predilecto. Medio-Brooke obsequió a su abuela, durante el verano, con lechugas y en el otoño le envió una cesta de nabos, tan blancos y tan bien lavados, que parecían huevos.

Daisy cultivaba flores, y todo el estío dispuso de ellas en abundancia. Cuidaba concienzudamente el jardincito y contemplaba a las rosas, claveles y pensamientos con amistosa ternura. Enviaba ramos de obsequio a la ciudad; mantenía bien adornados los jarrones de la casa, y le encantaba contar la historia del pensamiento. Nan recogía hierbas y cuidaba de su jardín botánico. En septiembre comenzó a cortar, secar y guardar algunas, anotando en un cuadernito los usos y propiedades. Había fracasado en varios experimentos y no quería dar otro mal rato al gatito "Huz" administrándole ajenjo en vez de ipecacuana.

Dick, Dolly y Rob eran hortelanos infatigables. Los dos primeros tenían plantaciones de remolacha y de zanahorias, y se impacientaban al ver que aún no era tiempo de recolectar; Dick solía desenterrar las zanahorias para examinarlas; luego, volvía a plantarlas, confesando que Silas tenía razón.

Billy sembró pepinos que no llegaron a fructificar. Durante diez minutos lamentó el fracaso; luego, tomó las flores y pensó, el pobre inocente, que aquello le valdría mucho dinero y que sería tan rico como Tommy. Nadie quiso desengañarlo. El día de la recolección general, en un plantío seco de su huerto, Billy encontró seis naranjas, y esta cosecha lo llenó de júbilo. ¡La compasión de Asia había obrado el milagro de que un arbusto seco produjera de un día a otro hermosas naranjas!... Zampabollos pasó disgustos con sus melones; antes de que madurasen, se dio un festín solitario, sufrió un cólico mayúsculo y casi se resolvió a no volver a probar el fruto de su cosecha. Pasó el tiempo, hizo la primera recolección y se abstuvo de comer. Los melones eran exquisitos. Lo último que quedaba eran tres sandías hermosísimas y anunció que las iba a vender a un vecino; los niños sintieron viva contrariedad, porque habían creído que serían para ellos, y expresaron su descontento de un modo original. Cuando Zampabollos llegó una mañana al huerto, se encontró con que sobre la verde cáscara de cada sandía se destacaba grabada, en caracteres blancos, la palabra "Cerdo". Lloró, rabió y corrió a contarle lo ocurrido a tía Jo. Esta lo consoló y le dijo:

—Si estás dispuesto a renunciar a las sandías, yo te enseñaré la mejor manera de vengarte, y ya verás cómo te ríes de tus ofensores.

—Renuncio a las sandías; quiero vengarme y que se acuerden de mí los bribones.

—Bueno; pues no hables una palabra del asunto, y lleva las sandías a mi cuarto —ordenó tía Jo, que la noche antes había observado cuchichear y sonreír en secreto a tres muchachos, el crujido de las ramas del árbol inmediato al dormitorio de Emil, y a Tommy con una cortadura en el dedo.

Obedeció Zampabollos, y los autores de la broma fueron chasqueados al ver que las sandías faltaban y que el dueño estaba muy tranquilo. A la hora de comer, después de servido el budín, lo comprendieron todo. Mary Ann, con gesto socarrón, se presentó llevando una gran sandía Silas la seguía, con otra; y Dan entró con la tercera; las colocaron ante Tommy, Emil y Ned, que eran los culpables, y sobre la cáscara de cada fruto leyeron esta dedicatoria: Con los cumplidos del cerdo. La risa fue general porque todos estaban enterados de lo ocurrido. Los delincuentes, avergonzados, acabaron por reírse también; partieron las sandías y las distribuyeron afirmando, entre la aprobación unánime, que Zampabollos les había dado una lección.

Dan, por su ausencia y por la lesión del pie, no tenía huerto; su trabajo fue ayudar a Silas a partir leña para Asia y limpiar de hierbajos las sendas y el jardín.

La guardilla grande ofrecía aspecto muy pintoresco, por obra de las infantiles cosechas allí depositadas. En lindas bolsitas de papel, rotuladas, y en el cajón de una mesa, guardaba Daisy semillas de flores. Las hierbas medicinales de Nan colgaban en manojos de las paredes, impregnando de aromas el ambiente. Tommy tenía una cesta de flores de cardo, con sus semillas, para sembrar cardos el año siguiente, si antes el viento no se llevaba el depósito. Emil guardaba haces de espigas; Medio— Brooke, simientes para sus animales. Dan había llenado medio granero de nueces, castañas y bellotas.

Más allá del prado había un avellano, cuyos supuestos propietarios eran Rob y Teddy. Aquel año, el árbol estaba cargado de frutos y las avellanas caían entre las hojas secas, para regocijo de las ardillas, más vivas que los dos chicuelos.

Papá Bhaer les dijo que podían aprovecharse de las avellanas siempre que las recogieran ellos dos solos. La tarea era fácil y del agrado de Teddy, pero en cuanto reunía unas pocas, se cansaba. Entretanto las ardillas le hacían la competencia y acopiaban abundantes avellanas para alimentarse en el invierno. Esa competencia divertía muchísimo a todos.

—¿Vendieron el producto de las avellanas a las ardillas?

—No, ¿por qué? —inquirió Rob.

—Porque los animalitos corren tanto que van a dejar limpio el árbol.

—Hay para todos —murmuró Rob.

—No lo creas; quedan pocas.

Corrió Robby; dio un vistazo al árbol y se alarmó al convencerse de que los animalitos no perdían el tiempo. Avisó a Teddy y comenzaron a recolectar activamente, mientras las ardillas gruñían entre el ramaje. Aquella noche sopló viento fuerte, que hizo caer muchas avellanas; tía Jo, al levantarse sus hijos, les dijo:

—Las ardillas los dejan sin cosecha.

—¡No faltaba más! —gritó Robby, tragando apresuradamente el desayuno y corriendo a defender lo suyo.

Teddy hizo lo mismo; ambos hermanos trabajaron sin parar, recogiendo y llevando avellanas al granero. Pronto tuvieron guardada la segunda partida. En esto sonó la campana anunciando la hora de entrar en la escuela.

—¡Papá! ¡Papá! —suplicó Rob, entrando en la clase con las mejillas rojas y el pelo alborotado—. ¡Permíteme que siga recogiendo avellanas! Si no, las ardillas se las llevarán todas. Luego daré las lecciones.

—Si hubieses madrugado diariamente y recolectado poco a poco, ahora no tendrías apuros. Te lo previne, y no hiciste caso. No puedo permitir que faltes a clase. Las ardillas saldrán gananciosas, y lo merecen, por haber trabajado mucho. Podrás salir de la escuela una hora antes que de costumbre. No puedo hacer más —dijo papá Bhaer.

El chico tuvo que resignarse, y aguardó impaciente el momento de salir. Era desesperante ver desde la ventana a las ardillas robar presurosas las avellanas, sin que el dueño pudiera evitar el despojo. Rob se consolaba algo viendo el afán con que Teddy competía con los animalitos. Este, aunque fatigado por tan dura labor, no cedía el campo a las "pícaras dillas". Su madre, admirada, fue a buscarlo. Cuando, por fin, salió Rob, halló a su hermanito cansadísimo sentado sobre la cesta, pero firme en su propósito, amenazando a los ladrones y tirándoles el sombrero, con una de sus manos sucias, y empuñando en la otra una magnífica manzana, que devoraba para cobrar bríos.

Rob ayudó con energía, y antes de las dos de la tarde la recolección había concluido, las avellanas en el granero, y los trabajadores tan rendidos como satisfechos. La cosecha de papá y de mamá Bhaer fue de distinto género y no es posible detallarla. Baste decir que estuvieron contentísimos de su labor veraniega y consideraron los resultados superiores a sus esfuerzos y esperanzas.

 

 

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