capítulo xix

 

—¡Medio-Brooke! ¡Querido niño, levántate! ¡Es preciso!...

—¿Por qué? Acabo de acostarme y no amanece aún —contestó el chiquitín, despertando de su primero y profundo sueño.

—No son más que las diez de la noche, pero tu papá está enfermo y tenemos que ir a verlo. ¡Ay, John! ¡Pobre John mío! —exclamó tía Jo, sollozando.

El chico, asombrado y asustado, se despabiló al instante. Le dio miedo oír a mamá Bhaer llamarlo por su nombre de pila. La abrazó temblando.

La señora, dominándose, lo besó y le dijo:

—¡Vamos a darle un adiós, querido John! ¡No podemos perder tiempo! Vístete en seguida y ve a mi cuarto.

—Sí, tía—contestó el chico; se vistió rápidamente, dejó dormir a Tommy, y atravesó la silenciosa casa comprendiendo que algo nuevo y doloroso iba a ocurrir; algo que lo apartaría temporalmente de los niños; algo que haría que el mundo le pareciera tan oscuro, tan callado y tan extraño como habitaciones familiares en las sombras de la noche.

A la puerta esperaba un carruaje enviado por tío Laurie. Daisy, que se había arreglado en un momento, ocupó el asiento inmediato a su hermano, y, ambos niños, estrechándose las manecitas sin hablar con sus tíos que les acompañaban recorrieron velozmente en el coche el camino de la ciudad, y atravesaron calles desiertas para ir a decir adiós a su padre.

Excepto Emil y Franz, nadie más sabía lo que pasaba, por eso al levantarse, experimentaron extrañeza y disgusto; la casa, sin dueños, parecía abandonada.

El desayuno resultó muy triste sin la presencia de tía Jo. Al llegar la hora de clase y mirar el sillón del maestro, los chicos, muy desconsolados, dieron vueltas inútiles durante una hora, aguardando noticias y deseando que el señor Brooke mejorase, porque todos querían mucho a Medio-Brooke y al pobre John.

Sonaron las diez y media y nadie llegó de la ciudad. No tenían ganas de jugar; el tiempo no pasaba y permanecían silenciosos e inquietos. Franz propuso:

—¿Quieren que entremos a la escuela y demos clase, cono si papá Bhaer estuviera aquí?... Esto le agradaría y nos hará el día menos largo.

—¿Quién hará de maestro? —preguntó Jack.

—Yo sé casi lo mismo que ustedes a pesar de ser mayor, pero si no tienen inconveniente, ocuparé el lugar del maestro.

La modestia y formalidad de Franz impresionaron mucho a los niños. Vieron sus ojos enrojecidos, como si hubiera pasado llorando la noche, pero notaron en él algo nuevo y varonil, como si presintiendo el peso de la vida, comenzase a afrontar la lucha.

—Estoy conforme —contestó Emil sentándose y recordando que el primer deber de un marino es la obediencia a su superior. Los demás siguieron el ejemplo; Franz ocupó el sillón de su tío y durante una hora reinó orden completo. Los niños estudiaron y dieron sus lecciones. Franz evitó las materias que desconocían; los alumnos, impresionados por la seriedad del novel profesor, se mostraron respetuosos. Estaban en el ejercicio de lectura cuando escucharon pasos en el salón. Todos levantaron la cabeza para enterarse de lo que ocurría, cuando vieron al señor Bhaer. Aquel bondadoso semblante les dijo claramente que Medio-Brooke ya era huérfano. El excelente maestro se hallaba tan pálido, tan abatido, tan apesadumbrado, que apenas si pudo contestar a Rob, que le decía, en son de reproche:

—Papá..., ¿por qué me has dejado solo esta noche?...

Al pensar en aquel otro padre que aquella misma noche había dejado a sus hijos solos para siempre, el señor Bhaer abrazó estrechamente al chiquitín, y ocultó el rostro en la infantil cabellera. Emil reclinó la cabeza en el hombro de su tío; Franz, tiernamente, le apoyó una mano en la espalda. Los demás niños se sentaron en un silencio tan profundo, que se oía perfectamente el rumor de las hojas secas al caer desprendidas de los árboles del jardín.

Rob no se daba cuenta de lo ocurrido, pero acongojado por la aflicción de su padre, le dijo:

—¡No llores, Mein Vater! Hemos sido muy buenos todos y hemos dado las lecciones con Franz.

Irguió la cabeza el maestro, procuró sonreír y exclamó:

—¡Muchas gracias, hijos míos! Es una hermosa manera de animarme y consolarme. No lo olvidaré.

—Franz lo propuso y ha suplido muy bien su ausencia —afirmó Nat, coreado por un murmullo de aprobación.

Papá Bhaer abrazó a su sobrino y expresó:

—Esto dulcifica mi amargura y me hace confiar en ustedes. Tengo que volver a la ciudad, y los abandonaré durante algunas horas. Pensé darles asueto por hoy o dejar que algunos fuesen a visitar a su familia; pero, si quieren quedarse y seguir dando clase con Franz, me alegraré mucho y me sentiré orgulloso de mis amados discípulos.

—¡Queremos quedarnos! ¡Queremos quedarnos! ¡Franz nos dará lección!— respondieron los muchachos, satisfechos de la confianza depositada en ellos.

—¿No ha vuelto mamá? —preguntó tristemente Rob, porque la casa sin mamá era para él como el mundo sin sol.

—Los dos volveremos por la noche; tía Meg necesita ahora mucho a mamá, supongo que te gustará prestársela un rato...

—Bueno; pero Teddy llora, llama a mamá, le ha pegado a la niñera y está muy irritado —observó Rob, creyendo que tan importantes novedades apresurarían su vuelta.

—¿Dónde está mi hombrecito?...

—Dan se lo llevó, y logró consolarlo. ¡Mire qué contento está! —dijo Franz, señalando la ventana, por donde se veía a Dan paseando al chicuelo en el cochecito, rodeado de los perros.

—Bien. No voy a verlo para evitar que llore otra vez. Dile a Dan que le confío a Teddy. Ustedes quedan a cargo de Franz y de Silas. Bueno..., ¡hasta la noche, hijos míos!

—¡Dígame algo de tío John! —rogó Emil, deteniendo al señor Bhaer, que se alejaba presuroso.

—Estuvo enfermo solamente algunas horas y murió como había vivido: dulcemente, resignadamente.

La casa permaneció silenciosa todo el día y las clases se deslizaron sin novedad; a la hora del juego, los chiquitines se entretuvieron oyendo contar cuentos a Mary Ann; los mayorcitos salieron al jardín y hablaron mucho de tío John, comprendiendo que se había ido del mundo un ser bueno, honrado y justo. Al oscurecer regresaron papá y mamá Bhaer. Medio-Brooke y Daisy eran un gran consuelo para su madre, que no quería separarse de ellos. Tía Jo estaba aniquilada y necesitaba calmarse. Lo primero que dijo al entrar fue:

—¿Dónde está mi chiquitín?...

—¡Aquí estoy! —contestó una vocecita.

Y mientras Dan depositaba a Teddy en brazos de su madre, éste, abrazándola, exclamaba:

—Mi Danny me ha cuidado, y yo he sido beno, muy beno.

Tía Jo se volvió para darle las gracias al niñero, pero éste se escabulló entre sus camaradas, murmurando:

—Vámonos; no la molestemos haciendo ruido.

—No se vayan; deseo verlos y tenerlos cerca, hijos míos; hoy los he abandonado todo el día —dijo mamá Bhaer, acariciando a los muchachos y encaminándose, rodeada de ellos, a la salita. Luego, recostándose en el sofá, murmuró:

—Ve, Nat, por el violín y toca alguna de las dulces melodías que últimamente te envió tío Teddy. La música me servirá tal vez para serenarme.

Corrió Nat en busca del violín y, sentándose en el vestíbulo, tocó con delicadeza infinita, con sentimiento prodigioso; parecía poner en el arco la gratitud de su alma. Los demás muchachos, sentados en la escalera, guardaron silencio y vigilaron para que nadie hiciera ruido. Al fin tía Jo, asistida y velada por los pequeños, pudo descansar y dormir un rato.

Tranquilamente transcurrieron dos días. El tercero, al término de las clases, se presentó el señor Bhaer, conmovido y satisfecho al mismo tiempo, con una carta en la mano:

—Escuchen, hijos —exclamó, y leyó lo siguiente:

"Querido hermano Fritz: He sabido que no piensas traer hoy a esos niños, temiendo que no me agrade verlos. Te ruego que los traigas. A Medio-Brooke le resultará menos amargo este día, hallándose entre sus compañeros; además, deseo que oigan lo que el sacerdote diga de mi John. Seguramente les será provechoso. Me gustaría que esos niños entonasen algunos de los antiguos himnos que tú les has enseñado. No dejes de traerlos. Te lo ruega tu hermana, Meg."

—¿Quieren ir? —preguntó el maestro.

—¡Sí! ¡Sí!—contestaron los emocionados muchachitos.

Una hora después salieron con Franz, para asistir al modesto funeral de John Brooke.

La casita parecía tan risueña, ordenada y tranquila como cuando, diez años antes, entró en ella Meg recién casada; entonces era verano y todo estaba lleno de rosas; ahora, por ser otoño, todo se veía cubierto de hojas amarillas. La entonces recién casada era ahora viuda; pero ahora como entonces la dulce resignación de su alma proporcionaba majestuosa serenidad al rostro.

—¡Admiro tu valor, querida Meg! —exclamó tía Jo abrazándola tiernamente.

—Querida Jo, el amor que me ha sostenido durante diez años sigue sosteniéndome. El amor, esencia del alma, no puede morir; hoy John sigue estando a mi lado en espíritu.

—Tienes razón —asintió mamá Bhaer.

Allí estaban todos: el padre, la madre, tío Teddy, tía Amy, el venerable señor Laurence, los Bhaer, con los chiquitines, y muchas personas más. En su vida laboriosa y modesta era de presumir que John Brooke no había dispuesto de mucho tiempo para crear y cultivar amistades; y, sin embargo, surgían amigos por doquier; ancianos, jóvenes, pobres, ricos, humildes, aristócratas... Todos lo amaban, todos lo lloraban, todos lo bendecían.

Los mayorcitos contemplaban con honda emoción todo lo que se desarrollaba ante sus ojos. El funeral fue breve y sencillo; la voz del sacerdote, aquella voz que antaño sonara jubilosa al bendecir el matrimonio de John Brooke, cuando quiso pronunciar la oración fúnebre, tembló en un sollozo. El profundo silencio que siguió al último Amén, sólo se interrumpió por el llanto de Josy. El coro escolar, a una señal del señor Bhaer, entonó un himno suave y calmo. Todas las voces se unieron entonces, pidiendo a Dios paz para las almas. La viuda de Brooke comprendió su acierto al pedir que los niños asistiesen al funeral; era consolador que la última despedida a un hombre honrado y justo saliera de labios inocentes; y era consolador ver cómo aquellos niños iban atesorando en la memoria emociones, recuerdos y ejemplos dignos de imitación. Daisy reclinaba la cabeza en el regazo materno, Medio-Brooke estrechaba una mano de su madre, y, de vez en cuando, la miraba como diciéndole:

—¡No te aflijas, mamá; aquí estoy yo!

La viuda, entre aquellas muestras de simpatía y cariño, comprendió que, como su marido, estaba obligada a vivir para los demás. Aquella noche, cuando los niños de Plumfield estaban, según costumbre, sentados en la escalera, alumbrados por la luz de una apacible noche de septiembre, la conversación recayó sobre el suceso del día.

Emil exclamó impetuosamente:

—Tío Fritz es el más sabio; tío Laurie el más ingenioso y divertido; pero tío John era el más bueno.

—Verdad. ¿Oyeron lo que le decían hoy unos caballeros a abuelito?... ¡Ojalá todos digan lo mismo de mí, cuando yo muera!... —murmuró Franz.

—No era rico, ¿verdad? —preguntó Jack.

—No.

—¿Nunca hizo nada que llamase la atención?

—No.

—¿No era nada más que bueno?...

—Nada más.

Franz, al ver el desencanto de Jack, lamentó que tío John no hubiese realizado algo estupendo.

—¡Nada más que bueno! ¡John Brooke sólo fue bueno! —intervino el señor Bhaer—. Sepan por qué todos le honraban y querían y por qué prefirió ser bueno a ser rico o famoso. Cumplía sencillamente con su deber, siempre y en todas las ocasiones, viviendo satisfecho y feliz en medio de la pobreza, del aislamiento y del trabajo. Era buen hijo y renunció a ambiciones personales por no separarse de su madre. Era buen amigo y enseñó a tío Laurie el griego, el latín y muchas cosas más, aparte del ejemplo de una vida honrada. Era obediente, inteligente, adicto y leal. Era buen esposo, y buen padre, tan amante de su familia que supo sacrificarse por ella.

Papá Bhaer siguió en tono más sereno y conmovido:

—Cuando agonizaba, le dije: "No te inquietes por Meg, ni por los niños; me encargo de que nada les falte". Sonrió, me estrechó la mano y me contestó risueño como siempre: "No te molestes, nada les faltará, ya lo he previsto". Efectivamente, cuando vimos sus papeles, los encontramos en orden; no tenía deudas, y con los ahorros que deja hay suficiente para que Meg y los niños puedan vivir con comodidad e independencia. Entonces comprendimos porqué vivió siempre modestísimamente, rehusándose todas las satisfacciones, excepto las de la caridad; entonces comprendimos por qué había trabajado tanto, lo que hacía temer por su salud y su existencia. Auxilió a los demás, y nunca pidió auxilio ajeno; valerosamente llevó toda su carga. Nadie tuvo queja de él; siempre se mostró justo, generoso y compasivo. Ahora que ya no existe, todos lo alabamos, hasta el extremo de que siento orgullo por haber sido su amigo. Preferiría dejar a mis hijos, mejor que una inmensa fortuna, la herencia que él deja a sus hijitos. Sí, la bondad, la bondad es el mejor tesoro del mundo. Ella subsiste, mientras la fama y el dinero desaparecen, y es la única riqueza que podemos llevarnos al abandonar esta vida. Recuérdenlo bien, hijos míos; y si quieren lograr respeto, confianza y cariño... ¡sigan las huellas de John Brooke!...

Algunas semanas después volvió Medio-Brooke a Plumfield. Parecía haberse consolado de la desgracia, con esa facilidad que la infancia tiene para cicatrizar todas las heridas. Así era, hasta cierto punto; pero el pequeño no olvidaba, por su carácter reflexivo, en el cual todo imprimía profunda huella.

Jugaba, estudiaba, trabajaba y cantaba como antes; pocos sospechaban que el chico hubiese cambiado, pero así era; tía Jo lo sabía, y procuraba constantemente consolar al huerfanito.

Tan unido estaba el chico a su padre, que cuando la muerte rompió aquel dulce lazo, el corazón del huerfanito derramó sangre y siguió sangrando. El tiempo fue piadoso con Medio-Brooke, que, al fin, lentamente, llegó a forjarse la ilusión de que no había perdido a su padre sino que éste se hallaba ausente y de que, tarde o temprano, volvería a abrazar a sus hijitos. A esta creencia se aferró el niño, y en ella encontró consuelo y sostén.

El cambio exterior corrió parejo con el interior, porque durante aquellas semanas el chico creció mucho y renunció a los juego infantiles, no avergonzado de ellos, sino deseando algo más varonil. Se dedicó con ahínco al estudio de la aritmética, que antes le era antipática.

Papá Bhaer estaba admirado, pero se explicó aquella aplicación cuando le oyó decir:

—Cuando sea mayor, deseo ser tenedor de libros como papá, y para ello necesito saber mucha aritmética para llevar los libros en la misma forma que él.

Otra vez le preguntó formalmente a su tía:

—¿Qué puede hacer un niño para ganar dinero?...

—¿Para qué quieres saberlo, querido mío?...

—Porque mi padre me encargó que cuidase de mamá y de mis hermanitos, y deseo hacerlo, pero no sé cómo.

—Ese encargo fue para cuando seas mayor.

—Bueno, pero deseo empezar cuanto antes. Quiero ayudar a mi familia.

Otros niños pequeños ganan algo.

—Bien; pues recógeme hojas secas de maíz para llenar un colchón. Te pagaré un dólar por ese trabajo.

—Me parece demasiado. Es trabajo que puedo hacer en un día. Usted sólo debe pagarme lo justo.

—Bien; no te daré un céntimo de más; cuando acabes esa tarea, te daré otra —dijo tía Jo emocionada por el deseo noble de aquel pequeñuelo, y por su recto sentido de la justicia, semejante al de su digno padre.

Después de recoger las hojas del maíz, llevó muchas carretillas de leña menuda al cobertizo, y ganó otro dólar. Luego, bajo la dirección de Franz, trabajando de noche, aprendió a encuadernar los libros de la escuela, y consiguió reunir más fondos.

—Me gustaría llevar a casa los tres dólares ahorrados; así verá mamá que cumplo la voluntad de mi padre —insinuó el muchacho.

Efectivamente, fue a entregar a su madre el dinero que ganara trabajando. La madre lo recibió como si se tratara de un gran tesoro, y lo hubiera guardado intacto si el niño no le hubiese rogado que lo invirtiera en adquirir alguna cosa útil para ella o sus hermanitos, que ingenuamente creía que estaban a su cuidado.

La idea de que ayudaba al sostenimiento de la familia lo complacía, y aunque a veces y por ratos se olvidaba de sus responsabilidades, se robustecía con el tiempo. Siempre decía "mi padre" con orgullosa satisfacción, y, con frecuencia, como el que ostenta un título de honor, solía exclamar:

—Ya no soy Medio-Brooke. ¡Ya soy John Brooke!

Y así, fortalecido por dignos propósitos y por legítimas esperanzas, aquel muchachito de diez años comenzaba bravamente a luchar en el mundo y entraba en posesión de su herencia: la memoria de su padre inteligente, amante y laborioso: ¡la herencia de un hombre honrado!...

 

 

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