capítulo xxi

 

Esta fiesta nacional se celebra en Plumfield con sujeción estricta a la antigua usanza. Los días que precedían a la solemnidad, las niñas ayudaban a tía Jo y Asia en la cocina, haciendo pasteles, frutas de sartén y muchas otras cosas.

Este año se proyectaba hacer algo más que lo acostumbrado; las niñas subían y bajaban sin descanso; los muchachos no cesaban de ir de la escuela al granero, y viceversa; el ruido era ensordecedor. Se recogían cintas viejas y trapos de colores; por los suelos, se veían recortes de cartón y de papel dorado, paja, algodón, franelas, etc. Ned, en su taller, construía misteriosas máquinas. Medio-Brooke y Tommy se pasaban el día rezando entre dientes, como si estuviesen aprendiendo una lección difícil. Del dormitorio de los mayores surgían voces alegres; del cuarto de los chiquitines se escapaban sonoras risas. Papá Bhaer parecía preocupado por la desaparición de la monumental calabaza cosechada por Rob. La calabaza había sido triunfalmente bajada a la cocina; después, aparecieron una docena de pasteles, en los cuales no se había invertido ni la cuarta parte de la enorme hortaliza. ¿Dónde estaba el resto?... Había desaparecido, y Rob no se mostraba disgustado, sonriendo y diciéndole a su padre:

—Ten paciencia. Ya se verá.

La gracia consistía en sorprender a papá Bhaer, sin permitirle enterarse de nada.

Cuando llegó el ansiado día, los muchachos salieron a dar un paseo largo para... ¡abrir el apetito! Las niñas se quedaron en casa, para ultimar detalles y para ayudar en el arreglo de la mesa. Desde la noche antes, la sala de la escuela quedó cerrada, prohibiendo la entrada a papá Bhaer, a riesgo de ser azotado por Teddy, que guardaba la puerta como un dragoncito, aunque rabiaba por pregonar el secreto.

—Ya está todo, y resulta espléndido —exclamó Nan.

—El... ya sabes qué, está preciosísimo. Silas sabe lo que tiene que hacer— murmuró Daisy, satisfechísima.

—¡Ya vienen! Oigo la voz de Emil; tenemos que vestirnos —gritó Nan, corriendo escaleras arriba.

Los muchachos entraron en tropel, con un apetito que hubiera hecho temblar al pavo grande, de haber estado vivo.

Cuando desde los extremos de la mesa, papá y mamá Bhaer se miraron, contemplando la infantil satisfacción, silenciosamente se dijeron con los ojos: "Nuestra labor prospera. ¡Alabado sea Dios!..." Durante algunos minutos, sólo se escuchó el ruido de los cuchillos y de los tenedores, y el que hacía, poniendo y quitando platos, Mary Ann, que lucía blanquísima cofia.

Como todos habían contribuido a la fiesta, la comida ofrecía interés personalísimo para los comensales.

—Si éstas no son papas excelentes, a ver si hay quien las traiga mejores —observó Jack, devorando la cuarta ración.

—Si el pavo está tan sabroso, buena parte se debe a las hierbas de mi jardín —murmuró Nan con la boca llena.

—Hay que saborear bien mis nabos; Asia ha declarado que nunca cocinó otros más hermosos —exclamó Tommy.

—Bueno; pues nuestras zanahorias están riquísimas —afirmó Dick, con asentimiento de Dolly.

—Con mi calabaza he contribuido a que se hicieran pasteles —insistió Rob.

—Yo tomé manzanas para fabricar la sidra —advirtió Medio-Brooke.

—Yo traje almendras para la salsa —indicó Nat.

—Las nueces son de mi cosecha —apuntó Dan. Y así, entre bocado y bocado, continuaron las observaciones.

—¿Quién inventó "Acción de gracias"? —preguntó Rob que vestía por vez primera chaqueta y pantalones, y sentía nuevo interés por las instituciones de su patria.

—¿Quién lo sabe?—interrogó el maestro.

—Yo lo sé —contestó Medio-Brooke —. Esta fiesta la instituyeron los peregrinos.

—¿Porqué?... —preguntó Rob.

—No me acuerdo ahora —murmuró Medio-Brooke.

—Creo que fue porque no perecieron de hambre en una ocasión muy desdichada; y, al obtener una buena cosecha, dijeron: "Debemos dar las gracias a Dios", y señalaron un día para la fiesta de gracias explicó Dan, que admiraba y sabía la historia de aquellos hombres valerosos.

—¡Bravo! —exclamó papá Bhaer muy complacido—. Creía que no sabías nada más que historia natural.

—¿Te has enterado, Robby?—insinuó tía Jo.

—No, mamá. Yo creía que los pigrinos eran unos pájaros que vivían entre piedras, como los que hay en el libro de Dan.

—¡Qué disparate! ¡Confundes a los peregrinos con los pingüinos! —dijo Medio-Brooke, riendo.

—No te rías y enséñale lo que sepas —dijo tía Jo, sirviendo más salsa de almendras a Rob, para consolarlo de las carcajadas que oía:

—Sí, señora —contestó Medio-Brooke, gravemente, e hizo el siguiente relato, que hubiera hecho sonreír a los Padres peregrinos, de haberlo podido escuchar:

"Has de saber, Rob, que en Inglaterra había algunas personas que no estaban conformes con el rey, ni con otras cosas; y por ello, se embarcaron y se vinieron a este país. Entonces esto estaba lleno de indios, de osos y de animales salvajes, y pasaron tiempos muy duros y vivieron en fortalezas."

—¿Los osos? —exclamó Robby.

—No; los peregrinos, porque los indios les hacían sufrir mucho. Apenas tenían qué comer; no podían soltar los fusiles ni para ir a la iglesia; a veces morían muchos; desembarcaron en una roca, y llamaron a aquel sitio Plymouth Rock, y mamá Bhaer la ha visto y la ha tocado. Los peregrinos mataron a todos los indios y se fueron haciendo ricos; ahorcaron a los brujos, y fueron buenos; algunos de mis antepasados vinieron en estos barcos; y uno de los barcos se llamaba "Mayflower", que quiere decir "Flor de Mayo". Tía Jo, ¿me hace el favor de darme otro pedacito de pavo?

—Medio-Brooke será un buen historiador; relata los sucesos con mucho orden y claridad —afirmó papá Bhaer, mientras su esposa servía la tercera ración de pavo al descendiente de los pasajeros del "Mayflower".

Después de los postres, tía Jo bebió una copa de sidra a la salud de todos, y se levantó diciendo:

—Ahora, "peregrinos" míos, pueden divertirse tranquilamente hasta la hora del té, porque esta noche tendrán que moverse bastante.

—Me llevaré de paseo a todo el rebaño, así puedes descansar y terminar los preparativos de la velada —dijo el señor Bhaer. En cuanto los chiquillos estuvieron listos, cargó con ellos en el ómnibus, hacia una excursión campestre.

A primera hora se sirvió el té; después, los niños volvieron a cepillarse, a peinarse y a lavarse las manos, dedicándose a esperar impacientemente a los invitados. Sólo asistiría la familia, porque las fiestas en Plumfield eran siempre íntimas. Llegaron los convidados: el señor March y su esposa; tía Meg, resignada y serena, con sus tocas de viuda; tía Amy y tío Teddy con la Princesita, más bella que nunca, con un traje azul celeste, y un gran ramo de flores, que distribuyó y colocó en las solapas de las chaquetas de los muchachos. Tío Teddy presentó a los señores Bhaer un caballero desconocido, diciendo:

—Mi amigo, el ilustre naturalista señor Hyde. Me ha preguntado mucho por Dan, y lo he invitado para que conozca los progresos del chico.

Los señores Bhaer recibieron cordialmente al insigne sabio, encontrándolo amable, sencillo y cortés. Dan se puso contentísimo al ver a su admirado amigo y el digno naturalista se mostró muy satisfecho al ver el progreso del muchacho, tanto en desarrollo físico como en instrucción y educación.

—Va a comenzar la fiesta, para evitar que les dé sueño a los artistas — anunció tía Jo.

Entraron todos en el local de la escuela y ocuparon sus asientos ante un telón formado por dos colchas grandes. Los niños desaparecieron, pero se oían sus risas en el improvisado escenario. La función comenzó con un número de ejercicios gimnásticos, dirigido por Franz.

Terminados éstos, Medio-Brooke y Tommy representaron el antiguo diálogo titulado "El dinero hace andar a la yegua". Medio-Brooke conquistó muchos aplausos; Tommy estuvo delicioso interpretando el papel del viejo labrador, donde imitó con tal gracia a Silas, que todos, incluso él, se desternillaron de risa.

Emil, muy bien caracterizado, dio una sesión de canciones de marineros, y hubo derroche de "vientos huracanados", y de "¡no temas naufragar!", cerrando el número con un coro de "¡A bogar!... ¡A bogar!..." que hizo temblar la casa.

Ned, saltando como una rana, bailó una divertidísima danza china. Como aquélla era la única fiesta pública que se celebraba en Plumfield, se practicaron distintos ejercicios de aritmética, lectura y escritura. Ned asombró a todos por su rapidez para calcular sobre el pizarrón; Tommy ganó el campeonato de velocidad en la escritura, y Franz, con pronunciación correctísima, leyó una fábula francesa.

—¿Y los pequeñuelos? —preguntó uno de los invitados.

—Están preparando la sorpresa; ¡una preciosidad! Compadezco a los que no están en el secreto —contestó Medio-Brooke, llegando para besar a su madre, y permaneciendo junto a ella para explicarle el misterio cuando llegase el momento oportuno.

Pelito de Oro se había marchado con tía Jo, dejando a su papá estupefacto y preguntando, tan intrigado como el señor Bhaer, "qué iba a ocurrir".

Al fin, tras crujidos, martillazos y órdenes —que se oían claramente del director escénico, sonó blanda música y se descorrió el telón, dejando ver a Bess, sentada en un taburete, junto a un fogón hecho con papel de estraza. Nadie en el mundo pudo soñar con una Cenicienta más encantadora ni mejor caracterizada. La falda gris estaba desgarrada: rotos los zapatitos, y la carita lindísima tenía tal expresión de tristeza que arrancó risas, lágrimas y aplausos en el público. Cenicienta permaneció callada y tranquila, hasta que una voz le dijo: "¡Ahora!". Entonces la niña exhaló un suspiro y exclamó:

—¡Ay! ¡Yo tería ir al baile!...

Y lo dijo con tanta naturalidad, que su padre la aplaudió frenéticamente, y su madre la llamó "¡Preciosísima!". La artista, abandonando su papel, advirtió:

—No se puede hablar.

Reinó profundo silencio. Sonaron tres golpecitos en la pared; se alarmó Cenicienta, y antes de que pudiera decir: "¿Qué es eso?", la parte posterior del fogón se entreabrió como una puerta, y, trabajosamente, salió Nan, hecha un hada, con puntiaguda caperuza, capa de grana y varita mágica, que agitó, murmurando resueltamente, con voz hueca.

—Irás al baile, querida.

—Entonces, dame vestidos hermosos —replicó Cenicienta, procurando quitarse el traje gris.

—No; no es eso; debes decir: "¿Cómo voy a ir al baile con estos andrajos?" —observó Nan, con la misma voz.

—¡Tienes razón! ¡Ya no me acordaba! —contestó la Princesita, repitiendo tranquilamente la frase del hada.

—Yo cambiaré tus andrajos por un magnífico vestido, como premio por lo buena que eres —exclamó el hada, con énfasis, y quitándole el harapiento traje, la mostró ataviada con vistosísimo vestido. La Princesita realmente estaba seductora; su mamá la había engalanado con un soberbio vestido de baile, todo de seda de color de rosa, con larguísima cola. El hada le puso una corona de plumas blancas y claveles y le dio unos zapatitos de plata (o sea de becerro, forrado con papel metálico). Cenicienta avanzó hacia el público y preguntó:

—¿Verdad que estoy bonita?...

Lo estaba. A duras penas logró recordar su papel y decir:

—Pero, hada, ¡si no tengo coche!

—¡Aquí está! —murmuró el hada, agitando con tal ímpetu la varita que por poco deja sin corona a su protegida.

Entonces surgió la gran sorpresa. Primero cayó una cuerda; luego se oyó la voz de Emil que gritaba: "¡Iza! ¡Aferrar! , y se oyó a Silas que contestaba: "¡Firmes, ahora, firmes! Estalló una carcajada general, saludando la aparición de cuatro cosas que querían ser ratas grises, con patas y rabos de trapo, y ojos formados con cuentas negras de vidrio. Los supuestos roedores fingían ir tirando de una magnífica carroza, formada por la mitad de la descomunal calabaza y las ruedas del cochecito de Teddy. Muy tieso en el pescante, con peluca blanca de algodón, y sombrero de picos, pantalón grana, casaca galoneada y restallante fusta se dejó ver el cochero. Era Teddy. El público lo recibió con un aplauso cerrado. Tío Laurie dijo:

—Si pudiese encontrar un cochero así, ahora mismo lo contrataba y me lo llevaba a casa.

Se detuvo la carroza; el hada hizo subir a Cenicienta, y ésta se alejó triunfalmente, enviando besos al público.

El segundo cuadro fue el del baile en Palacio. Daisy y Nan parecían, por lo vistosas, dos pavos reales. Nan hizo de hermana orgullosa y se contoneó en el salón haciendo morir de envidia a muchísimas damas imaginarias. El Príncipe, solitario, con imponente diadema, y sentado en algo así como un trono que se movía mucho, jugaba con su espada y se miraba las puntas de los zapatos. Cuando vio entrar a Cenicienta, dio un brinco y gritó:

—¡Muchas gracias!

Acto seguido la invitó a bailar, y dejó que las dos hermanas gruñesen y murmurasen en un rincón.

El baile resultó admirable. La parejita parecía arrancada de una miniatura de abanico pintado por Watteau. Cenicienta se enredó varias veces con la cola y el Príncipe (Rob) estuvo a punto de caer, por la espada, más de una vez.

Sin graves contratiempos concluyó la danza, y la pareja se quedó sin saber qué hacer.

—¡Deja caer un zapato! —murmuró tía Jo a Cenicienta.

—¡Es verdad! ¡Se me olvidaba! —contestó la damita, y, quitándose un zapato, lo colocó cuidadosamente en mitad de la escena, y dijo al Príncipe:

—Ahora echa a correr detrás de mí, a ver si puedes alcanzarme —y se alejó velozmente, mientras Rob recogía el zapatito y salía en persecución de su adorada.

En el tercer cuadro, según todo el mundo sabe, el heraldo del Príncipe va probando el zapato de plata a todas las damas. Teddy, con su traje de cochero, entró haciendo sonar una caracolita. Las dos hermanas de Cenicienta quisieron calzarse el zapatito. Nan se obstinó, y para que entrase hizo como que se cortaba un dedo; el heraldo se alarmó y comenzó a gritar; acudió Cenicienta que aún no había acabado de ponerse el vestido andrajoso, metió el pie en el zapatito, y anunció con júbilo:

—¡Yo soy la Princesa!

Daisy lloró, pidió y obtuvo perdón, pero Nan, amiga de la tragedia, se dejó caer desmayada al suelo, y allí se quedó contemplando el final de la representación.

Llegó el desenlace; el Príncipe entró corriendo, se arrodilló y besó la mano de Cenicienta, mientras el heraldo con toda la fuerza que pudo, sopló en la caracola, amenazando con dejar sordo al público. No cayó el telón, porque Pelito de Oro salió de la escena y se confundió con los espectadores, preguntando:

—¿Verdad que lo he hacido muy bien?...

Mientras todos contestaban: "¡Admirablemente!", y el Príncipe y el heraldo contestaban con la bocina y con la espada de madera, asomó Nat, violín en mano.

—¡Chist! ¡Chist! —dijeron los niños; y reinó el silencio.

Mamá y papá Bhaer esperaban oír alguno de los números de música que Nat acostumbraba a ejecutar, pero grande fue la sorpresa, al escuchar una música dulcísima, ejecutada con tanto primor y con delicadeza tan exquisita, que les costaba trabajo creer que era Nat el ejecutante. Tía Meg inclinó la cabeza y besó a sus hijos; la abuela se enjugó una lágrima y mamá Bhaer le dijo al oído a tío Laurie:

—¡Tú eres el autor de esa romanza!

—Deseaba que ese niño les hiciera honor a ustedes, sus maestros y protectores, y les diera las gracias en el idioma de su arte —contestó tío Laurie.

Cuando acabó la melodía, Nat trató de retirarse. Los aplausos y las exclamaciones se lo impidieron y le obligaron a ejecutar otras piezas, que fueron calurosamente aplaudidas.

—¡Despejen! —ordenó Emil, cuando Nat terminó.

En un momento se retiraron las sillas, se refugiaron en los rincones las personas mayores, y se agruparon los muchachos en el escenario. Mientras los niños se divertían, conversaban las personas mayores.

—¿En qué piensas, que te veo tan risueña? —preguntó tío Laurie a tía Jo.

—En mi labor veraniega y el porvenir de estos niños.

—Supongo que ya los estás viendo convertidos en príncipes del arte, de la ciencia, de la política, de las armas o del comercio.

—No; ésos eran mis sueños fantásticos de otro tiempo; ahora sólo aspiro a que sean hombres honrados y trabajadores. Sin embargo, algunos de ellos alcanzarán la gloria. Medio-Brooke tiene una inteligencia extraordinaria; y esta noche, oyendo a Nat, creo que tiene genio artístico.

—No lo asegures tan pronto; tiene sí, talento, y con ese arte podrá ganarse honradamente la vida. Que permanezca aquí un año o dos, luego yo me encargaré de su porvenir.

—¡Qué felicidad para ese niño que, hace seis meses, llamó a esta puerta solo y desamparado! En cuanto a Dan, estoy tranquila. El señor Hyde se lo llevará, lo convertirá en un hombre de provecho y tendrá en él un gran auxiliar. Con la energía y el entendimiento de Dan, se triunfa siempre en la batalla de la vida. Estoy satisfechísima del buen éxito logrado con estos dos niños, tan débil uno, tan salvaje el otro; ambos han mejorado y cifro en ellos grandes esperanzas.

—¿Qué talismán has empleado?...

—El del cariño, haciendo que ellos conocieran la sinceridad de mi afecto. El resto del milagro es obra de Fritz.

—Bueno; tu triunfo como educadora es indiscutible.

—¿Cómo no, teniendo tan buenos colaboradores, y contando con patronos tan generosos como tú?...

—Me enorgullece el éxito extraordinario de esta escuela. No era esto lo que soñábamos para ustedes. Sin embargo, tu inspiración fue felicísima, querida Jo.

—Y, a pesar de serlo, querido Laurie, entonces y después, y ahora, te has reído de mis planes. ¿No anunciabas un desastre cuando decidí intentar el sistema de escuela mixta? Pues ya ves —exclamó señalando la fraternidad que reinaba en los grupos infantiles—el resultado maravilloso de educar juntamente niños y niñas.

—Tienes razón. Cuando Pelito de Oro sea algo mayor, vendré a traértela como alumna.

—Me sentiré orgullosa de que me confíes tu pequeño tesoro. Creo que la influencia de las niñas sobre los muchachos ha sido beneficiosísima. Aunque te rías de mí, te confesaré que me gusta contemplar la chiquillería como a un mundo en miniatura; observar los progresos de mis hombrecitos y notar el influjo beneficioso que las niñas ejercen sobre ellos. Daisy es aquí el elemento doméstico; atrae y cautiva a todos con su bondad y su dulzura. Nan se hace admirar con su extraña mezcla de energía y cariño, de constancia firme y de nobles sentimientos. Tu hija Bess es la nota de elegancia refinada, de gracia, de distinción y de belleza nativas, que pule y despierta los instintos galantes y caballerescos de estos chicos.

—La que hizo conmigo esta obra admirable, más se parecía a Nan que a Pelito de Oro —dijo el señor Laurie.

—No, Laurie. Lo que tú eres no se lo debes a aquella indómita muchacha que, en efecto, se parecía a Nan. Se lo debes a la dama elegante y distinguidísima que el cielo te dio por compañera, y a la bondadosa criatura que cuidó de ti, como Daisy cuida de Medio-Brooke — contestó tía Jo, señalando a su anciana madre. —Reconozco mi deuda de gratitud para con las tres, y comprendo cuánto pueden hacer las niñas por los niños.

—Tanto como los niños por ellas. Es labor recíproca. Nat, con la música, hace mucho por Daisy; Dan consigue de Nan lo que ninguno de nosotros puede alcanzar; Medio-Brooke es una maravilla dando lecciones a tu hija Bess. ¡Ah, si los hombres y las mujeres fuesen como estos niños y como estas niñas! ¡Ah, si el mundo fuese, en grande, lo que es en pequeño la casa Plumfield!...

—No te desanimes en tu labor —dijo el señor March—. Tu ejemplo encontrará imitadores. Tu labor, aun siendo reducida, tiene la grandeza y la fecundidad de lo noble y lo honrado. Día llegará en que tu obra sea guía de la humanidad futura.

—Ni sueño ni ambiciono tanto, padre mío —contestó tía Jo—. Sólo anhelo preparar dignamente a estos niños para la vida, poniendo en sus almas honradez, laboriosidad, fe en sí mismos y en sus semejantes.

—Eso les bastará para ser elementos útiles, para desempeñar su tarea sobre la tierra y para recordar tu nombre y el de tu marido con eterna gratitud.

Se acercó el profesor al grupo, y el señor March se apartó un momento. Mientras mamá Bhaer y su esposo charlaban satisfechísimos de la labor veraniega que realizaran, tío Laurie se acercó a los niños y les habló misteriosamente. De pronto todos los niños se tomaron de las manos, formaron una rueda dejando en el centro a sus amados maestros y comenzaron a dar vueltas y a cantar alegremente:

Ya se ha acabado el verano,

ya terminó la labor;

ya se recogió una cosecha

ya la fiesta terminó

Aún nos quedan diversiones,

aún nos queda ocupación,

y aún nos dará más cosechas

de dichas Nuestro Señor.

Hoy que de dicha gozamos,

damos con el corazón

gracias a nuestros maestros,

a nuestros padres y a Dios.

Al terminar las últimas notas de la canción, la rueda se fue estrechando hasta que el profesor y su esposa quedaron aprisionados por muchos brazos y medio ocultos por un ramillete de rostros sonrientes y juveniles, demostración de que una planta había arraigado y florecido hermosamente en los jardincitos...

Porque el amor es planta que arraiga en todos los suelos, que se desarrolla sin miedo a las heladas del otoño o a las nieves del invierno, y que florece siempre, perfumando y bendiciendo así por igual a quienes lo otorgan y a quienes lo reciben.

Share on Twitter Share on Facebook