capítulo xx

 

Con los primeros fríos de octubre llegaron las alegres fogatas en las grandes chimeneas, y comenzaron a arder las astillas acarreadas por Medio-Brooke, y a chisporrotear los troncos de encina que Dan cortara a hachazos. Todo era júbilo junto al fuego, y las veladas pasaban jugando, leyendo y trazando planes para el invierno. La diversión favorita era contar y oír cuentos. Papá y mamá Bhaer tenían abundante provisión, pero cuando ésta se agotaba, los muchachos procuraban suplir la falta con recursos propios, que no siempre alcanzaban buen éxito. Una noche, mientras los más pequeños descansaban abrigaditos en sus cunas, los mayores, junto a la chimenea, discutían qué hacer. Medio-Brooke, empuñando la escobilla de la chimenea, y gritando "¡De frente!", formó a sus compañeros y les dijo:

—Tienen dos minutos para proponer a qué jugamos.

Los muchachos reflexionaron; Emil y Franz continuaron sentados; el primero leía la Vida de Lord Nelson, y el segundo estaba escribiendo.

—¿A qué jugamos, Tommy? —preguntó Medio-Brooke apoyando la escobilla en la cabeza del interrogado.

—¡A la gallina ciega!

—¿A qué jugamos, Zampabollos?...

—A comer manzanas asadas, castañas y nueces.

—Debíamos invitar a las niñas —observó galantemente Medio-Brooke.

—Daisy pela las castañas con mucha gracia —insinuó Nat, deseoso de que su amiguita participase de la fiesta.

—Nan es un prodigio partiendo nueces —dijo Tommy.

—Bueno; pues que vengan sus novias; no nos importa —afirmó Jack.

— ¡No digas tonterías! Mi hermana no es novia de nadie —exclamó Medio Brooke.

—Es novia de Nat. ¿Verdad, musiquillo?

—Si Medio-Brooke no se incomoda, contestaré que sí.

—Pues Nan es mi novia, y nos casaremos dentro de un año; ya lo saben, para no estorbar —dijo Tommy, que había convenido con Nan en casarse y en vivir en el sauce, con una gran cesta de comida y otras cosas útiles y agradables.

Calló Medio-Brooke y del brazo de Tommy se fue en busca de las damas.

—Mamá Bhaer, ¿tendría la bondad de cedernos un ratito a las niñas? Gustosamente cuidaremos de ellas —dijo Tommy guiñando un ojo para dar a entender que había manzanas, castañas y nueces.

Las muchachitas entendieron el gesto y soltaron agujas y dedales antes de que tía Jo adivinase si Tommy estaba bromeando o sufría un ataque convulsivo. Medio-Brooke dio explicaciones y, otorgado el permiso, salieron juntos.

—No hables con Jack —dijo Tommy acompañando a Nan, que iba por un tenedor para trinchar las manzanas.

—¿Porqué?...

—Porque me hace burla.

—Pues le hablaré, si quiero.

—Entonces dejarás de ser mi novia.

—¡Qué me importa!

—Está bien. ¡Creí que me querías mucho, Nan! —exclamó Tommy, con tierna reconvención.

—No le hagas caso a Jack, y déjame hablar con todos.

—Toma tu anillo; no quiero llevarlo ya —dijo Tommy, devolviendo una sortija de cerdas de caballo, recibida en prueba de afecto a cambio de otra hecha con barbas de langosta.

—Se la daré a Ned —contestó cruelmente Nan, que sabía de la admiración de Ned.

— ¡Sarapucio! ¡Tormenta de tórtolas! —rugió el galán, para desahogar su furor, y abandonó a Nan, dejándola con el tenedor.

La niña se vengó del desaire pinchándole el corazón como si fuera una manzana, con el tenedor de los celos.

Saltaban las castañas alegremente en el rescoldo. Dan partió las nueces más selectas de su cosecha, y todos charlaron y rieron mientras bramaba el viento y la lluvia azotaba los cristales de la ventana.

—¿En qué se parece Billy a una nuez? —preguntó Emil.

—En que está cascado.

—Es una cobardía hacer burla de quien no puede contestar ni defenderse —dijo Dan.

—¿En qué se parece Daisy a una abeja? —propuso Nat.

—En que es la reina del enjambre —apuntó Dan.

—No.

—En que es dulce.

—Las abejas no son dulces.

—Nos damos por vencidos.

—En que hace cosas dulces, está siempre ocupada y le gustan las flores—declaró Nat, amontonando piropos, mientras Daisy se ruborizaba.

—¿En qué se parece Nan a un tábano? —interrogó ceñudamente Tommy, exclamando, sin aguardar respuesta:

—En que no es dulce, en que arma mucho ruido por nada y en que pica con furia.

—¿Qué hay en las vinagreras que se parezca a Tommy?—dijo Nan.

—El tarro de la pimienta —respondió Ned, ofreciendo una nuez mondada a la niña y sonriéndole con una sonrisa tan mortificante que hizo que Tommy saltara, como las castañas en la lumbre, preparándose a pelearse con alguien.

Franz, siempre pacificador, intervino y propuso:

— Vamos a establecer como ley que el primero que entre aquí, sea quien sea, ha de contamos un cuento.

El proyecto se aprobó por unanimidad.

Momentos después se presentó Silas llevando una brazada de leña y fue recibido con estrepitosas aclamaciones. Este quedó estupefacto, hasta que Franz le explicó lo que pasaba.

—¡Bueno, bueno! Yo no sé cuentos —contestó soltando la leña y presto a marcharse. Los chicos le rodearon, le hicieron sentar y alborotaron tanto, que el bondadoso y atlético hortelano se dio por vencido.

—No sé de cuentos. Si quieren, les referiré la historia de un caballo.

—¡Sí! ¡Que la cuente! ¡Que la cuente! —gritaron todos.

—Bueno —exclamó Silas apoyando el respaldo de su silla contra la pared y metiendo los pulgares en las sisas del chaleco—. Pues, durante la guerra, serví en un regimiento de caballería, y estuve en muchos combates. Mi caballo "Sargento" era un animal muy bueno; yo lo quería como a una persona. No era bonito, pero sí noble, manso y cariñoso. Cuando, por vez primera, entré con él en batalla, me dio una buena lección. Ya verán. Ni sé, ni puedo describir, ni conviene oír, los horrores de las batallas. De mí sé decir que al entrar en combate me aturdí tanto que no me di cuenta de nada. Nos dieron orden de cargar, y bravamente principiamos la carga, sin detenernos a recoger a los que caían. De pronto recibí un balazo en un brazo y caí de la silla quedando atrás, junto a un montón de muertos y de heridos. Bueno, pues me levanté y miré a ver si andaba por allí "Sargento". Ya lo daba por perdido cuando oí un relincho. Miré y vi que "Sargento" había retrocedido para buscarme, como si no comprendiera por qué me quedaba yo atrás. Le silbé, y, como estaba acostumbrado, llegó trotando hasta mí. Monté como pude, con el brazo izquierdo ensangrentado, pensando volver al campamento, porque me sentía acobardado; a muchas personas les sucede lo mismo la primera vez que asisten a una batalla. ¡Pues no pude realizar mi plan! "Sargento", más valiente que yo, se negó a retroceder; relinchó, resopló, levantó la cola y enderezó las orejas como si el olor de la pólvora y el fragor del combate lo atrajesen. Procuré que me obedeciera; pero se encabritó y brincó como si estuviera loco, y... ¡Pues dio un salto, arrancó al galope como un huracán y se metió en lo más duro de la refriega!

—¡Bravo! —gritó Dan, entusiasmado.

—Me avergoncé de mi conducta—continuó Silas—. Enloquecí, me olvidé de la herida, y furiosamente, comencé a repartir mandobles a izquierda y derecha, hasta que una granada estalló en las filas, hiriendo a muchos. Durante un rato perdí el conocimiento; cuando reaccioné, la batalla había concluido y me encontré cerca de un muro, al lado del pobre "Sargento" que estaba tumbado en tierra y peor herido que yo. Yo tenía una pierna rota y un balazo en el hombro; pero él, ¡pobrecillo!, tenía el vientre destrozado.

—Silas, y entonces, ¿qué hizo usted? —preguntó Nan, aproximándose con intenso interés al narrador.

—Me arrastré hasta su lado, y con los trapos que pude desgarrar con la mano sana procuré contener la sangre. ¡Era inútil! El animal relinchaba dolorosamente y me miraba con tristeza. Yo estaba angustiado y lo auxilié como pude. Al notar el calor que sentía, y ver que el animal sacaba la lengua, quise llevarle agua de un arroyo que corría a alguna distancia de allí; pero estaba tan débil que apenas podía moverme. Un herido del ejército enemigo agonizaba a pocos pasos, con el pecho atravesado por un balazo. Abaniqué a "Sargento" con mi sombrero y ofrecí el pañuelo al herido para que se preservase la cara de los rayos del sol. El infeliz me lo agradeció mucho. Sepan que en los trances supremos, los hombres, para auxiliarse mutuamente, no se fijan en si pertenecen a distinto campo. El agonizante me alargó un frasco y me dijo: "Toma, es agua; a mí ya no ha de servirme". Le di y bebí un sorbo de aguardiente, que nos confortó algo... (Silas se emocionaba al recordar aquellos angustiosos instantes.)

—¿Y "Sargento"? —preguntaron los niños.

—Le humedecí la lengua con el agua del frasco; el pobre animal me miró con gratitud. Se moría en medio de sufrimientos atroces y compadecido, lo libré de ellos. Durísimo fue el medio, pero lo empleé por caridad, y de seguro me perdonó el pobre caballo.

—¿Qué hizo usted?... —preguntó Emil, mientras Silas, conmovido, se detenía impresionado.

El hortelano prosiguió:

—Le di un tiro por ahorrarle sufrimientos. Lo acaricié, le dije "abur", le hice que colocara la cabeza sobre el césped, lo miré y le descerrajé un balazo en la cabeza. Apenas si se estremeció; cuando lo vi completamente inmóvil, sin quejarse y sin sufrir, me alegré..., y ¡no me avergüenza decirlo! , le eché los brazos al cuello y lo besé cariñosamente. ¡Si seré tonto! —murmuró Silas pasándose la manga de la chaqueta por los ojos, tan enternecido por los sollozos de Daisy como por el recuerdo de "Sargento".

Reinó el silencio; todos se sentían como Daisy, aunque no lloraban.

—¿Y murió el herido? —preguntó Nan ansiosamente.

—Inmediatamente, no. Pasamos el día tendidos en el campo de batalla; por la noche mis compañeros llegaron a recoger los heridos. Quisieron llevarme a mí primero, pero logré convencerles de que mi herida podía esperar, mientras que la del soldado enemigo era mortal. Al fin se lo llevaron. Aún tuvo fuerzas para alargarme la mano, murmurando "¡Gracias, camarada!". Una hora después expiró en el hospital.

—¡Cuánto se habrá alegrado usted de haberse mostrado compasivo! — murmuró Medio-Brooke, emocionado.

—Sí; me alegré, y me sirvió de consuelo mientras estuve en el campo, con la cabeza apoyada en el cuello de "Sargento", viendo salir la luna y aguardando la vuelta de mis compañeros. Pensé en enterrar al caballo, pero no pude; tuve que contentarme con cortarle un mechón de crin, que guardo desde entonces. ¿Quieren verlo?...

—Sí —contestó Daisy, enjugándose las lágrimas.

Sacó Silas del bolsillo una cartera vieja; la abrió y tomó de ella un papel oscuro; lo desenvolvió y mostró un nudo hecho con crines blancas que los niños miraron con respetuosa emoción.

—La historia es muy bonita y me ha gustado mucho, a pesar de haberme hecho llorar—dijo Daisy, ayudando a Silas a guardarla reliquia. Mientras, Nan echó en el bolsillo del buen hombre un puñado de castañas asadas. Los chicos reconocieron que la historia tenía dos héroes, y aclamaron y felicitaron al hortelano, que se retiró admirado del gran éxito de su narración.

Los muchachos se entretuvieron comentando el caso y acechando la llegada de una nueva víctima. Esta fue tía Jo, que, con el pretexto de hacerle un delantal a Nan, fue a ver a los chicos, que hacía rato faltaban. La recibieron con gran algazara y la enteraron del juego.

—Bueno; me someto. ¿Soy el primer ratón que ha caído en la trampa?

Los muchachos le contaron que Silas había sido la primera víctima.

—¿De qué clase quieren el cuento?...

—De niños.

—Y que haya en él alguna fiesta —indicó Daisy.

—Y algo bueno que comer—añadió Zampabollos.

—Bien; les contaré una historia que escribió una bondadosa anciana. El relato les agradará, porque en él se habla de niños y de "algo bueno que comer".

—¿Cómo se titula el cuento? —dijo Medio-Brooke.

—"El niño sospechoso".

Nat levantó la cabeza, como dándose por aludido. Tía Jo habló así:

—La señora de Grane tenía una escuela para niños en un pueblecito muy tranquilo. En la casa había seis internos, y de la ciudad acudían cuatro o seis externos. Entre los internos había uno llamado Lewis White, que no era malo; pecaba de tímido, y solía de vez en cuando soltar alguna mentirita. Cierto día un vecino regaló a la maestra una cestita de agraz, que se empleó en hacer una docena de tortas chicas.

—No me gustaría hacer tortas de agraz. Desearía saber si las hizo como hago yo las de fresa —preguntó Daisy, muy intrigada en todo lo referente a cocina.

—¡Chist! —exclamó Nat, colocándole una castaña grande en la boca, para imponerle silencio.

—Cuando estuvieron hechas las tortas, la señora de Grane las colocó en la despensa, sin decir nada, porque quería sorprender a los niños a la hora del té. En el momento oportuno, cuando todos estaban sentados a la mesa, fue por el obsequio, pero volvió muy disgustada. ¿Qué dirán que había ocurrido?

—¡Que alguien se las llevó! —contestó Ned.

—No, señor; las tortas estaban allí; pero alguien les había quitado la corteza superior, habían comido todo el agraz, y volvieron a dejarlas tapaditas.

—¡Qué acción tan fea! —dijo Nan mirando a Tommy, como dándole a entender que él habría hecho lo mismo.

—Cuando la señora refirió lo ocurrido y mostró las tortas despojadas del sabroso fruto, los muchachos lo lamentaron mucho y declararon que no sabían nada. "Habrán sido las ratas", observó Lewis, que fue de los que más protestas de inocencia hizo. "Las ratas se hubieran comido todo, pero no se habrían entretenido en tapar y destapar el dulce; esto lo ha hecho algún niño", replicó la maestra, más afligida por las negativas que por el daño. Se acostaron los chicos después de cenar; a medianoche, la señora Grane oyó que alguien se quejaba; se levantó y halló a Lewis gimiendo y llorando. Indudablemente padecía un cólico grave. La maestra se alarmó y al ordenar que llamasen al médico, el enfermo dijo: "Es el agraz; me lo comí; debo confesarlo antes de morir". "Si es eso, yo te daré un vomitivo y te pondrás bueno", contestó la señora. Así ocurrió. A la mañana siguiente, el culpable rogó a la maestra que callara lo ocurrido, para que los demás niños no se burlaran. Accedió a ello la señora, pero Sally, la criada, ya se lo había contado a todos y Lewis soportó mucho tiempo las bromas de sus camaradas, que le llamaban "Viejo agraz" y le preguntaban por las tortas.

—La maldad se descubre siempre —observó Medio-Brooke.

—Siempre, no —repuso Jack, que se había vuelto de espaldas, y estaba asando castañas, para ocultar su rubor.

—Y... ¿es todo? —insinuó Dan.

—Sí; lo referido es sólo la primera parte de la historia. La segunda es más interesante. Transcurrió el tiempo y un día llegó un buhonero a la escuela, deteniéndose para ofrecer sus mercancías a los niños; algunos compraron peines de bolsillo, lápices y otras baratijas. Lewis anduvo mirando mucho un cortaplumas de nácar, pero no lo compró porque no tenía dinero, y no encontró quién le prestara. Tuvo el cortaplumas en la mano dándole vueltas, admirándolo y suspirando por él, hasta que el hombre recogió sus cajones para marcharse; entonces lo dejó caer con sentimiento, y el mercader continuó su camino. Pero al día siguiente volvió el buhonero, diciendo que no encontraba el cortaplumas y que creía haberlo dejado en la escuela. No quería perderlo, porque era de nácar, y valía mucho. Los chicos dijeron que no habían encontrado el cortaplumas. "Este muchacho fue el último que lo tuvo; y, parecía gustarle mucho. ¿Está seguro de habérmelo devuelto?", dijo el hombre dirigiéndose a Lewis, que, afligidísimo, negó haber guardado el cortaplumas, y afamó insistentemente que lo había devuelto. Nadie le creyó, todos lo consideraron culpable, y, tras una escena borrascosa, la maestra pagó el precio fijado al objeto, y el buhonero se marchó.

—¿Lo tenía Lewis? —preguntó Nat, muy excitado.

—Ya verán. El pobre Lewis pasó muy malos ratos. Sus compañeros le decían constantemente: "Viejo agraz, préstame tu cortaplumas de nácar". Lewis, harto de sufrir, pidió volver a su casa. La maestra procuró que los niños se moderasen, pero esto era dificilísimo de conseguir. Los niños pueden acostumbrarse a no golpear a un compañero que está en el suelo, pero no a dejar de molestar al que cae en desgracia.

—¡Sé algo de eso! —murmuró Dan.

—Y yo también —confirmó Nat.

—Bueno; pues pasaron muchas semanas y el asunto no se aclaraba. Los niños ignoraban a Lewis, y éste sufría tanto y estaba tan resuelto a no faltar nunca a la verdad, que la maestra se compadeció y llegó a creer que el niño era inocente. Al cabo de dos meses se presentó el buhonero, y lo primero que dijo fue: "Señora, el cortaplumas ha aparecido; estaba entre el forro y la madera de una de mis cajas; como usted me lo pagó, me he creído en el deber de venir inmediatamente a comunicárselo." Todos los niños, avergonzados al oír esto, pidieron perdón a Lewis, que, cariñosamente, se lo concedió. La señora Grane regaló el cortaplumas a Lewis, y éste lo conservó como recuerdo de una falta que le hizo perder temporalmente, con injusto motivo, su buena fama.

—Desearía saber por qué las cosas de comer hacen daño cuando son hurtadas, y no hacen daño cuando se comen en la mesa —preguntó Zampabollos.

—Tal vez porque la conciencia afecta al estómago —contestó tía Jo sonriendo.

—Debería contarnos otro, mamá Bhaer—suplicó Nat.

En ese momento apareció Rob arrastrando la colcha de su camita, y diciendo a su madre:

—Oí mucho ruido; pensé que estaba ardiendo la casa y he venido a enterarme.

—¿Y crees tú, niño malvado, que yo me iba a olvidar de ti?—exclamó tía

Jo, aparentando seriedad.

—No; pero pensé que te alegrarías viéndome sano y salvo.

—Donde quiero verte es en la cama; anda ya y acuéstate.

—Eso es lo que debes hacer—observó Emil—, porque todo el que entra aquí tiene la obligación de contar un cuento, y tú no sabes.

—Sí, sé. Le cuento a Teddy muchos cuentos de osos, y de la luna y de mosquitos que hablan.

—Pues cuenta uno o te llevo a la cama —observó Dan.

—Bueno, pero espera que lo piense —contestó Rob, embozándose en la colcha—. Bien, ya está pensado el cuento.

"Pues, señor, hágase éste y cuento, como que ésta era una madre, y esta madre tenía un millón de niños, entre este millón de niños había un nene muy chiquitín y muy mono. Y a este nene muy chiquitín y muy mono le dijo un día la madre: 'Que no salgas a jugar al patio'. Pero en cuanto la madre se fue, el nene salió al patio, empezó a jugar con la bomba del agua, cayó al pozo y se ahogó..."

—Y ¿qué más? —preguntó Franz.

—Y ¿qué hizo la madre cuando el niño se cayó al pozo? —interrogó tía Jo.

—Pues la madre fue y sacó al niño del pozo con la misma bomba de sacar agua, lo envolvió en un periódico, y lo puso a secar para guardarlo para semilla y sembrar niños.

Ruidosas carcajadas acogieron aquella conclusión. Tía Jo acarició al niño, y le dijo:

—Hijito, has heredado de tu madre la facultad de cuentista. ¡La gloria te espera!

—El cuento me ha salido bonito. ¿Puedo quedarme aquí un rato?— preguntó Rob, orgulloso del éxito logrado.

—Puedes estar hasta que te hayas comido estas cuatro castañas — contestó la madre, confiando en que el chico se las comería en el acto.

—Tía Jo, debería usted contarnos otro cuento, mientras Rob se come las castañas —insinuó Medio-Brooke.

—Sólo me acuerdo del de "la leñera".

—¡Muy bien! Pues empiece cuanto antes.

—James Snow y su madre vivían en una casita, en New Hampshire...

"Eran pobres, el muchacho tenía que trabajar para sostener a su madre, pero amaba el estudio tanto como odiaba el trabajo, y se pasaba los días enteros sentado, leyendo libros.

"Bueno; pues aunque James no era egoísta, dejaba que su madre trabajase para comprarle libros. En otoño el muchacho quiso ir a la escuela, y fue a visitar al señor cura, para ver si éste podía ayudarle, proporcionándole vestidos y libros.

"El señor cura, que estaba enterado de todo, creía que un niño que se olvida de su madre no puede ser útil en una escuela, pero, ante las súplicas de James, le dijo así:

"—Me encargo de facilitarte libros y ropa, con una condición: la de que tú solo cuides de tener, durante todo el invierno, llena de leña la leñera de la casa de tu madre. Si faltas a esa obligación, se acaba la escuela.

"James, viendo y pensando que era muy fácil cumplir tal compromiso, aceptó en el acto.

"Comenzó a ir a la escuela y, durante algún tiempo, la leñera estuvo repleta, porque había astillas y ramas en abundancia. Salía por la mañana y tarde, y volvía con una cesta llena, y como la madre no malgastaba el combustible, la tarea no era dura. Pero en noviembre, al llegar las heladas y los días fríos y tristes, aumentó el consumo de leña. La madre compró una carga con el dinero que había ganado, pero la carga se consumió antes que el muchacho pensara en reponerla. La pobre mujer estaba muy débil y achacosa, y el reumatismo le impedía trabajar.

"El muchacho tuvo que pensar seriamente en lo que iba a hacer. Le dolía robar tiempo al estudio, porque no soltaba los libros más que para comer o para dormir, y adelantaba rápidamente. Pero convencido de que el señor cura cumpliría su palabra, James, aunque de mala gana, resolvió ganar dinero en las horas que le quedaran libres, para evitar que la leñera llegase a estar vacía. Actuó de mandadero, cuidó la vaca de un vecino, ayudó al sacristán a limpiar la iglesia, y así se fue agenciando medios para comprar combustible en pequeñas cantidades. Pero el trabajo era duro, los días cortos, el invierno muy frío, y daba pena soltar los amados libros para emprender antipáticas faenas. El señor cura lo observaba todo, y, sin que el chico lo supiera, le ayudaba, viendo que James, aceptando el deber del trabajo se mantenía firme en sus estudios y tareas. La víspera de Navidad en la puerta de la casa de Snow apareció una gran carga de leña con una sierra nueva y un papel que decía así: 'Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos'. Aquella mañana, el muchacho se encontró, primeramente, con el regalo de unos mitones de lana que le hiciera su madre; después, con muchas caricias de la pobre mujer, que elogió el buen cumplimiento de sus deberes filiales; y, por fin, con la carga de troncos de encina y de pino, y la sierra. Corrió a dar las gracias al señor cura. Empuñó la herramienta, y abrigaditas las manos con los mitones, pasó el día llenando la leñera, muy alegre, comprendiendo que es bueno aprenderlas lecciones de d los libros y las que enseña el maestro, pero que tan bueno o mejores aprender las lecciones que Dios ofrece..." ¡Colorín, colorado, este cuento se ha acabado!

—¡Bravo! —exclamó Dan—. Ese muchacho es muy simpático.

—Tía Jo —observó Medio-Brooke —. ¡Estoy dispuesto a traerle leña!

—Mamá Bhaer—insinuó Nan—. ¡Cuéntenos algo de cualquier niño malo! ¡Eso me divierte más!

—Prefiero oír algo de cualquier niña malvada y antipática —advirtió Tommy, que estaba pasando un mal rato con los celos de Nan. Las manzanas le parecían amargas; las castañas, insípidas; duras las nueces; y angustiosa la vida, al ver a Nan charlar jovialmente con Ned. Pero tía Jo se encontró con que Rob estaba profundamente dormido, lo envolvió en la colcha y lo llevó a la cama, renunciando a contar más cuentos.

—Veremos quién entra —murmuró Emil, dejando la puerta tentadoramente entreabierta.

—¡Es tío Fritz! Ríanse fuerte, y así entrará —dijo Emil. Estalló una carcajada, y, en efecto, apareció papá Bhaer.

—¡Hola! ¿Están contentos, hijos?...

—¡Cayó en la trampa! —gritaron los muchachos, enterando al maestro de la obligación que había contraído.

—Bueno; pues me someto a la ley —afirmó el profesor—. Allá va mi cuento: "Hace mucho tiempo, el abuelo de Medio-Brooke tuvo que ir a una gran ciudad, para buscar ayuda con destino a unos huerfanitos. La gestión fue afortunada y salió de la capital muy satisfecho, llevando bastante dinero en el bolsillo. Iba solo, guiando un pequeño coche, camino de otra población, y al oscurecer, atravesando un bosque solitario pensó que aquel sitio era muy propicio para que le robaran. De repente, vio salir de la espesura a un hombre mal vestido. Temiendo ser despojado, el abuelo pensó en retroceder. Pero el caballo estaba fatigadísimo y el viajero no quiso demostrar su recelo. Cuando se encontró más cerca, al ver la pobreza del hombre, le dijo afectuosamente: 'Suba usted, amigo; parece estar cansado'. Este, sorprendido, vaciló, y subió al fin. Guardó profundo silencio. El abuelo, discretamente, le habló de lo malo que era el año, de la miseria que reinaba y de los apuros que estaban pasando los pobres. Al cabo, el desconocido se ablandó, y, conquistado por la simpatía, narró su historia: acababa de salir del hospital, no encontraba trabajo, tenía muchos hijos y estaba desesperado por la falta de recursos. El abuelo se compadeció tanto, que olvidó todo recelo, y preguntó al infeliz cómo se llamaba y dónde vivía, ofreciéndole buscar trabajo. Al sacar el lápiz y el cuaderno de notas para apuntar las señas, se vio la cartera llena de billetes de banco. El hombre la miró codiciosamente y el abuelo temió ser robado; sin embargo, dijo con gran tranquilidad: 'Aquí llevo algún dinero destinado a unos huerfanitos. ¡Ojalá fuera mío! Entonces le daría a usted una parte. No soy rico, pero sé las necesidades que sufren los pobres. Estos cinco dólares son míos; tómelos usted para dar de comer a sus hijos'. La mirada del obrero sin trabajo dejó de ser codiciosa, dura, y se tornó agradecida al recibir lo que espontáneamente se le ofrecía, sin tocar la suma destinada a los huérfanos. Cuando llegaron a la población, el obrero se apeó del carruaje, el abuelo le dio un apretón de manos y el hombre, al despedirse, le confesó: 'Estaba desesperado y pensé robarle; pero ante la bondad y el cariño con que me ha tratado no he tenido valor para ello. ¡Dios lo bendiga por haberme librado de ser ladrón!'."

—Y ¿volvió mi abuelo a verlo? —preguntó Daisy.

—No; pero creo que el hombre encontró trabajo y vivió siempre honradamente.

—¡Me sorprende tanta bondad! De haber sido el abuelo de Medio Brooke, ¡no es paliza la que le doy al hombre! —exclamó Dan.

—El cariño tiene más valor que la fuerza; ensáyalo y te convencerás — contestó el señor Bhaer, levantándose.

—¡Otro! ¡Cuente usted otro cuento! —dijo Daisy.

—Tía Jo ya nos contó dos —advirtió Medio-Brooke.

—Razón de más para que yo no la imite. El exceso de cuentos es tan indigesto como los atracones de dulce —dijo el profesor, encerrándose en su despacho.

Los muchachos se dedicaron a jugar a la gallina ciega. Tommy demostró no haber desaprovechado la moraleja de la última historia, porque, al atrapar a Nan, le dijo:

—Siento mucho haberte llamado malvada.

Nan no se mostró cruel. Cuando jugaban a "Botón, botón, ¿quién tiene el botón?, aprovechó una oportunidad para murmurar al oído de Tommy.

—¡Toma!

Y se lo dijo con tanto cariño, que el muchacho no se sorprendió al encontrarse en la mano con la sortija de cerda, en vez del botón. Al disolverse la tertulia, el chico ofreció a la niña el mejor trozo de la última manzana. Nan vio que Tommy llevaba puesta otra vez la sortija, y quedaron hechas las paces.

Ambos lamentaron el disgusto, y, sin avergonzarse, se pidieron mutuamente perdón.

Así la amistad permaneció inalterable y continuaron soñando con vivir en el sauce. ¡Dulce castillo edificado en el aire por ilusiones de la niñez!...

 

 

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