- I -

Amor, según la concorde opinión de los sabios que de él hablan, y según lo que vemos por continua experiencia, es lo que une y junta al amante con la persona amada.

Por lo cual, dice Pitágoras: «En la amistad nace uno más». Y como quiera que las cosas unidas comunícanse por naturaleza sus cualidades, y aun a veces la una se cambia del todo en la naturaleza de la otra, acaece que las pasiones de la persona amada entran en la persona amante, de modo que el amor de la una se comunica a la otra, y asimismo el odio, el deseo y toda otra pasión. Por lo cual, los amigos del uno son amados por el otro, y odiados los enemigos; por lo que el proverbio griego dice: «Todas las cosas deben ser comunes en los amigos». De aquí que yo, una vez que me hice amigo de esta dama nombrada en la veraz exposición de más arriba, comencé a amar y a odiar, según su amor y su odio. Comencé, pues, a amar a los secuaces de la verdad y a odiar a los secuaces del error y la falsedad, como ella hace.

Mas como quiera que toda cosa por sí es digna de ser amada y ninguna merece ser odiada, sino porque le haya sobrevenido maldad, lo razonable y honesto es no odiar las cosas, sino la maldad de las cosas, y procurar apartarse de ellos. Y eso si hay persona que se lo proponga, mi dama muy principalmente; quiero decir, el apartar la maldad de las cosas, la cual es causa de odio, dado que en ella reside toda la razón y es fuente de honestidad. Yo, siguiéndola en el obrar como en la pasión, los errores de la gente cuanto podía abominaba y despreciaba, no para infamia o vituperio de los que yerran, sino de los errores; vituperando los cuales creía disgustar, y disgustándolos, apartarme de quienes por ellos odiaba.

De los cuales errores, uno principalmente reprendía yo, el cual no sólo porque es peligroso, y dañoso para los que en él están, sino también para los demás que lo reprueban, separo de ellos y condeno. Es éste el error de la humana bondad, en cuanto ha sido sembrada en nosotros por la naturaleza y que debe llamarse Nobleza; el cual por la mala costumbre y el poco intelecto, estaba tan afincado, que la opinión de casi todos era falseada; y de la falsa opinión nacían los falsos juicios, y de los juicios falsos, las reverencias y vilipendios injustos; por lo cual, los buenos eran tenidos en consideración de villanos, y los malos, honrados y exaltados. Cosa que era confusión del mundo, como puede ver quien considere sutilmente lo que de esto puede seguirse. Y como quiera que esta mi dama cambiase un tanto para conmigo su dulce aspecto -principalmente allí donde yo miraba y buscaba si la primera materia de los elementos había sido entendida por Dios-, me sostuve un tanto con frecuentar su vista, y permaneciendo en su ausencia, entré a considerar con el pensamiento la falta humana en torno a dicho error. Y para huir de la ociosidad, principal enemiga de esta dama, y extinguir este error que tantos amigos le resta, me propuse gritarle a la gente que iba por mal camino, a fin de que se encaminasen por la calle derecha, y comencé una canción, en cuyo principio dije: Las dulces rimas de Amor que yo solía. En la cual pretendo traer a la gente al camino derecho en lo que hace al propio conocimiento de la verdadera nobleza, como se verá por el conocimiento de su texto, cuya exposición se pretende ahora. Y como quiera que en esta canción se propone tan necesario remedio, no estaba bien hablar so figura alguna; antes bien conviene, por el camino más corto, ordenar esta medicina, a fin de que haya pronto la salud corrompida, la cual a tan presta muerte corría. No será, pues, menester esclarecer alegoría alguna en la exposición de ésta, sino solamente razonar su sentido conforme a la letra. Por mi dama, entiendo siempre de la que se ha hablado en la canción precedente, es decir, la Filosofía virtuosísima luz cuyos rayos hacen reverdecer y fructificar la verdadera nobleza de los hombres, de la cual trata plenamente la canción propuesta.

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