- VIII -

La más hermosa rama de cuantas surgen de la raíz racional es la discreción. Porque, como dice Tomás, acerca del prólogo de la Ética, conocer el orden de una cosa con otra es precisamente acto de razón; y eso es la discreción. Uno de los más hermosos y dulces frutos de esta rama es la reverencia que el mayor debe al menor. Y así Tulio, en el primero de los Offici, hablando de la belleza que sobre la honestidad resplandece, dice que la reverencia es de aquélla; y así como ésta es hermosura de honestidad, así su contraria es torpeza y olvido de lo honesto; el cual contrario puede llamarse en nuestro vulgar irreverencia o, más bien, insolencia. Y por eso, el propio Tulio en el mismo lugar dice: «Poner negligencia en saber lo que los demás opinan de uno, no sólo es propio de persona arrogante, sino disoluta»; lo cual no quiere decir sino que arrogancia y disolución es no conocerse a sí mismo, lo cual es principio de la medida de toda reverencia. Por lo cual yo, queriendo -con toda reverencia hablando al príncipe y al filósofo- quitarles a algunos la malicia de la mente, para infundirles luego la luz de la verdad, antes de proceder a reprobar las opiniones propuestas, mostraré cómo al reprobar éstas no se habla irreverentemente contra la majestad imperial ni contra el filósofo. Porque si en cualquiera parte de este libro me mostrase irreverente, nunca sería tan feo como en este Tratado: en el cual, hablando de nobleza, debo mostrarme noble y no villano. Y primeramente demostraré que no me atrevo contra la autoridad del filósofo; luego demostraré que no me atrevo contra la majestad imperial.

Digo, pues, que cuando el filósofo dice: «Lo que les parece a los más es imposible que sea completamente falso», no quiere decir, al parecer exterior, es decir, sensual, sino el de dentro, es decir, racional; pues que el parecer sensual, según la mayor parte de la gente, es muchas veces falso, principalmente en los sensibles comunes, donde el sentido se engaña frecuentes veces. Así sabemos que a la mayor parte de la gente el sol le parece que tiene un pie de diámetro; y esto es tan falso, que, según las investigaciones e invenciones hechas por la humana razón con sus demás artes, el diámetro del cuerpo del sol es cinco veces y media el de la tierra. Como quiera que el diámetro de la tierra tiene seis mil quinientas millas, el diámetro del sol, que según la apariencia sensual parece de un pie de largo, tiene treinta y cinco mil setecientas cincuenta millas. Por lo cual es manifiesto que Aristóteles no se refería a la apariencia sensual. Y por eso, si es mi intención reprobar tan sólo la apariencia sensual, no repruebo la intención del filósofo, y, por lo tanto, no ofendo la reverencia que se le debe. Y que yo me propongo reprobar la apariencia sensual es manifiesto, porque los que así juzgan, no juzgan sino por lo que perciben de estas cosas que la fortuna puede dar o quitar; que porque ven hacerse los parentescos, los elevados matrimonios, las amplias posesiones, los grandes señoríos, creen que son causas de nobleza, y lo que es más: que tales cosas son la nobleza misma. Porque si juzgasen de la apariencia racional, dirían lo contrario; es decir, que la nobleza es causa de éstas, como más abajo en este Tratado se verá.

Y como yo, según puede verse, no hablo contra la reverencia del filósofo al reprobar tal, así tampoco hablo contra la reverencia del imperio, y quiero explicar la razón. Mas cuando se habla, ante el adversario, el retórico debe usar mucha cautela en su discurso, a fin de que el adversario no tome de aquí ocasión para empeñar la verdad. Yo, que hablo ante tantos adversarios en este Tratado, no puedo hablar brevemente. Por lo cual, si mis digresiones son largas, nadie se maraville. Digo, pues, que para demostrar que no soy irreverente en la majestad del imperio, primero se ha de ver qué es reverencia. Digo que reverencia no es otra cosa que acatamiento de sujeción debida por signo manifiesto. Y visto esto, hay que distinguir entre lo irreverente y lo no reverente. Irreverente quiere decir privación, y no reverente, negación. Y por eso la irreverencia es desacatar la sujeción debida con signo manifiesto; la no reverencia es negar la sujeción indebida.

Puede el hombre rechazar una cosa de dos maneras: de una, puede el hombre desmentir no ofendiendo a la verdad, cuando se priva del debido acatamiento, y esto es propiamente desacatar; de otra manera puede el hombre desmentir no ofendiendo a la verdad, cuando aquello que no es no se confiesa; y esto es propiamente negar; como decir el hombre que es del todo mortal, es negar propiamente hablando. Por lo cual si yo niego la reverencia al imperio, no soy irreverente, sino que soy no reverente; porque no es contra la reverencia, como quiera que no la ofende, del mismo modo que el no vivir no ofende a la vida, mas sí la ofende la muerte, que es privación de aquélla; de aquí que una cosa sea la muerte y otra no vivir; que no vivir es el de las piedras. Y por eso muerte quiere decir privación, que no puede existir sino en el sujeto del hábito, y las piedras no son sujeto de vida; por lo cual no puede decírseles muertas, mas que no viven. Igualmente yo, que en este caso no debo guardar reverencia al imperio, se la niego; no soy irreverente, mas soy no reverente, lo cual no es arrogancia ni cosa merecedora de vituperio. Mas sería arrogancia el ser reverente, si reverencia se pudiera llamar, porque en mayor y más verdadera irreverencia, se caería; es, a saber: de la naturaleza y de la verdad, como más adelante se verá. De caer en esta falta se guardó Aristóteles, maestro de filósofos, cuando dice al principio de la Ética: «Si son dos los amigos y uno es la verdad, a la verdad ha de consentir». En verdad, una vez dicho que no soy reverente, que es negar la reverencia, esto es, negar la sujeción indebida por signo manifiesto, queda por ver cómo en este caso no estoy debidamente sujeto a la majestad imperial. Y como es menester que la razón sea larga, en capítulo propio quiero exponerla inmediatamente.

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