- XXII -

Uno de los mandamientos de los filósofos morales que han hablado de beneficios, es que el hombre debe su ingenio y solicitud en que sus beneficios sean todo lo útiles posible para quienes los recibe. Por lo cual yo, queriendo obedecer tal mandato, me propongo que este Convivio mío sea lo más útil que yo pueda. Y como en este punto se me presenta ocasión de poder hablar algo de la dulzura de la humana felicidad, creo que no se puede hacer razonamiento más útil a quienes no la conocen; porque, como dice el filósofo en el primero de la Ética, y Tulio en el del Fin de los Bienes, mal puede seguir a la bandera quien antes no la ve; y así mal podía ir a esta dulzura quien antes no la divisa. Por lo cual, como quiera que ella es nuestro final descanso por el cual vivimos y hacemos nuestras obras, es utilísimo y necesario ver este signo para dirigir a él el arco de nuestra obra. Y hase de alabar, sobre todo, a aquel que la muestra a quienes no lo ven.

Dejando, pues, a un lado la opinión que a este respecto tuvo el filósofo Epicuro y la de Zenón, quiero venir sumariamente a la veraz opinión de Aristóteles, y los demás peripatéticos. Como se ha dicho más arriba, de la divina bondad, en nosotros sembrada e infusa al principio de nuestra generación, nace un tallo, que los griegos llaman hormen, es decir, apetito del ánimo natural. Y del mismo modo que los sembrados cuando nacen se asemejan estando en los campos, y luego se van poco a poco desemejando, así este natural apetito que por la divina gracia surge, al principio muéstrase casi igual al que sólo por la Naturaleza demudamente viene, mas con el que tiene gran semejanza, como la hierbecilla de los diversos cereales. Y no sólo con los cereales, mas con los hombres y en las bestias tiene semejanza. Y esto demuestra que todo animal, apenas nacido, lo mismo el racional que el bruto, a sí mismo ama, y teme y huye de aquellas cosas que le son contrarias y las odia, procediendo luego como se ha dicho. Y comienza una desigualdad entre ellos en el proceder de este apetito, porque el uno lleva un camino, y el otro, otro. Como dice el apóstol: «Muchos corren al palio, mas uno sólo es el que lo coge»; así estos humanos apetitos por diversas calles parten del principio, y una sola calle, es la que a nuestra paz nos conduce. Y por eso, dejando a un lado a todos los demás con el Tratado, se adelante a lo que bien empieza.

Digo, pues, que desde el principio ama a sí mismo, aunque indistintamente. Luego va distinguiendo las cosas que prefiere y las que le son más o menos odiosas, y sigue y huye, más o menos, según distingue la conciencia, no solamente en las demás cosas que ama en segundo lugar, sino que también distingue en sí lo que ama principalmente. Y al conocer en sí diversas partes, más ama las más nobles que tiene. Y como quiera que es parte más noble del hombre el ánimo que el cuerpo, aquél prefiere; y así, amándose a sí mismo principalmente, y por sí las demás cosas, y prefiriendo la mejor parte de sí mismo, manifiesto es que ama más al ánimo que al cuerpo u otra cosa; el cual ánimo, más que otra cosa, debe naturalmente amar. Conque si la mente deleitase siempre en el uso de la cosa amada, que es fruto de amor en la cosa que sobremanera se ama, el uso es sobremanera deleitoso. El uso de nuestro ánimo nos es sobremanera deleitoso, y lo que nos es sobremanera deleitoso es nuestra felicidad y nuestra bienaventuranza, más allá de la cual no hay ningún deleite mayor ni se muestra ningún otro; como puede ver quien bien considere la precedente argumentación.

Y que no diga nadie que todo apetito es ánimo, porque aquí se entiende por ánimo solamente lo que respecta a la parte racional, esto es, la voluntad y el intelecto. De modo que si se quisiese llamar ánimo al apetito sensitivo, aquí no ha lugar la instancia ni puede tenerlo; porque nadie duda que el apetito racional es más noble que el sensual, y, por lo tanto, más armable; y así lo es éste de que ahora se habla.

A la verdad, el uso de nuestro ánimo es doble, es decir, práctico y especulativo -práctico es tanto cuanto operativo-, y uno y otro sobremanera deleitosos; aunque mal lo sea el de la contemplación, como más arriba se ha dicho. El del práctico consiste en que obremos virtuosamente, es decir, honestamente, con prudencia, con templanza, con fortaleza y con justicia; el del especulativo consiste, no en obrar nosotros, sino en considerar las obras de Dios y de la Naturaleza. Y uno y otro uso son nuestra bienaventuranza y suma felicidad, como puede verse. La cual es la dulzura de la semilla susodicha, como ahora se ve manifiestamente, a la que muchas veces no llega esta semilla, por haber sido mal cultivada o por haberse desviado su producción. Igualmente puede hacerse, con muchas correcciones y cultivo, que allí donde la semilla no cae al principio, puédese llevar en su proceso, de modo que llega a dar fruto. Y es casi injertar una naturaleza ajena sobre distinta raíz. Así pues, no hay nadie a quien pueda excusársele; porque si en su raíz natural no tiene el hombre esta semilla, puede muy bien tenerla por vía de injerto. Así, ha habido tantos que de hecho se injertaron cuantos son los que se desvían de la buena raíz.

A la verdad, de estos usos, el uno está mucho más lleno de bienaventuranzas que el otro; el cual es el especulativo, que, sin mixtificación alguna, úsalo nuestra parte más noble, la cual, por el amor radical que se ha dicho, es sobremanera amable, como lo es el intelecto. Y esta parte no puede tener en esta vida su perfecto uso, el cual es ver a Dios -que es lo sumo inteligible-, sino en cuanto el intelecto lo considera y lo mira por sus efectos. Y que nosotros pedimos esta bienaventuranza suma y no la otra -es decir, la de la vida activa- nos lo enseña el Evangelio de Marcos, si bien lo consideramos. Dice Marcos que María Magdalena y María Jacobita y María Salomé fueron a buscar al Salvador al sepulcro y no le hallaron a él; mas hallaron a un joven vestido de blanco, que les dijo: «Preguntáis por el Salvador, y yo os digo que no está aquí; mas por eso no hayáis temor; mas id y decid a sus discípulos y a Pedro que los precederá en Galilea, y allí lo veréis, como os dijo». Por estas tres mujeres pueden entenderse las tres sectas de la vida activa, es decir, los epicúreos, los estoicos y los peripatéticos que van al sepulcro, es decir, al mundo presente, que es receptáculo de las cosas corruptibles, y preguntan por el Salvador, es decir, por la Bienaventuranza, y no lo hallan; mas encuentran a un joven con blancas vestiduras, el cual, según el testimonio de Mateo, dijo: «El Ángel de Dios descendió del cielo, y una vez que vino volvió la piedra y se sentó sobre ella, y su vista era como relámpago, y sus vestiduras eran como de nieve».

Este Ángel es nuestra nobleza, que de Dios procede, como se ha dicho, que habla en nuestra razón, y les dice a cada una de estas sectas, es decir, a quien quiera que va buscando la bienaventuranza en la vida activa, que no está aquí; mas que vaya y les diga «a los discípulos y a Pedro» es decir, a los que le van buscando y a los que se han apartado, como Pedro que le había negado, «que en Galilea los precederá»; es decir, que la Bienaventuranza los precederá en Galilea, es decir, en la especulación. Galilea vale tanto como decir blancura; y la blancura es un color lleno de luz corporal más que ningún otro; y así la contemplación está más llena de luz espiritual que cualquier otra cosa que aquí abajo haya. Y dice: «Él os precederá»; y no dice «Él estará con vosotros», para dar a entender que Dios siempre precede a nuestra contemplación; y no podremos nunca alcanzarle aquí a Él, que es nuestra Bienaventuranza suma. Y dice: «Allí lo veréis como dijo», es decir, es decir, allí gozaréis de su dulzura, es decir, de la felicidad, como se os ha prometido aquí; esto es, como está establecido que podéis tenerla. Y así se demuestra que nuestra bienaventuranza, que es la felicidad de que se habla, podremos primero hablarla imperfectamente en la vida activa, esto es, en el ejercicio de las virtudes morales, y luego casi perfecta en el ejercicio de las intelectuales. Obras ambas que son vía expedita y derecha que conduce a la suma bienaventuranza, la cual aquí no se puede lograr, como se demuestra por lo que se ha dicho.

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