- XXI -

Para que se tenga más perfecto conocimiento de la humana bondad, según la cual existe en nosotros el principio de todo bien, que se llama nobleza, hemos de explicar en este capítulo especial cómo desciende en nosotros tal bondad; primeramente, por modo natural, y luego, por modo teológico, es decir, divino y espiritual. Primeramente, se ha de saber que el hombre está compuesto de alma y cuerpo; mas el alma es aquella, como se ha dicho, que está a guisa de simiente de la virtud divina. En verdad, diferentes filósofos hablaron diversamente de la diferencia de nuestras almas; que Avicena y Algacel opinaban que en sí mismas y por su principio eran nobles y viles. Platón y otros opinaron que procedían de las estrellas y que eran tanto más o menos nobles, según la nobleza de su estrella. Pitágoras quería que todas fuesen de igual nobleza, y no sólo las humanas, mas con las humanas, las de los animales brutos y de las plantas, y las formas de los minerales; y digo que toda la diferencia estaba en las formas corporales. Si cada cual defendiese ahora su opinión, pudiera ser que la verdad estuviese en todas. Mas como a primera vista parecen un tanto apartados de la verdad, no hemos de proceder según ellas, mas según la opinión de Aristóteles y de los peripatéticos. Y por eso digo que cuando la semilla humana cae en su receptáculo, es decir, en la matriz, lleva consigo la virtud del alma genitora, las virtudes del cielo y la virtud de los elementos ligados, es decir la complexión; y madura y dispone la materia a la virtud formadora, dada por el alma del genitor. Y la virtud formadora prepara los órganos para la virtud celestial, que produce por la potencia de la semilla el alma en la vida. La cual, apenas producida, recibe, por la virtud del motor del cielo, el intelecto posible, el cual trae consigo en potencia todas las formas universales, según existen en su productor, y tanto menos cuanto más apartado está de la primera inteligencia.

No se maraville nadie si hablo de una manera que parece difícil de entender; porque a mí mismo me maravilla el que tal producción pueda llevarse a cabo y verse con el intelecto; y no es cosa que se expresa con la lengua, lengua, digo, verdaderamente vulgar. Porque yo quiero decir como el apóstol: ¡Oh, altura de los tesoros de sabiduría de Dios, cuán incomprensibles son tus juicios y cuán indiscernibles tus caminos!» Y como la complexión de la semilla puede ser mejor y menos buena, y la disposición del sembrador puede ser mejor y menos buena, y la disposición del cielo para este efecto puede ser buena, mejor y óptima -la cual varía con las constelaciones, que continuamente se transforman-, acaece que esta humana semilla y estas virtudes producen un alma más o menos pura. Y conforme a su fuerza, desciende a ella la virtud intelectual posible, que se ha dicho y como se ha dicho. Y si acaece que por la pureza del alma recipiente la virtud intelectual está bien abstraída y absuelta de toda sombra corpórea, multiplícase en ella la divina bondad, como en cosa que es suficiente para recibirla; y por lo tanto, se multiplica en el alma de esta inteligencia, según puede recibir. Ésta es la semilla de felicidad de que se habla.

Y está de acuerdo con la opinión de Tulio en el de Senectud, en que hablando en nombre de Catón, dice: «Por lo cual descendió en nosotros el alma celestial, venida del altísimo habitáculo a un lugar contrario a la naturaleza divina y a la eternidad. Y en este alma está su virtud propia, y la intelectual y la divina, es decir, la influencia que se ha dicho; por lo cual, está escrito en el libro de las Causas: «Toda alma noble tiene tres operaciones, a saber: animal, intelectual y divina. Y algunos hay que opinan que si todas las virtudes precedentes se concertasen para producir un alma, en su mejor disposición, tanta sería la parte que de la deidad descendería en ella, que casi sería un Dios encarnado; y esto es casi todo lo que por vía natural se puede decir.

Por vía teológica se puede decir que, pues la suma deidad, esto es, Dios, ve preparada su criatura para recibir su beneficio, tanta es su generosidad cuarto está preparada para recibirla. Y como quiera que estos dones proceden de inefable caridad, y la divina caridad es propia del Espíritu Santo, de aquí que se les llame dones del Espíritu Santo. Los cuales, según los distingue el profeta Isaías, son siete, a saber: sabiduría, intelecto, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. ¡Oh, buenas cosechas y buena y admirable simiente! ¡Oh, admirable y buen sembrador, que no esperas sino a que la Naturaleza humana te prepare la tierra para sembrar! ¡Oh, bienaventurados aquellos que tal simiente cultivan como es menester! Donde se ha de saber que el primero y noble tallo que de esta simiente germina para dar su fruto, será el apetito del ánimo, que en griego se llama hormen. Y si no es cultivado y sostenido derecho por buena costumbre, poco vale la siembra, y más valiera no haberlo sembrado.

Y por eso quiere San Agustín y aun Aristóteles, en el segundo de la Ética, que el hombre se afane en hacer bien y refrenar sus pasiones, para que este tallo que se ha dicho se endurezca por buena costumbre y se afirme en su rectitud, de modo que pueda fructificar y salir de su fruto la dulzura de la humana felicidad.

Share on Twitter Share on Facebook