- V -

Una vez mostrado en el capítulo precedente cuál es este tercer cielo y cómo está dispuesto en sí mismo, queda por demostrar quiénes son los que le mueven. Debe, pues, saberse primeramente que los motores de aquél son sustancias privadas de materia, es decir, inteligencias, a las cuales la gente vulgar llama ángeles. Y de estas criaturas, así como de los cielos, han opinado muchos diversamente, aunque la verdad se haya encontrado. Hubo ciertos filósofos, de los cuales parece ser Aristóteles en su Metafísica -aunque en el primero de Cielo y Mundo incidentalmente parezca opinar de otro modo-, que creyeron que éstas eran solamente tantas cuantas circunvoluciones hubiese en el cielo, y no más; diciendo que las demás estarían eternamente en vano, sin empleo; lo cual era imposible, dado que su existencia es su ejercicio. Hubo otros, como Platón, hombre excelentísimo, que supusieron, no sólo tantas inteligencias cuántos son los movimientos del cielo, sino, además, cuántas son las especies de las cosas; y así, una especie todos los hombres, y otra todo el oro, y otra todas las riquezas, y así de todo; y quisieron que así como las inteligencias de los cielos son engendradoras de aquéllos, cada cual del suyo, así éstas fueron engendradoras de las demás cosas y ejemplos cada una de su especie, y llámales Platón ideas, que vale tanto como decir formas y naturalezas universales. Los gentiles las llamaban dioses y diosas, aunque no las entendían filosóficamente como Platón; y adoraban sus imágenes y les hacían grandísimos templos, como a Juno, a la cual llamaron diosa del poder; como a Vulcano, al cual llamaron dios del fuego; como a Palas o Minerva, a la cual llamaron diosa de la sabiduría, y a Ceres, a la cual llamaron diosa de la cosecha. Las cuales opiniones así formadas manifiestan el testimonio de los poetas que pintan en diversos lugares el hábito de los gentiles en sus sacrificios y en su fe; y también se manifiestan en muchos nombres antiguos que les han quedado por nombre y sobrenombre a los lugares y edificios antiguos, como puede comprobar quien quiera. Y aunque estas opiniones nos han sido dadas por la razón humana y por experiencia nada liviana, no vieron todavía la verdad, ya fuese por defecto de la razón, ya por defecto de doctrina; que aún por la razón puede verse en cuánto mayor número están las criaturas susodichas que los efectos que los hombres pueden entender. Y la razón es ésta: nadie duda, filósofo ni gentil, judío ni cristiano, ni de secta alguna, que no estén llenas de toda bienaventuranza, ya todas, ya la mayor parte, y que aquellas bienaventuradas no estén en perfectísimo estado. Por lo cual, como quiera que aquella que es aquí la humana naturaleza, no sólo tiene una bienaventuranza, sino dos, como lo son la de la vida civil y la de la vida contemplativa, sería irracional que viésemos que aquéllas tenían bienaventuranza de la vida activa, es decir, civil, en el gobierno del mundo, y que no tenían la de la contemplativa, que es más excelente y más divina. Y dado caso que aquella que tiene la bienaventuranza del gobernar no pueda tener la otra, porque su intelecto es uno y perpetuo, es menester que haya otras fuera de este ministerio, que vivan especulando solamente. Y como esta vida es más divina, y cuanto más divina es la cosa más semejante es a Dios, manifiesto está que esta vida es más amada por Dios; y si es más amada, más amplia le ha sido su bienaventuranza, y si más amplia le ha sido concedida, más vivientes le ha dado que a la otra; por lo que se deduce que es mucho mayor el número de aquellas criaturas de lo que los efectos demuestran. Y no está en contra de lo que parece decir Aristóteles en el décimo de la Ética, de que a las sustancias separadas les sea también necesaria la vida especulativa. Asimismo, a la especulación de algunas sigue la circunvolución del cielo, que es gobierno del mando, el cual es como una civilidad comprendida en la especulación de los motores. La otra razón es que ningún efecto es mayor que la causa; porque la causa no puede dar lo que no tiene; de donde, como quiera que el divino intelecto es causa de todo y principalmente del intelecto humano, el humano no sobrepuja a aquél; antes bien, es desproporcionadamente sobrepujado; conque si nosotros, por la razón susodicha y por otras muchas, entendemos que Dios ha podido hacer innumerables criaturas espirituales, manifiesto es que ha hecho tal mayor número. Otras muchas razones pueden verse; mas basten al presente. Y no se maraville nadie si éstas y otras razones que podamos tener de esto no se demuestran del todo, pues debemos, sin embargo, admirar del mismo modo su excelencia, que excede los ojos de la mente humana, como dice el filósofo en el segundo de la Metafísica, y afirma su existencia; ya que no teniendo ninguna idea de ellas, por la cual comience nuestro conocimiento, resplandece con todo en nuestro intelecto alguna luz de su vivísima esencia, en cuanto vemos las susodichas razones y otras muchas; del mismo modo que quien teniendo los ojos cerrados, afirma que el aire está iluminado por un poco de resplandor, o del mismo modo que el rayo que pasa por las pupilas del murciélago; que no de otra manera están cerrados nuestros ojos intelectuales, mientras el alma está atada y encarcelada por los órganos de nuestro cuerpo.

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