- VI -

Dicho está que, por defecto de doctrina, los antiguos no vieron la verdad de las criaturas espirituales, aunque el pueblo de Israel fuese en parte enseñado por sus profetas, en quienes Dios les había hablado por muchas maneras de hablar y por muchos modos, como dice el apóstol. Pero nosotros hemos sido enseñados en ellos por Él, que procede de Aquél; por Él que lo hizo; por Él que lo conserva; es decir, por el Emperador del Universo, que es Cristo, hijo del soberano Dios e hijo de María Virgen (mujer, en verdad, e hija de Joaquín y de Ana), hombre verdadero, el cual fue muerto por nosotros porque nos trajo la vida; el cual fue luz que nos ilumina en las tinieblas, como dice Juan Evangelista, y que nos dijo la verdad de-aquella cosa que nosotros no podíamos saber ni ver sin él verdaderamente. La primera cosa y el primer secreto que tal mostró fue una de las criaturas antes dichas: lo fue aquel su gran legado, que se llegó a María, joven doncella de trece años, de parte del Salvador celestial.

Este nuestro Salvador dijo con su boca que el Padre podía darle muchas legiones de ángeles. No negó esto cuando le fue dicho que el Padre había mandado a los ángeles que le ayudasen y sirviesen. Por lo cual nos es manifiesto que aquellas criaturas existen en grandísimo número; y por eso su esposa y secretaria la Santa Iglesia -de la cual dice Salomón: «¿Quién en ésta que sube del desierto, llena de las cosas que deleitan, apoyada en su amigo? -dice, cree y predica aquellas nobilísimas criaturas son casi innumerables; y las divide en tres jerarquías, que vale tanto como decir tres principados santos o divinos. Y cada jerarquía tiene tres órdenes; así que la Iglesia tiene y afirma nueve órdenes de criaturas espirituales. El primero es el de los ángeles; el segundo, el de los arcángeles; el tercero, el de los tronos; y estos tres órdenes forman la primera jerarquía; primera no en cuanto a nobleza, no en cuanto a creación -que más nobles son las otras y todas fueron creadas juntamente-, sino primera en cuanto a nuestra subida a su altura. Luego están las dominaciones, después las virtudes, luego los principados; y éstos forman la segunda jerarquía. Sobre éstos están las potestades y los querubines, y sobre todos están los serafines; y éstos forman la tercera jerarquía. Y es razón potísima de su especulación, tanto el número en que están las jerarquías como aquel en que están las órdenes. Pues dado que la Divina Majestad tiene tres personas, con una sola sustancia, puédese contemplarla triplemente. Porque se puede contemplar la potencia suma del Padre, la cual mira a la primera jerarquía, esto es, aquella que es primera por nobleza y que nosotros consideramos última. Y puédese contemplar, la suma Sabiduría del Hijo; y ésta mira a la segunda jerarquía. Y puédese contemplar la suma y ferventísima Caridad del Espíritu Santo; y ésta mira a la tercera jerarquía, la cual, más próxima a nosotros, ofrece los dones que recibe. Y dado que cada persona de la Divina Trinidad puede considerarse triplemente, hay en cada jerarquía tres órdenes que contemplan diversamente. Puédese considerar al Padre, sólo respecto a Él; y ésta es la contemplación que hacen los serafines, los cuales ven más de la primera causa que toda otra naturaleza angélica. Puédese considerar al Padre en cuanto tiene relación con el Hijo, es decir, cómo se separa de Él y cómo con Él se une; y esto es lo que contemplan los querubines. Puédese también considerar al Padre en cuanto de Él procede el Espíritu Santo, y cómo se separa de Él, y cómo con Él se une; y ésta es la contemplación que hacen las potestades. Y de este modo se puede especular acerca del Hijo y del Espíritu Santo. Por lo cual son menester nueve maneras de espíritus contemplativos para mirar la luz que únicamente se ve por entero a sí misma. Mas no se ha de callar aquí una palabra.

Y así digo que todos estos órdenes se perdieron apenas fueron creados, acaso en su décima parte, para restaurar la cual fue luego creada la humana naturaleza. Los números, los órdenes, las jerarquías, narran los cielos movibles, que son nueve; y el décimo anuncia la unidad y estabilidad de Dios. Y por eso dice el salmista: «Los cielos proclaman la gloria de Dios, y la obra de sus manos anuncia el firmamento». Por lo cual es de razón creer que los motores del cielo de la luna sean del orden de los ángeles; y los de Mercurio sean los arcángeles; y los de Venus sean los tronos, los cuales, nacidos del amor del Espíritu Santo, hacen su obra connatural en él, es decir, el movimiento de aquel cielo lleno de amor. Del cual toma la forma de dicho cielo un virtuoso ardor, por el cual las almas de aquí abajo se encienden en amor, conforme a su disposición. Y como los antiguos advirtieron que aquel cielo era aquí abajo causa de amor, dijeron que Amor era hijo de Venus, como lo atestigua Virgilio en el primero de la Eneida, donde dícele Venus al Amor: «Hijo, virtud mía, hijo del Sumo Padre, que de los dardos de Tifeo no te curas». Y Ovidio, en el quinto de Metamorfoseos, cuando dice que Venus le dijo al Amor: «Hijo, armas mías, poder mío». Y existen estos tronos, que al gobierno de estos tronos están entregados, no en gran número, acerca del cual opinan diversamente filósofos y astrólogos, conforme a las diversas opiniones acerca de sus circunvoluciones, aunque todos están acordes en que son tantos cuantos movimientos hace; los cuales, según se encuentra epilogada en el Libro de la agregación de las estrellas, por la mejor demostración de los astrólogos son tres: uno, en cuanto la estrella se mueve por su epiciclo; otro, en cuanto el epiciclo se mueve con todo el cielo juntamente con el del sol; el tercero, en cuanto todo aquel cielo se mueve, siguiendo el movimiento de la estrellada esfera de Occidente a Oriente, en cien años un grado. De modo que para estos tres movimientos hay tres motores. Además se mueve todo este cielo y gira con el epiciclo, de Oriente a Occidente, una vez cada día natural. El cual movimiento Dios sólo sabe si lo produce el intelecto o la rapidez del primero movible; a mí paréceme presuntuoso juzgar tal. Estos motores producen únicamente entendiendo la circunvolución en el sujeto propio que mueve cada cual. La nobilísima forma del cielo, que tiene en sí el principio de esta naturaleza pasiva, gira tocada de la virtud motriz que a ello entiende; y digo tocada, no corporalmente, sino por tacto de virtud que a aquél se dirige. Y estos motores son aquellos a los cuales se pretende hablar y a los cuales hago mi demanda.

Conforme a lo que se dijo más arriba, en el tercer capítulo de este Tratado, para entender bien la primera parte de la canción propuesta, era menester hablar de aquellos cielos y de sus motores; y en los tres precedentes capítulos, de ellos se ha hablado.

Digo, por lo tanto, a aquellos que demostré ser motores del cielo de Venus: los que entendiendo -es decir, con sólo el intelecto, como se ha dicho más arriba-, movéis el tercer cielo, oid el lenguaje; y no digo oíd, con el oído que tienen, que es entender con el intelecto. Digo oíd el lenguaje de mi corazón; esto es, que está dentro de mí, que aun no se ha mostrado de por de fuera. Ha de saberse que en toda esta canción, según uno y otro sentido, tómase el corazón por el secreto interior y no por ninguna parte especial del alma o del cuerpo.

Luego que les he llamado a oír lo que decir quiero, señalo dos razones por las cuales es menester que les hable: es la una la novedad de mi condición, la cual, por no ser experimentada de los demás hombres, no sería comprendida como de aquellos que entienden sus efectos en su obra. Y apunto esta razón cuando digo: «Que yo no sé expresar, tan nuevo me parece». La otra razón es: cuando el hombre recibe beneficio o injuria primeramente si puede buscar al que se lo hizo antes que a otros, a fin de que si es beneficio se muestre reconocido hacia el bienhechor; y si es injuria, induzca al que tal hizo a buena misericordia con dulces palabras. Y apunto esta razón cuando digo: el cielo que creó vuestra valía, vos las que sois gentiles criaturas, me trajo a aqueste estado en que me encuentro; es decir, vuestra obra, vuestra circunvolución, es la que a la presente condición me ha traído. Por lo cual concluyo y digo que el hablarles yo a ellas debe ser como se ha dicho; y tal digo en: de aquí, pues, que el hablar de la vida que llevo parece dirigirse dignamente a vos.

Y después de señaladas estas razones, ruégoles entendimiento, cuando digo: por eso os ruego que me lo entendáis. Mas como en toda suerte de discurso, el que lo dice debe atender principalmente a la persuasión, es decir, a la complacencia del auditorio, que es principio de todas las demás persuasiones, como los retóricos saben, y es la más poderosa persuasión para hacer atento al auditorio el prometer decir nuevas y grandes cosas; sigo yo al ruego hecho para que me escuchen con esta persuasión, es decir, complacencia, anunciándoles mi intención, la cual es decir cosas nuevas, esto es, la división que hay en mi alma, y grandes cosas, esto es, la valía de su otra estrella. Y digo esto en las últimas palabras de esta primera parte: os diré la novedad del corazón, de cómo llora en él el alma triste y cómo habla un espíritu contra ella, que los rayos le traen de nuestra estrella.

Para la plena comprensión de estas palabras, digo que éste no es sino un pensamiento frecuente para encomiar y embellecer esta nueva dama: y este alma no es sino otro pensamiento acompañado de consentimiento, que repugnando éste, encomia y embellece la memoria de la gloriosa Beatriz. Mas como aun el último sentido de la mente, es decir, el consentimiento, teníase por este pensamiento que la memoria ayudaba, llamóle a él alma y al otro espíritu; del mismo modo que solemos llamar la ciudad a los que la tienen y no a los que la combaten, aunque unos y otros sean ciudadanos.

Digo, además, que este espíritu viene por los rayos de la estrella; porque ha de saberse que los rayos de cada cielo son el camino por el cual desciende su virtud a estas cosas de aquí abajo. Y como los rayos no son otra cosa que una luz que viene por el aire desde el principio de la luz hasta la cosa iluminada, y no hay luz sino en la parte de la estrella, porque el otro cielo es diáfano -es decir, transparente-, no digo que venga este espíritu -es decir, este pensamiento- de todo su cielo, sino de su estrella. La cual es de tanta virtud, por la nobleza de sus motores, que en nuestras almas y en las demás cosas nuestras tienen grandísimo poder, no obstante estar a una distancia de nosotros, cuando esté más cerca, de ciento sesenta y siete veces la que hay al centro de la tierra, que es de tres mil doscientas cincuenta millas. Y ésta es la exposición literal de la primera parte de la canción.

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