XI

Cuando la encontraba, dondequiera que fuese, con la esperanza de su magnífico saludo, no sólo me olvidaba de todos mis enemigos, sino que una llama de caridad hacíame perdonar a todo el que me hubiese ofendido. Y si alguien me hubiera preguntado entonces algo, mi respuesta, con humilde apostura, hubiera sido: «Amor.» Cuando ella estaba próxima a saludarme, un espíritu amoroso, destruyendo todos los otros espíritus sensitivos, impulsaba hacia afuera a los apocados espíritus del rostro, diciéndoles: «Salid para honrar a vuestra señora», y se quedaba él en lugar de ellos. Así, quien hubiera querido conocer a Amor, hubiera podido hacerlo mirando la expresión de mis ojos. Y

cuando saludaba mí gentilísimo bien, no solamente Amor era incapaz de ensombrecer mi inefable dicha, sino que con semejante dulzura reducíase a tal estado, que mi cuerpo, en un todo sometido a su poder, manifestábase a menudo cual cosa inerte e inanimada. De lo cual se colige claramente que en su salud estaba mi felicidad, la cual muchas veces sobrepujaba y excedía a mis facultades.

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