XXVI

La gentilísima mujer de quien anteriormente he hablado era tan admirada por las gentes, que cuando iba por las calles corrían todos a contemplarla, lo cual me alegraba sobre manera. Y cuando ella estaba cerca de alguien, tanta honestidad infundíale en el corazón, que no osaba levantar la cabeza ni responder a su saludo: muchos que experimentaron tal influencia podrían abonarme ante los incrédulos. Coronada y vestida de humildad pasaba ella, sin mostrar vanagloria de lo que veía y oía. Y cuando había pasado, decían muchos: «No es una mujer, sino un hermosísimo ángel del cielo.» Otros decían: «¡Qué maravilla! ¡Bendito sea el Señor, que tan admirables obras produce!» Mostrábase, en efecto, tan bella y colmada de hechizos, que quienes la miraban sentíanse 41

invadidos por una dulzura tan honesta y suave, que no podían expresarla, a más de que al principio se habían visto obligados a suspirar.

Estos efectos y otros más admirables producía mi amada, por lo cual yo, pensando en ello y queriendo volver al estilo de su alabanza, decidí escribir unos versos en los que diese a entender sus admirables y excelentes influencias, no tan sólo para dirigirlos a quienes podían verla en la realidad, sino para los demás, a fin de que procuren saber de ella lo que las palabras no pueden entender. Entonces compuse este soneto, que empieza: «Muéstrase tan hermosa y recatada.»

Muéstrase tan hermosa y recatada

la dama mía si un saludo ofrece

que toda lengua, trémula, enmudece

y los ojos se guardan la mirada.

Sigue su rumbo, de humildad nimbada

y al pasar ella su alabanza crece.

Desde los cielos descender parece

en virtud de un milagro presentada.

Tan amable resulta a quien la mira,

que por los ojos da un dulzor al seno que no comprenderá quien no lo sienta.

Y hasta parece que su boca alienta

un hálito agradable, de amor lleno,

que va diciendo al corazón: “¡Suspira!”

Este soneto es tan fácilmente comprensible por lo ya referido, que no necesita división alguna. Así es que, dejándolo, insistiré en que mi amada causaba tanta admiración, que no solamente se le tributaban honores y alabanzas, sino que gracias a ella se les tributaban a otras damas. Yo, percibiendo esto y queriéndolo manifestar a quien no lo percibía, decidí escribir versos en que lo explicara. Y entonces decidí componer este otro soneto que empieza: «Ve toda perfección con gran fijeza.»

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Ve toda perfección con gran fijeza

quien ve, entre otras mujeres, a la mía, y deben, las que vanle en compañía,

rendir gracias a Dios por tal largueza.

Tan grande es el poder de su belleza, que, lejos de inspirar envidia impía, llevóme al sitio donde unas mujeres, de amores, y de fe, y de gentileza.

Todo, a su sola aparición, se humilla; pero no luce sola en hermosura,

sino que la refleja por su ambiente.

Y tal hechizo en sus acciones brilla, que nadie recordara su figura

sin suspirar de amores dulcemente.

Este soneto consta de tres partes. En la primera digo entre qué personas parecía más admirable mi amada; en la segunda pondero cuán agradable era su compañía, y en la tercera hablo de lo que por su influencia se operaba en las demás. La segunda parte empieza en «Y

deben»; la tercera, en «Tan grande». Esta última parte se divide en tres.

En la primera digo cómo influía en las mujeres en cuanto a sí mismas; en la segunda, cómo influía en ellas respecto a los demás, y en la tercera afirmo que influía admirablemente, no sólo en las mujeres, sino en todas las personas, y no sólo cuando estaban en su presencia, sino cuando se acordaban de ella. La segunda parte empieza en «Todo, a su sola aparición», y la tercera en «Y tal hechizo».

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