A las once de la noche Colima estaba en un profundo silencio, sólo interrumpido de rato en rato por el grito de los centinelas de la plaza y de los cuarteles y por los gritos melancólicos de los guardias nocturnos.
Enrique velaba en su capilla, abatido y lleno de terror. Tenía la fiebre que acomete a los reos de muerte cuando no tienen la fortuna de contar con un corazón templado y un alma estoica.
Aquel joven y brillante calavera había sido soldado más bien por vanidad que por organización, y aunque no se contaba de él ningún rasgo de valor, si no había avergonzado al ejército en algunas batallas a que había asistido, era porque siempre había procurado, con maña, esquivar los peligros más serios, sin por eso dar lugar a que se creyese que los huía.
Pero Enrique Flores no era de esos hombres que sonríen al ver acercarse la muerte. Gastado por los placeres de una vida sibarítica, no tenía en compensación esa fuerza de acero que no se destruye jamás en el espíritu de los valientes, y que no se subordina nunca a los nervios.
Sin creencias de ninguna especie, carecía también de la energía que da la justicia de una causa, que da el amor a la gloria. Él no había tenido más que ambición, y la ambición sólo sirve para sostener la audacia en los caminos de la fortuna; pero cuando está sola no sirve de nada en los negros momentos de la adversidad, y mucho menos en presencia de la muerte.
Enrique estaba desfallecido. Su corazón estaba próximo a estallar, como el de un niño o el de una mujer. No había allí el aliento de un hombre.
También es verdad que la convicción que tenía Enrique de ser culpable, y la consideración de que ante todo el mundo su delincuencia estaba probada, era bastante para quitarle su vigor. Además, un hombre que ha hecho en el mundo numerosas víctimas y que no ha vivido sino para gozar, no llevando en su memoria ese tesoro de consuelo de las buenas acciones que vale tanto como la gloria, no ve acercarse el fin de sus días sin estremecerse y sin abatirse.
Enrique, pues, tenía miedo, y oía el ruido del péndulo que anunciaba constantemente la marcha del tiempo, sintiendo que su golpe acompasado se repetía con indecible tormento en su corazón. Tenía los cabellos erizados y los ojos fuera de las órbitas. Mil visiones mentidas anunciaban que su cerebro era presa del delirio. Ora veía abrirse la tierra y ofrecerle el escondite seguro de un subterráneo, ora se abría la pared y daba paso a un genio bienhechor que le conducía afuera, ora el techo se levantaba para dejarle salir, y sentía que, convertido en ave, huía, hendiendo los aires, lejos de aquella ciudad maldita.
— Es preciso que esto acabe con un veneno —dijo lleno de amargura— y ¡Clemencia que no viene! ¡Quiere, pues, verme fusilar en la plaza pública!
De repente contuvo su respiración, se apretó con ambas manos las sienes para apagar sus latidos y quedó atento. Acababa de oír los pasos de alguno que se acercaba. Era un oficial, porque los acicates producían un sonido diferente de los del soldado, en las baldosas.
El centinela de vista que estaba junto a la puerta entrecerrada de la prisión hizo chocar la culata de su carabina contra el suelo, en señal de respeto, y la puerta se abrió.
Era Fernando Valle.
Enrique se levantó azorado.
— ¿Qué desea usted aquí, Fernando? —preguntó tartamudeando.
— ¡Chit! —dijo Valle— hablemos en voz baja y escúcheme usted. Cierro la puerta para que estemos mejor.
— ¿Viene usted a asesinarme?
Fernando sonrió con desprecio.
— Vengo a salvar a usted.
— ¡A salvarme! ¡Cómo!
— Escúcheme. Si usted no hubiese traicionado, es seguro que yo no habría tenido motivo para acusarle; de modo que la traición de usted es la verdadera causa de que se halle así, próximo a ser ejecutado.
Enrique sintió que un sudor glacial inundaba su frente.
— Pero, en fin —continuó Fernando— yo le acusé; y la causa indirecta de su condenación soy yo. Tengo remordimientos por esto, y la muerte de usted emponzoñaría con su recuerdo mi vida entera. Quiero ahorrarme esta pena y, además, hay una mujer que moriría si lo fusilasen a usted. Quiero que viva y que sea feliz; ella lo ama y a su amor deberá usted su salvación. He aquí lo que vengo a proponerle. Usted se vestirá en este momento mi uniforme, se ceñirá mi espada y mis pistolas; he dicho que voy a salir a ver al general, con el objeto de que nadie extrañe verle a usted atravesar la puerta. Se echará usted el capuchón sobre la cabeza, y nadie podrá reconocerle. Se dirigirá usted a la casa de Clemencia, que mi asistente que irá con usted señalará, y allí encontrará de seguro caballos para escaparse. Todavía más, aconsejo a usted que no tome el camino de Tonila para Zapotlán, porque usted supondrá que correría peligro, sino el del paso del Naranjo, y de allí, con guías seguros que le dará su amada, puede usted dirigirse a Guadalajara por caminos extraviados, y Dios ayude a usted.
Enrique quedó estupefacto… no podía creer aquello.
— ¿Pero esto no es un lazo, Fernando?
— ¿Lazo para qué? —respondió sonriendo tristemente Valle— ¿para matarle? No tendría yo sino dejar que pasara la noche, y a las siete de la mañana estaría usted fusilado. Además, cuando un hombre como yo le habla así, no engaña. Yo puedo ser desgraciado, pero no desleal.
— Pero usted ¿qué hará?
— Eso no es cuenta de usted, caballero; yo sabré arreglarme.
— Es que podrían fusilado a usted en mi lugar.
— Puede ser, pero también puede ser que no. Sobre todo, recuerde usted que una mujer le ama, y que moriría si usted muriese.
— ¡Oh, Fernando, usted tiene un gran corazón; permítame usted que le abrace y que le dé gracias de rodillas; es usted mi salvador!
— Omita usted eso, señor, y vístase pronto, que los instantes corren y cualquiera cosa podría impedir…
Fernando se quitó su traje militar, es decir, su levita y su sobretodo, su kepí, se arrancó sus acicates de oro, se desciñó su espada y sus pistolas, y Enrique fue poniéndose todo hasta quedar perfectamente disfrazado. Fernando se envolvió en la capa de Enrique y se puso de espaldas a la luz que ardía en la mesa.
Luego que Enrique estuvo listo, Fernando le hizo señas de que saliese ya. Enrique, disimulando su temblor, se dirigió hacia la puerta y…
— ¡Adiós! —dijo a Valle.
— ¡Adiós! —respondió éste sin volver la cara.
El centinela volvió a chocar la culata de su carabina contra el suelo, el ruido de los pasos y de los acicates se alejó, luego se oyeron los pasos de otra persona, rechinó la puerta grande del edificio y todo quedó en silencio.
Fernando respiró como si algún enorme peso acabase de quitársele del corazón, después de lo cual apoyó los codos en la mesa y la frente en las manos, dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas, y murmuró con voz ronca:
— ¡No creía yo que había de morir así!