Clemencia e Isabel no dormían esa noche; la segunda parecía haber agotado sus lágrimas, y permanecía de rodillas en el retrete de Clemencia, al pie de un crucifijo de marfil y de una Virgen Dolorosa. La primera, con el cabello en desorden y medio envuelta en un mantón negro, consultaba a cada momento el péndulo y abría con frecuencia la ventana como si aguardase a cada instante un correo.
Su pobre madre, con los ojos inflamados de llorar, rezaba a ratos, y en otros hablaba con Mariana que sufría horriblemente de la cabeza y que veía con angustia a su pobre hija que tenía el aspecto de una moribunda.
Acababan de dar las doce de la noche, y Clemencia rompía un pañuelo de batista entre sus manos con impaciencia febril, cuando llamaron fuertemente a la puerta de la casa.
El criado velaba y fue a preguntar quién era.
— Abre, abre pronto —dijo afuera una voz.
El criado corrió los cerrojos y abrió.
Era una casa baja, como lo son generalmente en Colima. Oyéronse pasos en el corredor y ruido de acicates.
— ¡Un oficial! ¿Será enviado por Enrique? —dijo Clemencia levantándose apresuradamente.
Llamaron a la puerta de la sala, todas las señoras corrieron allá, y abrieron. Un militar se precipitó adentro con aire azorado. Echóse abajo el capuchón que cubría su semblante, era Enrique.
Isabel cayó desvanecida, las señoras temblaban, Clemencia, con los ojos fijos en su amante, quedóse pasmada y no pudo hablar.
— Soy yo, Clemencia ¿estamos solos?
Clemencia hizo señas afirmativamente sin poder articular palabra.
— No hay que espantarse, amor mío, seré breve: he aquí lo que ha pasado; pero antes de todo ¿hay un criado de confianza en la casa?
— Sí hay —respondió por fin Clemencia repuesta de su emoción.
— Pues que me ensille un caballo, pronto, y si hay otro, que me lo prepare para llevarle de mano; es preciso que yo huya ahora mismo.
La señora salió a dar las órdenes luego, y volvió.
— He aquí lo que ha pasado. ¡Fernando ha sido mi salvador!
— ¡Fernando! —dijeron a una voz las cuatro señoras.
— Sí, Fernando, que tiene una grande alma, una alma inmensa, el alma que se necesita para morir en lugar de un enemigo.
Clemencia sintió que le faltaban las fuerzas.
Enrique contó brevemente lo que acababa de pasar en la prisión, refiriendo palabra por palabra lo que le había dicho Fernando. El asombro de las señoras crecía a cada instante. Enrique añadió:
— Yo no conozco el camino del Naranjo, y me perdería; necesito primero disfrazarme con traje de paisano, y luego llevar un guía que, después de atravesar el paso, me dirija a Guadalajara.
— ¿A Guadalajara? —respondió Clemencia.
— Sí, Clemencia, a Guadalajara, yo no estaré seguro sino allí.
— Pero allí están los franceses.
— Precisamente por eso. Este no es el momento de ocultar la verdad ya. Sepan ustedes que, en efecto, los pliegos que cogió Valle eran míos. Yo estaba en comunicaciones con aquella plaza, y ahí se me brinda con una banda de general. Debí pasarme con todo mi cuerpo y con algunos otros, pero desgraciadamente me retardé y fui descubierto.
— ¿Luego usted traicionaba? —preguntó Clemencia interrumpiéndole con violencia.
— Traicionar no es la palabra, vida mía; en política estos cambios no son nuevos, y el rencor de los partidos los bautiza con nombres espantosos. Pero el tiempo vuela y es preciso salvarme. Señora ¿tendría usted la bondad de traerme un traje y de arreglar lo de los caballos?
— Sí, señor, todo.
Sacáronle un traje completo, que Enrique se vistió con una prontitud maravillosa. Luego el criado, dispuesto también, avisó que los caballos esperaban.
Enrique abrazó de prisa a las señoras y a Isabel, que apenas tuvo fuerzas para moverse; pero al llegar a Clemencia, a quien alargaba los brazos con ternura, la joven, irguiéndose con una altivez que iluminó su semblante con el brillo de una hermosura divina, alargó una mano para rechazarle.
— Vaya usted con Dios, señor Flores —le dijo— vaya usted con Dios, y que él le salve.
— Pero, Clemencia, ¿qué es esto? ¿Me rechaza usted? ¡Dios mío! ¿Por qué?
— Quisiera morirme esta noche, caballero, mejor que saber todo esto. Aléjese usted: todo lo comprendo.
— ¿De modo que no podré esperar ver a usted pronto en Guadalajara?
— No me verá usted nunca, señor, nunca.
— Señor, huya usted —dijo la madre de Clemencia empujando a Enrique.
Este salió vacilando como un ebrio, montó a caballo seguido del criado, atravesó el zaguán y se alejó al paso por la calle, y momentos después se oyó el galope de los caballos que acabó por perderse en el silencio de la noche.
Las cuatro señoras habían quedado mudas y cabizbajas. Clemencia no pudo más, y cayó desplomada en una silla.
— ¿Es que le amas todavía? —le preguntó tímidamente Isabel.
— Es que le desprecio con toda mi alma. Aquí no hay más que un hombre de corazón, y es el que va a morir —respondió Clemencia, convulsa y próxima a desmayarse.
— ¡Qué horrible es todo esto! —dijo después de un instante Mariana.
— ¡Qué horrible es —dijo Clemencia con una indignación que le volvió toda su energía— haber amado a semejante miserable, haber corrido por Colima, como una loca, suplicando y llorando, y haber expuesto todos los días la dignidad de un padre anciano para salvar a un hombre que ha acabado por aceptar el sacrificio de la vida de otro, y por confesar con vanidad que es un traidor! ¡De modo que ese infeliz Fernando no era un calumniador, de modo que le hemos ultrajado injustamente, de modo que habrá tenido un infierno en el corazón, y que va a morir asesinado por nuestra crueldad…!
Y Clemencia, que hasta allí había contenido sus lágrimas, rompió a llorar; pero con tanta violencia que las señoras se acercaron a ella y la estrecharon entre sus brazos.
Isabel lloraba también silenciosamente.
— Esto es verdaderamente para morirse, madre mía —continuó Clemencia bañada en llanto—. El desengaño ha sido terrible; pero él no me destroza el corazón, como la idea de que soy yo la que va a matar a ese noble joven. Antes creí que era yo también la causa de que Enrique fuese calumniado por su rival celoso; pero ya veo que no fue así; su crimen le condenaba. A Fernando, sí, yo soy quien le mata.
Después de estas palabras ya no hubo más que silencio, sollozos y abatimiento de Clemencia, que mesaba en su dolor sus hermosos cabellos negros, que devoraba sus lágrimas y que daba las señales de la más frenética desesperación.