VII

La calle estaba toda en ruinas y en un desorden horrible. Todos los materiales con que estaban construídas las casas habían vuelto a su lugar, yacían por tierra, como antes de ser empleados en la edificación. Las casas aun en pie se desacoplaban, se desmoronaban, vacilaban como borrachas, se sentaban en el suelo, sobre sus piernas rotas. Algunas, con aire sombrío, se tiraban de cabeza contra los adoquines. ¡Pam!

Las cajas habitadas por los hombres se habían abierto de pronto; las lindas cajitas forradas de papel. Se veían aún cuadros en las paredes, pero los hombres no estaban ya en ellas; lanzados a la calle, yacían sobre las piedras. La tierra seguía estremeciéndose, pues el trombolista subterráneo, aquel diablo que creía sordo a todo el mundo, no ponía fin a su tocata. ¡Trabajaba a conciencia el diablillo!

Yo estaba ya libre, pero no me daba cuenta de ello. Y no me atrevía a alejarme de la maldita cárcel. Permanecía allí, en pie, contemplando las ruinas. Mis camaradas, que también habían salido a la calle, tampoco se iban. Se estrechaban unos contra otros, asustados, como niños junto a su madre tendida en el suelo, borracha. ¡Vaya una madre!

De pronto, el profesor Pascale dijo:

—¡Mirad!

Un muro que creíamos eterno se había abierto de arriba abajo. El hierro de las rejas estaba retorcido y roto como un trapo podrido.

Hasta entonces, mis manos ni siquiera habían podido conmover aquel hierro, que yo creía el más fuerte de todos, que yo creía eterno y a la sazón me parecía una cosa inútil, despreciable.

En aquel momento, los demás y yo nos perca tamos de que estábamos libres.

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